A los cinco días justos de la vuelta de Wilson, estábamos de nuevo en el aeropuerto. En Londres todos percibieron el cambio que África había operado en él porque acumuló en ciento veinte horas el trabajo de tres semanas. Incluso Landau quedó impresionado, pese a que gran parte de la energía de Wilson se estrelló como una ola contra su socio. Discutían continuamente, pero ahora sus enfrentamientos no se parecían en nada a los anteriores. Wilson ya no le torturaba. Sus argumentaciones iban directas al asunto; la prisa por volver a África lo animaba a enfrentarse a cualquier cosa que se interpusiera en su camino.
El primer enfrentamiento fue por el Congo. En media hora, Wilson demostró que se podía cambiar en francos belgas parte de la asignación en libras esterlinas. Luego telefoneó a un amigo de Bruselas y volvió a demostrar que el permiso de rodaje estaba en camino. El encargado de las realizaciones cinematográficas en la zona era el gobernador del Congo belga, de modo que las autoridades de Bruselas pensaron que si la película no tenía intenciones críticas tampoco existía razón alguna para que no se rodara allí.
La siguiente batalla se libró por el dinero. La suma que Landau prometió a la familia de Wilson no había llegado a California porque los promotores americanos continuaban insistiendo en las cláusulas de guerra y las garantías complementarias. Al parecer, les preocupaba también la interrupción de la película en caso de que alguno de los protagonistas resultara herido o perdiera la vida. Ante mi sorpresa, Wilson encontró la solución. Renunció a la mitad del dinero que le correspondía por dirigirla si alguno de los primeros actores se quedaba por el camino. En una reunión, a la que convocó también a Duncan y Kay Gibson, logró convencerlos de que aceptaran un acuerdo semejante si alguno de ellos caía enfermo. Aunque yo no estuve presente, Duncan me contó que Wilson se abrió paso entre el parloteo legalista de los abogados y llegó a una conclusión en cinco minutos. Su magnífica forma elevó el espíritu de la compañía.
El equipo que Wilson pretendía adquirir causó otra grave disputa. Cuando pidió mil libras para comprar los rifles de la expedición, los tres productores se opusieron por unanimidad. Pero, en vez de hacerles caso, me envió a visitar durante toda una jornada a los principales armeros de Londres. Descubrí que con la reventa de todos los rifles que compráramos el coste final no excedería de doscientas libras. Landau y sus socios se vieron obligados a aceptar la compra de un pequeño arsenal, animados sobre todo porque el dinero se empleaba en este caso para proteger la vida de los expedicionarios.
Pasamos la siguiente tarde eligiendo las armas, pero aquí la desventaja eran nuestros escasos conocimientos y el hecho de que ninguno de nosotros había disparado jamás contra nada mayor que un venado de Idaho; Wilson, sin embargo, estaba seguro de querer comprar un par de rifles grandes, armas capaces de matar búfalos o elefantes. Por desgracia, sólo encontramos un mágnum 475 y un 375 en todas las tiendas que visitamos. Wilson decidió comprar el 475 y arriesgarse a buscar otro rifle grande en Nairobi. Fue entonces cuando me enteré de que el alcance normal para matar un búfalo era de menos de noventa metros. Al parecer, aquel armero pequeño y huesudo del West End que nos informó consideraba que era un asunto de conocimiento público.
—Noventa metros no parecen muchos —dije, indeciso.
—No puede usted confiar plenamente en un rifle para un alcance mayor, no son precisos.
—Por supuesto —dijo Wilson, irritado—. A nadie se le ocurriría matar un búfalo a una distancia mayor.
—La media está en unos setenta metros —añadió el armero, frotándose las palmas.
—Supongamos que el bicho se te echa encima —le pregunté—. Tengo entendido que se desplazan a más de noventa kilómetros por hora. No parece mucho tiempo para apuntar.
—Por eso se necesita un cazador blanco —explicó el armero.
—¿Has conseguido un cazador blanco, John?
—Todo se andará, chaval. De momento no se puede.
Compró dos rifles más pequeños y una escopeta del calibre 12 para tirar a corta distancia contra los leopardos. Los rifles más pequeños, dos Mannlichers del 256, eran para abatir animales comestibles; el armero nos aseguró que resultarían excelentes para antílopes y gamuzas. Por desgracia, ya era tarde para dotarlos de mira telescópica.
—Está visto que necesitamos un arma más grande —dijo Wilson con aire preocupado. No teníamos mucho tiempo porque había que solicitar en Scotland Yard la licencia para retirar las armas de la tienda.
