La cena que ofrecieron los productores ingleses no constituyó un éxito sin paliativos. La comida fue excelente y la chica que habían invitado para Wilson resultó una actriz joven y encantadora. Incluso el club que visitamos después era bastante entretenido. Pero, desgraciadamente, Wilson no supo desempeñar el cometido que se le había asignado. En vez de concentrarse en la joven actriz, volcó toda su atención en la chica que acompañaba a Reissar y, dando la espalda al resto de los comensales, se dedicó a charlar sólo con ella. Landau se mostraba cada vez más nervioso. El hecho de que no sacara a bailar a la corista que había traído demostraba a las claras que intuía por dónde iban los tiros. Por fin, me hizo una seña para que nos dirigiéramos al aseo de hombres.
—Tienes que hacer algo con John —dijo, en cuanto estuvimos a solas.
—¿Por qué?, ¿qué pasa?
—¿Qué pasa? —resopló—. Está coqueteando con la chica de Reissar.
—No, no lo creo —mentí—. Charla con ella, nada más.
—¡Vamos, Pete! No quieras convencerme de que no conoces a nuestro amigo. La está bombardeando con sus encantos.
—Bien, ¿y qué quieres que haga? ¿Me lo llevo a rastras?
—Si es necesario, sí.
—Todavía no ha bebido lo suficiente.
—Entonces, emborráchalo.
—Aclárate, Paul. Me dijiste al comienzo de la noche que lo mantuviera sobrio para que mañana estuviera en condiciones de trabajar —me lamenté.
—Emborráchalo.
—¿A costa del guión?
—¿De qué sirve un guión sin productor?
Me eché a reír. Él sacudió la cabeza.
—No estás mejor que él.
—¿Por qué no pides a tu chica que le seduzca? Siempre está dispuesto a cambiar un sí por un quizás.
—No es de ésas —dijo Landau, negando con la cabeza—. Dios mío, ¿qué habré hecho yo para merecer un socio como éste? —preguntó al reluciente muro de los mingitorios.
—Todos tenemos en esta vida lo que merecemos —dije—. Está bien, haré lo que pueda.
Volvimos a la sala. Pero mucho antes de alcanzar la mesa, comprendí que todo estaba perdido. Wilson había desaparecido con la chica de Reissar. Los demás permanecían sentados en un ambiente de muda discordia.
—¿Dónde está John? —pregunté.
—¿Dónde está Adelaida?, es lo que habría que preguntarse —contestó Reissar en tono amable.
—Con John, supongo —añadió Anders, mientras apretaba la mano de su chica, en un indudable gesto defensivo.
—Lo dudo —dije.
—En realidad, carece de importancia —añadió Reissar, demostrando una tremenda amabilidad. No quería estropearnos la noche porque le acabaran de partir el corazón.
—¿Quieren un poco más de champán? —preguntó Anders, sin perder aquella sonrisa débil y amable que le caracterizaba.
—Gracias. Creo que no.
—Sí, tomemos más champán —dijo Reissar, y llamó al camarero—. Vamos, Paul, ¿qué pasa?, ¿están tocando una rumba y no baila?
De modo que nos quedamos, bebimos más champán y esperamos a que volviera Wilson. Naturalmente, no regresó, ni él ni la chica de Reissar. A las dos y media salimos del club, camino de casa. Al día siguiente, cuando me desperté a las diez, aún no había regresado. Pasé la mañana con Randsome analizando por qué los escritores irlandeses demuestran tantas dotes para la lengua inglesa. La señorita Wilding se nos había unido a las once; telefoneaba a todos los conocidos con objeto de localizar a Wilson. Yo no dije una palabra sobre su posible paradero. A las doce y media tomamos una copa en el pub vecino, antes de volver a casa para comer. A las tres menos cuarto llegó Wilson. Aún llevaba la ropa de la noche.
—Hola, chicos —sonreía, contento, mientras se quitaba la bufanda de seda blanca.
—Hola John. No cabe duda de que hemos aprovechado la mañana.
—Desde luego —sonrió.
—¿Qué le pasó? —preguntó la señorita Wilding.
