Sin Wilson, Londres se convirtió en una ciudad solitaria. Aunque la gente que habíamos tratado juntos continuaba invitándome, ya no era lo mismo. Reissar y Anders se comportaban con amabilidad, pero sin el estímulo de Wilson para las confesiones, habían acabado por transformarse en dos extraños correctos y educados; en dos animales de otra raza. Su estilo de vida era regular: iban al despacho, se vestían formalmente para la cena y salían los fines de semana; aunque, a menudo me invitaban a acompañarlos, no saqué mucho de ello. Aparte del cine, sus intereses me resultaban completamente ajenos. Les gustaban los chismorreos teatrales, frecuentar unas fiestas bastante austeras y reunirse con sus banqueros. No compartían ninguna de las pasiones anormales que me habían vinculado a lo largo de los años a Wilson y al resto de mis conocidos. Los caballos, el esquí o la caza les dejaban indiferentes. En cuanto a la literatura, sólo la consideraban interesante cuando se aplicaba al cine.
La vida con Landau no resultaba menos insatisfactoria. Frecuentaba un numeroso grupo de conocidos de antes de la guerra, a cuya compañía poco mortificadora volvió encantado, como comprendí enseguida, tras la marcha de Wilson. No hacía una hora que su socio había emprendido el camino del sur, cuando arribaron a sus orillas auténticas oleadas de emigrantes húngaros. Me había acercado a su suite para comunicarle la mala noticia del olvido del guión, pero debo decir que lo tomó con bastante calma.
—Puede que Harrison, el director artístico, o Lockhart, el ayudante del jefe de unidad, lleven una copia.
Tumbado en su enorme cama, trataba de mantener los ojos abiertos; al parecer, estaba rendido porque había pasado la noche en el club celebrando la partida de Wilson.
—No lo creo, Paul. Se lo he preguntado a Jeanie y, según ella, no se han distribuido guiones.
Tomó el teléfono que había junto a la cama para llamar a la oficina. Una de sus características más irritantes consistía en comprobar siempre lo que le decían, en no fiarse nunca de los demás.
—No me sorprende —dijo, después de constatar la noticia—. Cuando vinimos de Nueva York me juró que no le quedaba sitio en la maleta, ni para el guión ni para un ejemplar del libro. ¿Sabes por qué? Llevaba su silla de montar, tres pares de botas y el levitín rojo. Naturalmente, una copia del guión habría sido la paja que quiebra la espalda del elefante.
—Del camello, Paul.
—Da igual.
No sabía entonces el precio que iba a pagar por enriquecer su cultura sobre los animales.
—¿Podemos enviar una copia por correo?
—Supongo que sí.
Llamaron a la puerta y entraron dos hombres con abrigos ceñidos, que se expresaban en el amable parloteo húngaro; tras un intercambio de besos, Landau se sumió de nuevo en aquel mundo suyo del que no había salido en toda una semana. A partir de ese momento, le vi siempre con ellos. Por lo general, jugaban un gin rummy a tres manos, mientras una hermosa muchacha, sentada en una esquina de la habitación, pasaba las páginas de una revista de cine o del Hollywood Reporter. A veces, había uno o dos húngaros de más, y él se dedicaba a conversar con la belleza de turno. Después de dos noches parecidas, los abandoné en mi calidad de extranjero irrecuperable.
Pasé las dos semanas siguientes trabajando en el guión. De vez en cuando, cenaba con Randsome en un pequeño pub de Belgrave Mews, pero como siempre me tocaba pagar, acabé por abandonar también ese contacto social. Landau y yo habíamos cerrado nuestro dudoso trato, pero no llegaba ningún dinero, de modo que me vi obligado a sobrevivir de las limosnas que conseguía arrancarle. Cuando los húngaros me obligaron a abandonar el Claridge y me encontré más escaso de fondos, Randsome se convirtió en un lujo que no me podía permitir. Siguió una temporada de cine en solitario, en la que vi todas las películas que proyectaban en el West End. No iba más allá porque me perdía invariablemente cada vez que, de vuelta a casa, el sentido de la aventura me impulsaba a adentrarme en la ciudad.
