Al día siguiente se acabó el punto muerto. Encontramos una vía intermedia en nuestra discusión y el trabajo comenzó a fluir. Esa noche llegó de Londres el jefe de unidad con buenas noticias. Por fin, se había firmado el contrato. No sólo Landau, sino también Anders y Reissar decían haber visto los papeles con las firmas de los patrocinadores americanos estampadas.
El ánimo de John mejoró inmediatamente. Volvimos a jugar al tenis. Owen salió al día siguiente para Nairobi con objeto de acelerar el envío del equipo fotográfico. Era mucho mejor que Lockhart e inspiraba confianza a Wilson. Llegó también el permiso para rodar en el Congo. Lockhart lo trajo a la habitación, sonriendo entusiasmado.
—Parece que todo se resuelve, señor —dijo. Parecía un sargento mayor comunicando pomposamente una victoria al comandante del regimiento. A Wilson le dio pena.
—Sí, las cosas mejoran, Ralph. Ahora sólo falta que Laing y Harrison encuentren algunos exteriores adecuados y nos sentiremos en la gloria.
—El poblado de Masindi está casi terminado. Se han construido las chozas y una enorme empalizada para los esclavos. Ha costado mucho trabajo, señor.
—¿De veras? —dijo sin el menor interés. Estaba dibujando a Lockhart.
—¿Cree usted que comenzaremos en el Congo?
—Depende del informe de Laing, pero, en cualquier caso, deberíamos preparamos para ir allí.
—Ya tenemos todo el personal. Vamos a transportar el equipo en camiones desde aquí.
—¿Y las carreteras?
—No son una maravilla, señor Wilson, pero si contamos con unos cinco días, no habrá problemas. Durante la vuelta, podría rodar los interiores en Masindi.
—¿Qué pasa si el mal tiempo estropea los interiores? —dije yo, porque me parecía la única forma de que no se nos desbocaran los gritos de entusiasmo.
—En ese caso, nos sentaremos a esperar, digo yo —afirmó Lockhart lóbregamente.
—Podemos ir a cazar mientras llueve —propuso Wilson.
Las moscas del lago nos imponían su presencia a primera hora de la tarde. De pie, ante la ventana de Wilson, las veíamos aproximarse. Parecían una negra tromba marina que avanzaba desde el agua. Cerramos las ventanas de un portazo y nos sentamos a sudar, porque el calor era cada vez mayor.
—Buen sitio para trabajar —dijo Wilson.
—En Londres, las mujeres; aquí, las moscas —se lamentó—. Por cierto… hoy cenamos con la hermosa señora MacGregor, así que arréglate.
—¿Para qué? No quiero nada de ella.
—Bueno, pues hazlo para acompañarme.
—Me daré un baño, no estoy dispuesto a más.
—Será de agradecer, en todo caso —dijo Wilson.
—¿Dónde está su marido?
—En el interior, montando protoestaciones nativas.
—Sería un buen trabajo para ella.
—Estás hablando de la mujer que amo. ¡Venga, al trabajo! Ya hace mucho que nuestros personajes se llevan bien. Ahora nuestra heroína va a enterarse de que está casada con un cabrón desalmado que azota a los esclavos.
—Antes, vamos a tomar un poco el fresco.
Wilson estiró los largos brazos, luego se metió una mano por la camisa y se frotó con cariño.
—¿Te pica?
—No —sonrió—, es que me quiero mucho.
—¿Jugamos al tenis o damos un paseo?
—Muy bien, Pete —dijo muy despacio—. A la mierda el trabajo.
Agitó las manos largas y delgadas a la altura de su rostro.
—¡Demonio de moscas!
—Menos mal que no pican.
Torció el gesto y salimos de la habitación. Mientras atravesábamos lentamente la gran extensión de césped que había delante del hotel, nos pasaban nubes de insectos, camino, sin lugar a dudas, de nuestras habitaciones. Desde el campo de fútbol llegaban, amortiguados, los gritos de los jugadores.
—Vamos a verlos un rato —propuso Wilson—. Parece que hay un gran partido.
A los lados del campo se sentaba un gran número de personas, lo cual no era corriente, aunque pronto entendimos el porqué de tanta expectación. El Entebbe Club de Fútbol jugaba contra un rival enteramente africano. Los nativos, de poca estatura y con los pies descalzos, corrían como locos entre los blancos, altos y con botas. En las bandas del campo, muy lejos de los banquillos del público blanco, vimos una negra muchedumbre sentada en la hierba.
