Lejos de olvidarse, la pelea constituyó durante toda una semana el tema favorito de conversación en Entebbe. La mayor parte de los funcionarios temporales, que vivían en la colonia, tomaron un resuelto partido contra Wilson. Sólo unos cuantos residentes se pusieron de su lado. Pensaban que iba siendo hora de que alguien echara en cara al maître su excesiva brutalidad, y, aunque John había perdido, les agradaba su actitud. Como resultado nos vimos introducidos en otro grupo, donde hicimos nuevos amigos.
Entre ellos, estaba Phillip Morehead, que, tras haber ejercido la profesión militar casi toda su vida, se acababa de retirar con el grado de teniente coronel del cuerpo de Ingenieros Reales. Puesto que aún era joven, había venido a trabajar para el gobierno en África, con la finalidad de aumentar sus ingresos. Enseñaba en la escuela nativa de Kampala, donde instruía a los africanos en el empleo de instrumentos agrimensores.
Lo encontré a la hora del té en el vestíbulo superior del hotel. Se le veía caluroso y polvoriento, vestido de caqui, con botas Wellington; un hombre delgado, de rostro bronceado, con los ojos de un azul desvaído.
—Oiga —llamó desde el otro lado del salón, en cuanto hube pedido el té—, ¿es usted el americano que se peleó la otra noche?
—No, fue mi amigo —repliqué, desganado. Ya había aguantado varias discusiones desagradables al respecto, y me apetecía tomar mi té en paz y sosiego.
—Hizo muy bien. Ya era hora de que alguien propinara a Harry una buena paliza.
—No sé si lo plantearía así —dije.
—¿De veras? —parecía alarmado—. Bueno, de todas formas su amigo hizo bien.
Se dirigió a uno de los nativos, hablándole con rapidez en una lengua desconocida y cantarina, que sonaba a parodia del chino. El chico se escabulló y le trajo más agua caliente.
—¿Qué idioma es ése? —pregunté, con curiosidad—. No parece suajili.
—No, es lugandés, el auténtico idioma del país. Como ya sabrá usted, el suajili no es otra cosa que un dialecto inventado por los blancos para entenderse —sonrió—. El país se llama Uganda; la lengua, lugandés; y sus habitantes, bugandenses. Es un poco raro.
Me dirigí hacia el diván que ocupaba para presentarme. Enseguida comprendí que no se parecía en nada a las otras personas que vivían en nuestro hotel. Hablaba de los nativos con el mismo afecto que del país y de su trabajo. Daba clases en la escuela donde aprendían a manejar instrumentos agrimensores y pensaba quedarse en Uganda para siempre.
—Me gusta la gente —decía—. Son cariñosos y amables; además, aquí hay muchas cosas que hacer.
Cuando apareció Wilson, con la cara aún magullada, hice las presentaciones.
—Bueno, eso no está tan mal, hombre —dijo Morehead, inspeccionando el rostro contusionado—. Harry aún no puede abrir un ojo, y usted ve con los dos.
—Si no me detienen, habría dado buena cuenta de él —añadió Wilson, aireando su teoría favorita.
—En realidad, Harry sólo le tiró quinces veces —dije—; además, John estaba visiblemente cansado.
—Lo que pasa es que intentaba cazarle el estilo —dijo Wilson—. Otros diez minutos y le mato.
Morehead sonrió.
—En cualquier caso, mereció la pena.
—Pues, claro que sí —asintió Wilson.
—El señor Morehead me estaba contando cosas sobre la caza que ha visto en el país donde trabaja —tercié porque estaba harto de la pelea y quería olvidar la imagen de aquel espantapájaros empapado en sangre, levantándose una y otra vez.
Wilson hizo esfuerzos por demostrar interés, pero le resultaba difícil porque no dominaba sus gestos.
—¿Caza? ¿Qué tipo de caza?
—Le contaba a su amigo que a veces pasan cosas curiosas. Por ejemplo, estás mirando por el visor del aparato agrimensor, y si, de pronto, los nativos dispersos en tu línea visual, que abrían un camino entre las hierbas altas, desaparecen, tienes que agarrar el instrumento y saltar a esconderte entre la vegetación, porque enseguida aparece un búfalo a la carga por el camino que has despejado, y pasa a tu lado como un enorme camión que resopla. No les gusta más que a nosotros pasar por la espesura.
—¿Llevará usted un rifle, supongo? —preguntó Wilson.
