Mis sospechas no carecían de fundamento. La inesperada fiesta se prolongó hasta las diez de la noche, debido principalmente a la índole parlanchina de la actriz. Aunque había declarado su interés por conocer nuestra aventura, no esperó la respuesta de Wilson. Estaba resuelta a contarnos su vida, las fiestas a las que había asistido, las películas que había visto y la gente que conocía. No paraba de beber naranja con ginebra, lo que naturalmente corrió a cargo de la señorita Wilding. La pobre chica desapareció en la cocina para exprimir naranjas y nunca regresó.
Randsome salió para ayudarla, pero pronto le vi desaparecer escaleras arriba, en dirección a sus misteriosos dominios. Sintiendo que la audiencia comenzaba a abandonarla, la actriz se vio obligada a imprimir mayor ritmo a la narración. Después de desviarla hábilmente hacia su actividad profesional, reconoció con toda franqueza que pensaba hacer una película. Se disculpó ante Reissar y Anders por su intromisión diletante en el métier, pero la historia que había encontrado le atraía tanto que, según ella, necesitaba verla realizada. Reissar y Anders respondieron con cortesía, y lo mismo hicieron, por desgracia, los otros invitados. Así pues, estimulada por la amabilidad de la compañía, la dama confesó que su idea era que John dirigiera la película.
—Sería estupendo, ¿verdad?… después de tanto años… tú y yo juntos, John.
—Maravilloso, querida.
Aquello me irritaba. No me importaba que perdiera tiempo si lo hacía en algo interesante, pero ahora estaba animando a la horrible pelmaza, con la intención de perder la noche entera, y todo porque ella había tenido la astucia de traerse su propio aristócrata y su agente más mundano. Atrapado en su propio esnobismo, John se dejaba atar de pies y manos.
Libre ya de inhibiciones, la dama comenzó a narrar el argumento de su película. El héroe, la estrella de aquella historia interminable era un perro, un cachorrito. Desgranó un rollo tras otro, sin olvidar el equipo, los fundidos y el diálogo. Como nadie se atrevía a interrumpir por temor a prolongar la extensión del filme, ella continuó sin parar, escena tras escena, secuencia tras secuencia, con todos los detalles.
Una hora después, Anders y Reissar se escabulleron. Antes de desaparecer en el vestíbulo, Reissar murmuró algo así como que verían la última parte en su sala de proyección del estudio. Salí tras los ingleses, que iban pálidos de ira.
—Tiene razón Wilson —dijo Anders, lleno de furia—. Esta misma noche he podido convertirme en un asesino. No sé ese puñetero agente, pero los demás se habrían puesto de mi parte si llego a matarla.
—Yo me habría ofrecido para conducir el coche en la huida —dije.
Sin molestarse en desear las buenas noches, se precipitaron hacia la salida, al aire húmedo y refrescante de la noche londinense.
Al cerrar la puerta, me encontré de frente a un Landau que, pálido y agotado, avanzaba hacia mí dando algún que otro traspiés.
—¿Vas a comprarle la historia a la dama? —le pregunté, apuntando en dirección a la estancia, donde, a juzgar por lo que se oía desde la calle, continuaba la tortura.
—Por favor, no es noche de bromas. Hoy ya he tenido bastante.
—Quizás sería la única forma de detenerla —dije.
—Pete, Pete —me imploró—, te lo ruego, he pasado seis horas con los abogados luchando por nuestra vida, por nuestro futuro, y he perdido. He asumido un riesgo financiero que no había imaginado ni en sueños. Luego, vengo aquí, me encuentro con esa espantosa conversación de los asesinatos, y, ahora, ¡esto!
Se sentó en una silla vieja, que chirrió bajo su peso, a punto de desplomarse, aunque, en un puro esfuerzo de voluntad, Landau logró enderezarla y permanecer sentado.
—¿Qué cabe hacer? —se lamentó—. Hemos perdido. No hay remedio.
—Claro que sí. Lo que pasa es que estás cansado.
—No estoy cansado, sino muerto. No me queda vida. Sé que todo va a ser así en esta casa de los horrores, de día y de noche. Me consta que no trabajáis. Vosotros habláis. La gente viene, bebe y habla. Mientras tanto, se acerca la fecha del rodaje con un guión que no está bien. ¿Te das cuenta de que los protagonistas llegarán de los Estados Unidos dentro de dos semanas? No tendremos nada que enseñarles. No es profesional.
—Mañana mismo comenzaremos a trabajar —mentí.
—No, no empezaréis. Mañana ocurrirá otro tanto. El sábado tiene que salir para localizar los exteriores en África y ni siquiera se ha reunido con el jefe de unidad que le acompaña.
—Envíale unos días más tarde. Discutiremos los cambios y yo redactaré un borrador mientras él está fuera.
—No sirve enviarle más tarde. Si se queda en Inglaterra este fin de semana, se irá a cazar. Ya le conoces. Cuando hay por medio caballos o mujeres no puede contenerse.
—No querrás decir que eso de ahí arriba es una mujer.
—No, eso es un caballo —dijo, con una sonrisa triste. Suspiró profundamente—. Oh, Dios mío, Dios mío —se lamentó.
Entonces apareció Wilson, con aspecto inquieto. La voz de arriba continuaba zumbando.
