Con las moscas llegó el bochorno. El paraíso sufrió dos invasiones, pero continuó resistiendo. En el comedor, vistosamente decorado de banderas y estandartes, giraban con languidez los ventiladores, dirigiendo los sutiles enjambres de moscas hacia la mantequilla o cualquier otra salsa espesa de los platos que hubieran quedado sin cubrir, mientras los bailarines se movían rítmicamente en la pesada atmósfera. La fiesta continuaba. Dickie y el teniente Marlowe, con corbatas negras, se sentaban a nuestra mesa. Wilson y yo vestíamos trajes oscuros.
Aunque nadie cenaba, los camareros padecían más que nunca a causa de los insectos. No habría podido ser de otra forma, pues si la plaga castigaba tanto a negros como a blancos, los primeros llevaban la peor parte porque eran responsables de las buenas condiciones de la comida.
—¡Chico! —llamó Dickie.
Nuestro pobre camarero se acercó presuroso y asustado a la mesa. Dickie levantó una jarra de nata.
—Esto no se puede tomar; está plagado de bichos. Tráenos más nata. Deprisa.
El muchacho salió a la carrera, esquivando bailarines y ventiladores eléctricos y arrastrando un pedacito de serpentina verde que se le había enganchado en un dedo del pie. Dickie sacudió la cabeza.
—Menos mal que no pican —dijo. Tenía más de una docena de moscas del lago alojadas en su mostacho de la RAF, cuyos cuerpecillos revoloteaban entre los resistentes pelos.
—Hum, menos mal —dijo Marlowe, y, volviéndose a Wilson—: El elefante resulta peligroso porque tiene una fuerza del demonio. Sólo se le mata acertándole en dos sitios.
—Lo sé, un tiro justo entre los ojos o en el corazón.
—No exactamente entre los ojos —corrigió Marlowe—, sino unos quince centímetros más abajo. De otro modo, la bala rebotaría en una piel tan gruesa.
—Parece que se les sigue el rastro con facilidad.
—En efecto, bastante. Te puedes acercar a unos treinta metros sin ningún problema. Pero si yerras el tiro, estás perdido por completo. Y hay que apuntar hacia arriba, en un ángulo absurdo. Por eso prefiero el tiro en el corazón.
—Tengo entendido que es el tiro que se debe intentar —dijo Wilson.
Dickie me preguntó, guiñándome un ojo:
—¿Dónde apuntaría para matar un cocodrilo, Pete?
—En ningún sitio, vivir y dejar vivir es mi lema.
—¡Qué bien hace!
Wilson y Marlowe discutían ahora sobre el blanco adecuado para un búfalo en plena embestida.
—El tiro en la cabeza es prácticamente imposible cuando se te echa encima, pero, aún así, no ofrece otro blanco.
—En Buffalo tengo algunos de mis mejores amigos —dije, dirigiéndome a Dickie.
Wilson sonrió débilmente.
—Deberías prestar atención, chaval. Si no quieres leer el libro, por lo menos escucha.
—Estoy escuchando. ¿Dónde hay que apuntar a las moscas del lago, teniente?
—En la nuca —dijo, sonriendo.
—Hay que esperar a que se posen en la mantequilla, como yo digo siempre —puntualizó Dickie—, y apuñalarlas con el cuchillo.
De repente, se puso en pie:
—Disculpe, no la había visto, señora MacGregor.
Una joven bastante gruesa, de aspecto corriente, vestida de tul rosa, acababa de llegar a la mesa. Sonreía ajena a las gruesas gotas de sudor que le resbalaban por la rechoncha mandíbula.
—¿Puedo presentarla? —dijo Dickie ceremoniosamente—. La señora MacGregor, el señor Wilson, el teniente Marlowe y el señor Verrill.
Nos pusimos en pie:
—Encantado, querida —oí decir a Wilson, con su voz más melosa, por encima del rumor de la orquesta. De nuevo atacaban los compases de La vie en rose. La señora MacGregor, que encarnaba a las mil maravillas la canción, tomó asiento entre Marlowe y Wilson.