—No sé. Tuve que llevar a casa a la chica de Reissar porque se sintió mal de repente. Luego, me detuve en otro bar a tomar una copa. Cuando volví a buscaros, ya no estabais… Me uní a unos oficiales de la armada que había allí y cogí una buena cogorza. Esta mañana me he despertado en el bote salvavidas de un submarino.
Como trataba de ser cortés, no quise interferir en esa rara manifestación de su carácter.
—¿Quieres comer algo? —le pregunté.
—Pues, sí —se sentó y comenzó a comer con apetito.
—Debería haber telefoneado —dijo, resentida, la señorita Wilding—. Nos moríamos de preocupación.
—Jeanie estaba preocupada —aclaró Randsome—. Pete y yo hemos pasado una mañana bastante agradable.
—Pobre Jeanie —dijo Wilson, dándole una palmadita en la mejilla, que la muchacha rechazó.
—¿Estás dolida conmigo, cariño? Vamos, eso no está bien.
—Para trabajar con John, hay un truco —expliqué—. Nunca se debe esperar que aparezca; así, cuando lo hace, uno se sorprende gratamente. Vale también para sus anfitriones y para las chicas que salen con él.
—Gracias, Pete —dijo, con una falsa sonrisa—. ¿Te sientes mejor con las palabras de Pete, cariño? —preguntó a Jeanie.
—Me da igual lo que haga con su vida, siempre que acabe el guión —dijo la chica, furiosa—. Es lo único que importa. Si cree usted que después de un par de fracasos le va a quedar alguno de sus amigos elegantes, está en un terrible error.
—Hum, hum —John tragó saliva—. ¿Y tú, Jeanie? ¿Seguirás conmigo?
Hizo ademán de contestar, pero se lo pensó mejor.
—Me pone usted de mal humor —añadió débilmente.
John soltó una risita.
—Lo siento, querida. Quiero preguntarte una cosa, ¿me contestarás?
—Es una pregunta absurda.
—No, no lo es. Tiene mucha importancia saber quiénes son tus verdaderos amigos.
—¿Qué te propones con todo esto, John? —preguntó Randsome.
—No lo sé. Es difícil. Me parece que la prueba perfecta sería ir en busca de tus amigos, decirles que acabas de cometer un asesinato premeditado, a sangre fría, y que tienes que huir. No hay circunstancias atenuantes. Buscas ayuda, nada más. Para mí, un auténtico amigo sería el que te ayudara a escapar.
—Es una prueba peliaguda —dije yo.
John se había puesto serio.
—Lo sé. Es peliaguda, pero también real.
—Yo le ayudaría —dijo Jeanie, resuelta.
—Querida, ¿sabes que amparar a un criminal te convierte en cómplice y es un delito?
—Lo sé, pero me convertiría en su cómplice si fuera necesario para ayudarle a huir.
—Estoy seguro —dijo, dándole una palmadita afectuosa en la espalda—. ¡Pobre Jeanie!, sólo que tú te armarías un lío con los detalles y me detendrían… por eso nunca recurriría a ti.
La señorita Wilding se levantó de la mesa.
—Es usted un cabrón, un auténtico cabrón —dijo, y abandonó el cuarto como una exhalación.
Wilson estalló en carcajadas. Se levantó de la mesa para ir tras ella. La señorita Wilding lloraba. Randsome le sirvió una copa fuerte de ginebra, pero no dejó de gimotear.
—¡Por Dios! Estaba de broma. Claro que iría a pedirte ayuda…
—¿Y a quién más? —preguntó Randsome.
—Bueno, a Pete quizás… siempre que no estuviera esquiando…
Me sentí adulado y dichoso.
—Yo también buscaría tu ayuda en una circunstancia semejante —dije.
—Creo que no te arrepentirías; si yo mismo no hubiera cometido otro asesinato, te echaría una mano para escapar del país.
—¿Y Paul? —preguntó, de nuevo, Randsome.
—Siempre —declaró Wilson—. Paul es un gran tipo en caso de apuro. No tendrías que preocuparte de nada. Sabes… muchos han recurrido a él en busca de ayuda.
—¿Asesinos?
—Asesinos quizás no, pero sí mucha gente. Paul es una gran persona que conserva una enorme lealtad al desamparo de su juventud. Se le ha marginado en tantas ocasiones que lo recuerda fielmente; siempre abriga la sospecha de que puede volver a ocurrir. Todo el que ha dormido en el arroyo conserva esa sensación. Los que han sufrido una persecución temen siempre que se repita.
