19

Se me habían quitado las ganas de trabajar. Nos sentamos en el bar a beber cerveza, aunque Wilson se pasó al whisky al poco rato. No me di cuenta de que se le estaba subiendo a la cabeza, porque la voz no le había cambiado y se sostenía bastante bien al dirigirse al aseo, pero cuando empezó a hablar de la caza, sospeché que no estaba completamente sobrio.

—Mira, Pete, tenemos que rematar el trabajo esta semana. La compañía estará aquí en menos de un mes, y entonces nos iremos de safari.

—Con un poco de suerte, acabaremos la mayor parte en ocho días más.

Lockhart vino a la mesa.

—¿Qué tal la cena, John? —preguntó solícitamente.

—Excelente, Ralph. Siento que no estuvieras presente, porque ha resultado muy instructiva para todos. ¿Quieres una copa?

—Gracias, sí.

—¿Whisky o cerveza?

—Whisky, si es posible.

—¡Chico! —llamó Wilson.

El camarero de la barra se acercó a nuestra mesa. Era un negro extremadamente alto, de hombros fuertes y cintura muy estrecha, con un rostro amable y algo afeminado, que sonreía cada vez que Wilson le llamaba.

—Otro whisky, por favor[8] —pidió Wilson.

—Sí, bwana.

Se volvió hacia la barra a gran velocidad.

—Es encantador —comentó Wilson. Lockhart guardó silencio. Ya sabía que con nosotros lo mejor era no provocar discusiones raciales—. ¿No te parece, Ralph? —preguntó Wilson.

—Uno de los mejores de aquí —contestó Lockhart de mala gana.

—Todos son buenos chicos. Tendrías que haber visto el partido de esta tarde. No se les notaba el tamaño de los lóbulos frontales. Tienen la cabeza dura, eso sí, pero dentro hay inteligencia. A los superhombres locales se les han caído los pantalones; perdón, las polainas.

—Me lo ha dicho Pete. ¿Se ha dado bien el trabajo?

—Muy bien, Ralph, pero no cambies de tema. Hablábamos de nuestros hermanos negros.

Lockhart esbozó una sonrisa falsa.

—Lo siento, no intentaba desviarme —se mordió una cutícula.

—Sabes, me estoy aficionando a Ralph —dijo en voz alta, dirigiéndose a mí—, si no fuera por su puñetera piel blanca, llegaría incluso a gustarme.

—Me teñiré de negro, si lo prefiere —añadió Lockhart, sin mucho entusiasmo.

—Hazlo, Ralph.

Pero ya no hablaba con claridad. De pronto, se produjo un fuerte tumulto al fondo de la barra. El chico alto y bien parecido acababa de tirar una bandeja. Se inclinó rápidamente a recoger un vaso pequeño de whisky que rodaba por el suelo. A su alrededor se elevaron voces de protesta. Detrás de él, más colérico que nadie, se encontraba Harry, que le propinó un violento empujón cuando aún estaba agachado; la gorra blanca del negro cayó al suelo. Harry le golpeó con la misma crueldad que había empleado con frecuencia durante el partido de la tarde. La rodilla alcanzó al negro a un lado de la cabeza. Se levantó rápidamente, llevándose una mano a la cara. En la piel negra destacaba un corte de color rojo.

—Recoge la gorra —gritó Harry, colérico—. Mierda de chico, ¡recógela!

El negro seguía tocándose la mejilla. Parecía muy asustado. Otro mozo le recogió la gorra.

—No te he tocado —gritó Harry—. Quita esa puta mano y vete a la cocina.

Agarró al infortunado por ios hombros y le empujó fuera del bar.

—Negros de mierda. Os voy a enseñar a poner cuidado en lo que hacéis.

Wilson, que, como yo, había contemplado toda la escena, se le quedó mirando.

—Bueno —dijo suavemente—, ¿qué te parece?

—Puede que el chico presente una demanda —dijo Lockhart—. No está permitido tocarlos. Lo prohíbe el reglamento.

—Y ¿qué pasaría? —quise saber.

—Probablemente, nada, porque todo el mundo declarará que se hizo el corte con la barra. Ha sido un poco duro, de todas formas.

Wilson se había puesto en pie y pasaba despacio por mi lado. Me levanté enseguida.

—John, ¿adónde vas?

—A ningún sitio —dijo, muy tranquilo—. Sólo quiero decirle una cosa a Harry.

Le seguí. Harry, al fondo de la barra, se quejaba amargamente de los camareros al otro hombre.

—¿Qué ha pasado, Harry? —preguntó Wilson.

—Ese negro, manazas, ha tirado un vaso encima de este señor.

—¿A propósito?

La voz tranquila, incluso amable, se superpuso, amenazadora, al zumbido de la charla inglesa.

—Nunca se sabe —dijo Harry, lleno de santa indignación— con estos negros cabrones.

