16

Como de costumbre, Wilson había dicho algo básicamente cierto. Durante las siguientes semanas, hubo un ingrediente de locura en nuestra vida, debido, en parte, al trabajo. Fue, en efecto, un ejercicio de insensatez. Puede que toda tarea creativa acabe por convertirse en manía después de cierto tiempo, puesto que, para realizarla, hay que dar vida a mundos inexistentes, muy distintos del real, que, sin embargo, deben ser completos y verosímiles para que no sufra la historia, el guión o la novela; mundos con la misma fuerza que el escenario real, o quizás más, porque todos los días hay que vencer los intereses de ese escenario y su realidad. Entonces, aparece la locura.

Vivíamos en un hotel del África oriental británica, pero la vida que nos circundaba respondía al modelo del mundo rural inglés. Los oficiales y los empleados del gobierno se esforzaban en reproducir exactamente el ambiente de su país. Por la mañana, se dirigían al trabajo en sus coches ingleses de pequeño tamaño y pasaban la jornada en unas oficinas no menos inglesas, aunque más cálidas e iluminadas. A las cuatro y media o las cinco, interrumpían el trabajo para tomar el té. En ese momento, con el fin de matar la tarde calurosa, la mayoría practicaba algún deporte. Disponían de varias canchas de tenis, un campo de golf de nueve hoyos y otro de fútbol. Los más jóvenes o de carácter más fogoso jugaban al fútbol y al rugby; el grupo de los maduros, al golf o a los dobles mixtos. Todos lo hacían bastante bien, con los equipos apropiados; después, discutían acaloradamente el juego en las barras de los clubes, antes de volver a casa con objeto de tomar un baño y vestirse para la cena.

La noche del viernes solía celebrarse un baile en el hotel, a los sones de una pequeña banda desafinada que tocaba foxtrots. La mayoría de los hombres vestía para la ocasión y todos bailaban manteniendo esa curiosa distancia que te obliga a pensar cómo ha podido evitar su extinción la raza humana. Aunque se consideraba una vida agradable y placentera, hablaban continuamente de la vuelta a casa, de dejar Entebbe, donde, decían, todo eran chismorreos, y donde, fuera del «deporte» y de tirarse a la mujer de otro, no había nada que hacer. La llegada del correo en el avión de Inglaterra, dos veces por semana, constituía todo un acontecimiento. La perspectiva de recibir noticias de casa animaba a todos, incluso los empleados del aeropuerto vestían sus mejores uniformes. También Wilson y yo comenzábamos a mirar en dirección al avión.

Nuestra vida resultaba aún más condicional, más transitoria. No sentíamos la necesidad de implicarnos con el entorno porque, fuera de la finalización del guión, nada nos vinculaba a Entebbe. Para nosotros era una prisión que nos condenaba a un aguante mutuo. Nos levantábamos temprano y desayunábamos por separado. Luego, yo me encaminaba a la habitación de Wilson para trabajar. Por lo general, perdíamos una o dos horas en comentar algún asunto intrascendente, antes de abordar poco a poco la tarea. Después de comer, resumíamos el trabajo, hasta que el calor volvía inútil el esfuerzo.

Hacia las cinco, cuando el sol de la tarde caía sobre las habitaciones de Wilson, nos veíamos obligados a salir al fresco. Laing y Harrison habían partido hacia el Congo a los dos días de nuestra llegada a Entebbe, y Lockhart siempre tenía algo que hacer en Kampala hasta la hora de cenar; por tanto, a partir de las cinco, podíamos emplear el tiempo a nuestro antojo. Wilson propuso comprar unas raquetas para jugar al tenis, pero aún quedaba en pie cómo pasar las noches. Jugamos todos los días, porque, aunque lo hacía mal, se había empeñado en que un partido de tenis diario le sentaba bien. Al acabar, nos sentábamos en la terraza del hotel a contemplar el crepúsculo. Tomábamos mucha cerveza y hablábamos poco, hasta que llegaba la hora del aseo para la cena. Después, volvíamos al trabajo. De vez en cuando, jugábamos al póquer.

