El pequeño automóvil corría por una carretera asfaltada de fuertes pendientes, sorteando frecuentes columnas de nativos con sus atavíos coloristas: mujeres, ancianos y niños, que se desplazaban constantemente en ambas direcciones. Lockhart les obsequiaba con un exiguo espacio vital de no más de metro y medio y continuos bocinazos. Cuando nos aproximábamos, las negras, altas, con la espalda recta como un huso, tiraban de sus hijos, arrastrándolos al fango de los arcenes. Algunos hombres farfullaban acalorados por nuestra acometida, pero Lockhart se limitaba siempre a apretar el botón situado en el centro del volante con su desfigurada mano.
—Quitaos de en medio, idiotas de mierda —gritaba a voz en cuello. Se volvió hacia Wilson—. Si les dejara, irían por el centro de la calle. Atropellan unos diez al mes, pero no parece que les impresione lo más mínimo.
—¿De veras? —dijo Wilson sin interés. Se veía que Lockhart comenzaba a ponerle nervioso porque le daba la razón a menudo sin escucharle. Se volvió a mí—. ¿Qué te parece Alec Laing?
—Muy agradable. Aún no he tenido oportunidad de charlar con él, pero sus teorías raciales dejan bastante que desear.
—Hum —por lo visto, prefería eludir la cuestión de momento—. Alec es todo un tío, sabes. Tengo entendido que en la guerra destacó, fue un auténtico as. Ahora dirige la empresa de fletes aéreos más próspera de esta parte del país.
—Lo ha visto todo —terció Lockhart—, el Congo, Mombasa, Tanganica; por donde vaya, le reconocen nada más pisar el suelo. Es un sujeto extraordinario para moverte por ahí.
—¿Te has fijado en su mirada? —dijo Wilson—. Esos ojos duros y fríos. Ojos de auténtico asesino, ¿eh? —recalcaba la palabra con admiración.
—Parece un hombre muy hábil para algo en concreto —dije—. Tiene ese toque especial, no sé si contribuyen los galones.
—Es cierto. Tiene ese toque especial de un hombre muy, muy eficaz en algo.
—¿Es nuestro piloto?
—Sirve para todo. Nos ayuda a localizar exteriores y soluciona los problemas de transporte; a cambio, le alquilamos los aviones, pero nunca le pagaremos la ayuda que nos presta.
—Mira esa idiota de bibi —gritó Lockhart. Disminuyó la velocidad para asomarse por la ventanilla y gritar en suajili. Una mujer negra de gran belleza, que llevaba a dos niños, nos miró sobresaltada.
—Condenada imbécil —refunfuñó Lockhart.
—¿Qué le has dicho? —preguntó Wilson, que se había vuelto para mirarla.
—Que se retire, que deje de andar por medio de la carretera como si fuera una puta reina.
—Era muy guapa —dijo Wilson—. ¿La has visto, Pete? Era impresionante.
—Tenía una maravillosa figura —concedí, mirando hacia atrás.
—Preciosa; sí, señor —repitió Wilson.
Lockhart sacudió la cabeza.
—¿Cómo pueden decir una cosa semejante? ¿Preciosa? Es más negra que el porvenir. Ustedes sólo llevan aquí unas horas, pero yo llevo años y aún no me parecen más blancas.
—Porque era maravillosa —afirmó Wilson tajantemente—. Es cierto, tenía algo de reina. Algo auténtico y solemne en el porte.
Lockhart volvió a negar con la cabeza y soltó una risa indecente:
—Para mí, no. No, si tengo que apagar la luz antes.
Wilson le hizo caso omiso.
—¿Te acuerdas de aquel tío que te conté, el cazador que vivía cerca de Ruwenzori? Me decía que ya no miraba a las blancas porque le parecían pálidas y enfermizas. La piel blanca le daba asco.
—Le faltará un tomillo —terció Lockhart.
—No, no creo, Ralph, me parece que le entiendo. ¡Esa piel negra y espléndida, esos cuerpos largos y tersos!
—Y ¡ese puñetero olor!
—Eso no lo sé —replicó Wilson—. Pero si huelen mal, será porque huelen a pobre; pasa en los autobuses de Piccadilly.
—No es lo mismo —dijo Lockhart, ofendido por la insinuación—. Conozco a tíos que las lavan y las perfuman, pero el olor no desaparece. Consiste en la piel y en las cosas que comen. No conocen siquiera el sabor de la carne. Sólo quieren plátanos y una especie de comida pastosa.
—Quizás no pueden comprar otra cosa —dije yo.
—Idioteces. Aunque pudieran, no comprarían carne. Son como animales. Vamos, todo el mundo sabe que su cerebro es la cuarta parte del nuestro.