Después del periodo del cine, vino el del sueño. Trabajaba por las mañanas y visitaba las exposiciones de automóviles por las tardes. Luego, cenaba en casa y leía algo antes de acostarme. Dormía una media de diez horas por noche, hasta que me harté, porque comenzaba a sentarme mal tanto sueño. Estaba considerando la vuelta a las soleadas pistas de Suiza cuando recibí una llamada de Landau.
—¿Qué es de tu vida, Pete? —preguntó, solícito.
—Oh, he estado en Londres. Pero acabo de volver a Budapest esta noche. ¿Qué tal va todo?
—¿Por qué no llamas? —preguntó, pasando por alto mi humorada.
—No entiendo bien el húngaro por teléfono.
—Pete, ¿piensas comportarte como John, ahora que él no está?
—Por supuesto que no, Paul. ¿Qué hay de mi pasta?
—Ya te dije que la tendrías cuando firmemos el trato —dijo, elevando la voz.
—¿Cuándo será eso?
—Muy pronto. Mañana, probablemente. ¿Has acabado los cambios?
—Sí, Paul, he acabado.
—¿Por qué no me los has traído? Quiero leer lo que has hecho.
—El que algo quiere, algo le cuesta, como dice el refrán.
Se produjo un largo silencio, durante el cual creí percibir la pesada respiración de Landau al otro lado de la línea. Cuando volvió a hablar lo hizo en un tono contenido y correcto.
—Los protagonistas llegan hoy de Nueva York. Voy a darles una fiesta. ¿Te gustaría venir?
Conocía a las dos estrellas de Hollywood, y aunque apenas los veía allí, me apetecía mucho encontrarlos en Londres. Los compatriotas se aferran de una forma extraña cuando se encuentran en el extranjero.
—Iré encantado.
No me defraudó la reunión. Aunque sólo llevaban fuera de nuestro país unas horas, las estrellas agradecieron tanto como yo mismo ver una cara familiar. Phillip Duncan, nuestro protagonista, era un típico actor de Hollywood. Había pasado gran parte de su vida adulta en el sur de California. Gracias a un temprano éxito en Nueva York, a raíz de un melodrama policíaco, se trasladó a la costa Oeste cuando aún era muy joven, donde vivió, por una u otra razón, hasta un año antes de la guerra, cuando, en plena gloria, volvió a intentarlo de nuevo en la escena neoyorquina. Por desgracia, la obra elegida se convirtió en el blanco más fácil de la temporada para los críticos de la ciudad, y Duncan huyó de nuevo a casa, donde le esperaban su yate y su tercera esposa. Era un hombre agradable e inseguro, de tendencias agresivas cuando no estaba completamente sobrio, lo cual constituía un rasgo nada ajeno a Hollywood.
Kay Gibson, su coprotagonista, representaba una perspectiva muy distinta. Profesional refinada, de personalidad dominante, era una de las pocas actrices que aún me atontaban con su presencia. Su fama la rodeaba como la atmósfera rodea la tierra. Por lo general, me sorprendía a mí mismo mirándole el rostro, imaginándola en uno de sus inolvidables primeros planos, y aquellos rasgos perfectos e insólitos aparecían dos veces en mi campo visual, tal como eran en vivo y tal como yo los recordaba en la oscuridad de una sala.
Me había enamorado de ella a los catorce años, a los dieciocho y a los veintiuno. Cuando la conocí, a los veintiséis, me di cuenta de que aquel amor había dejado huella. Ahora, años después, mientras me saludaba con auténtico entusiasmo, me sentí tan torpe como siempre.
—¿Vienes a África con nosotros? —dijo, con su brillante sonrisa.
—Desde luego.
—Gracias a Dios —se volvió a Duncan, que estaba al otro lado de la habitación, para decirle en voz alta—: Pete viene con nosotros. Menos mal, contaremos con una persona cuerda y razonable.
