14

Estoy convencido de que los afectos se pierden por tres razones básicas. La primera es el aburrimiento que surge cuando se pasa mucho tiempo a solas con la otra persona. La segunda, el desencanto, debido, por lo general, al descubrimiento de un rasgo de carácter desconocido para una de las dos partes. La tercera es la aparición en escena de un tercer objeto amoroso. En nuestro caso, se presentaron las tres de la mano. El viaje nos aburrió; mis escrúpulos por la caza constituyeron una revelación desagradable de mi carácter; en cuanto a la aparición del tercero en discordia, lo era el hombre que nos esperaba en el aeropuerto de Entebbe. Desde que Wilson lo saludó, supe que había llegado mi relevo, y no pude evitar la sensación de que ocurría en el momento oportuno.

Se trataba de un hombre de mediana estatura y rostro agraciado, que sólo estropeaba el tamaño demasiado pequeño de las facciones. Tenía el cabello completamente rubio, cuidadosamente cepillado, con una raya sobre la frente bronceada. Sobre el bolsillo izquierdo de su guerrera caqui lucía las alas de la RAF por encima de tres gruesas hileras de galones, entre los que reconocí la Distinguished Flying Cross. Avanzó despacio por el barrizal hasta la escalerilla, sonriendo tranquilo, al tiempo que sostenía un cigarrillo negro en la comisura derecha de la boca. Wilson pasó afectuosamente su largo brazo por los hombros del piloto.

—Alec, me alegro de verte.

—Yo también, John.

Dándome la espalda, se dirigieron a la entrada del edificio del aeropuerto. Caminé tras ellos, por el barro, recorriendo con la mirada mi nuevo ambiente. El campo estaba circundado de colinas verdes, cuyas crestas aparecían cubiertas de una densa vegetación. Al final de la línea de taxis, había un bombardero de la RAF con el morro aplastado, que yacía sin sentido a un lado, el tren de aterrizaje tronchado bajo el vientre y un ala, que señalaba como un dedo acusador hacia el enlucido marrón de la torre de control, encaramada sobre el techo plano del edificio de la terminal. Más de una docena de nativos jóvenes, con camisas y pantalones cortos de color caqui, esperaban para descargar el equipaje. Todos chapoteaban en el barro con las plantas de sus pies descalzos.

—¿Qué tal te ha ido, Alec? —preguntaba Wilson al piloto en su tono de voz sinceramente interesado.

—No me ha ido, mal. He sufrido un brote de malaria la semana pasada, pero nada más. Es probable que lo cogiera durante nuestro viaje al Congo.

—No me digas. ¡Qué mala suerte! Y, ¿cómo te encuentras ahora?

—Hum, bastante bien.

El piloto se volvió indeciso.

—Creo que no has venido solo.

—No, me acompaña Pete. No le conoces, ¿verdad?

Se pararon a esperarme.

—Te presento a Alec Laing —dijo Wilson—. Nuestro principal consejero y guía, sin el cual todos nuestros esfuerzos serían vanos.

Nos estrechamos la mano.

—John me ha hablado mucho de usted —dijo Laing con cortesía—. Parece que es otro aficionado a la caza mayor.

—Bueno, más o menos.

—Nos ha resultado un cazador de patos abrumado por los remordimientos, Alec —sonrió Wilson—. Tendremos que convertirle.

—A mí también me gusta cazar patos —dijo Laing—. Por desgracia, ha terminado la estación.

Entramos al edificio del aeropuerto. Laing se dirigió en suajili a uno de los nativos que esperaba dentro. El otro asintió y se encaminó al avión. Aparecieron más nativos, cargando con esfuerzo el equipaje. Laing se dio cuenta de que uno de ellos permanecía ocioso.

—Chico —gritó imperiosamente—, coge esto.

Le entregó la bolsa pequeña de Wilson. Un oficial de las líneas aéreas, con un almidonado uniforme blanco y gorra azul oscuro, se acercó a estrechar la mano de Wilson.