—Sólo uno del calibre 22 para las gallinas de guinea —dijo Morehead, con una sonrisa—. No me gustaría tener que disparar contra un búfalo con esa arma, aunque una vez tuve que matar un leopardo con la bala de un rifle largo del 22.
—¿Ha dicho un leopardo? —Wilson logró esbozar un gesto de sorpresa, porque aquello no aparecía en su libro.
—Por norma, no es conveniente, pero si te lo encuentras subido a un árbol, no tienes otro remedio. Los nativos esperan que lo mates, así que tienes que acertar en el sitio exacto.
—¿No me diga? No había oído nada.
—El señor Morehead puede llevarnos a cazar gallinas de guinea, si te apetece —dije yo.
—Iremos, naturalmente —replicó Wilson.
Nos citamos para la tarde siguiente.
La perspectiva de la caza aceleró inmediatamente el ritmo de trabajo en el guión. Aquella noche, acabamos dos secuencias, y una más a la mañana siguiente. A las dos de la tarde nos reunimos con el señor Morehead fuera del hotel, pertrechados con nuestros trajes de safari y nuestras escopetas. Morehead llevaba su 22. Saltamos a su furgoneta y salimos a campo abierto. El paisaje cambió bruscamente a pocos kilómetros de Entebbe. Aparecían grandes manchas de selva y la carretera transcurría ahora entre espesos muros de sotobosque. Cada cierto tiempo, cruzábamos un poblado nativo, enclavado en una parcela despejada. Morehead hablaba con los ancianos y los niños que merodeaban sin hacer nada cerca de la carretera, invariablemente sorprendidos al oír su saludo.
—Jambo —gritaba desde el coche. Era la forma de saludar en suajili.
—Jambo, bwana —respondían, nerviosos. Luego, cuando Morehead les hablaba en lugandés, se producía en ellos un asombroso cambio. Sonreían encantados y rodeaban el coche en tropel, hablando atropelladamente con sus voces extrañas y cantarinas.
—¿Has visto algo parecido en tu vida? —sonreía Wilson—. Se les ilumina la cara cuando les hablas.
—Bueno, es su idioma; lógicamente les gusta oírlo de un hombre blanco, porque saben que se ha tomado la molestia de aprenderlo.
Se volvió a la chiquillería medio desnuda que se agolpaba en su ventanilla y les preguntó si habían visto alguna gallina de guinea.
—Mingi, mingi, Kanga —contestaron. Morehead nos tradujo que, según ellos, había muchas gallinas en la zona, aclarándonos que habían respondido en suajili para no resultar descorteses con nosotros.
—Hay que tener cuidado, desde luego, porque siempre dicen que hay mucha caza para agradarte; puede no ser cierto.
Se dirigió al muchacho más alto, que se introdujo en el coche con una gran emoción en el rostro oscuro. Se sentó al lado de Wilson, dispuesto a servir de guía a la expedición. Nos desviamos de la carretera de lodo, para adentrarnos, dando botes, en un espeso sotobosque, hasta que la vegetación nos obligó a detenernos. El muchacho hablaba sin parar en lugandés, señalando las colinas que se alzaban a nuestra derecha.
—Están en la zona alta —dijo Morehead—. Hay que subir por ellas.
Salimos del coche y cargamos las armas.
—¿Cuáles son las instrucciones en caso de ver un leopardo? —pregunté a Morehead.
—No hacer caso. Si está muy cerca, a unos diez o quince metros, y nosotros no nos hemos dispersado, podemos arriesgarnos a tirar, pero hoy vamos por las gallinas.
—Yo sí, desde luego —dije. Wilson me desahució con la mirada, y nos introdujimos en la espesura.
Resultó una caminata bastante dura a causa de los innumerables insectos que zumbaban a la altura de nuestra cabeza y del calor del sol que, pegándonos en la espalda, nos abrasaba a través de la ropa. A los pocos minutos, me encontraba bañado en sudor y los pies se me pegaban al terreno irregular y resbaladizo. Las zarzas y los juncos me arañaban las manos. El negrito descalzo caminaba delante. Me volví a Wilson y vi su rostro abotagado bajo el enorme sombrero marrón. Jadeaba, arrastrando el arma entre la hierba y las parras, que parecían querer arrebatársela. Comenzamos a subir regularmente, hasta que disminuyó la vegetación.
—¡Dios mío! —dijo Wilson, deteniéndose y poniéndose en cuclillas—. ¡Menudo esfuerzo!
—De ahora en adelante, prefiero cazar en la llanura —comenté.