—Bueno, nos ocuparemos en Nairobi —decidió.
Comunicó al armero que vendrían a recoger las compras y salimos para Scotland Yard.
En la tarde clara y primaveral, pasamos con el coche ante las antiguas banderas que ondeaban por todas partes conmemorando la Exposición. Delante del parque, cuyo verdor llamaba la atención, nos sobrepasó una compañía de guardias a caballo. «¡Cuánto mejor», pensé, «quedarse a guardar la Corona en casa que arriesgarse entre las tribus y los cazadores de cabezas para afianzar el poder del Imperio!». Desde luego, yo no era un Drake. Quizás un Bacon que intrigara en las antecámaras de la reina, pero jamás un aventurero a la conquista de mundos desconocidos.
Al día siguiente, hicimos las pruebas. Fue un procedimiento penoso y desconcertante, porque la mayor parte de las veces nos apuntábamos a la espalda. Busqué otro mágnum 475, mientras Wilson se despedía, pero no encontré ninguno. A primera hora del día siguiente, nos recogía en un Rolls-Royce la señorita Wilding. Las cajas de munición abarrotaban el suelo de la limusina. Tuvimos que atar el equipaje con correas a la parte trasera del coche. La señorita Wilding, en la acera, comprobaba una lista que ella misma había confeccionado.
—¿Se han despedido ustedes del señor Duncan y la señorita Gibson?
—Sí, querida —Wilson manoseaba el mágnum, mirando por el cañón doble.
—¿Llevan los guiones?
—Los tiene Pete.
—¿Han recogido el resto de las cosas en Tautz’s?
—Están en mi bolsa.
—El señor Reissar y el señor Anders les desean buena suerte y buena caza.
—Estupendo. Te dictaré una nota de agradecimiento camino del aeropuerto.
—El señor Landau dijo que iría a despedirlos.
Wilson asintió. Estaba cerrando la recámara del arma, cuando Randsome salió de la casa.
—Lo siento, Jules, no he resultado de mucha ayuda —dijo con una sonrisa.
—Te has portado muy bien. Supongo que saldré adelante.
—Nosotros también lo esperamos —mintió. Subimos al coche. La señorita Wilding se sentó al lado del chófer, con su cuaderno de notas en la mano, y partimos hacia el aeropuerto.
—John —dije solemnemente—, es un gran momento. Estamos dejando atrás el constante parloteo de las féminas. ¿No te alegras?
—Desde luego. Estoy convencido de que una de las principales causas de la expansión de la civilización occidental fueron las voces femeninas. Ellas inflaron las velas de Magallanes, impulsaron las expediciones de Cortés y prácticamente soplaron al pobre Raleigh hasta el otro lado del mundo. Pero, no te engañes, ya verás cómo dentro de dos meses te alegras de volver a oírlas.
Durante el camino, mientras atravesábamos la atmósfera urbana de primera hora de la mañana, dictó media docena de cariñosas notas de despedida. Yo permanecía en silencio, escuchando el zumbido de su voz.
«¿Qué demonios estoy haciendo aquí?», me preguntaba, «no soy un explorador, ni un aficionado a la caza mayor. Detesto el calor, las moscas y el campo tanto como adoro París, Londres o Nueva York, y cuando quiero hacer deporte me apetece una buena pista de tenis o una pendiente larga y bien abarrotada. No me gusta volar al otro lado de la Tierra para matar a un animal salvaje que ni siquiera sabe que existo».
Entonces, recordé el prefacio de la hermosa obra de Bolitho. «Los aventureros deben empezar por alejarse de su país», había escrito; una frase que, años atrás, me había impresionado. Cagliostro y Colón me vinieron a la mente. Twelve against the Gods, se titulaba. Y aquí estábamos ahora nosotros dos, abandonando la pacífica ciudad de Londres en un Rolls-Royce atestado de armas y municiones. «Dos contra los dioses», pensé, mirando con aire de superioridad la ciudad que se deslizaba a nuestro paso.
Cuando llegamos a Heathrow, el avión y Landau nos estaban esperando; este último con un aspecto tierno y soñoliento.
—Tendréis cuidado, ¿verdad, muchachos? Trabajad mucho en el guión y no se os ocurra utilizar esas armas que habéis comprado.
—Está bien, Paul —dijo Wilson con amabilidad—. Tú procura que las cosas acaben bien aquí.
—Me reuniré con vosotros en cuanto haya resuelto todo. También a mí me apetece cazar algo.
En mi vida había oído una mentira más grande. Dos encargados de la BOAC estaban introduciendo los rifles y la munición por las escalas. Los ojos de la señorita Wilding se empañaron de lágrimas.