—¿No ha traído el equipo fotográfico esta vez, señor Wilson?

—No, sólo unos cuantos rifles y la munición.

El oficial parecía indeciso.

—Me temo que tendrá usted que declararlo en la aduana; no creo que le permitan entrar con los fusiles hasta que le expidan la correspondiente licencia.

—¿Podemos solucionarlo ahora mismo? —preguntó Wilson.

—Me temo que no, señor. Las licencias se tramitan en Kampala, en la oficina del capitán preboste.

—Entonces, lo haremos esta tarde.

—Creo que no podrá usted. Es probable que deba esperar a mañana, aunque, naturalmente, puede cumplimentar hoy la solicitud.

—No vas a utilizarlos enseguida, ¿verdad, John? —preguntó Laing.

—No —dijo, distraído—, pero me gustaría arreglarlo lo antes posible.

—Está bien, lo solucionaremos —afirmó Laing—. Dispongo de un coche con chófer para que nos traslade al hotel.

—Estupendo, Alec.

Todavía contemplaba ansioso las armas.

—Bueno, vámonos —dijo, por fin.

—¿Y los pasaportes? —pregunté.

—Todo a su tiempo, chaval —dijo, ligeramente irritado—. No te preocupes.

Les seguí por el edificio, en dirección a la salida, donde nos apretamos en un pequeño sedán negro. Wilson y Laing se sentaron delante, al lado del conductor. Yo me acomodé atrás con el equipaje, y amerizamos a toda velocidad en una carretera fangosa, a cuyos lados crecía la vegetación y surgían ocasionalmente altos montículos cónicos de barro rojizo. Los nativos caminaban por los dos arcenes, ataviados de colores brillantes, muchos de ellos balanceándose bajo el peso de los fardos que portaban en la cabeza. Relucían los rostros y los brazos negros. Había salido el sol y hacía un calor húmedo. Wilson se giró brevemente hacia la parte trasera del coche para señalar uno de los montículos de tierra roja.

—Hormigueros. Hay miles en todos los campos.

—¿Es la primera vez que viene a esta parte del país? —preguntó Laing.

—Es la primera vez que vengo a África.

—Entonces, tiene mucho que ver. ¿Ha traído su equipo, John?

—No, tendremos que agenciarle uno. Un traje de safari, botas mosquito y todo lo demás. Y ahora que lo pienso, necesitamos otro rifle grande. Sólo traigo uno de Londres.

—¿Qué idea tienes? —preguntó Laing.

—Un rifle grande, preferiblemente un 475. ¿Podremos encontrarlo en Kampala?

—Me temo que no. Habrá que buscarlo en Nairobi, la próxima vez que venga uno de los camaradas.

—Está bien, pero recuérdamelo.

—¿No vamos a Nairobi, John? —pregunté.

—Ya veremos, Pete, ya veremos. ¿Están bien los demás, Alec? Lockhart y los otros.

—Sí, todos muy bien. Esta mañana iban a Kampala, a recoger el equipo. Ha llegado de Londres parte de las cámaras y también lo que compraste en Nairobi.

—Estupendo, eso significa que hacemos progresos.

—Bueno, alguno —replicó Laing—. En realidad, hemos retenido gran parte del envío en Nairobi hasta que decidas cuándo quieres empezar. Si vamos al Congo, no tendría sentido hacer dos traslados cuando se puede hacer en uno.

—Nos reuniremos esta tarde para decidirlo.

—Bien. Cuanto antes, mejor. Ahora, querréis tomar un baño, después de un viaje tan largo.

—No sé —dijo Wilson jovialmente—. Me parece que primero tomaremos una copa.

Cuando la carretera fangosa acabó inesperadamente en una intersección, nos movimos a mayor velocidad por una calle pavimentada. La enorme masa de agua que había visto desde el avión se encontraba a nuestra izquierda, como un brazo de mar, liso y gris, que se perdía en el horizonte. Pasamos un campo de golf muy cuidado y tres o cuatro canchas de tenis, hasta girar en la avenida de un hotel. Se trataba de una gran estructura de cemento ocre rematada en azotea, de un mal gusto idéntico al del edificio del aeropuerto.