—¡Qué bochorno tan espantoso! —dijo, dirigiendo su rostro lleno de hoyuelos primero a Wilson y después al teniente—. Y estas moscas, menos mal que no pican.
—¿Quiere tomar algo, querida? —le preguntó Wilson—, ¿un whisky o un poquito de champán?
—Una ginebra con gaseosa —dijo ella, con atrevimiento—. Es lo que más me apetece cuando hace calor.
—¡Chico! —llamó Wilson—. Una ginebra con gaseosa.
El camarero le sonrió. Desde nuestra llegada a Entebbe, Wilson y yo tratábamos de contrarrestar la conducta de nuestros compañeros de mesa dejando generosas propinas, que nunca bajaban de un chelín, y cuidándonos mucho de envolver en grandes sonrisas nuestras peticiones. A cambio, recibíamos un servicio indescriptible.
—Los está estropeando, John —comentó Dickie.
—No debería hacerlo —añadió inmediatamente la señora MacGregor—. Usted se irá pronto, pero nosotros tenemos que quedamos a bregar con ellos.
Wilson sonrió, a punto de comenzar uno de sus relatos preferidos.
—El otro día —dijo, inclinándose sobre la mesa en dirección a mí, como si yo no conociera la historia— le dejé una propina, pero como él había ido a por el café a la cocina, la cogió el otro chico, el que sirve las bebidas. Bueno, pues nuestro hombre volvió y me sirvió el café. Mientras lo tomaba, oí unos ruidos extraños a mi espalda, como quejidos y esfuerzos en sordina; al volverme, encontré a los dos negros empeñados en una lucha a muerte… ¡se peleaban por el chelín! Durante un momento, mientras ellos continuaban la disputa, me quedé sentado sin saber qué hacer, hasta que tiré otro chelín sobre la mesa y se detuvieron. Fue algo tremendo, se estaban matando sin hacer el menor ruido.
—Muy propio de ellos —afirmó la señora MacGregor, poniendo una cara horrible. John le sonrió con dulzura.
—Fue realmente divertido —dijo él—. Nuestro buen amigo es un muchacho absolutamente encantador.
—¿Cómo puede decir una cosa semejante? —preguntó ella, escandalizada.
—Ya lo ve —añadió Dickie, con aire de triunfo—. Aquí todos pensamos lo mismo.
—Son sencillamente horrorosos —añadió la dama. Dickie me guiñó el ojo. Se le notaba satisfecho de que la belleza tomara partido por la intolerancia. Yo me levanté.
—Creo que me voy a la cama.
—Muy bien, chaval —contestó Wilson. Estaba seguro de que le aliviaba verme abandonar la discusión racial—. Hasta mañana.
Me abrí paso por la abarrotada pista de baile. Las parejas se movían tenazmente al son de una samba, manteniendo a duras penas el ritmo, en el salón infectado de insectos. Harry, el maître, apartó de su camino a uno de los chicos con la violencia habitual para franquearme la puerta.
—¿Se retira ya, señor Verrill? —me preguntó con cortesía.
—Sí, estoy cansado.
—Que duerma bien.
La puerta de cristal se cerró a mis espaldas, pero aún tuve tiempo de ver a Harry darse la vuelta y gritar a otro chico. Salí a la escalera exterior, hasta el corredor del segundo piso, donde estaba mi habitación. Las moscas formaban densas nubes en todo el patio. El suelo de cemento rojo aparecía cubierto de millones de cuerpecillos marrones que crujían bajo las pisadas. Entré en la habitación y cerré tanto la puerta del distribuidor como la del baño. Luego, sin encender la luz, me fui a la cama.
Me despertaron al encender la luz en la habitación. Wilson estaba a los pies de mi cama, completamente vestido, con aspecto trastornado.