—Él va antes —respondió Duncan, con la aspereza característica de su voz—. Eso dice Paul.
—Y nos va a encontrar un sitio cómodo para vivir —añadió la señora Duncan—. Nada de esos campamentos de mierda.
La señora Gibson se abarcó las rodillas con los largos brazos y me sonrió.
—Emocionante, ¿verdad? Nada me ha ilusionado tanto en mi vida.
Landau se acercó al grupo.
—Disponemos de un enorme barco de río para que viva la compañía. Acabo de recibir un telegrama de Entebbe. Está recién construido, tiene baños y salas de juego; todas las comodidades del Île de France.
—Ojalá no sea demasiado cómodo —dijo Kay Gibson—. Me gustaría probar una vida menos fácil.
—¿La estáis oyendo? —gritó la señora Duncan—. Kay… no lo digas ni en broma. El Île de France ya sería bastante horrible.
—Espero que la comida sea buena —dijo Duncan con su acento más amenazador—. Por experiencia sé que nada socava la moral de una compañía con tanta rapidez como comer bazofia.
—La próxima semana voy a París a contratar un cocinero —replicó Landau.
—¿De veras? —dijo la señora Duncan—. Te acompañaré para mayor seguridad.
—Tú tienes que quedarte aquí, querida, para los fotogramas publicitarios —dijo Landau—. Te esperan dos semanas muy activas.
—No exageremos —dijo la señorita Gibson—. Cumpliré con mi cometido, pero sin excesos.
—¡Vamos, Kay!, si te gusta —dijo Duncan—. ¿A qué viene este número?
—No juzgues a los demás por ti mismo. Ni me gusta, ni me ha gustado nunca.
—¿Dónde está el ogro? —preguntó Duncan, dirigiéndose a Landau—. ¿Por qué no ha venido a recibirnos?
—En África, localizando exteriores.
—Y tú deberías estar con él, Paul —dijo la señora Duncan—. Dios sabe a qué lugar siniestro nos llevará para que perezcamos. ¿Os acordáis de lo que hizo en Cuba?
Llegaron los productores ingleses. Parecían tan impresionados por las estrellas de Hollywood como el enjambre de cazadores de autógrafos que aguardaba fuera del hotel.
—¿Es suyo todo este equipaje, señorita Gibson? —preguntó Anders, ruborizado como un escolar.
—No, es de la señora Duncan —respondió ella dulcemente.
—Vengo preparada para París, no para Addis Abeba —añadió la señora Duncan. Era una mujer joven y hermosa, que, evidentemente, pretendía seguir pareciéndolo durante la excursión.
Fuimos a cenar y a un cabaret. Nubes de cazadores de autógrafos seguían nuestra caravana de Rolls-Royces en taxis y coches privados, pero fueron bastante amables y se comportaron bien incluso cuando nos rodearon en la calle.
—Bienvenida a Inglaterra, señorita Gibson —repetían continuamente.
—Hola, Phil —gritaron a Duncan cuando salió del coche. Él elevó las dos manos apretadas por encima de la cabeza, como un boxeador aclamado, en un gesto que les encantó.
El mismo maître que me había rechazado unas noches antes nos condujo ahora hasta una mesa de primera fila. La casa nos invitó a dos botellas de champán. Anders y Reissar estaban deslumbrados.
—Son increíblemente famosos, ¿verdad? —me cuchicheó Anders.
—Más vale —repliqué—. ¿Les iba a pagar esa cantidad de pasta si no?
La señora Duncan se sentó a mi lado.
—Estoy segura de que el cabrón de John nos prepara un número horrible. Estará buscando algún agujero espantoso para observar día tras día nuestro padecimiento.
—No lo creo. Allí tiene mucho que hacer.
—¿Cómo es el guión, Peter? —preguntó Kay Gibson, a través de la mesa.
—Creo que quedará bien —respondí. Landau me dio una patada por debajo de la mesa.
—Es maravilloso, Kay —terció él—. Pete dice eso porque es un perfeccionista.
—Yo también lo creo, Paul.