En la mesa de juego se reunían siempre las mismas caras; Harry, el maître, Lockhart, Wilson y yo, y el director del hotel, un tipo cadavérico, llamado Dickie, que lucía un bigote típico de la RAF porque había sido piloto durante la batalla de Inglaterra. Nunca confesó su apellido, ni parecía importarle gran cosa que le llamaran de una u otra forma. Jugaba muy bien y, aunque era extremadamente esnob y abusaba aún de la jerga de la RAF, resultaba un hombre agradable. Wilson se comportaba encantadoramente con él, como de costumbre cuando aún no conocía bien a una persona. Con Harry era educado y distante; en cuanto a Lockhart, hacía esfuerzos por mostrarse cortés. El ayudante del jefe de unidad había experimentado un cambio profundo. Jugaba al póquer con cautela, no se tiraba faroles y se afanaba por recuperar lo perdido la primera noche; además, consultaba con Wilson cualquier cosa que ocurriera, manifestando siempre un acuerdo vehemente.

Mientras duró aquella rutina, nuestra vida transcurrió con cordura y normalidad. El ingrediente de locura surgía en las habitaciones de Wilson, porque en aquella estancia escasa de muebles vivíamos nuestra otra vida: el guión.

Al principio, las cosas fueron bien. Volvimos a escribir juntos gran parte del comienzo, localizado en Nueva Inglaterra, que no presentaba ninguna dificultad. El traficante y su esposa se conocían en un baile de Boston y se enamoraban. Wilson hizo mucha comedia sobre esta parte del guión.

Enfatizaba la vanidad del traficante, representando para mí interminables escenas en el papel de un joven muy enamorado. Se acicalaba ante el espejo, adoptando continuas posturas. Le encantaba que yo me divirtiera con su actuación.

—¡Dios mío!, lo que hacemos cuando nos gusta una tía —dijo, riendo—. Posamos, nos pavoneamos, nos las damos de héroes, contamos mentiras de nuestra vida. Es horrible —añadió, volviendo a reír, encantado.

—¿Y ella? —pregunté—. ¿Cómo reacciona a las tonterías de él?

—¡Oh!, a ella le gusta. Le ha calado bien, naturalmente, porque es mucho más lista, su inteligencia le dice que detrás de esas tonterías hay algo más. Sabe que debajo de esa típica chulería hay todo un hombre, y se siente atraída. Nunca las engañamos. Hasta la tía más tonta está de vuelta durante nuestros manejos. Y, en un determinado momento del juego, pronto, por lo general, decide si quiere o no. Lo demás es un mecanismo inútil. Interesante, pero carente de significado.

A los tres días, el comienzo nos satisfacía en términos generales. A mi parecer, era largo y lento, pero Wilson no lo encontraba aburrido.

—Me espantan las películas que empiezan con un estallido —decía—. Inventarse un buen comienzo es lo más fácil del mundo. Un coche corre por una carretera, da una vuelta de campana y se incendia. O hay un robo y los ladrones no pueden escapar. Está bien, pero, de pronto, se acaba el primer rollo, disminuyes el ritmo, y ¿qué haces con los ocho que quedan? Casi todas las películas que has visto comienzan con fuerza, pero luego decaen. Prefiero comenzar muy mal y acabar muy bien.

—Me parece que nuestro comienzo no es tan malo.

—Está bien, está bien, no es maravilloso, pero es más o menos Correcto.

Encendió un cigarrillo y se acercó a la ventana. Él parecía de buen humor y yo me sentía relajado y satisfecho.

—Veamos ahora el resto —propuso.

Me enderecé en el asiento para coger las nuevas escenas que había escrito en Londres.

—Un momento, Pete, deja por ahora lo que has escrito. Antes, pensemos un poco.

—Lo he pensado mucho, John.

—¿De veras? Lo dudo.