Los otros camareros se mantenían cerca, sumidos en un silencio airado.

—Harry, creo que estás resentido por la paliza que te han dado esta tarde.

El maître le contempló con aquella expresión de odio y desprecio que caracterizaba su rostro flaco y poco atractivo.

—En absoluto.

—Harry, me parece que eres un hijo de puta cobarde y un sádico despreciable —continuó Wilson, pronunciando muy despacio, con toda claridad. El bar entero se quedó en suspenso.

—Mire, señor Wilson —dijo el maître con acritud—, no tengo por qué dar explicaciones a nadie, por muy cliente que sea usted.

—No me llames señor Wilson, porque no me llamas así cuando jugamos arriba al póquer. Llámame John, como arriba. ¿Sabes, Harry?, esto es como el póquer. Te estoy pidiendo que me enseñes las cartas, porque creo que eres un grandísimo farolero, un hijo de puta cobarde y sádico, que disfruta pegando a la gente indefensa.

—No tengo por qué aguantar músicas celestiales —comenzó a gritar el maître.

—No, desde luego, por eso debes salir fuera ahora mismo y demostrar que no eres un hijo de puta cobarde y sádico.

—John, por favor —dije yo—; esta noche, no.

—Es una buena noche para el póquer, chaval. ¿Qué dices, Harry? ¿Quieres probar tus patadas conmigo?

El maître tenía la cara enrojecida. Miraba a los hombres que le rodeaban, tratando de descubrir qué debía hacer.

—Está borracho, John —dijo—, siéntese.

—Sí, estoy bebido, pero no cambia nada. Eres un cobarde, Harry, un auténtico cobarde. Te creces cuando pateas a los mozos, pero te arrugas cuando tienes enfrente a una persona como yo.

Agarré a Wilson del brazo, pero me apartó de un empujón. Inclinaba ligeramente la cabeza, con una intensa expresión en la cara.

—No debo pegarme con los huéspedes, señor Wilson.

Se le veía preocupado. Alguien salió de la barra para agarrar a Dickie.

—Esta noche no soy un huésped, cobarde cabrón, soy un intruso.

Harry cerró los ojos un instante. Luego se volvió en dirección a la puerta de mampara. Wilson le siguió. Le agarré de la chaqueta para hacerle retroceder.

—Déjame, hemos luchado por los judíos. Ahora daremos la gran final… por los negros.

—No tiene sentido, John.

—¿De veras? —se volvió a mí, sorprendido—. Supón que la señora MacGregor hubiera sido un hombre, ¿no le habrías zurrado?

—Claro que sí, pero es distinto.

—Esto es peor, chaval. Es un asunto muy feo. Hazme caso; déjame.

Tenía razón. No debía permitir que se peleara porque estaba muy borracho, pero me daba cuenta de que ya era imposible detenerle. Lockhart me cogió del brazo.

—¿No deberíamos hacer algo?

—Es inútil.

Me pareció que le cruzaba el rostro una sonrisa.

—Harry está en buena forma, sabe —dijo.

Fueron las últimas palabras coherentes que oí. El maître se había quitado la chaqueta blanca. Wilson se acercó a él, balanceándose. El primer golpe dio a Harry en un lado de la cabeza, exactamente el mismo en que él había golpeado al negro. Vi que le corría por la mejilla un fino hilo de sangre. Entonces, arremetió contra Wilson.

En realidad, no fue una pelea en toda regla, sino una especie de baile absurdo que Wilson y el maître practicaron en la pradera del hotel. Al principio, giraban uno alrededor de otro, con los puños cerrados, y luego retrocedían. Wilson no paraba de proferir obscenidades. Entonces, balanceándose, le soltó un fuerte puñetazo en el rostro. La sangre que manaba profusamente de la nariz del maître tuvo la virtud de despertarle. Comenzó a trabajar las manos como dos pistones. Se acercó a Wilson y le sacudió el esqueleto con una serie de puñetazos rápidos y cortos. El delgado cuerpo de Wilson se dobló como impelido por un intenso dolor, y cayó sentado, pero enseguida se puso en pie de un brinco. El camarero volvió a golpearle y le arrojó al suelo. Él se levantó de nuevo, balanceándose furiosamente y pegando al aire de la noche africana. Harry le derribaba una y otra vez, pero Wilson conseguía levantarse siempre. Hice un gesto hacia él, pero Lockhart y Dickie me agarraron.

—¡Suéltenme, idiotas!, ¿no ven que va a matarle?

—Tranquilo, amigo —dijo Dickie.

Wilson había conseguido ponerse en pie, esta vez muy lentamente. Se limpió con la manga el rostro ensangrentado. Tenía el cabello enmarañado por el sudor y la sangre. Harry retrocedía, algo confuso. Wilson dio un traspiés y cayó al suelo.

—Por favor, no se levante, John —le rogó Harry, con un acento de piedad e impotencia, al tiempo que se volvía hacia nosotros—. ¿Es que no van a detenerle?