Wilson encendió un cigarrillo. El coche se llenaba de polvo a cada bote de la irregular carretera. Afuera había cabañas sin suelo, escondidas entre los bananeros o en las verdes colinas que surgían detrás, donde se veían también modestas parcelas de tierra roja, limpias y cultivadas.
—Para mí, son lo más espléndido de África —dijo Wilson—, los animales y los nativos. Es verdad que son pobres y tristes, pero también amables y hermosos, y me gusta su color. Otro cualquiera no cuadraría. ¡Esa tez negra a la luz del sol radiante! No sé cómo, pero parecen limpios, aunque vayan asquerosamente sucios, y saludables, aunque estén enfermos. No, esto no sería igual sin ellos.
—En eso estoy de acuerdo —dijo Lockhart—. No podríamos realizar ningún trabajo. En cuanto a lo de la belleza… creo que los conozco demasiado bien.
Nos aproximábamos al pueblo. Ahora se veían enjambres de nativos agrupados en torno a unas rústicas tiendas de madera, en las que abundaban los nombres indios, pintados en letras blancas sobre las fachadas. Aunque nadie se lo había pedido, Lockhart nos proporcionó una explicación.
—Esos condenados de indios son los dueños. Si hay una gente más inmunda que los negros, son ellos. Están tan podridos de dinero que como no andemos con cuidado se quedarán con esta zona de África. Casi toda Kampala es ya suya. Naturalmente, no los dejamos entrar en nuestros clubes; el Lago Victoria es el único hotel que los admite. Es del gobierno, por eso no se les puede echar.
—¿Por qué se les excluye de los clubes? —preguntó Wilson, armándose de paciencia.
—Porque cuando los dejan entrar no saben comportarse. Como no quieren traer a sus mujeres, se acercan a las blancas y las sacan a bailar, ¡tan tranquilos! Son un atajo de cerdos, con ese pelo grasiento liado debajo del turbante. Tratan a los negros con una dureza que no se le ocurriría a ningún hombre blanco. Ahora se intenta frenar su entrada en el país, pero ya es tarde.
Pasamos por la calle principal de Kampala. El sol de la tarde caía sobre el enfangado pavimento. Bajo las arcadas, se desplazaba lentamente, por delante de las tiendas, una interminable muchedumbre de todos los colores. Lockhart buscó un sitio para estacionar. Sudaba profusamente mientras daba marcha atrás para acercarse al bordillo.
—Esas chicas negras de la falda corta son putas —informó—. Están infectadas de sífilis y gonorrea.
—Kampala parece un sitio encantador —dije.
Lockhart sonrió:
—No está tan mal, pero siempre me alegro de volver a Entebbe.
Apagó el motor. Dentro del coche, el calor se había hecho insoportable.
—Cuando haya acabado mis asuntos, me reuniré con ustedes en el almacén principal. Pueden ir adquiriendo su equipo —y, saliendo del coche, nos dejó. Wilson abrió su puerta, con un breve suspiro.
—Me imagino dónde va a pasar un buen rato una parte del señor Lockhart.
Salí del coche y le seguí a través de la calle. Sudaba a chorros:
—Lo siento, llevo mucho tiempo sudando.
Él sonrió contento:
—No te preocupes.
—Bueno, me imagino que dos pobres blancos como nosotros tendremos que cerrar filas.
—Sí, yo también.
Había auténticos enjambres de mendigos a la sombra de las arcadas, la mayor parte eran negros con los miembros lisiados llenos de moscas, que se sentaban adelantando un sombrero andrajoso para recoger la limosna de los viandantes. Seguí a Wilson hasta el almacén que Lockhart nos había indicado, donde compramos varios trajes de safari. Él adquirió otro sombrero, uno de fieltro marrón de ala grande. El gerente era un inglés que nos condujo hasta la oficina del capitán preboste, donde debíamos solicitar las licencias.
Como debíamos cumplimentar cinco largas solicitudes para cada rifle, trabajamos durante tres cuartos de hora con unas plumas de punta áspera en la húmeda oscuridad de la habitación. Luego, volvimos al almacén, para reunimos con Lockhart. Al no encontrarle, esperamos de pie en la acera.
—¿Sientes el misterio? —pregunté a Wilson.
Ante nosotros desfilaba, en una corriente interminable, la hez pobre y mugrienta de la humanidad. Wilson los contemplaba fascinado.
—Se nos olvida que vivimos sobre un abismo de civilizaciones. Este pueblo, por ejemplo, ¿qué ocurrirá por las noches detrás de esas contraventanas desvencijadas? Imagínate la India o la China, pobladas de ciudades cien veces peores que ésta —sacudió la cabeza—. Qué follón se armaría si se les ocurriera juntarse —murmuró entre dientes.
—Viajar enriquece, ¿no?
—A veces te ahuyenta el demonio del cuerpo.