—El hotel Lago Victoria —anunció Laing—. El más elegante de Uganda.

Me fijé en el suelo de piedra roja y en una docena de muchachos nativos vestidos de caqui. A una orden de Laing, dieron un brinco para descargar el coche. Una muchacha inglesa de pecho liso nos hizo firmar el registro y nos enseñó nuestras habitaciones. La de Wilson estaba en el primer piso; la mía, en el segundo. Me sorprendieron gratamente las paredes limpias y recién pintadas y la densidad de los mosquiteros. No solamente tenía baño privado, sino que estaba fresco incluso a aquellas horas del día.

—Si necesita algo, no tiene más que llamar al mozo —dijo la joven inglesa, antes de desaparecer.

Me desnudé y tomé un baño. Luego, deshice la maleta y me puse la camisa y los pantalones más ligeros que traía conmigo. Aquella hora de soledad resultó reconfortante. Al cabo de un rato, bajé al bar. Era la una en punto y el local se encontraba abarrotado. Había algunos hombres uniformados, pero la mayoría vestían pantalones holgados e iban en mangas de camisa.

Wilson, Laing y otro inglés habían tomado asiento en una mesita de la esquina. Wilson me presentó. Lockhart, el segundo inglés, era el ayudante del jefe de unidad. Se trataba de un hombre rechoncho, de rostro bronceado y gafas de montura de acero. Enseguida noté que acostumbraba a morderse las uñas.

—Siento no haber podido ir a buscarles esta mañana —dijo, cortés—, pero tenía asuntos que solucionar en Kampala.

—¿Qué quieres beber, Pete? —preguntó Wilson.

—Creo que no me apetece nada, John.

—¡Venga, hombre! ¡Por lo clavos de Cristo, toma algo!

—No, gracias.

Se encogió de hombros irritado.

—Eres un cabrón difícil, ¿sabes?

Comenzaba a experimentar la sensación de sustituir a Landau en todos los aspectos.

—Usted se encarga del guión, ¿verdad? —dijo Lockhart, volviéndose a mí—. Estamos deseando verlo listo.

—Estoy trabajando con John.

—Se supone que es mi compañero —dijo Wilson—, pero el muy hijo de puta se ha echado a la bartola.

—Me acabo de dar cuenta de que es una tarea muy dura.

Wilson, que había comenzado su espectáculo para los otros, representaba ahora el papel de gran patrón.

—Así me lo agradece. Le traigo a África y ¿cómo me paga?, con lamentos y críticas quisquillosas. No le apetece una copa, no quiere comer. ¡Ojalá le hubiera dejado en casa!

—¿Cuándo sale el próximo avión? —pregunté.

—¿Lo veis? Ya os lo he dicho.

—¡Vete a la mierda, John! —dije. Percibí que no le hacía ninguna gracia mi abierta rebelión delante de los demás. Cuando me dio la espalda, Laing tosió, incómodo.

—¿Tomamos la copa dentro, mientras comemos? —preguntó.

—Claro, vamos dentro —dijo Wilson. Nos dirigimos hacia el comedor.

—¿Volverá Harrison para comer? —preguntó a Lockhart.

—No estoy seguro —replicó el ayudante del jefe de unidad—. Depende de que termine el trabajo a tiempo.

Mientras atravesábamos el vestíbulo, en dirección al comedor, agarré a Wilson por un brazo para hacerle a un lado.

—Oye, aclaremos una cosa. No voy a hacer de cabeza de turco. Estoy aquí para ayudarte a escribir el guión, nada más. Si necesitas un mono, te lo compras.

Parecía impresionado.

—¿A qué viene eso ahora? —preguntó, fingiendo sorpresa.