Se produjo un incómodo intervalo en la conversación.
—Con tal de que volvamos todos sanos y salvos —dijo Suzy Duncan—. No aspiro a más.
Sobre ese punto, mi preocupación había disminuido. La familiaridad de las caras y la algarabía me producían una sensación de seguridad. Aquella gente, pensaba, sabía cuidar de sí misma, se asegurarían de que la incomodidad no resultara insoportable.
Anders se puso en pie. Se estaba convirtiendo en el caballo blanco inglés a marchas forzadas.
—Quiero dar la bienvenida a nuestras estrellas americanas —dijo, levantando la copa. No la habíamos bajado aún, cuando apareció la señorita Wilding. De un vistazo, comprobé que venía seria y preocupada.
—Hola, Jeanie —la saludó Reissar—. ¿Me buscaba?
—Quiero ver un momento al señor Landau —dijo ella, indecisa.
—¿No puede esperar? —preguntó Landau, irritado.
—Es evidente que no, Paul —dijo Anders—. ¿Pasa algo malo?
—Quizás debería esperar a que acaben —murmuró la desdichada Jeanie.
—Ya está aquí —dijo Reissar. Ninguno de los productores británicos parecía dispuesto a dejarlo correr; preferían oír las malas noticias cuanto antes. Acercaron una silla y presentaron a la muchacha.
—¿Quieres una copa de champán, Jeanie? —preguntó Landau amablemente. Me admiraba su contención, porque sabía que le estaba apeteciendo estrangularla.
—Muchas gracias —Jeanie, observé, nunca rechazaba una copa, fuera de lo que fuese.
—Bien, ¿qué pasa? —preguntó, impaciente, Reissar cuando sirvieron a la chica. Ella dudó, sacando el mayor partido a su momento.
—Acabo de recibir un telegrama de Harrison, el director artístico.
—¿Desde dónde? —preguntó Landau, sorprendido.
—Desde Nairobi. Al parecer, el señor Wilson está de vuelta.
Se produjo un silencio de incredulidad.
—¡Ay!, ¡ay!, a John no le gusta África —me comentó aparte la señora Duncan.
—¿De vuelta? —repitió Landau, conmocionado—, ¿ya han encontrado todos los escenarios?
—No creo. Parece ser que quiere rodar la película en el Congo belga y ha creído que debe hablar con ustedes para los trámites financieros.
—Pero no es zona de libra esterlina —dijo Reissar enseguida—. No podemos hacerlo, Paul.
—¿Y va a hacer ese viaje de vuelta sólo para hablar con nosotros? —preguntó Anders, horrorizado.
—Me temo que sí.
—¿Podemos detenerle? —preguntó Reissar.
—Salió esta mañana —dijo la señorita Wilding—. Llegará mañana, no se sabe a qué hora.
—¡Dios mío! —gimió Landau.
—No me parece tan terrible —dijo Kay Gibson, con su acento sereno—. Yo creo que todo esto es para bien; podré hablar con él del vestuario y tendrá oportunidad de contarnos lo que nos espera.
Nadie respondió.
—Creo que tenía una prueba en el sastre pasado mañana —dije para aliviar la tensión, pero Landau me miró con enfado.
—¿Cómo puedes decir una cosa semejante? —explotó—. Pete, a veces me sorprendes. No es momento de chistes, se trata de algo muy grave.
Kay Gibson salió en mi defensa.
—No hay que perder el sentido del humor, Paul —le recriminó—. Si empezamos así, nos estaremos tirando de los pelos antes de que acabe la película.
Era una sensación que, en adelante, tendríamos con frecuencia.
La fiesta continuó sin mucho entusiasmo. Landau y los dos ingleses, reunidos al final de la mesa, hablaban entre sí con gran agitación. De vez en cuando, se oían las expresiones «Congo belga» y «zona de libra esterlina» en los distintos acentos de aquellas voces angustiadas.
—Bueno —dije, dirigiéndome a los otros—, contadme los chismes de casa, llevo siglos fuera.