6

De repente, cambió de actitud. El tono de seriedad fingida desapareció como por ensalmo. Se acabaron los gestos artificiales y los mohines. La parte gansa de su naturaleza había abandonado la habitación con su amiga. Nos sentamos frente a frente, como John Wilson y yo siempre nos habíamos mirado. Descansó los codos sobre las huesudas rodillas, con una mano perdida en el cabello, mientras en la otra sostenía un lápiz con el que dibujaba distraídamente en un bloc que tenía delante.

—Dime qué te parece. No hace falta que seas sistemático si lo encuentras difícil. Limítate a decirme lo que sentías al leerlo.

—Bueno, no es tan fácil. No me gustaría empezar con críticas, porque tendrías una impresión falsa de lo que realmente he sentido, y te picarías, por decirlo así.

—Adelante, adelante. Escucho.

—Está bien. En primer lugar, me gusta casi todo. Creo que es original, emocionante, y que cuenta algo.

—Eso valía también para el libro.

—No lo he leído.

—Deberías.

—Lo haré en cuanto tenga un ejemplar —capté una oleada de resistencia a comenzar.

—Vamos, hombre. No te preocupes de los apartes.

—Creí que tenía que hablar, sin más.

—Claro, perdona.

Nunca le había visto tan inquieto al comenzar una reunión de trabajo. Repetía tics de impaciencia cuando me alargaba demasiado en algún punto de mi crítica. Cuando ataqué frases concretas, pareció realmente alarmado.

—Así que eso no te gusta.

—No, no me gusta, lo siento.

—Bueno, continúa.

Se dispuso a escuchar con atención. Había comentado varias historias con él y sabía exactamente cuándo decaía su interés y cuándo le encontraba sentido. Tampoco ignoraba cuándo caían mis palabras en saco roto y cuándo se colaban sin obstáculos hasta la parte más obstinada de su naturaleza. Pero esta vez me sorprendió encontrarle bastante dispuesto a aceptar casi todos los puntos que exponía. Entendió mi razonamiento, anticipando, a menudo, lo que yo mismo iba a decir.

—Tienes bastante razón. Es demasiado largo, no sirve para una escena. Pasemos al punto siguiente —decía, una y otra vez. Con frecuencia conocía mejor que yo mismo las auténticas razones que justificaban mis dudas. Una vez más, me impresionaron su talento y su inteligencia. Con las payasadas y las chanzas imposibles que había dicho durante todo el día, se me estaban olvidando sus auténticos valores, pero me bastó una hora para ratificarlos. De lo mucho que tenía que aprender de Wilson, poco se relacionaba con el mundo del cine, porque su talento no conocía esos límites. Los problemas económicos lo habían empujado a la dirección cinematográfica. Si la fortuna de su padre hubiera resistido los asaltos frenéticos que él había perpetrado durante su juventud, se habría convertido sin duda en un excelente escritor. El cine era un instrumento cómodo para superar la ruina y la depresión, pero, aunque trabajó con honradez, las películas habían acabado por destruirlo. «El talento se deteriora cuando busca soluciones fáciles», moralizaba en mi fuero interno. Wilson estaba frustrado. La larga serie de trastadas que había hecho de su vida y las asociaciones equivocadas le habían impedido crecer. Más aún, se avergonzaba de su oficio. Aunque nadie en Hollywood se había esforzado tanto en tomarse el cine en serio, como otra forma de arte, nadie, tampoco, lo dudaba más que Wilson. Para mí, constituía la razón de sus absurdos hábitos de trabajo y de su aún más absurda vida privada.

Pasé rápidamente sobre los últimos reparos al guión. Asintió con la cabeza, garabateando en el bloc.

—Ahora llegamos al final —anuncié.

—¿El final? —se sobresaltó, frunciendo el ceño—. ¿Quieres decir que no te gusta?

—Bueno, no es tan sencillo. No es que no me guste, pero no lo encuentro acertado.

Se levantó de repente y comenzó a pasear por la habitación, mirándose las botas de montar cada vez que daba una vuelta. Era evidente que disfrutaba mucho más contemplando el color marrón y los pliegues que dibujaba el cuero al adaptarse a sus pies que prestándome atención.

—¿Escuchas o estás pensando en el que te fabrica las botas?

—Te escucho. Continúa.

La gente acostumbra a defenderse cuando se atacan sus guiones. John también lo hacía, por eso me preocupaba su silencio de ahora.

—Sigue —dijo—. No te cortes. Ya es demasiado tarde.

—Puede que mis críticas te suenen a excusas de despacho, pero no creo que lo sean exactamente. Por otra parte, siempre hay algo de verdad en la lógica de los despachos.