—Me ha prometido que me reclamará.
—Claro que lo haré —afirmó Wilson. Ella le besó con cariño. Wilson se volvió hacia mí—. Adelante, Pete. Puede que no pongas la mano en otra mujer blanca durante mucho tiempo.
Obedecí. Luego estreché la mano a Landau, que, inesperadamente, me atrajo hacia él y me dio un rápido abrazo de oso. Estoy convencido de que no esperaba volver a verme con vida.
—Dios os bendiga a los dos —dijo.
Nos desviaron a una sala de espera, donde Wilson adquirió un puñado de revistas y un par de libros de bolsillo. Yo compré dos sándwiches rebosantes de tomate.
—¿Qué sientes al abordar la gran aventura, chaval?
—Tengo el trasero dolorido.
Sonrió alegre.
—Yo también.
—Estoy seguro de que ese médico habría encontrado un sitio mejor si se hubiera molestado en buscarlo.
—Ya es tarde para preocuparse de eso.
Nuestros compañeros de viaje formaban un lote inexpresivo de pálidos ingleses, vestidos con trajes baratos y acompañados de sus correspondientes amas de casa y de un montón de niños que no auguraba precisamente un viaje silencioso. Sólo uno, de esqueleto grande y piel curtida, tenía la mirada de los cazadores o los personajes fronterizos, pero el resto eran pálidos trabajadores de cuello blanco, tipos sedentarios sobre los que Bolitho no había escrito una letra. Puesto que iban a África, se tocaban con sombreros absurdos y las esposas llamaban a gritos a los niños cada vez que uno de los pequeños monstruos se apartaba del grupo.
Una azafata bastante bonita nos comunicó el embarque. Un autobús nos condujo hasta el avión situado a unos noventa metros. Todos los asientos estaban reservados. Descubrimos con alivio que situaban a la chiquillería en la zona de cola. A nosotros nos tocó cerca del morro. La azafata nos dijo que el destino era Roma, que volaríamos a una altura de no sé cuántos miles de metros y que deberíamos llegar a las tres en punto de la tarde, según el horario romano. Nos abrochamos los cinturones y a los pocos minutos nos elevábamos por el aire.
Ascendimos rápidamente entre gruesas capas de nubes oscuras, hasta alcanzar la posición adecuada en la atmósfera pura. El sol se reflejaba en las puntas plateadas de las alas. Por encima de nosotros se extendía el azul interminable de la zona limpia, más allá del mundo. Wilson se aflojó la corbata y extendió el asiento.
—Bueno —dijo, sintiéndose a gusto—. Allá vamos.
—¿Te pesa dejar Londres?
Negó con la cabeza.
—No, ¿y a ti?
—Europa, sí, pero Londres, no. Me entristece pensar que ha llegado la primavera y no estoy en París.
Se encogió de hombros.
—Tendrás tiempo antes de morir, pero no habrá otra oportunidad para esto.
—Lo sé. Por eso estoy aquí.
Entrecerró los ojos. Su última noche en Inglaterra había acabado a primera hora de aquella mañana.
—Sabes, Pete —dijo en un tono tan confuso que apenas se le oía por encima del rugido de los motores—, he llegado a la conclusión de que la vida urbana es rutinaria. París, Nueva York, Hollywood, Londres. La misma gente, las mismas cosas. El restaurante, el despacho, las habitaciones del hotel… las fiestas donde vas a oír tonterías y a ligarte una mujer de vez en cuando. Un círculo interminable, en el que deseas, consigues y vuelves a desear… hasta que descubres que la vida mundana es un grandísimo muermo.
Sin duda había entrado en uno de sus humores contemplativos.
—La vida en el campo también se repite.
—Cierto, pero en esa repetición hay una especie de nobleza. Recuerdo cuando tenía mi pequeña granja del valle de San Fernando. No era cualquier cosa, sabes. La hierba húmeda de rocío de las mañanas y el maravilloso olor a limpio del comienzo del día, es el momento de alimentar a los caballos, a las gallinas, a las vacas, cuando empieza la jornada y salen los hombres con la ropa que después traerán sucia y sudada de cavar la tierra. Más tarde, aumenta el calor y comienza el zumbido de las moscas, y los caballos se mueven con pereza en la cuadra, levantando una gran polvareda. A la hora de comer, bebes una cerveza helada, y luego sales al resplandor del sol. Las tardes del campo se hacen largas, interminables, hasta que se levanta el fresco y la salvia exhala su perfume y el cielo se torna azul oscuro. A veces sopla el viento del desierto, que mueve la hierba seca; en ese momento comienzan las tareas domésticas. Aunque hayas pasado el día en cualquier parte, a vueltas con un guión, te parece siempre un momento espléndido; te sirves una copa, sentado en el porche, mientras comienzan a funcionar los aspersores y casi sientes beber a la hierba. Entonces, cae la noche, negra y serena, muy de vez en cuando pasa un coche por la carretera, comienzan a croar las ranas, aúllan los coyotes y salen todas las estrellas. ¡Por Dios, es mejor vida que la nuestra!