Pasó lista a todos nuestros amigos, pero descubrió que pocos de ellos cumplían las condiciones establecidas. Los «verdaderos amigos» de John eran cierta dama de Sunset Boulevard, un jockey, un donjuán muy rico, tres señoras con título, Landau, yo mismo, dos actores secundarios y su mujer. Mi lista era menos variopinta. Incluía a Landau, John, mi mujer, mi madre, mi padre y un compañero muy simpático de la Oficina de Servicios Estratégicos. Excluía a bastantes de mis amigos íntimos.
A las cinco y media Randsome continuaba con su recuento, lo que constituía un proceso laborioso porque no conocíamos a sus amigos. Wilson, aburrido ya del juego, se dedicaba a dibujar una caricatura de Jeanie Wilding. Sonó el timbre de la puerta y el mayordomo dio paso a Reissar, Anders y Landau. Venían sin chicas. Dudaron en la puerta del salón, contemplando sorprendidos la escena. La habitación, llena de humo; nosotros, en mangas de camisa; la señorita Wilding, con su tercera ginebra a secas y los pies sobre la mesa en la que John dibujaba; los ceniceros, a rebosar.
—¿Qué tal, chicos? —saludó Wilson, levantándose—. Adelante.
—¿Todavía trabajando? —preguntó Landau—. ¿Nos hemos adelantado?
—Nos invitó a la copa de las cinco y media, ¿verdad, John? —preguntó Reissar.
—Desde luego, no llegan pronto. Además, dejamos de trabajar hace casi media hora —hizo una seña al mayordomo para que limpiara la mesa. La señorita Wilding se había puesto en pie, dispuesta a preparar un cóctel para los recién llegados.
—¿Qué toma, Sidney? —preguntó Wilson a Reissar.
—Cualquier cosa que me prepare —se sentaron.
—Todos hemos tenido un día duro —dijo Landau—. Te llamé esta mañana, John. ¿Dónde estabas?
—Pete y yo hemos dado un paseo por Londres.
—Fuimos al Museo Británico a estudiar los trajes de la época —tercié.
—Muy inteligente por su parte —dijo Anders—. No se me habría ocurrido en cien años. De verdad.
—Claro que se le habría ocurrido.
—No, sinceramente.
—Bueno, a decir verdad —añadió Wilson—, fue idea de Pete. Como nos habíamos estancado en el guión, pensó que el museo sería de gran ayuda.
—Te estás ganando el sueldo, Pete —dijo Landau magnánimamente.
—¿Qué sueldo?
Me lanzó una turbia mirada. Luego, puso como un trapo a la señorita Wilding porque, al distribuir las bebidas, derramó parte del líquido sobre Reissar. Wilson aparentó no darse cuenta del desastre.
—¿Sabéis de qué hablábamos Jules, Jeanie, Pete y yo? —preguntó Wilson.
—No tengo ni idea. Dínoslo —replicó Landau. Había notado que estaba en uno de sus momentos «encantadores» y quería proporcionarle la oportunidad de lucirse.
—Pues comentábamos que una forma de probar la auténtica amistad sería pedir a varios amigos que te ayudaran a burlar la ley después de cometer un asesinato premeditado, sin circunstancias atenuantes. Es curioso comprobar que en tal caso tendrías muy poca gente a la que acudir; es decir, si se considera el problema seriamente.
—Yo no conozco a nadie —afirmó Reissar enseguida.
—¡Vamos, Sidney! —dijo Wilson—. No puede ser.
—Bueno, supongo que podría recurrir a Roger —dijo Reissar, señalando a Anders.
—Me sentiría muy honrado, gracias —replicó Anders con aspereza.
Landau hacia señas a Wilson. Era evidente que no le agradaban los derroteros de la conversación.
—¿Tendría mucha gente a la que recurrir? —preguntó Reissar a Wilson.
—Algunos, algunos —y comenzó a repasar su lista.
—Ah, bueno, si incluimos a la familia —le interrumpió Reissar, al oír que Wilson nombraba a su mujer—, es muy distinto.