—Pero, bueno, ¡por Dios bendito! —dijo Wilson, sonriente—, ¿no te parece tremendo? Estos ingleses son así, les niegan la condición de seres humanos, pero no tienen inconveniente en admitirlos en el terreno de juego.
—Hacen bien en admitirlos, porque estos tíos son muy buenos.
Las piernas negras y desnudas del defensa central africano, que avanzaba regateando hacia el campo contrario, emitían destellos bajo el sol. Evitó a un jugador británico con una hábil finta y pasó el balón adelante. Otro africano controló la pelota en el aire, desviándola con la pantorrilla, y avanzó hacia la portería blanca.
—Mira el portero —dije, exaltado—. ¡Por los clavos de Cristo!, es Harry.
—Que me muera aquí mismo si no.
La figura alta y fuerte del maître se mantenía en tensión, guardando la meta de su equipo. Su rostro dibujó una intensa expresión de odio ante la amenaza de los tres delanteros africanos que avanzaban hacia él. Aguardaba el ataque como un animal rabioso, manteniéndose firme dentro de la portería. Con un feroz gruñido, salió de su puerta cuando vio que chutaban contra ella. Paró el balón con el cuerpo. Se oyó el impacto del cuero en su estómago y el rebote. Inmediatamente se dispuso a patearlo para alejarlo de la zona de peligro, pero ya se acercaba corriendo a la pelota otro de los negros y Harry comprendió que había llegado tarde. Se detuvo y cambió de sentido, sin apartar la fiera mirada del balón. Cuando volvieron a chutar a gol, se tiró al suelo, tratando de cubrir la portería. El balón rozó sus amplios hombros y, de allí, rebotó hasta el fondo de la red. La parte negra del público estalló en un grito de júbilo. Un momento después la pelota estaba de nuevo en juego.
Wilson y yo sonreíamos encantados. Era lo más hermoso que habíamos visto desde nuestra llegada a África.
—Es maravilloso —dijo Wilson—. ¡Y pensar que hemos estado a punto de perdérnoslo!
Nos agachamos en el suelo, cerca de la zona blanca. —¡Adelante, África —grité—, repítelo!
Un inglés de edad, vestido con pantalones de franela blancos y un blázer azul, se volvió hacia nosotros.
—Son tremendamente buenos. El año pasado fueron a Inglaterra, aunque allí no hicieron nada, naturalmente.
—¿Por qué? —preguntó Wilson.
El capitán preboste regateaba ahora a lo largo de la línea lateral, moviéndose con precaución hacia la meta negra.
—Son muy inteligentes con los pies, pero ante un equipo inglés verdaderamente bueno no valen nada. Cuando el mareaje y el control van en serio, se desconciertan. No dan ni una.
—No me extraña, es probable que los lincharan si se les ocurriera —dije yo.
—No, en absoluto —dijo el inglés con altanería—. No somos americanos.
—Desde luego —respondí.
El capitán preboste intentó lanzar a uno de sus delanteros, pero el defensa africano le interceptó el pase, y avanzó, una vez más, hacia la portería blanca. Segundos después, Harry volvía a defenderse a muerte. Tenía la cara enrojecida por la rabia y el esfuerzo. Detuvo dos nuevos disparos contra su meta antes de encajar finalmente el tercer tanto.
—Bien, bien, muy bien —decía Wilson.
Al sacar de nuevo, Harry dio instrucciones a grandes gritos a uno de sus defensas, pero era evidente que no servían de nada. Una y otra vez, los africanos llevaban la pelota hasta campo contrario. Los jugadores ingleses se movían ahora con mayor lentitud para recuperar el resuello, pero los africanos no les daban un momento de tregua. El partido se hizo más duro. Los africanos caían al suelo con frecuencia por las entradas de sus oponentes, pero se las componían para enviar la pelota allí donde otro africano la paraba en plena trayectoria y avanzaba en dirección a la portería de Harry. Contemplábamos, fascinados, cómo cada episodio violento acababa de la misma forma, con un Harry muy irritado, acechante en su jaula, cuyas salidas de perro rabioso encadenado no lograban frenar el balón que pasaba a su lado hasta incrustarse en la silenciosa red del fondo.
—Dios se apiade esta noche de los pobres camareros —dije.