Guardé silencio. Me sorprendía la claridad con que a veces registraba las cosas y su manera de idealizarlas. En realidad, la granja estaba en una región donde el calor no permitía ninguna comodidad, los animales enfermaban con frecuencia y la mayor parte de los días de verano no ofrecían otra cosa que polvo y ventarrones.
—Cualquier hombre de ciudad podría decir lo mismo, John. ¿Has madrugado alguna mañana de verano en París; has visto los camiones de la limpieza regar los adoquines de las calles vacías, que al rato se llenan de coches y de gente que se dirige al trabajo?
—Pues claro. También vale mucho, pero no es para mí. Conozco las maravillosas tardes de verano, cuando se llenan los cafés; y el momento del atardecer, que es extraordinario, sobre todo si estás tomando una copa con la chica hermosa que te vas a tirar. Luego se encienden las luces y comienza el bullicio; y más tarde, cuando todo vuelve a vaciarse, las calles están oscuras y brillantes, y salen las putas a sus esquinas. Ya sé que un hombre de ciudad se chifla por estas cosas, pero yo me he criado en el campo.
—Yo también.
—Por eso te gustará África. Está hecha para los hombres de campo; para cazar y vivir a la intemperie. Ya lo verás.
El avión ascendió bruscamente y luego cayó de prisa hasta recuperar su altura normal.
—Sabes, estoy algo preocupado por la caza —dije.
Me miró con sorpresa.
—¿Qué quieres decir, Pete?
—Mira, voy a contarte una historia. En mi familia nadie ha cazado nunca. Mi padre pasó toda su vida en el teatro, igual que mi madre. Les gustaba el campo, pero de otra forma, como suele gustarles a los intelectuales. Creo que la primera vez que fui a cazar lo hice por rebeldía. Tenía catorce años y me llevaron unos niños mayores de la vecindad. Salí con ellos, entusiasmado, hacia las colinas cercanas a Oxnard, en busca de codornices. Era extraordinario caminar con una escopeta en la mano, aunque lo único que conocía de las codornices era que los chicos me habían informado de sus chillidos terribles cuando les acertabas. Bueno, emprendí mi camino solo, apretando la escopeta cargada, con ganas de capturar una presa porque los demás seguramente cazarían algo. Pero, sin saber por qué, estaba preocupado. De repente, de un matorral cercano a mis pies, saltó un pájaro. Me di la vuelta, comencé a disparar y tuve la suerte del novato. Uno de los perdigones le dio en el ala y lo derribó, pero se refugió en un matojo de mezquite. ¿Me atiendes?
—Claro que sí, continúa.
—Me quedé pasmado. Los otros chicos, que habían oído el tiro, me preguntaron a gritos qué había cazado, ¿era una codorniz? Les contesté que sí. Me acerqué al matojo y vi un pajarito marrón, sin penacho. Sabía que con aquel tamaño no podía ser una codorniz, y que, por tanto, no había motivo para herirle. Recuerdo como si fuera ayer sus ojos llenos de pánico. Saltó a una rama, contrayendo el ala herida y mirándome aterrado, como diciendo: «¿Por qué me has herido?, ¿por qué me has roto un ala?, no soy una codorniz, sino un pobre pájaro que no te puedes comer». Comencé a sudar. El corazón me saltaba en el pecho. Me sentí un asesino, John. Me aproximé al matojo, esperando que el pájaro pudiera volar, que la herida no fuera grave. Pero no podía. Se limitaba a mirarme con aquellos ojos llenos de temor, conscientes de que iba a morir. Me daba cuenta de que lo más piadoso sería matarle y quise disparar para que dejara de mirarme. Pero, entonces, los otros se enterarían de lo que había cazado. No podía confesarles que había fallado dos veces. El pájaro lanzó un chillido, un grito desesperado, como pidiendo ayuda. No podía soportarlo más, retrocedí unos metros y volví a disparar, esta vez tan cerca que cuando se despejó el humo no quedaban ni las plumas. Los otros volvieron a llamarme a gritos, claro. Tendría que decirles la verdad, pero, de momento, me sentía mejor, porque el pájaro había muerto y ya no podía mirarme con reproche. En vez de recargar la escopeta, desandé el camino hasta el coche. Todo había cambiado de pronto y yo me sentía muy mal. No me explicaba por qué demonios había salido a cazar. Acababa de matar a una criatura viva porque sí, sin ningún motivo; me sentía culpable, necesitaba purgar mi crimen, no conseguía olvidar aquellos ojos atemorizados y salvajes que me observaban, ni dejaba de oír el chillido de terror que había lanzado como último comentario a su vida. Me senté en el estribo del coche a punto de llorar. Para que los otros chicos no se rieran de mí, les dije que había disparado dos veces a una codorniz sin acertar. Pero, me sentía tan mal conmigo mismo, que ni siquiera eso me importaba. Sólo deseaba que no hubiera ocurrido, que fuera una pesadilla. Regresamos a casa. No volví a cazar en muchos años, cuando por fin lo hice ya había pasado la guerra. Cacé patos con un tío de mi unidad…
—Es cierto, y ¿por qué fuiste entonces?