Lockhart apareció, bañado en sudor.
—El primer envío del equipo eléctrico llega mañana. Habrá que poner manos a la obra por la mañana.
Nos dirigimos al coche y emprendimos el regreso, atravesando el aire tórrido de la tarde. Una tormenta refrescó la atmósfera nocturna. Al llegar a Entebbe, el cielo ya se había despejado y la brisa del lago llegaba fría y seca.
—¿Te apetecería un baño? —pregunté a Wilson.
—¿Dónde? —preguntó Lockhart.
—En el lago.
—No se puede. El agua está llena de bacilos que se meten en el cuerpo; y las orillas, de cocodrilos.
Wilson sonrió, divertido.
—¡Estupendo, vivimos junto a una masa de agua emponzoñada del tamaño de las Islas Británicas! Vamos a tomar algo al bar.
Nos sentamos a beber cerveza fría en las sillas plegables de la terraza, donde Laing y Harrison se nos unieron. El pequeño director artístico había cambiado sensiblemente desde que nos viéramos dos semanas antes en el aeropuerto de Heathrow. Ahora tenía la cara arrebolada y los brazos, blancos y cortos, cubiertos de picaduras de mosquitos. Se mostraba excitable, con tendencia a realizar súbitos gestos desesperanzados con las manos.
—¿No le parece un sitio espantoso, señor Verrill?
—¿Entebbe?
—No, África. ¡Cuando pienso que rechacé un trabajo en el sur de Francia para venir aquí!
—Bueno —dijo Wilson— discutamos nuestros problemas. En primer lugar, el equipo.
—Está en camino. No hay ningún problema —dijo Lockhart—. Sólo queda decidir dónde vamos a empezar el trabajo.
—Eso es difícil, antes habrá que localizar los exteriores.
—¿Aún está usted resuelto a ir al Congo? —preguntó Harrison.
—Sí, siempre que se pueda.
—Lo mejor será enviar a alguien para que haga algunas averiguaciones —dijo Lockhart, limpiándose el brillo de la cara con la manga de la camisa.
—¿Te importaría ir, Alec? —preguntó Wilson—. Conoces el país y sabes lo que busco.
—En absoluto. ¿Vendrás tú también?
Wilson consideró la cuestión brevemente. Estaba tranquilo y parecía tener la mente organizada.
—Esta vez no, Alec. Creo que Harrison y tú podríais hacer el viaje para reconocer el terreno. Yo me quedaré a trabajar con Pete. Basil Owen estará aquí dentro de una semana con otros colegas para ayudamos a organizar las cosas. Le dejaremos a él y saldré hacia el Congo contigo.
—Empezar allí nos causará un montón de problemas —advirtió Lockhart—. Las carreteras dentro del Congo son espantosas y habrá que hacer dos viajes, uno de ida y otro de vuelta, porque el poblado está ya casi construido en Masindi.
Abordaron, entonces, las complicaciones que impondría trabajar al mismo tiempo en el Congo y en Uganda. Parecían los miembros de un estado mayor analizando una difícil operación militar.
—¿Estás decidido a ir al Congo, John? —preguntó Laing.
—Me gustaría probar allí el asunto del río.
—Complica las cosas, ¿sabe? —dijo Lockhart—. ¿No querría reconsiderar el plan original y rodarlo todo aquí?
—Creo que no, Ralph —respondió en tono amable.
—Se ahorraría un montón de tiempo y de dinero.
—No es dinero tuyo, Ralph.
Tanta amabilidad no auguraba nada bueno.
—No, pero me han contratado para cuidarlo —replicó Lockhart, como un necio, empeñado en continuar. Me estaba dando pena—. Podríamos rodarlo todo en Masindi, así nos ocuparíamos sólo de un viaje. El equipo vendría directamente de Londres a Entebbe, y de aquí a los exteriores. Se resuelve todo en seis semanas, y a casa —Wilson asentía pensativo—. El Congo es una complicación absurda —concluyó el hombrecillo.
Wilson se incorporó súbitamente.
—Ralph, en este asunto todo es absurdo. Lo más sensato habría sido rodar la película en los estudios y en un río inglés.
—Estoy de acuerdo —dijo Lockhart, con una sonrisa breve e insegura, mordisqueando la inexistente uña de su dedo pulgar.