—¡Por Dios! ¿Has visto algo semejante en tu vida? —dijo.
—Apaga la luz o se llenará la habitación.
Pulsó el interruptor con un dedo y se sentó frente a mí, en la oscuridad.
—Mi habitación está repleta. No puedo dormir.
—¿Te dejaste la luz encendida mientras estabas abajo?
—No, la encendí sólo un momento para leer un telegrama que me ha llegado esta tarde. Parece que se le olvidó entregármelo a la mujer de la recepción.
—¿Es de casa?
—Sí, quiero enseñártelo.
Prendió una cerilla y comenzó a leer la tira de papel azul que sostenía en la mano: «Situación desesperada», leyó, «fondos no recibidos. Becker propone vuelta inmediata y aceptación trabajo en la MGM. Duda financiación completa Negrero. Besos, etc., etc».
—¿Qué opinas?
—No sé, John, no me parece posible.
—¡Ese maldito hijo de puta de Landau! —dijo, enfurecido—. Yo sabía que iba a pasar esto cuando abandonara Londres.
—No habrá podido evitarlo. Los promotores americanos todavía temen una guerra.
—Pero, podría haberlo dicho. Si llego a saberlo, no habría hecho este viaje. Es horrible, Pete.
—¿Qué vas a hacer?
—Voy a comunicarle mi vuelta —hizo una pausa—. Lo que me apetece es prescindir de él para esto y poner a otro en su lugar, pero es imposible.
—No puedes retirarte ahora así, sin más, John. Piensa en Anders y Reissar.
—Con eso cuenta Paul. Sabe que no puedo dar la espantada ahora porque los arruinaría.
Guardó silencio durante unos instantes.
—Mierda —dijo—. Es exactamente lo que pienso hacer, volver y realizar una película para otro.
—Tendrás que empezar de nuevo, John, buscar un argumento, escribir otro guión…
—Eso no importa. Ya tengo otro argumento. Hace años que espero la oportunidad de realizarlo.
—¿Y Kay y Duncan?
—Por eso no puedo retirarme ahora, aunque estaría en mi derecho. No puedo dejarlos a todos plantados. Debería tomarme dos semanas para ir a cazar y, luego, a casa.
—Pobre Paul —dije—. Me imagino lo que estará sudando.
—Espero que sude —Wilson encendió un cigarrillo y volvió a enfrascarse en el telegrama, alumbrándose con la cerilla—. Es horrible. ¡Cuando pienso lo que estará pasando en casa, con todos los acreedores al acecho! ¡Maldición!
El asunto le trastornaba realmente.
—Bueno, después de todo estamos empantanados con el argumento —dije para animarle—, quizás nos vendría bien comenzar otro.
—Seguramente, sí. Creí que nunca llegaría a comentarte la otra historia. Hace años que quería hacerla, porque no se parece a ninguna de las anteriores. Trata de un chaval que vive en una ciudad pequeña del Medio Oeste, nada más comenzar el siglo. ¿Quieres oírla?
—Claro. Ya estoy despierto.
Se reclinó en la oscuridad, pensativo, como inspirándose con las caladas del cigarrillo.