Comenzó a pasear despacio por la habitación, parándose de cuando en cuando a inspeccionar una prenda de su equipo de safari, que yacía desperdigado sobre la cómoda y la cama supletoria. Luego, se sentó frente a mí, tomó una hoja de papel y se puso a dibujar un caballo.

—¿De verdad lo has pensado?

La tortura comenzaba de nuevo.

—En cualquier caso, no lo suficiente, de otro modo habrías visto las lagunas que veo yo. En especial, la más grande.

—¿Cuál es, John?

—¿Te das por vencido? ¿Quieres que te lo diga yo?

—Bueno, ahorraríamos tiempo.

—Hum, hum. Y tú te ahorrarías el esfuerzo de pensar. Muy bien, si te empeñas en ser un cabrón perezoso, te lo diré. Todo lo que has escrito está mal, tan mal como antes.

—¿Por qué no me lo dijiste ayer?

—Porque ayer no lo sabía. No había recapacitado lo suficiente. Mira, el fundamento mismo de la relación entre ellos resulta estrafalario. Déjame seguir, Pete; luego me preguntas lo que quieras.

Reflexionó, frotándose la delgada pantorrilla.

—Verás, la mujer conoce a un hombre, se enamora y se va con él a África. Hasta aquí, ella está a favor de la esclavitud, igual que él, pero, cuando llega a este continente y comprende la «auténtica» naturaleza del negocio, se rebela. Comienza a detestarle por su oficio, hasta que consigue convencerle de su punto de vista. Bueno, pues me parece una puta imbécil. ¿Qué demonios esperaba? Pero, supongamos que todo esto vale; aun así no funciona, porque los dos evolucionan en la misma dirección. No está bien. No acabo de entender para qué necesitamos a la mujer en esta película. ¿Por qué no nos limitamos a contar la historia de él? Un hombre cualquiera, con su punto de vista, llega a África, descubre que sus ideas son injustificables y tiene que retractarse de todo lo que había creído hasta ese momento y abandonar su negocio. Así es más sencillo y más claro. ¿Por qué tenemos que jorobamos por la mujer?

—Porque Kay Gibson ya está en Londres. Y no se puede prescindir de ella ahora.

—No es una razón —replicó, enfadado—. Céntrate en la lógica del asunto. Estás contando dos historias idénticas. Va a resultar tremendamente aburrido. O se mantiene el carácter de ella o el de él, pero así sienten las mismas cosas, la única diferencia es que los momentos son distintos. Es un asco.

—No, no lo es. Es complejo. Plantea una controversia, provoca un conflicto.

—Idioteces.

Me di cuenta de que discutía por puro placer.

—Sólo es bueno lo que es sencillo —añadió.

—No siempre.

—Siempre. La sencillez ha creado el arte y la literatura que cuentan.

—No existen reglas, John.

—Existen cientos de reglas. Tú, por ejemplo, admiras a Hemingway. Y yo estoy de acuerdo. Pero ¿en qué se distingue de los demás? En que fue el primero que prescindió de la mierda, de los accesorios formales. Devolvió a las palabras sencillas su auténtico sentido; las recuperó para el lenguaje, en vez de sepultarlas, como otros, bajo una pila de cuerpos muertos que ahogaban su genuino significado. Sí, ya lo sé, lo tomó de Stein y de Joyce, pero ¿qué importa? Ha influido en nosotros porque le ha raspado la mugre a la lengua para reintegrarla a su estado limpio y elemental.

—A la lengua sí, pero Dios sabe que sus personajes son complejos y que todo lo que él cuenta presenta muchas caras.

—Vuelves a equivocarte, Pete. También lo que dice es sencillo. Reduce la vida a sus términos más elementales. Coraje, miedo, impotencia, muerte… cosas que destacan con nitidez en sus obras. Y también son sencillas las historias. No hay trama. Por ejemplo, Adiós a las armas o Fiesta. No hay argumento; se expone la vida de la gente, sin más. Una cosa sigue a otra, sin tramas secundarias, sin ninguna de esas tonterías que hacían sudar a otros. Stendhal también era así, y Flaubert y Tolstoi y Melville. La sencillez fue el fundamento de su grandeza.