—A que veo por dónde van los tiros. Te gusta disponer de alguien que aguante tus chanzas y tus castigos, pero a mí no me han contratado para eso.

—No lo dices en serio, Pete.

—¡Coño, sí! Déjame en paz o acabaremos a tortas.

Sacudió la cabeza.

—¡Por Dios bendito! Me sorprendes. Creí que sabías encajar una broma. ¿Qué te pasa? ¿Ya te ha hecho efecto el sol?

—Puede ser. Por si acaso, déjalo ya. Me gustaría pasarlo bien, así que tengamos la fiesta en paz.

—Está bien —dijo, dolido—. No creí que fueras tan sensible.

—Pues, lo soy.

Cuando tomamos asiento, se acercó a la mesa un hombre delgado, de cabello rubio y abundante, que apuntó el número de las habitaciones. Luego, se dio la vuelta y gritó una sola palabra: ¡Chico!

Tres negros vestidos con largas túnicas blancas, recogidas con una faja roja en la cintura, atravesaron el salón corriendo, haciendo resonar el suelo de madera con las plantas descalzas. El maître, hablándoles con voz agria, apartó de un empujón a dos de ellos y gruñó en suajili al tercero. El pequeño negro escuchaba, temblando visiblemente. Era un hombre de unos cincuenta años a juzgar por las canas del cabello ensortijado y la piel seca del dorso de la mano. Cuando el maître acabó con las instrucciones, dio una palmada y el negro salió corriendo hacia la cocina, pero en el camino estuvo a punto de chocar con otro camarero que atravesaba el salón llevando una bandeja.

—De ahora en adelante se ocupará de usted —dijo el maître a Wilson con toda cortesía.

—Muchas gracias —contestó, esforzándose por sonreír.

—¡Este Harry!, sabe cómo tratarlos —comentó Lockhart, mordisqueándose la parte de arriba de la cutícula—. Les saca rendimiento.

—El servicio es realmente bueno —añadió Laing.

Wilson y yo intercambiamos una rápida mirada. A pesar de la enemistad que acababa de surgir entre nosotros, nos sentimos unidos de nuevo.

—Un tío simpático —dije yo—. ¿No utiliza un látigo?

Laing emitió una risita sorda.

—Puede que resulte algo brusco, pero ya verá cómo no hay otra forma de tratar a esta gente.

—No son como los masai —dijo Lockhart— o los nativos que encuentras en Kenia. Éstos son tan perezosos que si no estuvieras encima no harían nada.

El suelo vibraba bajo nuestro pies por las carreras de los camareros entre las mesas. Con la precipitación, estuvieron a punto de chocar varias veces. Se parecía al tráfico de París, salvo que aquí los que trataban de esquivarse no eran coches, sino seres humanos.

—Cuéntanos cosas de los masai, Ralph —dijo Wilson, buscando un tema de conversación más placentero.

—Son los mejores negros de África —dijo Lockhart—. ¿Verdad, Alec?

—Hum, es bastante cierto.

—Yo he vivido allí más de cinco años —continuó Lockhart—. Lo conozco todo. Tanganica, Somalia, Kenia, el Congo y, naturalmente, Uganda, pero nunca he encontrado nativos como los masai. Son altísimos, miden más de dos metros y se dedican sobre todo a la cría de ganado. Aún cazan leones con lanza, rodeando al animal y permitiendo que se abalance, por eso es normal que el felino hiera o mate a alguno antes de caer. Tienen mucho coraje esos masai, y son duros. Los otros negros lo saben. Si alguno de los chicos te da problemas estando en territorio masai, no tienes más que amenazarle con largarlo de la camioneta y dejarle abandonado; tendríais que ver cómo se ponen estos mierdas. Temen más a un masai que a un búfalo o un león —se giró en la silla—. Chico —gritó a nuestro camare-ro, que se acercaba en ese momento— mimi nataka moto.

—¿Qué significa? —preguntó Wilson.

