Wilson llegó al mediodía siguiente. Desde que descendió del avión, noté que algo le había transformado. Estaba más delgado y traía aspecto de cansancio. Su sonrisa fue la de cualquiera que vuelve de un viaje, nada más. Observé que aún llevaba pantalones de montar y polainas. Las estupendas botas altas estaban llenas de restos de barro. La sucia camisa parecía la misma que llevaba el día que emprendió el viaje.
—Hola, John. Ha habido suerte, porque estaba a punto de reunirme contigo.
Asintió vagamente. El chófer tomó la maleta, que también se encontraba magullada y sucia de barro.
—El zoológico está al completo —comenté jovialmente—. Phil, su mujer y Kay.
—¡Ah!, sí —respondió. El interesante acontecimiento no parecía impresionarle. Entramos al coche.
—Y bien. ¿Qué tal África?
Sacudió la cabeza, diciendo en voz baja y misteriosa.
—Pete, no sabes lo mucho que tengo que contarte.
—¿Te ha gustado?
Volvió a mover la cabeza.
—Es un sitio increíble, increíble —repitió.
—¿Te apetece volver?
—Nunca me habría ido, de no ser por Paul.
—¿Qué quieres decir?
Se tomó tiempo para ordenar sus pensamientos.
—Por contestar a tu primera pregunta, no es que me guste África —recalcó con una exaltación creciente en la voz—. Es mucho más que eso. Es exactamente el sitio más impresionante que hayas visto en tu vida. Lo más fascinante de este mundo. Puedes pasar allí diez años sin conocer prácticamente nada. Es… bueno, ya lo comprobarás por ti mismo.
—¿Así que vamos a volver juntos?
—En cuanto podamos. ¿Sabes una cosa?, me gustaría pasar un par de años allí. Si pudiera, volvería unos cuantos meses todos los años. Nada de rodar películas; no, sólo para estar, para descubrirlo. A partir de ahora no puedo imaginar la vida sin esa parte del mundo. Es como si te dijeran a ti que nunca más vas a ponerte unos esquís o a subirte a un caballo. Sabes lo que quiero decir. África… es de esas cosas que te calan hasta los huesos.
—¿Y qué es lo que causa tanta impresión? ¿El país, la gente?
Intentaba vislumbrar mi futuro, porque cualquier cosa que le afectara tanto a él, nos afectaría muy pronto a los demás.
—La gente es interesante, sí, y el país, bonito. Muy parecido al norte de California, especialmente Kenia. Pero no es eso. Ni siquiera es la selva o la vida de los colonos blancos.
—¿Entonces? —pregunté, impaciente.
—Te parecerá una tontería, pero lo que me fascina de allí, lo verdaderamente grande, más que los caballos o que la caza del zorro… más que cualquier otra pasión o cualquier otro deporte, es cazar con armas.
—¿Cazar con armas?
Me sorprendí. Hacía algunos años, yo mismo había introducido a Wilson en la caza de patos salvajes. En aquella ocasión, se había entusiasmado, pero nunca le interesaron mucho otras formas de caza. Me constaba que antes de la guerra había matado algún ciervo, pero, en general, como a muchos de nosotros, le desagradaba tirar contra animales indefensos desde que dejó el ejército. En cierta ocasión me dijo que desde que había presenciado la travesía del Rápido, no había vuelto a sentir la necesidad de coger un rifle.
—Ya sabes que la guerra me quitó las ganas de matar nada, pero esto es distinto. Es caza mayor; no se puede explicar. Mira, salí en avión con un tío y sentí algo muy especial al sobrevolar una manada de búfalos. Cuando el aparato se acercaba a ellos, se volvían a mirarnos doloridos, como diciendo: «Bajad aquí, cabrones, y luchad como hombres». Luego vimos un elefante y un rinoceronte; era como contemplar un mundo de hace miles de años y preguntarte: «¿Qué coño haría yo entonces, con un taparrabos y una lanza, si me encontrara frente a un animal salvaje y tuviera que medir con él mi inteligencia y mis fuerzas?».
—¿Y los leones?
—No encontramos ninguno, pero en el parque nacional de Nairobi vi leopardos. Toda la familia se estaba pegando el atracón con una cebra que acababan de matar. Las hienas merodeaban a unos cuarenta metros, esperando los restos, pero los cachorros se levantaban continuamente para ahuyentarlas.
—Como en casa —dije, aunque él pasó por alto tan irreverente ligereza.
—Es lo más extraordinario que has visto en tu vida. Cuando sobrevolamos el Congo resultó aún más impresionante. Ocho mil kilómetros cuadrados de jungla, casi el tamaño de los Estados Unidos, en un inmenso cinturón impenetrable. Vista desde arriba, te causa la impresión de que esconde algo maligno: animales que se comen unos a otros o que se comen a los nativos; serpientes, ciénagas, plantas carnívoras; pigmeos con flechas envenenadas, leprosos… El abismo negro de la tierra, que te acecha desde abajo.
—Paul dice que quieres rodar allí la película —dije, distraído, como si se tratara de una idea absurda.
—Claro que lo vamos a hacer.
—Pero no es zona de libra esterlina, John. No podemos trabajar en el Congo porque no disponemos de dinero.
—Se resolverá, ya lo verás. He vuelto sobre todo por eso, para espabilar a Paul. Vamos a rodar una buena parte de la película allí.
—No sé si te saldrás con la tuya.
—Te lo demostraré. De aquí a un mes estaremos en el Congo.
—¿Has vuelto por alguna otra razón?
—Bueno, el dinero es una. He recibido más telegramas de casa mientras estaba en Uganda.
—«Situación desesperada».
—En efecto.
—Habrá que hacerse cargo, ¿no te parece?
—Ya lo sé, y me haré cargo aunque tenga que retorcerle el pescuezo a Paul… La otra razón es que necesitamos equiparnos de rifles y municiones.
—¿Para rodar la película? —pregunté con guasa.
Pero Wilson no perdió la seriedad, estaba incluso adusto.
—Naturalmente. Allí hay que tener siempre un rifle en la mano, para proteger a la compañía. Pero, antes de que lleguen ellos, tú y yo nos largaremos a cazar una o dos semanas.
—¿Y el guión?
—Lo acabaremos antes —dijo, como de pasada. Al parecer, el sol de África había fundido su tendencia a perder el tiempo. Estaba tenso y nervioso, con ganas de poner manos a la obra.
—Ya verás lo que tengo que contarte de algunos tíos de allí. Hay un inglés que ha dedicado su vida a la caza. Se ha construido él mismo una casa cerca de Ruwenzori, en las Montañas de la Luna, a cientos de kilómetros del poblado nativo más próximo; por las mañanas, desde el salón, contempla la planicie y los elefantes que pasan hacia sus zonas de pasto; un hombre mayor, que se sienta todas las mañanas, mientras se fuma una pipa, a observar la eternidad, a espiarla. Ya te lo he dicho… África es un asunto difícil de olvidar.
—Parece que ya ha dejado huellas en ti.
—Desde luego. Soy otro hombre.
Me daba cuenta y comprendía que nada ni nadie le haría cambiar de idea hasta que se hubiera salido con la suya.
—Quiero un búfalo —dijo apasionadamente—, quizás un león, y si nos topamos con un gran colmilludo, le perseguiré. Tú vendrás conmigo, Pete, me respaldarás, tirarás contra todo lo que te apetezca. Lo vamos a pasar muy bien, te lo aseguro.