—Si no te callas —comentó John—, nos van a echar.
Pasamos una tarde perfecta, sentados al cálido sol, disfrutando del espectáculo en el campo de fútbol, donde ni siquiera había moscas del lago. El partido finalizó con un resultado de 15-2 contra el Entebbe Club de Fútbol. Volvimos poco a poco al hotel, donde trabajamos en perfecta armonía hasta el momento de vestirnos para la cena.
—¿Le preguntamos a Harry si ha estado muy ocupado esta tarde, John?
—No queda más remedio —respondió con entusiasmo—. Aunque deberíamos hacer algo mejor. Vamos a pensarlo.
Encontramos a la señora MacGregor en el bar. Llevaba un vestido de lino a la moda, con bastante escote. Wilson parecía complacido.
—¿No es estupendo? Cenar con una mujer hermosa en el corazón de África.
Ella sonrió, encantada con el cumplido.
—¿Han pasado un buen día?
—Extraordinario. Además de cundirnos el trabajo, hemos visto un partido de fútbol.
—Ha sido horrible, ¿verdad? —contestó ella, como era de esperar—. Lo he visto un momento, porque luego salí a navegar.
—A mí me pareció un partido maravilloso —dijo Wilson.
Ella sonrió con coquetería.
—No es posible. De sobra sabe que ha resultado espantoso. Ahora no habrá quien los aguante durante cinco o seis días.
—No lo creo. Saben que una cosa es el deporte y otra la vida.
—Son incapaces de distinguir. Después de vernos vencidos por un grupo de los suyos, se comportarán incluso con mayor descaro.
—No son descarados —dije—. Por lo menos, yo no lo he notado.
—Usted no los conoce. No lleva aquí el tiempo suficiente. Tienen una forma descarada de mirar que resulta inconfundible.
Vi a Lockhart de pie, al otro lado de la barra.
—Perdone un momento —me excusé—. Voy a hablar con Ralph.
—Cuéntaselo todo, chaval —me dijo Wilson, con un guiño.
Invité a Lockhart a una cerveza y le describí el partido, pero no saqué nada, porque se limitó a escuchar pacientemente, encogiéndose de hombros.
—Ya se lo he dicho —comentó—. Hacemos el idiota tratando así a los nativos. No vería usted nada semejante en Johannesburgo.
—Creo que este equipo ha jugado allí.
—Eso no demuestra nada, y no deja de ser tan absurdo como enviarlos a la escuela.
—Peor —dije yo—, porque en el fútbol son muy buenos.
Volví a la compañía de Wilson, la señora MacGregor y las moscas del lago. Habían comenzado a llamarse John y Margot. Comí casi en silencio, porque me había hecho la promesa de no intervenir en la conversación bajo ningún concepto. John hablaba de Inglaterra y de la caza. Como era un asunto que le calaba hondo, le permitía perderse en alabanzas hacia el tipo de inglés que la dama admiraba.
—Lo echo de menos —dijo ella. Nuestro camarero nos sirvió sendas porciones de helado de vainilla a medio derretir.
—Hay que comerlo aprisa, querida —dijo Wilson—, para que no se llene de moscas.
Así lo hicimos. La señora MacGregor fue la primera en terminar, seguramente para tener la oportunidad de hablar.
—En realidad, no creas que lo pasé bien en Inglaterra. La guerra en Londres fue espantosa.
—No sé —dijo Wilson—. La gente se portó tan bien que, a pesar del mercado negro, del racionamiento y de las bombas, yo me sentí muy a gusto.
—No es cierto que se portaran bien.
—A mí me lo pareció. Fue la única ciudad del mundo en la que todos se comportaban como soldados en el frente. Eran amables y valientes, y nunca perdían la esperanza, a pesar de que el mundo que los rodeaba se estaba yendo al carajo.
La última palabra hizo empalidecer visiblemente a la señora MacGregor, pero se compuso y realizó un esfuerzo por animarse. Creo que se tranquilizaba ella sola pensando que, entre artistas, podía pasar por alto tal lenguaje.
—Quizás no saliste del West End —le dijo a Wilson—. El West End era otra cosa.
—No, querida, estuve en todas partes. Realicé una película sobre Londres, por eso lo vi todo.
—No creo que pudieras. Un extranjero nunca ve todos los aspectos de un país. Tendrías que haber ido al Soho, donde yo vivía. Era horroroso.