—Porque, con el tiempo, llegué a la conclusión de que cazar no era peor que comer la carne que compro en la carnicería; y también porque aprendí a disfrutar del placer de localizar a los patos en el aire y acertarles en pleno vuelo.
—Cierto, es toda una sensación.
—Sí, una especie de vicio, supongo. Pero no me interesa ahora. Lo importante es que desde que maté aquel primer pájaro nunca he vuelto a disparar contra nada que no sea comestible y siempre he puesto buen cuidado en cerciorarme.
—No me parece que sea eso lo importante. Creo que lo fundamental es que mataste tu inocencia con aquella primera golondrina o arrendajo, y tardaste un par de años en darte cuenta, nada más.
—Quizás. Pero sé que entonces yo era un chaval decente, hoy no estoy seguro de serlo como hombre.
—Eso es lo que quiero decir. Es la esencia de la historia, tu primer paso hacia la madurez. Te hiciste un hombre, aprendiste a hacer cosas peores y a admitir la culpa.
—No parece un desarrollo ideal.
—Un proceso inevitable.
—¿Tú crees?
—Naturalmente. Mira, si hubieras concluido la historia diciéndome que nunca volviste a cazar o a comer carne, yo sería el primero en decirte: «Pete, vete a Roma a visitar museos», pero no es eso lo que has dicho, ni lo que yo sé de ti, sino sólo que te niegas a cazar animales no comestibles, porque no te interesan los trofeos. Bien está, puedes hacer el viaje. Primero, porque, en el safari, puedes disparar sólo contra lo que se coma. Y, segundo, porque quizás cambies de opinión. A lo mejor cuando te enfrentes a un animal capaz de matarte si no disparas, se te olvida aquel primer pajarillo.
—Los animales sólo matan cuando se les amenaza.
—No estés tan seguro, Pete. Hay elefantes solitarios y peligrosos, leones viejos y hambrientos, demasiado lentos para cualquier enemigo que no sea el hombre, y abundan también los búfalos de una maldad insospechada.
—Quizás cambie. Puede que avance un paso más para convertirme en un auténtico monstruo, pero lo dudo.
Durante un momento, guardó silencio.
—No es exactamente así, chaval. Matar por matar o por ganar un trofeo no es necesariamente monstruoso, a veces te ayuda a conocerte mejor, más incluso de lo que te conociste en Oxnard cuando eras niño.
—¿Y eso es conveniente?
—Pues claro. Siempre conviene conocerse y conocer a los demás, en la medida de lo posible.
—No parece una perspectiva muy halagüeña.
—Eso no lo sé.
Creo que comenzaba a percibir la enorme diferencia que existía entre nuestros caracteres, y me pareció que disminuía su afecto por mí. Tomó un par de libros; al abrir uno de ellos, observé que versaba sobre la caza en África.
Durante un buen rato, no hice nada. «Siempre se aprende algo de él», me decía, «siempre está dispuesto a indagarlo todo, al contrario que tú. Y ese aspecto débil de tu personalidad es lo que te impide madurar. ¿Pero es realmente así?», me preguntaba, «puede que él acabe por no sentir nada en absoluto, mientras que tú recordarás toda la vida la mirada de aquel pájaro herido en el mezquite».
Las nubes habían desaparecido bajo el avión; ahora, volábamos sobre el mar azul. «Los aventureros empiezan por alejarse de su país», recordé.