Morehead nos hacía gestos de que le siguiéramos. Aunque también sudaba, no le había cambiado el color de la cara.
—Esto nos pondrá en forma —dijo Wilson.
Después de subir la colina, descendimos al valle de vegetación compacta que estaba al otro lado, y luego volvimos a ascender la siguiente línea de montes. Wilson se detuvo. Tenía peor aspecto ahora que cuando Harry acabó con él.
—Me parece que ese negrito cabrón nos ha mentido —dijo con una débil sonrisa—. No es posible que las gallinas de guinea vivan aquí arriba.
—Recuerda que vuelan —añadí.
—Ojalá pudiera volar yo.
Como los meses de esquí me habían endurecido las piernas y los pies y comenzaba a acostumbrarme al calor, seguí a Morehead hasta la cima de la siguiente colina.
—John acusa el esfuerzo.
Morehead asintió, sacó una cantimplora y bajó en busca de Wilson. John tomó una grajea de sales y varios tragos de agua caliente. Continuamos la marcha. Le aventajábamos en más de cuarenta metros cuando salieron los primeros pájaros.
—Es suyo, John —gritó Morehead. Las gallinas, grandes y grises, se movieron lentamente por el aire delante de Wilson. Tomó el arma y disparó dos veces. Las aves volaron ilesas. Esperamos a que nos alcanzara.
—No pude disparar —dijo, disculpándose—. Las manos me temblaban como si tuviera el delirium trémens.
—No importa —dijo Morehead—, hay muchas más.
No se equivocaba, porque no habíamos avanzado más de cuarenta metros cuando salieron dos aves más. Wilson volvió a errar por dos veces el tiro. Yo disparé con el mismo resultado. Cuando estábamos a punto de descender, se detuvo de repente.
—Esperaré aquí un rato. Vosotros continuad.
En el siguiente valle nos salieron dos gallinas más. Maté una y fallé a la siguiente. El chico se escurrió entre la vegetación y cobró la gallina, evidentemente complacido.
—Esta noche ya no pasamos hambre —dijo Morehead.
—Creo que he herido en un ala a la segunda. Ha caído en esa zona boscosa de allí.
Era la fiebre; había comenzado a sentir esa quemazón emocionante y extraña que te borra de la mente las incomodidades, el camino que has hecho y el que aún te queda por hacer. Me olvidé de Wilson; ni siquiera se me ocurrió que nos aguardaba. Nos movimos a paso rápido, abriéndonos camino con dificultad entre la espesura, hacia el valle donde había visto caer la segunda presa y hacia la colina del otro lado. De pronto, Morehead se detuvo e hizo un disparo. Una enorme gallina cayó de un árbol situado a unos cuarenta metros.
—¡Buen tiro! —exclamé.
—No se puede hacer más con un rifle —dijo él—. Hay que tirar mientras están posadas en el suelo o en un árbol.
El muchacho recuperó el ave. Nos detuvimos en la cresta para mirar hacia atrás: no había rastro de Wilson. Se había levantado una brisa fresca. En el valle que se extendía delante, vimos unas cuantas chozas y un pequeño campo cultivado. Subían dos nativos en dirección a nosotros.
—¿Dónde está su amigo? —preguntó Morehead.
—Allí atrás, creo.
Morehead parecía preocupado.
—¿Se orienta bien?
—Espero que sí.
Todas las colinas se parecían mucho a las que habíamos atravesado, además, no había carreteras a la vista, sino sólo un paisaje interminable y la espesura de la jungla que crecía en el fondo del valle.
—Más vale que demos la vuelta —dijo Morehead—. No es buen sitio para perderse.
—Ya lo veo. No sabría volver solo al coche.
Los dos nativos que habíamos visto subir y que llegaban ya a nuestra altura, se dirigieron agitados hacia Morehead, con una sonrisa que les dibujaba una expresión brillante en el rostro. Había mingi, mingi, Kanga justo en la siguiente elevación y querían llevarnos. Cuando Morehead les explicó que debíamos volver en busca del otro bwana, manifestaron su desilusión, pero decidieron acompañarnos.
Había refrescado, porque el sol estaba a punto de ponerse. Desandamos el camino que habíamos recorrido con tanta desenvoltura una hora antes. Morehead estaba cada vez más preocupado por Wilson.
—Lleva un arma, ¿verdad? —preguntó—. ¿Cree usted que, si se ha perdido, se le ocurrirá hacer dos disparos?
—Supongo.
Al alcanzar la cresta de la siguiente colina, uno de los nativos encontró un casquillo vacío.