—Muy bien, desembucha lo que sea.

—Mira, te lo voy a decir con palabras de Hollywood. Cierra los ojos e imagina las áridas colinas de Burbank al otro lado de la ventana. Creo que el final es deprimente. No tiene empuje, no hay esperanza. La muerte del traficante y su esposa es un mazazo para los espectadores. Han sufrido durante nueve o diez rollos con la pareja; los ha visto arrostrar mil peligros: ríos negros, cataratas, flechas envenenadas por los pigmeos, estampidas de elefantes…

—Oye, conozco el guión.

—Supongo. En definitiva, han acompañado a la pareja hasta los infiernos, y, finalmente, cuando tú has hecho evolucionar su carácter, cuando los has obligado a ver la vida desde una perspectiva humana y decente, los matas. Y además lo haces de un modo brutal e inútil. No creo que convenza a nadie.

—¿Conoces el refrán que dice: «Dios creó al hombre un poco antes de matarle»?

—Lo he oído. No le falta razón, pero está muy visto. Además, no creo que la gente vaya al cine a escuchar sermones.

—Dime una cosa, Pete —dijo, pensativo—. Cuando hiciste el trato con Paul, ¿aceptaste un porcentaje de los beneficios de la película?

—Todavía no he hecho ningún trato con Paul.

—¿Pero es eso lo que piensas hacer?

—No, prefiero el dinero contante y sonante.

Se volvió hacia mí, con el rostro deformado por el convencimiento de estar afirmando una verdad indiscutible.

—Entonces, ¿por qué coño te preocupas de los beneficios del asunto? ¿Por qué te importa tanto el público? ¿Por qué te preocupa lo que les mueve a gastarse sus miserables ochenta y cinco centavos?

—Porque si fracasas no vales —dije, probando el argumento preferido de Landau—. Porque si haces una película que no ve nadie, no eres un profesional, sino un charlatán, un diletante…

—¿Cuántas veces les dirían eso a Stendhal o a Beethoven?

—El cine no es literatura, ni música. Es espectáculo, y el espectáculo se representa para gente que vive todavía. No sirve de nada estrenar ahora una película que se disfrute dentro de cien años. Siempre hay un socio con el que contar, y no es Paul ni Reissar ni Anders, sino el público. Ahí está la dificultad. Eso es lo que hace del negocio del cine una carrera de canallas… eso es lo que…

—Escucha —me interrumpió, irritado— yo no estoy en el negocio del cine; ni tú tampoco, mientras trabajemos juntos. Somos dioses, sabes, unos piojosos diosecitos que dominan la vida de los personajes que han creado. Nos sentamos aquí arriba, en este paraíso —señalaba la habitación— a decidir quién vive y quién muere. No hay otra forma de jugar a este juego. Decidimos por sus méritos, por lo que han hecho en el primer rollo, en el segundo, en el tercero… y, luego, decretamos si tienen derecho a vivir. Es la única manera de llegar al final. Tú no sabes lo que va a ocurrir. Ni tampoco lo sabe Paul, ni Jack Warner. Os limitáis a especular sobre ochenta millones de personas que no conocéis. «Son así o así, quieren que el amor triunfe o fracase», decís, pero es todo una mierda, porque no los conocéis. Yo sí conozco a la gente con la que me comprometo. Conozco al traficante y a la mujer. Conozco el camino que seguramente recorrerán. Antes de que aparezcan los títulos, ya he establecido con ellos una relación tan íntima como la que tengo contigo. He pasado semanas en la selva con el tío. He dormido con ella docenas veces. Sé que están predestinados a un mal fin, y sé que ellos no lo ignoran. Por eso, cuando empieza la película y los oigo hablar, oigo también la muerte a la que están abocados, una escena tras otra. Cuando hacen el amor, siento su conciencia de que se trata de un amor temporal. Sé que nunca saldrán vivos de África, y sé que ellos lo saben a ciencia cierta. Así que no me vengas con tus ochenta millones de amigos desconocidos, que, en el fondo, desprecias, ni intentes decirme que deberían salvarse porque esos ochenta millones de sujetos lo desean. No me vengas con músicas celestiales, no te comportes como un tahúr tramposo, porque aquí no valen tus ardides. Eres un dios, y si haces trampas serás un dios de mierda.

—Eso lo dices tú —argumenté—. Yo digo que soy un dios amable, mientras que tú eres un dios salvaje y vengativo. Yo digo que quiero salvarlos porque han visto la luz, y digo que voy a salvarlos temporalmente porque el mundo no es ese sitio asqueroso y sin esperanza en el que estamos todos condenados a morir por efecto de la radiación dentro de uno o dos años. Puede que me engañe, pero es lo que me obliga a ser un dios decente.