—Que ha olvidado el agua.

El negro parecía desconcertado. Como tenía las manos ocupadas con nuestros primeros platos, era evidente que no sabía si servirnos antes de traer el agua o cumplir primero la última orden. Se decidió por depositar los platos de arroz caliente y cordero al curry y volver por el agua, pero cuando Laing le gritó algo en suajili, el negro, más temeroso aún del piloto, comenzó a servimos.

—La comida se enfría, si la deja ahí —dijo Laing—. Ahora ve por el agua, ¡vamos, aprisa! —dijo, colérico, una vez que tuvimos lo platos delante.

—Imbécil de mierda —exclamó Lockhart.

—Sabe —le dije—, a los camareros se les olvida a veces el agua incluso en el Twenty-one y en algunos de los mejores restaurantes de Nueva York.

—Me consta, pero aquí no se les tiene que olvidar.

—¿Estuviste mucho en territorio masai? —preguntó Wilson, deseoso de evitar una disputa sobre la cuestión racial.

—Bastante —replicó el piloto—. Pero nunca los vi cazar. Ahora apenas lo hacen.

—Hum, ¿de veras? —dijo Wilson, pensativo—. Me encantaría verlos, ¿a ti no, Pete?

Asentí. Aunque el cordero estaba muy bueno, me faltaba el apetito. Lockhart se dio cuenta de la causa.

—Cuando se llega aquí por primera vez —me dijo—, da la impresión de que los blancos nos extralimitamos, que les tratamos con una dureza excesiva, pero enseguida se descubre que no hay otro modo. Ahora tenemos un gobierno empeñado en echarlo todo a perder. Se habla incluso de conceder la independencia al pueblo de Kenia, pero si lo intentan les estallará una bomba en las manos. Los blancos han creado la prosperidad de este país y no están dispuestos a devolvérselo a los negros.

—No ha leído el guión, ¿verdad? —pregunté a Lockhart.

—No, pero tengo muchas ganas.

—Le gustará el final —dije.

—Estoy seguro.

—En cuanto que Pete y yo acabemos el trabajo, saldremos de safari —dijo Wilson a Laing—, habría que organizarlo ya.

—No será muy difícil —replicó Laing.

—Pero tendrá que ser enseguida, no disponemos de otra oportunidad para cazar.

Al fondo de la sala, se produjo ahora una gran conmoción. Harry, el maître, gritaba a dos de los chicos. Levantó la mano abierta para golpear a uno de ellos, pero erró el tiro. El camarero se precipitó por la puerta batiente al interior de la cocina. Entonces Harry dirigió sus gritos a los dos negros que tenía más cerca. En la sala, nadie prestaba atención a la escena.

—Entebbe es un lugar muy agradable —me decía en ese momento Lockhart, sin dejar de morderse viciosamente la cutícula del dedo índice—. Quizás el mejor que se puede encontrar en África.

—Estoy seguro —respondí. A través de la ventana veía, en el césped de la entrada al hotel, un numeroso grupo de negros desnudos hasta la cintura, que se desplegaban en una larga fila de un lado a otro de la pradera, moviendo unas pequeñas porras de acero curvadas.

—¿Qué hacen ahí afuera? —pregunté.

—Recortan la hierba —dijo Lockhart—. Se les paga casi un chelín diario. Para eso sirve el gobierno, para estropearlos pagándoles más de lo que debe…

Los cuerpos negros y brillantes se movían rítmicamente, balanceando las porras. El sol caía sobre el lago; afuera, en la terraza, una brisa agradable agitaba las ramas de los árboles.

—Es un país hermoso —le dije a Wilson.

Asintió vagamente mientras extraía del bolsillo su libro de caza.

—¿Lo has leído, Alec? —preguntó, mostrándoselo.

Laing miró la foto del búfalo de la portada.

—Ya, te enseña a disparar contra los búfalos —sonrió—. Bueno, tendré que estudiarlo un poco si voy a ir contigo.