—Esta discusión es absurda —terció Landau—. Ninguno de nosotros se encontraría en una situación semejante. Como siempre, John ha ido demasiado lejos.
—En absoluto, Paul —dijo Wilson—. Yo creo que todos nos movemos en este momento por una estrecha franja de falsa respetabilidad. De grado o por fuerza, somos buenos ciudadanos accidentalmente.
—¡Vamos, John!, no puedes decirlo en serio.
—Yo creo que lo dice en serio y que tiene razón —intervino de pronto Randsome. Era la primera vez que hablaba desde la llegada de Landau y los dos ingleses. Todos nos volvimos hacia él. «¿Quién es éste?», estaba seguro de que se preguntaban los presentes. «¿Un asesino? ¿Un revolucionario? ¿Un drogadicto?».
—¿Le importaría explicarse? —preguntó Landau, irritado. Cuando su instinto natural le avisaba de que tenía delante una persona incapaz de herirle, adoptaba una actitud más dura.
—Yo te explicaré lo que ha dicho Jules —interrumpió Wilson. Noté que se aproximaba a una curva peligrosa del camino, pero ya era tarde para frenar—. Todos somos marginados sociales en potencia —prosiguió, exaltado—. Los que estamos aquí, las personas que conocemos, todos respondemos a una sola lealtad fundamental, la lealtad a nosotros mismos, a nuestra supervivencia. Por eso son tan absurdas las declaraciones de fidelidad. La vida en esta sociedad es tan peligrosa como en la Edad Media. Somos peces chicos que luchan para que no se los coman los grandes. Nos comportamos con lealtad cuando nos va bien, pero somos criminales en potencia cuando nuestra seguridad se ve amenazada. Seré más concreto. Tú mismo, Paul, has tenido ya ocasión de oponerte, incluso violentamente, a un gobierno, al Tercer Reich de Hitler. Allí eras un marginado, y si América se volviera de pronto antisemita, volverías a serlo. Es más, podrías incluso oponerte al gobierno sin necesidad de llegar a tanto. Supongamos que ganas una fortuna en las carreras y que todos los problemas de tu vida encontrarían solución con tan sólo ocultar el dinero a la hacienda pública… No, no me interrumpas… supongamos que es así, que te asalta la tentación y que decides cometer un fraude; pero imaginemos que te descubren y que la alternativa a tres años de cárcel es la huida. Entonces, deberías huir. Si tienes el dinero fuera de los Estados Unidos, preferirías el extranjero a la cárcel, y los demás te comprenderíamos. Ya, ya sé que se te ocurren miles de reparos —añadió al comprobar que Landau intentaba hablar—, pero no valen nada. Hemos conocido varias personas en ese aprieto, una de ellas vive en este momento fuera de los Estados Unidos.
—No juego a las carreras —logró explicar finalmente Landau.
—Está bien, en la Bolsa. Cualquier medio por el que puedas amasar una fortuna difícil de rastrear. Lo que quiero decir es que cuando hay mucho dinero en juego, tu moral puede entrar en contradicción con la moral de la ley. Estoy convencido, Paul.
—No es así, sencillamente —dijo Landau, pero Wilson ya no le prestaba atención.
—Tomemos ahora a Pete —continuó Wilson—. Escribe una gran obra, pero como habla demasiado antes de publicarla, uno de sus amigos le roba la idea y escribe otra versión. Podría sentir la tentación de transgredir la ley; supongamos que sólo quiere sustraer el manuscrito, pero entonces el otro escritor se resiste y Pete debe emplear la violencia. Podría matar en la pelea por el manuscrito… y luego huir. O Jules. Imaginemos que por fin se le presenta la oportunidad de ganar pasta en Hollywood, pero que algún cabrón malicioso pretende estropeárselo amenazándole con airear su pasado. ¿Qué haría?, sigo creyendo que también Jules podría tomarse la justicia por su mano. O Sidney y Roger… supongamos que sus fortunas personales se ven amenazadas por un nuevo gobierno laborista que pretende socializar la industria del cine y confiscar el estudio que tanto les ha costado levantar. ¿Se verían tentados a emplear métodos al margen de la ley?
—¿Y tú, John? ¿Qué harías tú?