—Muy bien, tú ganas. Lo haremos más sencillo. Ella no es partidaria de la esclavitud al principio. No tiene ideas preconcebidas.

—Pero debe tenerlas, ¡coño!, porque en aquella época las tenía todo el mundo.

—De acuerdo, pues está en contra desde el principio.

—Entonces, ¿por qué puñetas se casa con él? ¿Porque es bueno en la cama? ¡Vamos, hombre!, esfuérzate un poco. Si está en contra desde el principio, se acabó la evolución del personaje. Y si está en contra al principio y al final, ¿por qué gastar con ella la película?

—Es un personaje sencillo. Y sencillez es igual a grandeza. Él también lo es, como Laing, como Lockhart. Cree que los negros son animales insensibles a los agravios.

—Laing no es así. Se comporta de ese modo porque tiene que vivir aquí.

—Está bien, pues como Lockhart.

—¿Y qué interés tiene realizar una película sobre semejante pelmazo? ¿Por qué no piensas un poco, en vez de hablar por hablar?

Guardé silencio. Comprendía que si Wilson continuaba argumentando de aquella forma, se paralizaría el trabajo y habría que rehacer el comienzo y todo lo demás. Aunque probablemente decía lo que pensaba, la crítica se basaba en un prejuicio. Le sentaban mal mis cambios; mi facilidad le irritaba, le hacía desconfiar, como él mismo confesó un instante después.

—Lo que resulta fácil no puede ser bueno. Llevo años escribiendo historias y guiones, y siempre he tenido que prescindir de mis ocurrencias fáciles.

No respondí. «La película es tuya», pensé, «si quieres complicarla, adelante. Discutiremos una o dos semanas, así no podrás salir a cazar y quizás salvemos dos vidas».

—¿En qué piensas? —preguntó.

—Pienso que soy un dios, cuyas invenciones cobran vida automáticamente, y pienso que toda esta charla sobre la progresión dramática y el desarrollo idéntico de los dos personajes es propia de un mortal, de un director de cine preocupado por la taquilla.

En vez de responder, entró en su habitación. Esperé unos minutos antes de seguirle. Estaba tumbado en la cama, leyendo su libro de caza.

—¿Hemos acabado por hoy, John?

—Sí, puesto que te niegas a pensar.

Encogiéndome de hombros, me dirigí a nuestra salita de trabajo; allí me puse a leer una novela de Graham Green. Pasó un cuarto de hora antes de que Wilson reapareciera.

—¿Qué lees?

—Un libro sencillo, sin trama, que se titula, por cierto, El revés de la trama.

—¿Te pagan por aumentar aquí tus conocimientos literarios?

—Me pagan por hacerte compañía. Sería un mal compañero si te interrumpiera la lectura.

Sacudió la cabeza.

—Eres un cabrón difícil. Te comportas como una doncella herida en sus sentimientos.

—Y tú como una prima doma insoportable. ¿Sabes lo que se dice de ti en Hollywood?, que eres un director antojadizo.

—¿Quién lo dice? ¿Landau?

—No, otros.

—¿Quién?

—¿Y qué importa? Si te pica… ya sabes.

—Son idioteces —dijo, y volvió a la habitación. A la una dejé de leer y bajé al bar. Dickie tomaba su cerveza matutina.

—¿Le ha cundido? —preguntó.

—No mucho.

—¿Qué tal John?

—Tiene una mañana encantadora, absolutamente encantadora.

—Me parece que cuando quiere ha de ser bastante difícil.

—No lo sabe usted bien, viejo Dickie.

A nuestro lado había un inglés pelirrojo, de poca estatura, que vestía el uniforme de la policía del África oriental. Dickie nos presentó.

—El teniente Marlowe puede enseñarte mucho sobre la caza.

—¿De safari? —preguntó Marlowe.

—Quizás… si acabamos el trabajo.

—Tienen que ir a Kenia. Este país no vale nada. Kenia es algo mejor. No mucho, sólo algo.