—Por eso, ya no queda otro remedio que sacarlo adelante. Sabes, Ralph, en el mundo del cine casi todo es bastante absurdo. Rodar y montar la película es ya un ejercicio disparatado, pero, a veces, cuando acabas, resulta aún peor. Sin embargo, no hay locura mayor que la del rodaje. Concebir el proyecto, recorrer miles de kilómetros hasta un país salvaje, inventar una historia que nunca ha ocurrido, sobre unos personajes que no existieron, en una época lejana… todo es un despropósito, una auténtica locura, mayor incluso cuando arriesgas la salud o la vida. Pero hay que cargar con ese peso. No venimos aquí a construir una carretera o a someter a una tribu, ni siquiera a buscar al doctor Livingstone. Hemos venido sólo a realizar una película, pero nos entregaremos como si se tratara de conquistar el gran desierto para la reina. Por eso te digo que el asunto es una locura, y nosotros estamos locos por meternos en él, pero ya está hecho y ahora debemos apurar el vaso hasta las heces más amargas. Lo apuraremos.
Antes de proseguir, miró compasivamente a Lockhart, como si le inspirara una pena sincera.
—Mira, Ralph. Siempre hay algún personajillo como tú que se ve envuelto en el asunto y que invariablemente plantea obstáculos. Durante todo el camino aparecen tipos prácticos que suscitan miedos, levantan barreras, ponen reparos. Siempre hay un Ralph Lockhart que se resiste a la gran locura. Y siempre tengo que abrirme paso entre ellos a golpes. Llevo años haciéndolo; por lo general, acaban viendo las cosas con mis ojos. A veces se quedan por el camino, pero yo tengo que seguir adelante, y gano siempre, incluso cuando ellos llevan razón. ¿Sabes por qué, Ralph?, porque soy el jefe. Soy el que firma, el responsable. Me importan poco vuestros sofismas y vuestras luchas, siempre que quede clara una cosa: seré un loco o actuaré de una manera ilógica, pero aquí mando yo. Soy el jefe, y las cosas se hacen a mi aire.
Durante el largo silencio que siguió, se oyó el aleteo de una enorme polilla nocturna contra la puerta de mampara situada a nuestra espalda.
—Supongo que he hablado demasiado —dijo Lockhart, con una risa nerviosa.
—No —añadió Wilson con suavidad—, no me refiero a eso, sólo quería explicarte que estás en un aprieto. Puedes hacer o decir lo que quieras, a condición de que recuerdes mis palabras. Y, para ahorramos tiempo, puedes comunicárselo también a los que vengan de Londres en tu ayuda.
Sonrió con benevolencia.
—Y, ahora, ¿qué tal una copa, compañeros?
Después de la tormenta, los soldados miraban incrédulos al capitán.
—¿Sabes lo que deberíamos hacer después de cenar, Alec? —propuso un Wilson ya cortés—. Jugar al póquer.
Laing asintió.
—Suena bien.
Me pareció contento de dedicarse al alquiler de aviones y de no estar comprometido a fondo con el negocio del cine.
—Sólo una pregunta —intervino la voz aflautada de Harrison—. Laing y yo salimos para el Congo mañana o pasado, ¿no?
—Cuando Laing considere oportuno. Lo dejo en sus manos —replicó Wilson con suavidad.
Bebimos todos otra cerveza antes de entrar a cenar. Los camareros se apresuraban a nuestro alrededor como siempre, ocasionando el acostumbrado ruido con las plantas de los pies; Lockhart se mostraba más brusco que nunca con el muchacho que habían asignado a nuestra mesa. Wilson le lanzaba ocasionales miradas coléricas, sin decir palabra. Durante toda la comida charló con Laing sobre la caza del elefante. Yo hablaba del sur de Francia con Harrison. Al acabar la cena, nos dirigimos al salón para jugar al póquer. Se nos unieron el director del hotel y Harry, el maître.
Wilson decidió que se apostara a la mesa, lo que acabó de estropear la noche, porque Lockhart era un jugador temerario, que se tiraba faroles aunque no llevara cartas. En cuanto a mí, cometí una tontería que agradó enormemente a mi amigo: no pedí a Laing que descubriera sus cartas, aunque podía haberle ganado su trío con un flux. A las dos y media de la madrugada se acabó el juego. Laing y Harry ganaron; Wilson y Harrison quedaron en paz; yo perdí cinco libras; Lockhart, que había perdido veintiocho, se levantó de la mesa nervioso y sofocado.
—Me temo que no era mi día.
Había tirado más de su salario de dos semanas en cinco horas de sudor.
—Ya te desquitarás —sonrió Wilson—. Saldaremos deudas antes de irnos. ¡Venga, Pete! Vamos a dar un paseíto.
—¡Cuidado!, no se encuentren una pitón en la carretera —advirtió Laing en tono festivo.
Al atravesar despacio la pradera que había delante del hotel, nos revoloteaban por la cabeza enjambres de moscas pequeñas e inofensivas. Nos detuvimos a contemplar las extrañas constelaciones en el cielo nocturno.
—Menudo sitio —dijo Wilson—, menudo sitio.
No respondí. Calculaba en silencio cuánto tiempo nos llevaría acabar el trabajo, porque estaba decidido a no quedarme mucho más.