—Aquí mató usted el ave —dijo Morehead—. Ya no puede estar muy lejos.
Pero no había ni rastro de Wilson. Nos detuvimos y disparamos dos veces al aire, sin obtener respuesta. Alrededor se extendía el campo silencioso. Sólo oíamos el zumbido agudo de los mosquitos que nos revoloteaban por las manos y la cabeza, las únicas zonas desnudas de nuestro cuerpo.
—¡Demonios! —exclamó Morehead—. Esto tiene mal cariz.
Nos separamos para peinar las crestas a derecha e izquierda. Luego volvimos a encaramarnos a la cima de la colina donde el chico había encontrado mi casquillo. Estaba oscureciendo.
—¿Qué hacemos? —pregunté.
—No estoy seguro.
Se dirigió a los nativos que se encontraban detrás de nosotros, con las piernas y los pies desnudos llenos de rasguños blancos de la maleza que habían atravesado. Morehead les habló a gran velocidad en lugandés, pero estaban tan desconcertados como nosotros.
—Lo mejor será que bajemos hacia el coche para pedir ayuda —propuso Morehead.
Le seguí en silencio. ¿Iba a acabar así? ¿Era posible que perdiéramos a Wilson en la primera salida? Estábamos a menos de cincuenta kilómetros del hotel y de la vida civilizada de Entebbe, y ya nos habíamos metido en un aprieto.
—¿Qué ocurriría si tuviéramos que pasar la noche a la intemperie? —pregunté.
Morehead se encogió de hombros.
—Puede que nada y puede que mucho. Lo hemos hecho muy mal.
—La fiebre te puede —dije—. No te deja pensar en otra cosa.
—Hay que volver al coche.
Nos encaminamos a la carretera en medio de la creciente oscuridad, hasta que avistamos el coche. Allí estaba Wilson, sentado en el parachoques delantero, fumando un cigarrillo. A su lado, fumando también, se agolpaban una docena de nativos. Nos sonrió.
—Lo he pasado muy bien —dijo, muy animado—. Hemos hablado de Proust, de la vida y de la superioridad del tabaco americano.
—¡Por Dios!, ¡qué susto nos has dado! —exclamé.
Pero él no me hizo caso.
—Son unos chicos estupendos —dijo, dirigiéndose a Morehead—. Ése de ahí, el mayor, me quería decir algo, pero no le entiendo. ¿Quiere preguntárselo, Phillip?
Morehead asintió, sonriendo. Se dirigió al nativo que señalaba John.
—Quiere llevarle a un sitio donde hay leopardos.
Wilson sonrió.
—¿De veras? Pues dígale que volveré dentro de unos días con un bulldozer y un rifle grande.
—John, me parece que este país es demasiado duro para nosotros. Acéptalo, somos dos tipos de Vine Street. Más vale que hagamos caso del aviso mientras estamos a tiempo.
Me miró con fastidio.
—¿Qué dices, Pete? Lo único que nos falta es recuperar la forma física.
—Y comprar dos brújulas flamantes, y aprender a tirar.
—No te preocupes. Cuando utilicemos los rifles, será otra cosa.
—Sí, claro. Pero, no se te olvide… lo mejor que tienen las gallinas de guinea es que no contraatacan.
—Eso es lo malo de ellas.
Repartimos el resto del tabaco y nos subimos, muertos de cansancio, a la furgoneta. Wilson se acomodó delante, con Morehead.
—Muy bien, Phillip. Ha sido una tarde estupenda. En recompensa, le llevaremos con nosotros a cazar elefantes.
—Iré encantado.
—Entonces, tenemos que organizarlo.
Saludó a los nativos, que permanecían en la carretera.
—Qué agradables son, Phillip. No me extraña que se haya quedado aquí.
Continuó divagando sobre lo mucho que le gustaba África. Yo intentaba no oírle.
Permanecí en silencio, agarrándome a las paredes del coche cada vez que dábamos un bote. No se me iba de la cabeza la oscuridad cerniéndose sobre nosotros en las interminables colinas y el repentino silencio amenazante de la naturaleza salvaje. Nos detuvimos un momento para rodear un cráter de fango que había en medio de la carretera. A distancia, sonó un grito salvaje.
—¿Qué es eso? —preguntó Wilson.
Morehead puso atención. El grito se repitió.
—Una hiena —explicó sonriendo—. ¿No habrá pensado que era su leopardo?
—Parecía Harry hablando a los camareros —dijo Wilson—. Vamos al bar.