—Lo mismo vale para mí, pero es mucho más complicado. No tengo fortuna, no escribo libros, para verme obligado a actuar al margen de la ley tendría que ocurrir algo extraordinario.
—Ahora va a resultar el más digno de todos —dijo Landau, con sorpresa.
—En efecto. La mayoría de las cosas me importan poco: dinero, arte, reputación… por eso estoy a salvo.
—Parece que nos hemos metido en negocios con un personaje peligroso —dijo Reissar, con una risa forzada.
—Está de broma —puntualizó Landau, nervioso—. Intenta hacerse el intelectual interesante.
—Bueno, si quieres tomarlo así —dijo Wilson—, a mí me da igual, Paul. En realidad, hacía muchos días que no era tan sincero.
—En cualquier caso, estamos avisados —rio Anders.
—Muy cierto —añadió Reissar—. Gracias por la advertencia, John.
Wilson rio. Acababa de provocar una de las situaciones que más le divertían. A Landau le habían dolido las confidencias sobre su vida. Anders y Reissar se sentían amenazados, aunque no hasta el punto de tomar alguna medida. Se produjo un silencio breve.
—¿Podríamos hablar de la película, para variar? —preguntó Landau—. Esta charla no me ha parecido muy provechosa.
—A mí sí —dijo Wilson—. Siempre es provechoso aclarar quiénes somos. Es bueno que los aventureros se conozcan antes de emprender la aventura.
—Pero, no es en realidad una aventura, ¿verdad, John? —preguntó Anders.
—Es la mayor y la más terrible que hemos emprendido —dijo Wilson—. Una película independiente siempre lo es. Se trata de una cuestión de vida o muerte. Más aún si se rueda en África.
Por fortuna, sonó el timbre de la puerta. El mayordomo introdujo a tres nuevos invitados. Mientras Wilson los saludaba, Landau y los ingleses deambulaban pensativos por los oscuros rincones de la habitación. Me acerqué a ellos pretendiendo averiguar si la última tortura de Wilson había producido algún efecto.
—Quizás deberíamos rodar la película en Inglaterra —oí que Reissar comentaba a su socio.
—En ese caso, se negará a realizarla —contestó Anders.
La mano fuerte y cálida de Landau me agarró del brazo, para alejarme de ellos.
—¿Lo estás viendo? No bromeaba. Es un maníaco. Acabará en una celda acolchada.
—¡Vamos, Paul! Se divierte… tranquilízate un poco.
—¡Menuda tranquilidad! —protestó—. Acabo de preparar las cláusulas finales del contrato con esos tíos. Les preocupa el exceso de presupuesto. ¿Te das cuenta de que quieren que John y yo nos responsabilicemos de cada céntimo que supere las doscientas treinta mil libras? ¿Te parece que puedo quitarles la idea de la cabeza ahora?
—¿Qué vas a hacer?
—Ceder, naturalmente.
—¿Y responder de doscientas mil libras si salen mal las cosas?
—¿Qué puedo hacer? —dijo, encogiendo los hombros en gesto de desamparo.
—¿Y si tenemos mala suerte con el clima? ¿Qué pasa si los elefantes aplastan al cámara o el protagonista se pasa en una borrachera?
Landau se acercó al brazo de un sillón, en busca de apoyo.
—No digas eso ni en broma —añadió entre dientes—. ¿Por qué me metería en esto con él?
Ahora nos tocaba el turno de las presentaciones. Los recién llegados formaban un extraño grupo. Había entre ellos un joven baronet, que sin duda pertenecía al círculo de los cazadores de la alta sociedad, amigos de John. Le acompañaba una marchita actriz de Broadway, de brillante pelo rojo; otro probable retazo del pasado de Wilson. El tercer caballero era agente teatral, aunque parecía más baronet que el auténtico.
—Bueno —dijo John, cuando todos se sentaron—, lo estábamos pasando muy bien. Resulta que somos un grupo de asesinos y ladrones en potencia que van a emprender juntos una gran aventura. ¿Qué queréis beber?
—Nada en absoluto —gorjeó la belleza marchita—. Pero, por favor continúa con tu aventura. Suena absolutamente fascinante.
«Bueno», me dije, «parece que el guión se queda para otro día».