—Y lo que te hace mortal, lo que te convierte en una pulga posada en el culo de un elefante. Todo va bien, gritas, pero el elefante tiene ya la trompa llena de agua sucia para limpiarse y te arroja al cieno. Y yo digo, ¡mierda!, porque me siento por encima y veo con toda claridad el camino que toman las cosas.

—Y yo digo también ¡mierda! a tu pesimismo místico.

Sonrió.

—Ah, ¿sí? —se echó a reír—. ¿Sabes una cosa? Si continúas por ahí, si persistes en sentarte en el trasero del elefante gritando hurra, nunca serás un buen escritor de guiones, de novelas, o de lo que sea. Puede que se te ocurran dos o tres poemas aceptables, y se acabó. Eres de una naturaleza blanda. Permites que ochenta millones de memos, que consumen palomitas, te quiten las cartas de la mano. Dejas que te influyan, das bandazos, y eso no es bueno. Cuando se escribe, hay que olvidarse de que van a leerte, y cuando se hace una película hay que olvidarse de que van a ir a verla.

—Tú solo te estás creyendo lo que dices —también yo me eché a reír.

—Puede ser, ¿y qué? —respondió con agresividad—. Para mí hay dos formas de vivir. Una consiste en arrastrarse, lamer culos y querer agradar. Escribir sus finales felices, firmar sus contratos a largo plazo. No dar nunca una oportunidad a nada. Preocuparte por tu vida; tomar el tren y el barco, para no volar. No conducir nunca a más de cien kilómetros por hora, aunque lleves llantas de seguridad. No dejar nunca Hollywood. Ahorrar tu puto dinero, hasta el último céntimo. Para luego, cuando te hayas convertido en un cincuentón bien conservado, morir de un infarto, porque lo que hay de salvaje dentro de ti te ha roído los músculos del corazón. Ésa es la forma agradable, cómoda y segura. Siempre dormirás en cama limpia y no cogerás la sífilis, pero sólo crearás esos personajes planos de dos dimensiones, que no proyectan ni sombra. La otra es la mía, o, por lo menos, la que trato de seguir. Mandar al infierno las consecuencias. Dejar que vuelen las chispas y que caigan cuando tienen que caer. Gastar el dinero. Volar con Air France porque sirven champán. Rechazar los contratos. Enfrentarte al tío que te puede cortar el cuello y adular al cabroncete impotente que se ahorca con la cuerda que sostienes.

—Si es ésa tu forma de vida, no deberías haberte metido en el cine.

—Puede que no.

Hizo una pausa, y luego volvió a comenzar, moviéndose incluso con mayor rapidez.

—Quizás no debería haberlo hecho. Por eso me comprometo. Tienes razón. Tendría que estar recorriendo el mundo, especulando con los pozos de petróleo, robando diamantes, haciendo de chulo para un marajá, jugando duro y sucio como yo sé.

—Pero no lo has hecho porque, en realidad, no crees que el mundo sea tan duro o tan sucio. Te comprometes porque aún llevas dentro alguna esperanza. Has acabado en Hollywood, no en Timbuktú, porque la otra vida se basa en la ausencia absoluta de esperanza. Es el lobo que se come al lobo, dices, pero estás contándoselo a tu mejor amigo.

Se paró en medio de la habitación.

—Oye, oye, espera. Lo estás confundiendo todo. No digo que ser íntegro signifique necesariamente convertirse en un criminal.

—Lo significa si crees que no hay esperanza para el mundo. Si piensas así, entonces ve y hazlo todo añicos como tú sabes. No llegarás a ninguna conclusión. Puede que, como artista, tengas que decir lo que piensas. Pero yo te digo que, como artista, no deberías dedicarte al cine.

—Por eso tienes razón sólo a medias. Porque, en todo caso, ya estoy en el cine. No sé en el arte, pero sí en el cine, y tengo que hacerlo lo mejor que puedo, pase lo que pase.

—Aún puedes conceder la oportunidad de vivir a estos dos personajes. No seas un puñetero moralista con ellos. No los hagas mejores para matarlos. Al fin y al cabo, acabarán muriendo.

—Pete —hizo una pausa para cambiar de táctica—. ¿Por qué no examinamos nuestras respectivas vidas e intentamos encontrar dos finales? Sería una buena forma de llegar a una conclusión. ¿Verdad que ilustraría las diferencias entre nuestros estilos y marcaría la senda correcta?

—Supongo que sí. Empezaré con la tuya.

—No, así no. Cada uno la suya.