Nadie se movió. Wilson se levantó despacio y avanzó hacia el maître.

—Cobarde cabrón —murmuró, vacilando. El puño aterrizó en un lado de la cabeza de Harry; el inglés dio un traspiés y cayó en la hierba. Inmediatamente se puso en pie y golpeó dos veces a Wilson, una con un directo de la izquierda, y otra con un gancho para el que describió con el brazo un amplio movimiento circular. Wilson se tambaleó y volvió a él. Con un pequeño giro, solté una fuerte patada en la espinilla de Dickie, y dando un salto hacia John, le aferré, apretándole los delgados brazos contra los costados.

—Déjalo ya. Para, por Dios.

Nos enzarzamos en una lucha, pero ya no le quedaban fuerzas. Tambaleándose, tropezó con mis piernas y rodamos los dos por el suelo.

—Ya has demostrado lo que querías, John. Detente, por favor.

—Déjame, voy a matarle —repitió en un murmullo.

Dickie y Lockhart acudieron en mi ayuda. Sostuvimos a Wilson para levantarlo. Tenía la cara cubierta de sangre. Por encima de su cabeza, vi un grupo de cuatro o cinco ingleses que rodeaban a Harry, hablándole cargados de razón, con aire tranquilo. Por fin, el maître se dio la vuelta y se encaminó al bar. Me di cuenta de que los camareros negros entraban corriendo por la puerta de mampara al verle aproximarse. «Bueno», pensé, «al menos han comprobado que hay gente dispuesta a pegarse por ellos».

—¿Dónde está? —preguntó Wilson con voz de borracho—. ¿Dónde está ese cobarde cabrón?

—Quiere hacer las paces —dijo Dickie, mientras se esforzaba en no mancharse de sangre el traje de lino blanco.

—Sí, ¿eh? —dijo Wilson débilmente—. Ya os he dicho que es un cobarde.

Le condujimos entre todos hasta la entrada principal. Un grupo numeroso de mujeres atemorizadas nos observaba. Pasamos cerca de ellas al cruzar el vestíbulo hacia la habitación de Wilson. Lockhart y yo le depositamos en la cama. Abrí el grifo de la bañera para enjuagar una toalla; al escurrirla, me di cuenta de que estaba cubierto de sangre, con los pantalones empapados. Volví a la habitación y le puse la toalla en la cara.

—¿Qué demonios haces, chaval? —preguntó, enfadado—. ¿Me quieres ahogar?

Dickie se dirigió a la puerta:

—Voy a buscar un médico.

—¿Él está igual de mal? —murmuró Wilson. Me senté en la cama, sin poder contener la risa. Lockhart le limpiaba el rostro.

—Por Dios, John —dije—, si casi te mata.

Me miró.

—Estás lleno de mierda. Iba a rematarle cuando me has agarrado. ¿No le oías rogarme que no me levantara?

—¿Está usted malherido, señor? —preguntó Lockhart. Wilson le empujó con violencia y se incorporó en la cama.

—Estoy bien. ¿Dónde se ha metido ese hijo de puta?

—Ya se ha acabado, John. Estás en tu habitación.

De pronto, sonrió.

—Sí, ¿eh? Bueno, ¿qué te parece? —era como si se estuviera despertando de una borrachera.

—Me encuentro bastante bien. ¿Lo ves?, como digo siempre, cuando afrontas la pelea te sientes bien; si no lo haces, estás mal y el estómago se te llena de pus, pero si te enfrentas, estás bien, aunque recibas una soberana paliza.

Se abrió la puerta y entró Dickie, seguido de Harry y del médico. El maître vestía de nuevo la chaqueta blanca, Tenía la cara cubierta de pequeños cortes.

—Me encuentro bien —decía Wilson, mientras el médico depositaba su cartera sobre la cama. Era un inglés de pelo cano y bigote. Le reconocí como el hombre que se sentaba a nuestro lado durante el partido de fútbol. Wilson miró a Harry y sonrió.

—Bueno, cabrón cobarde. Me parece que es el último negro que golpeas mientras yo esté en Entebbe.

Harry tragó saliva con dificultad, tendiéndole la mano.

—Siento terriblemente lo que ha pasado, señor Wilson, pero usted no ha querido atender a razones.

Wilson se la estrechó. De repente, parecía muy cansado.

—Sacad de aquí a este hijo de puta.

Se tumbó en la cama y cerró los maltratados ojos.

—Oye, Pete, mañana hay que trabajar —concluyó, dirigiéndose a mí.

Alguien apagó la luz. La cama estaba ya cubierta de miles de moscas diminutas. Wilson levantó la mano para espantárselas de la cara, pero le fallaron las fuerzas; el brazo se le derrumbó a un lado, sin completar el gesto. Entonces, me dijo con una sonrisa:

—¿Chaval, sientes el misterio?