—¿El descanso, Johnny? —pregunté.
Negó con la cabeza, algo aturdido.
—No, pero da igual, porque es la parte que van a cortar los censores. El perro está en celo.
—No es posible. Se llama Horacio.
—Bueno, a medida que avanza la historia —dijo, fingiendo seriedad—, aparenta ser un problema de identidad. Horacio tiene un gemelo. Una hembra que se llama Geraldine y que también está en celo —reparó en Landau—. ¿Qué tal, Paul? —preguntó de repente.
—No muy bien —dijo Landau.
—Anímate, hombre. Será nuestra próxima película; deberías oírlo.
—No pienso hacer más películas. Abandono el negocio.
—Vaya, es una pena —dijo Wilson. Me lanzó un guiño mientras comenzaba a subir las escaleras—. Si esa zorra tiene tanta potencia para hacer el amor como para hablar, mañana estaré muerto.
—Espero que lo estéis los dos —añadió Landau, pero Wilson ya no le oía. Me quedé junto a Paul, que se enjugaba la frente y movía la cabeza en silencio.
—¿Qué vamos a hacer, Pete? —preguntó lastimeramente, al cabo de un rato.
—No sé, Paul.
—¿Lo dejamos?
—Parece una lástima, porque la película puede ser buena.
—Pero ¿merece la pena?
—No lo sé.
El baronet bajó corriendo las escaleras y pasó como una exhalación, sin reparar en nosotros.
—El problema del tercer acto —dije—. No logra mantener el hechizo.
—No bromees, Pete, por favor —dijo Landau, al tiempo que se cerraba de golpe la puerta principal.
—¡Cabrón maleducado! —exclamé—. Estabas hablando de lo que íbamos a hacer.
—¿Qué opinas?
—Sé lo que haría yo. Le enviaría a África; porque, de todas formas, quiere ir, porque allí no tiene pasado y porque no hay caza de zorro ni mujeres.
—¿Y el guión?
—Te propongo redactar aquí un primer borrador de los cambios, y unirme a John en la jungla para la redacción final.
Guardó silencio durante unos instantes.
—¿Qué haces si tampoco logras que trabaje allí?
—Trabajará, no te preocupes. Tampoco él desea hacer una porquería.
—¿Y el final?
—¡Dios mío, Paul!, no me vuelvas loco. Lo quieres todo.
El agente bajó corriendo las escaleras.
—¿No se irá usted? —pregunté con ironía.
—Oh, es la segunda vez que lo oigo —dijo, sonriendo con su elegante sonrisa.
—¿Qué? —exclamó Landau, levantándose despacio de la silla.
—Ya lo he oído dos veces, Paul —añadió en tono flemático—. Y me parece que tiene cosas muy buenas. También a John le gusta.
—Si cree en el argumento, le presto a John y lo hacen ustedes por su cuenta —propuso Landau de muy mal humor.
—No sé, amigo —replicó el agente, a la ligera—. Podríamos comer juntos mañana para discutirlo.
—Mañana estaré en el manicomio —soltó Landau—. Comeremos allí.
—¡Vamos, Paul! No lo tome por la tremenda —el agente me sonrió y salió, raudo, por la puerta principal. Nos quedamos observando cómo se subía a su Bentley de diseño especial.
—Valiente hijo de puta —dijo Landau—. La ha traído él.
—Déjalo. Volvamos a nuestro asunto.
—Sí, nuestro asunto —dijo, algo aturdido—. Tienes razón. Le mandaré de viaje el sábado.
—No creo que te arrepientas.
—No me arrepentiré de nada que le aleje de mí. Buenas noches.
Vaciló al descender los escalones principales y se alejó despacio por la acera. Era un hombre abatido, un extraño en aquella ciudad fría y neblinosa. Caminaba con lentitud; la chaqueta sobre los hombros, al estilo de la Europa central, con los pliegues de tweed flotando al viento, como un Moisés desesperanzado y elegante, pensé, que se encaminara hacia el mar sin su pueblo. Pobre Paul. Tenía razón Wilson, era un hombre desesperado. Le vi pasar al lado de una prostituta unos metros más adelante. La mujer se dirigió a él, pero no pareció oírla. Siguió adentrándose en la noche, con lentitud y elegancia.
Cerré la puerta y subí la escalera. Me paré un instante a la puerta del salón. La voz ronca continuaba incansable.
—Ahora el pobre Horacio está solo —se oía decir—. Seguimos con la dolly su trotecito lento por la calle desierta. Dobla en Grosvenor Square. Cambiamos a un plano largo según la cruza. Luego, a otro ángulo, una toma corta. Se ve a Geraldine, que desciende por Brook Street. Pasa el Claridge y entra en la plaza. De pronto, se ven. Horacio y Geraldine. No hay rastro de seres humanos. Corren a encontrarse. Sube la música. La toma final es un plano muy largo; los vemos unirse y seguir juntos. Y se acaba. Se han encontrado… —acabó también ella, con un ligero gangueo.
—Bueno, cariño —se oyó decir a John—, está muy bien, ¿verdad que sí?
—¿Te gusta? —preguntó ella débilmente.
—Me parece estupendo.
Yo subí de prisa a la cama vacía de mi habitación, donde el silencio era reconfortante.