Aterrizamos en Roma. Al aproximarnos, me impresionaron la suavidad del verde de la campiña y el tono ocre de la tierra. El paisaje era más dulce que el inglés, y estaba menos poblado. Wilson señaló las ruinas de la Via Appia, que avistamos brevemente desde el avión un momento antes de tomar tierra.
—¿Has estado en Roma? —me preguntó. Habíamos encontrado dos sillas al sol fuera del edificio de la terminal.
—No, sólo conozco el norte de Italia.
—Podríamos quedarnos una semana a la vuelta. Yo también quiero dedicar algún tiempo a este país.
—¿Seguro que no puedo salir ahora y quedarme?
—No seas tonto.
Volvió a su libro sobre los rifles y la caza mayor.
—Tienes que leerlo —dijo al poco rato—. Es muy instructivo.
—Me gusta aprender con la práctica.
Continuó la lectura, encogiéndose de hombros. Era evidente que la charla le había cansado; yo comenzaba a sospechar que, por el momento, se habían acabado las confidencias personales. Volvió a levantar la vista.
—Me preocupan los rifles que hemos comprado. Creo que aquel tío no consideraba muy útiles los Mannlicher 256 para este viaje. Estarían bien, por ejemplo, para cazar venados en Escocia, pero en África le parecían un exceso de equipaje.
—Un descubrimiento tardío, ¿no te parece?
—Sí, claro. Puede que encontremos uno o dos rifles más en Nairobi.
—¿No vamos a Entebbe ahora?
—Sí, pero antes del safari iremos a Kenia.
Anunciaron nuestro vuelo y continuamos viaje. El aire era claro al sobrevolar la costa italiana, pasando por Capri, en dirección a Sicilia. Aunque la altura ya no permitía distinguir nada, aún se apreciaban los contornos de la península. Se oía el zumbido monótono del avión. Intenté leer, pero, como se me cerraban los ojos, me dispuse a dormir.
Me despertaron para la inevitable comida, esa especie de paquete informe, tan poco apetecible, que con tanto empeño sirven a los clientes todas las compañías aéreas. Apenas lo probé, pero Wilson se lo comió todo, sin abandonar la lectura. No hice intención de hablar. Al poco tiempo, dormitaba de nuevo. Me despertó la azafata para informarme de que estábamos llegando a El Cairo.
Se había encendido el piloto eléctrico sobre la puerta de la cabina. Nos abrochamos los cinturones y Wilson cerró el libro.
—Se me olvidaba una cosa —dijo, mientras el avión comenzaba a inclinarse hacia tierra—. Te va a hacer gracia. ¿Recuerdas a Silvia Lawrence?
—Claro. La mujer abandonada que quería un consejo.
—La misma. Me llamó antes de salir del hotel.
—¿Desde la cárcel?
—No, desde la cama. Cuando le pregunté si había recuperado a su marido, se sorprendió; era un asunto acabado. Ha encontrado a un comandante de un regimiento de la guardia que la vuelve loca. Ahora, naturalmente, es el marido quien pretende volver y ella quien no quiere saber nada.
—¿Llegó a probar lo que le aconsejaste?
—No, ni siquiera. Encontró a su nuevo amor en la calle, nada más salir de nuestra casa.
—¿Así que perdimos el tiempo con ella?
—Pues sí, pero no fue la única.
El destello de las luces de balizaje se veía ya por la ventanilla; con una sacudida, el avión tomó tierra.
—Egipto —dijo Wilson con aire distraído—. ¿Sientes el misterio, chaval?
—Naturalmente.
Salimos en tropel al aire tórrido de la noche. No se veía una sola nube en el cielo. Unos hombres tocados de fez conducían los depósitos de gasolina rojos y amarillos de la Shell en dirección al avión. Observé que el piloto y la tripulación habían salido y se situaban en las alas para supervisar el abastecimiento de combustible.
También en manada, nos subieron a un autobús que nos condujo durante unos centenares de metros hasta un edificio bajo, donde había una terraza con mesas y sombrillas. Los camareros negros que se movían entre ellas vestían unas túnicas blancas recogidas en la cintura con una cinta roja. El aire de la noche era suave y placentero.
Wilson y yo nos encaminamos al restaurante. Al fondo, había un pórtico a medio construir, delimitado por un muro bajo y casi desmoronado, que producía la impresión de disolverse en la propia arena del desierto. A nuestra izquierda, las luces de El Cairo proyectaban hacia el cielo un reflejo sonrosado. Desde la oscuridad llegaba el ladrido de un perro sarnoso, con aspecto de hiena, que se encontraba en la arena, a unos cuarenta metros de nosotros. Pasó un antiguo Chevrolet coupé, lleno de oficiales del aeropuerto con sus desastradas guerreras.
—¿Sientes el misterio? —Wilson repitió la ocurrencia con voz cansina. Parecía fatigado y algo más viejo, con su traje marrón y su sombrero de ala ancha. Al quitarse el cuello y la corbata, adoptó todo el aspecto de esos vagabundos que se ven en las estaciones de tren del oeste americano.