—Marlowe es hombre de la India —aclaró Dickie.

—Aquel país sí merece la pena. Aún estaría en Cachemira si no se la hubiéramos devuelto a esos desgraciados.

—No fue exactamente una devolución, ¿verdad? —sonreí.

—Bueno —dijo el teniente, a través de su bigote manchado de cerveza—, ¿qué se hace cuando tienes muchos conejos armándote líos por la casa?, pues, sencillamente, un estofado; sí, señor, un estofado de conejo.

Dickie se echó a reír estrepitosamente.

—¿Una cerveza, señor Verrill? —me preguntó Marlowe.

—Gracias.

Brindamos por el safari. El teniente Marlowe desgranó sus recuerdos de la India.

—¿Cazó usted muchos tigres cuando andaba por allí? —le preguntó Dickie.

—Hum, bastantes. Mataría unos veintidós, en mi época. A mi padre se le dio mejor; por supuesto, eran otros tiempos, antes de que lo matara uno de ellos.

Me sorprendí deseando que Wilson estuviera presente. El bar, la vista del sol tropical cayendo sobre el lago y la charla sobre la caza del tigre habrían mejorado su humor, sin lugar a dudas. Y puede que también le hubieran animado a superar el punto muerto en el que se encontraban sus ideas sobre el guión.

—¿A su padre le mató un tigre? —pregunté con delicadeza.

—Así fue. Yo era un chiquillo que salía por primera vez a la caza del tigre. Vimos un felino subido a un árbol, de repente, puede decirse, y mi padre disparó, pero, con la precipitación, sólo consiguió herirlo. Cuando el tigre se abalanzó, mi padre volvió a errar el tiro. Al cabrón del negro que llevaba las armas se le cayó su rifle y dio en un árbol. Mi padre me arrebató el mío, pero ya era tarde, ni siquiera tuvo ocasión de abrir fuego.

—Dios mío, ¿y qué hizo usted?

—Sin el arma, poco podía hacer. Me subí a un árbol y permanecí allí dos horas, llorando. El tigre destrozó a mi padre y luego lo arrastró hasta unos matojos. Desde mi escondite le oía rugir mientras daba buena cuenta de la carcasa del viejo —el teniente Marlowe se apretó la frente calurosa y bronceada con el vaso frío de la cerveza—. Algo espeluznante.

—¿Cómo ha podido superarlo? —pregunté.

Se encogió de hombros.

—Era sólo un chiquillo de catorce años, pero nunca lo he olvidado.

Sacó una cartera de cuero negro del bolsillo superior de la guerrera almidonada, y extrajo un recorte hecho trizas. Leí el descolorido impreso de un periódico indio local que describía en pocas palabras el accidente.

En ese momento, apareció Wilson, con pinta de haber dormido. Llevaba la camisa arrugada y aún tenía hinchados los ojos.

—¿Qué coño te ha pasado? —preguntó.

—Me entró sed. Te presento al teniente Marlowe. John Wilson. El teniente me hablaba de la caza del tigre en la India.

—Ah, ¿sí?

Inmediatamente sonrió al oficial de policía. La irritación desapareció como por encanto.

—Bien —dijo, empleando su mejor acento interesado—. Me gustaría oírlo.

El teniente Marlowe repitió la historia. Me di cuenta de que había comido muchas veces a costa de su aventura de cazador primerizo de tigres. Wilson estaba fascinado. Invitó a comer a Marlowe y charlaron de la caza en África hasta las tres de la tarde. El disgusto que el teniente sentía por Uganda le venía de perlas a Wilson para reforzar su punto de vista.

—Ya lo sé. Esto no vale nada. El sitio es Kenia.

—Le advierto que aquí hay elefantes y leopardos, incluso algún búfalo, pero no es lo mismo. Los elefantes grandes están en Kenia, y, por supuesto, también hay otro tipo de caza mayor que aquí no abunda.

—¿Y el Congo? —preguntó Wilson.

—No sé. Nunca he estado allí.