—¿Qué quieres decir, querida? —preguntó Wilson. Enseguida reconocí aquel acento amable e interesado que le había oído tantas veces cuando tiraba los tejos.
—Bueno —dijo ella, enderezando la columna e inclinando su generoso pecho hacia el plato vacío que tenía delante—, puede que te parezca un cuento, pero cuando yo vivía allí la gente era horrible. No sé qué pensaréis —continuó, mirándonos nerviosa—, pero en mi vecindario había muchos judíos, un verdadero espanto.
Respiré profundamente.
—¡Eh!, ¡eh!, señora MacGregor —le advertí.
—Margot —me corrigió.
—Está bien, Margot. Creo que se está metiendo en profundidades, y sería mejor que no lo hiciera, porque yo soy judío.
—¡No es posible! —dijo, sonriéndome—. No es cierto. No lo parece en absoluto, y no tiene un nombre judío. Me está tomando el pelo.
—No le tomo el pelo, soy judío —sentía que me sonrojaba y que mi irritación crecía por momentos.
—Pero eso es absurdo, por supuesto que no es judío. Puede que esté mal decirlo, pero si hay una cosa que yo comparta con Hitler, es ésa.
—Margot —dijo Wilson—. Te está avisando.
—Pues, no le creo. Y, en todo caso, los judíos de Londres eran espantosos. Dominaban el mercado negro, no se alistaban, y cuando lo hacían buscaban excusas para no ir al frente. En eso, Hitler tenía toda la razón.
—Señora MacGregor, si no lo deja ahora, luego se arrepentirá.
—No sé por qué —replicó; estaba incómoda, pero ya no sabía cómo salir del paso—. Aunque tenga usted sangre judía, es una persona inteligente, capaz de comprender que no miento. Quizás existan judíos de clase alta, pero no me refiero a ellos. Estoy hablando de los judíos del Soho. Además, todos eran extranjeros; gente espantosa.
—Yo soy uno de ellos. Mi padre y mi madre lo fueron; mis abuelos también… judíos y extranjeros.
Wilson esbozó una vaga sonrisa.
—En efecto.
Se volvió hacia él, como último refugio.
—¿No me irás a decir que tú también lo eres?
—No, querida —respondió suavemente—. No voy a decírtelo porque mentiría y no me gusta mentir. En cambio, te voy a contar una historia.
—Me encantará —dijo ella, sonrojada, enforzándose por sonreír. Yo no podía mirarla.
—No me interrumpas —añadió Wilson con su voz más dulce—. Una mujer tan guapa como tú no debe interrumpir a la gente. Quédate así y escucha lo que voy a decirte.
—Está bien —sonrió, dirigiéndome una mirada nerviosa.
—Verás, cuando yo estaba en Londres en 1943, fui una noche a cenar al Savoy con un grupo de gente, en el que había personas famosas y de muy buena familia. A mi lado se sentó una hermosa mujer, de tu estilo.
—Vuelves a tomarme el pelo.
—No, en absoluto; y no debes interrumpirme, querida. Bueno, creo que nos encontrábamos en el Savoy. En cualquier caso, estábamos en 1943, cenando en un hotel de moda mientras afuera, en la calle, caían las bombas. Subrayo todo esto porque tiene su importancia en la historia. No sé cómo, la conversación se centró en el estilo arquitectónico del salón, que alguien calificó de «Imperio»; entonces, comenzamos a hablar de Napoleón, comparándolo con Hitler. ¿Me escuchas, querida? Ella asintió, poniéndose un dedo en la boca.
—No debo interrumpir, papi.
—Muy bien. Una chica tan guapa como tú no debe hacerlo —repitió Wilson. Yo me sentía embarazado, pero sabía que era ya tarde para detenerlo.
—Bueno, era gente brillante, como nosotros esta noche. De pronto, la señora que se sentaba a mi lado, aquella hermosa dama, dijo que lo único que le parecía bien de Hitler era las cosas que hacía con los judíos. En eso, por lo visto, coincidían. Añadió que, si dependiera de ella, también habría reunido en un campo de concentración a todos los judíos de la tierra, para enviarlos a las cámaras de gas, exactamente igual que Hitler. Los demás comensales se lo reprocharon, aunque, no creas, ninguno era judío, pero la dama se reafirmaba, porque, según decía, era su opinión. Bien, entonces, yo me volví hacia ella, en medio de un silencio, y le dije: «Señora, he cenado con algunas de las zorras más repugnantes de mi época, con algunas de las putas más tiradas del mundo, pero usted, querida mía, las supera a todas».