—La noche en el desierto. Un árabe armado de su reluciente daga se desliza en la oscuridad, con destino a la tienda del sahib.
—Tengo sed —dije.
Volvimos al pórtico del restaurante y nos sentamos en las sillas plegables de color verde, bajo los parasoles. Un enorme negro con los pies descalzos vino hacia nosotros.
—¿Coca-cola? —preguntó.
Wilson asintió.
—Sí, amigo [3]—dijo, levantando dos dedos—. Dúo.
—¿Coca-cola? —volvió a preguntar, captando instintivamente la mofa de Wilson.
—Sí, amigo —repitió Wilson, esta vez en inglés, pero con acento de vodevil mejicano—. Vete al río y tráenos una coca-cola.
El negro se retiró malhumorado, arrastrando los pies.
Instante después, otro negro nos contemplaba desde su altura.
—¿Coca-cola? —preguntó el nuevo.
—Muchas gracias, amigo [4] —asintió Wilson con la cabeza—. Por favor.
—¿Hablan ustedes inglés? —preguntó el negro, agresivo.
—Un poco —respondí yo—. Queremos dos coca-colas.
Asintió secamente, y se fue. Wilson sacudió la cabeza.
—No adelantarás nada viajando así, Pete. Hay que hablar la lengua del país.
—A partir de este momento, lo dejo en tus manos.
—Muy bien.
Abrió su libro sobre la caza en África y se estiró, colocando los pies en una silla de lona situada frente a él. Antes de enfrascarse en la lectura, volvió a preguntarme si sentía el misterio. El camarero sirvió las bebidas sin dejar de mirarle con curiosidad. Instantes después, un egipcio grueso, vestido con la guerrera de la BOAC, anunció que nuestro avión se hallaba listo para el despegue. Dando un suspiro, Wilson se puso en pie. Hizo una cortés inclinación a los camareros, esbozó una sonrisa extraña y superior que parecía haberse inventado para la ocasión, y añadió: «Hasta luego, amigos»[5].
Ocupamos nuestros asientos en el avión y nos abrochamos los cinturones de seguridad. Wilson se durmió enseguida. Yo permanecí mucho tiempo despierto en la oscuridad, oyendo el constante rugido de los motores. Se agitó en sueños, volviéndose hacia mí. Su rostro, extraño y casi agraciado, sonreía. Después de tantos años, aún era incapaz de predecir sus modales y sus reacciones. Por lo general, se comportaba como un camarada afectuoso y paternal, pero, de repente, se transformaba en un torturador, en un hombre hastiado de sí mismo y de los demás. Otras veces era un payaso, un holgazán que se dejaba arrastrar por la corriente, sin ninguna meta, como si le diera igual que otros se aprovecharan de él. Con todo, nadie había conseguido engañarle. Pero nada me sorprendía tanto como el abismo que separaba sus experiencias personales de los argumentos que escribía o dirigía. Eran historias de hombres de acción, duros y perdidos en aventuras infructuosas, que nada tenían que ver con la vida real de Wilson. En realidad, él era un vago y un esnob, un intelectual, un hombre de campo frustrado, con escaso interés por la realidad de su entorno. Puede que la fuente de su talento residiera en su habilidad para ver sólo lo que le interesaba: una existencia rara y romántica que no había a su alrededor, pero que él llevaba consigo para dar color a todo lo que se tropezaba.
Me dispuse a dormir dándole la espalda. Cuando desperté era de día. Los motores rugían con un tono distinto. Al mirar hacia abajo, vi una tierra seca, de color ocre. Ni rastro de vegetación, ni un signo de vida. Wilson se estiró y abrió los ojos.
—¿Sientes el misterio, John?
Emitió un quejido.
—Pues claro que lo siento. ¡Cristo, cómo me duele el culo! ¿A ti no?
—Se me ha entumecido.
Echó una ojeada por la ventanilla.
—¡Vaya con Livingstone! Hizo un largo viaje, ¿no te parece?
—Como Stanley.
—Yo nunca habría salido en busca de ese hijo de puta, ¿y tú?
—Desde luego que no.
Aterrizamos en Jartum. Aparte del calor, no había más que un grupo de barracas de madera, levantadas al lado de los dos o tres árboles de la localidad. Bebimos café amargo mientras el sol se elevaba por el cielo despejado y aumentaba el calor. Dentro, en la recepción de pasajeros, los ventiladores comenzaron a girar indolentemente. Las moscas se multiplicaban ante nuestros ojos sobre los platos de los sándwiches diseminados en una mesa próxima a la puerta. Nos sirvió el café una muchacha árabe, bastante bonita, que llevaba un vestido almidonado en tono caqui.
—Deberíamos escribir una obra sobre este sitio —dijo Wilson. Al parecer, se estaba despertando del estupor que le producía «sentir el misterio»—. Un poeta inglés llega por casualidad a Jartum en una excursión a pie y conoce a esta chica. Sólo lleva consigo un libro de poemas isabelinos y el traje que se pone para cenar. Viaja sin impedimenta. Cuando ve a la chica, se da cuenta de que es lo que ha buscado siempre, pero ella es la amante del cacique local. Estalla una tormenta de arena y aparece un bandido en un Cadillac convertible robado.