—Pero habrá oído algo, teniente.

—No mucho, sinceramente. Creo que abundará la caza, especialmente el búfalo y el elefante. Dicen que subiendo al lago Alberto, donde desaguan el Nilo y el Semliki, hay grandes bichos con colmillos.

—¡No me diga! Precisamente, donde pensamos ir.

—Cuando acabemos el trabajo aquí —puntualicé.

Me miró de arriba abajo, sonriendo falsamente.

—Si consigo que este chico se siente a trabajar, saldremos dentro de una o dos semanas. ¿Nos acompañaría, teniente?

—Estaría encantado, pero no puedo. Tengo que volver al puesto. Se me está acabando el permiso.

—¿Y no puede pedir otro?

El teniente sonrió:

—Lo dudo, los compañeros esperan su turno para acercarse a la civilización.

—Se queda esta noche al baile, ¿verdad? —preguntó Dickie.

—Claro —respondió el teniente—. No me lo perdería. ¿Estará usted, señor Wilson?

—Naturalmente.

Volvimos a nuestra tórrida prisión particular.

—Vaya, un gran tipo, ¿no te parece? —observó Wilson—. El teniente rechoncho le había causado una fuerte impresión.

—Un alma sensible.

—Todo un tío —murmuró.

—¿Te habría gustado que un tigre te hubiera matado algún pariente?

Aparentó no haberlo oído.

—Todo un hombre —repitió.

—Me preocupa que le interese tanto el baile de esta noche.

—Bueno, supongo que esas zorras viejas y huesudas acabarían por parecerte bonitas si pasaras seis meses en la selva. Yo mismo las miro ya con otros ojos.

—¿Vamos al baile?

—Deberíamos. Ahora, al trabajo. Hoy no hay tenis.

Continuamos discutiendo el problema durante las calurosas horas de la tarde. Wilson no quería dar su brazo a torcer. Por fin, cuando comenzaba a oscurecer, cedió en parte.

—Es curioso, ¿verdad?, siempre pasa lo mismo con los guiones: una parálisis momentánea, un problema que parece insoluble; de pronto, se te ofusca el cerebro. Todo pierde sentido y realidad.

—Puede que convenga dejarlo un rato.

—Es probable. Vamos a dar un paseo.

El patio del hotel estaba plagado de las mismas moscas pequeñas que notamos durante la primera noche en Entebbe. Al pasar por la galería cubierta vimos varios chicos en el jardín fumigando con atomizadores.

—¡Qué asco de bichos!, ¿no te parece? —dijo Wilson, manoteando al aire. Las moscas minúsculas tenían la tendencia a alojarse en la boca y en la nariz cuando atravesábamos sus enjambres.

Cruzamos el campo de golf, en dirección a la orilla del lago. A medida que nos aproximábamos al agua disminuían las moscas. El sol se estaba poniendo y grandes masas de nubes grises chocaban en cadena en el cielo azulón, por encima del lago.

—Allá abajo está la Bahía de los Hipopótamos —dije.

—¿A qué te refieres?

—¿No has oído hablar de ella? Es una ensenada, cerca de aquí, donde vive una familia de hipopótamos.

—¿De veras? Pues bajemos a verlos.

—Bien, pero no te acerques demasiado al agua, porque está plagada de cocodrilos.

—A lo mejor encontramos alguno que nos ayude a terminar el guión.

Cruzamos una pradera, en dirección al lago, mientras unos cuantos mosquitos nos sobrevolaban en el aire nocturno. A lo largo de la orilla había un grueso cañaveral, mecido por las olas pequeñas e inútiles del agua envenenada. Observé la orilla derecha porque Dickie me había advertido de que los cocodrilos podían adentrarse a dormir en la ribera y resultaba peligroso caminar entre ellos y el agua. De improviso, Wilson me agarró por el brazo.

—Ahí están —comentó, exaltado—. ¡Por Dios!, ¿estás ciego?

—No, ya los veo.