Se produjo un silencio en el salón. Nuestro camarero sonreía feliz porque la charla de su amo favorito reclamaba la atención de los presentes. Todo estaba en su sitio. Wilson hizo una pausa y luego continuó con voz suave y amable, sonriendo a la señora MacGregor.
—La señora se levantó de repente, tropezó con la silla y cayó al suelo. Los demás permanecimos sentados. Miró alrededor, buscando ayuda, pero nadie se la prestó. Ni siquiera los camareros se movieron de su sitio. Cuando se puso en pie, repetí mis palabras, lenta y claramente, para que todos las oyeran: «Nunca había cenado con una zorra más asquerosa». No contestó, porque no sabía qué. Finalmente, se dio la vuelta y desapareció. Dos días después, fue a denunciarme a la embajada americana. Le contó al embajador, o a no sé quién, que un comandante americano, llamado John Wilson, la había insultado en público, de modo que investigaron el caso y me convocaron, pero resulta que descubrieron una cosa muy divertida: la dama era en realidad un agente pagado por los alemanes, y la encerraron.
La señora MacGregor se quedó pasmada.
—¿Por qué me cuentas esa historia? —preguntó, tras una larga pausa.
—No porque piense que eres un agente alemán —dijo Wilson, sin inmutarse—, pero esta noche me apetecía decírtelo a ti, y no quiero que pienses que nunca se lo había dicho a otra. No quiero que te sientas sola, pero eres la… —se interrumpió, sonriente—. Ya sabes lo que sigue, no me gusta repetirme. ¿Te apetece un café, querida?
—No, gracias —dijo la señora MacGregor. Estaba roja, y la piel le brillaba de sudor.
—¿Y tú, Pete?
—No, gracias, John.
Le contemplé sorprendido y fascinado. Yo nunca habría podido hacerlo. No era capaz de ser al mismo tiempo preciso, contundente y amable. Nunca habría resultado tan fatalmente destructivo. Era típico de él dar siempre un paso más allá. Siempre certero, directo al grano.
—Creo que es muy tarde —dijo la señora MacGregor—. Debo volver a mi habitación.
—Te acompañaremos —propuso Wilson con galantería.
—No tenéis que molestaros.
—No nos molesta, ¿verdad, Pete?
—Desde luego que no.
La seguimos fuera del salón. Como se alojaba en un edificio adyacente, caminamos despacio en el aire fresco de la noche.
—Si le apetece alguna vez salir a navegar —me dijo débilmente—, yo voy casi todas las tardes, a las cinco.
—Muchas gracias —sentía una pena infinita por ella, porque estaba como en trance, sin sangre en las venas. Nos paramos al pie de la escalera abierta que conducía a su habitación.
—Buenas noches, Margot —dijo Wilson dulcemente—. Que pases una buena noche, querida.
—Buenas noches —murmuró—. Y gracias por la cena.
—Lo repetiremos muy pronto —añadió él.
Conseguí dirigirle una sonrisa.
—Buenas noches, señora MacGregor.
Agitó la mano, subiendo despacio los escalones. Wilson y yo volvimos al edificio principal del hotel.
—Bueno —dijo—, parece que la noche no ha salido según lo previsto.
—La culpa es mía.
—Claro. Porque eres un judío.
Reía contento mientras me palmeaba la espalda.
—Te advierto que si se te ocurre ir a navegar con ella, te tirará por la borda.
—Una tragedia africana.
Nos dirigimos al bar, pero yo no me había recuperado aún.
—No sé por qué me molestan todavía estas cosas. Toda una lección, ¿verdad? Llevamos semanas escuchando palabras horribles contra los nativos… pero nunca consigues acostumbrarte.
—Bueno, como yo digo siempre, los judíos no son peores que los negros cuando cierran la boca.
Era evidente que daba por finalizado el episodio y que no estaba interesado en seguir discutiéndolo.
—¡Coño, Pete!, ¿qué esperabas de una mujer como ésa? —añadió, mientras abría la puerta que conducía al bar.
—Nada, pero nunca logro pasarlo por alto.
Se encogió de hombros.
—Ya lo has dicho tú. Toda una lección. Se veía venir.