—Un papel para Duncan.
—En efecto. Podría hacerlo para la Warner Brothers a la vuelta.
—¿Vamos a compartir las ganancias con Bob Sherwood?
—No, nunca aceptaría la historia.
Hizo una seña a la muchacha para que le sirviera más café.
—¿Ha estado Kitchener[6] por aquí últimamente?
—¿Perdone? —dijo ella.
Esbozó su falsa sonrisa.
—Me apetece más café —dijo con simpatía. Luego encendió uno de sus cigarrillos largos, de color marrón oscuro.
—Sabes, he pensado en la historia que me contaste en el avión y no me la creo. Me parece que te la has inventado.
—De eso nada.
—¡Vamos! No me vendas el peine. Seguro que se la cuentas a todas tus conquistas, pero yo no me la trago. Pretendes aparentar que eres un alma sensible con esos cuentos de hadas. La historia es buena, desde luego, pero no me la das. Te conozco tanto como a mí mismo. Eres un cabrón sin conciencia, que se olvidaría rápidamente de una maldad así, como yo mismo. Como no tienes alma, te la inventas con lo que causa más impresión en cada momento. En el fondo estás vacío, porque no te han herido, no arrastras cicatrices. Quizás es eso lo que te impide escribir. Como tienes que inventártelo todo, cuando lo relees te das cuenta de que no es sincero. Sabes lo que debes hacer, en mi opinión…, dedicarte exclusivamente al cine.
El largo viaje comenzaba a alterarlo, de modo que no quise discutir.
—No te falta razón. Soy una concha vacía, como tú. Los demás, personas o animales, me importan poco. Yo también soy bastante destructivo, pero lo disimulo mejor.
—¿Te parece que soy destructivo? —la rapidez con que alzó la cabeza me demostró que había dado en el clavo.
—Todo el mundo lo cree. Estropeas lo que tocas. Mira las mujeres que has tenido. Cuando acabas con ellas, jamás se recuperan. Igual que tus amigos y tus caballos.
—¿Así que ésa es tu opinión?
—Claro, te conozco mejor que a mí mismo.
Anunciaron nuestro avión.
—Bueno —dijo cuando nos hubimos sentado—, lo discutiremos —y abriendo el libro, se puso a leer.
Despegamos en dirección sur. Poco a poco, el suelo comenzaba a cubrirse de vegetación. Entonces, las masas de nubes ocultaron la tierra. Volábamos a través de la lluvia, rodeados de una nada blanquecina; el avión perdía de pronto altura y los motores cambiaban el zumbido para sostenernos a pesar de las corrientes. Cuando descendimos, el paisaje era ya verde, la tierra estaba cubierta de árboles y de selva. Los ríos parecían oscuros y salobres y el color del suelo era el mismo de las ocasionales aldeas de chozas. Wilson cerró el libro y se puso a mirar por la ventanilla, por encima de mi hombro.
—En cualquier momento veremos la caza.
Había vuelto a cambiar de humor. Se le veía despierto y deseoso de llegar.
—¿Se parece al Congo?
—No, en nada. Esta selva es poca cosa, más parecida a Cuba. En el Congo los árboles tienen tantos metros que no permiten ver el suelo.
—¿Qué hay ahí abajo? —señalé con el dedo.
—Vacas. El ganado de los nativos.
No vimos caza ninguna, sólo la interminable selva verde y la tierra ocre y empapada de lluvia, y plátanos y chozas y carreteras enfangadas, repletas de baches de agua. El avión perdió altura y giró bruscamente a la izquierda. De pasada, vislumbré una enorme masa de agua, de la que emergía una pequeña península verde. El agua era de un azul grisáceo, apenas distinta del cielo. Los otros pasajeros cogieron los impermeables de los maleteros que tenían sobre la cabeza.
—Estamos llegando —dijo Wilson.
La azafata nos mandó abrocharnos los cinturones por última vez y comenzamos a aproximarnos a tierra. Volábamos sobre un césped bien cuidado, que se extendía en todas direcciones, salpicado de bosquecillos y de chalés de un blanco inmaculado. No tenía nada que ver con lo que yo esperaba. Después de atravesar medio planeta para llegar al corazón de África, no sentía que me hubiera ocurrido nada especial. Ni siquiera cuando abrieron las puertas del avión, pararon los motores y el aire húmedo se introdujo en la cabina, tuve la sensación de haber realizado un largo viaje.
Wilson se me adelantó, haciendo señales a un hombre vestido con pantalones cortos y una guerrera caqui. Le seguí en medio de una lluvia cálida, agradecido porque nuestro tiempo a solas hubiera terminado.
—Bueno, chaval, aquí estamos; se ha realizado otro de tus sueños infantiles y comienza otra gran aventura.
Dio un traspiés a propósito y, lentamente, encaminó sus escuálidas piernas en dirección a la escalerilla.