A mi izquierda, a unos cuarenta metros, percibí la nariz y las orejitas puntiagudas de un hipopótamo, a cuyo lado emergieron otros más, levantando espuma con sus resoplidos. Tropecé en una roca, los animales volvieron a sumergirse y desaparecieron.

—¡Coño!, has hecho un ruido tremendo —dijo Wilson, irritado—. No se te ocurre otra cosa que moverte y patear la hierba con esos enormes pies, en el momento en que los he visto. ¿Por qué no miras delante de ti?

—Porque observaba la orilla.

—Ah, muy inteligente, después de haberme avisado de que había hipopótamos en el agua —dijo, sacudiendo la cabeza con enfado.

—¿Por qué no me has dicho nada? —pregunté.

—¡Demonios!, creí que los habías visto. ¿Cómo voy a saber que estás mirando donde no debes?

Conseguí contenerme.

—Miraba hacia la orilla porque Dickie me advirtió de que tuviera cuidado con los cocodrilos. A veces salen a dormir por la noche y si pasas entre ellos y el agua puedes encontrarte con lo que no esperas.

—Dickie —dijo con desdén—. ¡Ésta sí que es buena!, ¡qué coño sabrá él!

—Lleva aquí más de dos años.

—Sí, en el bar, será el único sitio que ha frecuentado. Venga, demos la vuelta.

Emprendimos el regreso a lo largo de la orilla. La oscuridad era ya prácticamente completa. Inesperadamente, algo se movió a unos noventa metros delante de nosotros. Me detuve, sujetando a Wilson por el brazo, y ambos nos quedamos inmóviles. Un cocodrilo pequeño y grueso, de aspecto maligno, se deslizaba por la hierba baja hacia el cañaveral, con tanta rapidez que ni siquiera tuvimos tiempo de asustamos.

—Creo que a partir de ahora me quedaré en el bar, haciendo compañía a Dickie —dije.

Wilson miraba fijamente el cañaveral que teníamos delante. No parecía asustado, ni siquiera con carácter retroactivo.

—¡Vaya! —exclamó, sonriendo—, ¿qué te parece?

—Puede que haya sido una ilusión óptica, una especie de espejismo.

—No era muy grande.

—-No, una cría. Quizás se hubiera contentado con arrancarnos una pierna.

—¿No estabas al tanto de ellos?, porque has pasado justo por delante de ese hijo de puta.

—No estaba ahí cuando hemos pasado, o yo no lo he visto. Probablemente se encontraba tierra adentro.

—¡Qué idiotez! Has pasado a su lado. ¡Vaya un hombre de campo que estás hecho!

—Y tú, ¿qué?

—Yo miraba los hipopótamos.

—Es decir, que si nos hubiera mordido, yo habría tenido la culpa.

—Naturalmente, Dickie no me advirtió a mí.

Giramos a la izquierda y nos internamos hasta alcanzar la carretera. Al aproximamos al hotel, nos rodeaban la cabeza densos enjambres de moscas.

—Hay una cosa clara —dijo Wilson con aires de experto—, que aquí no se puede salir de noche sin un rifle.

—No está permitido tirar en las cercanías del hotel; sugiero no pasear de noche. Es lo más sencillo.

—¡Por Dios que eres un cobarde de mierda!

No quise contestar. Acababa de decidir mi papel a partir de ese momento; haría de cobarde de mierda, le esperaría en el hotel y escucharía atentamente sus historias, si volvía para contarlas.

—Si todos fuéramos valientes, el mundo sería menos entretenido —dije.

Trotó hacia los edificios iluminados que temamos delante.

—¡Vamos! —dijo—, por Dios, estas puñeteras moscas…

Observé la figura delgada que corría delante de mí, por la carretera, recortándose contra el brillo de las luces de los edificios. Del comedor llegaba el vago gemido de la orquesta, que tocaba La vie en rose. Yo sentía nostalgia de Suiza y de la pulcritud de sus montañas nevadas, que sólo eran peligrosas en las cimas, pero que parecían espléndidamente seguras cuando las contemplabas por la noche desde el valle.