—Bueno, el chico tiene unos quince años —las deudas, el calor y las moscas se habían disipado—. Es huérfano, vive en una casa de huéspedes barata con la madre, que aún no ha cumplido los cuarenta, una mujer bien educada, que conserva parte de su belleza. Tienen tan poco dinero que apenas les llega para vivir. La vida transcurre gris y monótona. Lo único que les produce felicidad es su amor por los caballos. Ahorran dinero durante toda la semana, quitándoselo de la comida, para ir el domingo a las caballerizas, alquilar dos animales y montar durante una hora. Y así todos los domingos. Cada uno tiene su caballo favorito; y viven para eso, para esa hora de felicidad semanal que sienten cada vez que salen a montar juntos por el campo. Bien, entonces aparece un hombre en su vida, un tipo achulado, que está de paso en la ciudad, un comerciante. Como el negocio puede llevarle un par de meses, se dedica a cortejar a la viuda; pero, claro está, ella tiene que trabajar toda la semana y sólo dispone del domingo. Al principio se resiste, sigue saliendo a montar con su hijo; pero lleva muchos años sola, sin que nadie le haga el amor. Por fin, acepta una cita con su pretendiente, y el chico se queda solo. Cuando las citas se repiten, la vida que habían compartido hasta entonces se derrumba. El chico no se queja, se lo impide su orgullo. Los domingos, sale él solo; cuando llega a pleno campo, se apea del caballo, se sienta y grita, mientras el animal espera a que acabe y vuelva a montarlo. Pero un día, cuando está sentado en el suelo, pasa cerca un grupo de gente en una tartana, él ve a su madre con aquel hombre, muy cerca uno de otro, y se explica todos los cambios que se han producido en ella y comprende que le ha abandonado por aquel personaje. Al principio proyecta matarle, pero cuando ve que no puede hacerlo decide huir al domingo siguiente. Bueno, el resto de la película es la huida, cómo cruza el país hacia el oeste en el caballo robado, las peripecias que le ocurren y su crecimiento. Gana su primer dinero, se enamora… hasta que un día, ya adulto, vuelve porque ha comprendido que la actitud de su madre fue normal y justificable, que, en realidad, se había portado bastante bien porque sólo le traicionaba los domingos. Pero cuando llega a la ciudad donde vivió, no la encuentra. Investiga sus pasos y acaba descubriendo que, desde su desaparición, la madre se había convertido en un alma en pena, hundida en el abismo. El rastro le empuja hacia una mujer alcohólica y prostituida. Va de ciudad en ciudad, buscándola por todas partes, hasta que, al final, cuando está a punto de encontrarla, descubre que ha muerto. Uno o dos meses antes, con una espantosa borrachera, se había subido a un caballo de alquiler, que la arrojó en medio de la calle y había muerto en un hospital de caridad. Así acaba. El chico vuelve a la vida que se había hecho en el Oeste. Lo último que se ve es la llegada al rancho. Sale a la pradera que hay cerca de la casa y cruza entre los caballos. Es el último plano: camina por su dehesa, marcado para siempre, incapaz ya de volver a amar y condenado a estar solo. Permanece quieto, contemplando los caballos que se alejan al galope; siente como ganas de llorar, pero hasta eso le está ya negado… Permanecimos en la oscuridad de la habitación, escuchando el vuelo circular de las moscas a nuestro alrededor. Mis teorías sobre su amor por la violencia se hicieron añicos. Wilson era un poeta triste y descamado que el cine mantenía oculto.
—Me parece una buena idea para un guión —dije—, aunque no estoy seguro de que alguien quiera realizarla.
—Supongo que no, pero es lo que más me apetecería. Esos personajes sí que me gustan, y no estos otros sintéticos que nos traemos entre manos. Me importan un comino el negrero y su mujer.
—Bueno, ¿los arrojamos al lago Victoria?
Suspiró.
—Me temo que no podemos, chaval —respondió con tristeza—. Hay demasiada gente que espera comer de ellos durante los próximos meses.
—Entonces, me parece que debemos hacerlos apetecibles, en la medida de lo posible.
—Muy bien, Pete. Hasta mañana.
—Rocía tu habitación con el aerosol para librarte de las bestias.
—No encuentro el mío.
—Toma éste.
Lo cogió agradecido. «Hasta luego, muchacho»[7], dijo.
—John —le pregunté, cuando alcanzó la puerta—, esa historia está inspirada en tu vida.
—Claro que no, ¡coño! Mi madre nunca tuvo dinero para gastárselo en montar los fines de semana. Además, era una amazona demasiado refinada para alquilar caballos. Pero no sonaba convincente.
—Buenas noches, John. ¡Estas desgraciadas! ¡Menos mal que no pican!