—Muy bien.

—Adelante. Pero emplea toda la honradez que aún conserves.

—Lo prometo. Soy escritor —comencé—. Trabajo en el cine para ganar dinero y escribir libros. Pero como me queda alguna honradez, intento hacer películas que no transgredan necesariamente mi idea del bien y del mal. Sé que limitarme a la pasta sería inmoral, porque si dedico demasiado tiempo a andar por ahí puteando con la máquina de escribir, quedaré inservible para las novelas. Por eso suelo hacer películas bastante decentes…

—¿Y los libros?

—Bueno, de momento he sido capaz de escribir uno.

—Y, según tú, ¿por qué?

—No lo sé.

—Pues te lo voy a decir. Porque, en realidad, no andas puteando. Porque te gustan, al menos un poco, las cosas incorrectas, y cuando vuelves a tus libros los encuentras agotados por tu falso amor, y entonces no prosperan. Tu final es bastante sencillo. Escribirás algunos guiones buenos y unas quince novelas inacabadas. Morirás amargado, sin ilusiones, o quizás creyendo que has convencido a cierta gente llena de mierda de que tus películas han merecido la pena, y que, después de todo, has empleado tu vida acertadamente. Así que, morirás amargado o convertido en un mentiroso.

—Muchas gracias, doctor Wilson. ¿Y tú qué?

—Lo mío es distinto. Yo supe enseguida que no se puede servir a dos patronos. «Arte o dinero», me decía. «Arte y dinero», me contestaba, igual que tú. Pero, hace mucho tiempo comprendí que no podía mantenerlos separados. Tenía que hacer dinero y arte al mismo tiempo, y eso sólo se consigue en Hollywood. Lo hice, tuve éxito, artístico, desde luego. Sin embargo, mis películas no producen dinero. En los próximos años lograré cinco, seis o diez éxitos de crítica, que serán un fracaso de taquilla y los bancos acabarán diciendo: «Que despidan a ese cabrón o nos crecerán hongos en las salas». Los jefes tendrán que complacerlos. Landau, que para entonces dirigirá la MGM, me echará. Y yo, como despedida, le partiré la nariz. Luego intentaré escribir una novela, pero no podrá ser, porque estaré ocupado en pedir dinero a todos mis ex amigos. Moriré en un pensión de mala muerte en el centro de Los Angeles, pero no amargado. Al final, habré aportado al cine una decena de películas decentes. Otorgarán mi nombre a un premio especial de la Academia, que recogerán las personas menos indicadas, mientras yo me parto de risa en el infierno.

—Una inutilidad romántica, de las que a ti te gustan.

—Bueno, no hay por qué avergonzarse.

Di un hondo suspiro.

—Vale. La mujer muere, el traficante se abrasa en una choza.

—Ya sabía que en el fondo lo ves a mi manera, Pete —añadió sonriendo—. ¿Qué tal una copa?

—¿Por qué no?, si voy a morir como un escritor frustrado de novelas inacabadas, no importará que me convierta también en un alcohólico.

Se echó a reír encantado.

—No es cierto. Aún eres muy joven; podrías cambiar.

—Tengo treinta y un años.

—Pues se te está haciendo tarde —volvió a sonreír—. ¿Preferirías un porro?

—Si tienes.

—Seguro que tiene Randsome —llamó en voz alta en dirección a la escalera—. ¡Jules!

Randsome apareció.

—Dime, John.

—¿Tienes un porro?

—¿Qué?

—O una pipa de opio.

—Estáis locos los dos —entró rápidamente en la habitación. Era evidente que había pasado un día solitario.

—Es el único de nosotros que lo hace bien —proclamó Wilson—. Jules no se vende. Está escribiendo su libro y le importa un carajo que lo lean o no. No necesita dinero. Hace meses que no se cambia de ropa. Brindemos por Jules.

—Es lo único que traje de Escocia —se disculpó Randsome, y, volviéndose a mí—: Me avisó con cinco minutos; según él, Landau me daría una oportunidad para la novela. Sin embargo, no ha pasado nada hasta ahora.

—Landau no tiene dinero —explicó Wilson—. Se vale de su encanto.

—¡Estupendo! —gemí.

—Ah, no, Anders y Reissar tienen millones de libras. Lo que tenemos que hacer es sacárselas.

—Ya, otra vez el camino difícil e inexplorado —dije—. No lo lograrás, John.

—Pero Paul sí, él lo hará por nosotros. No tiene que preocuparse del arte.

Llamaron a la puerta, y Landau entró en la habitación.

—A propósito —dijo Wilson, levantando un puño amenazador hacia su socio—. ¿Le atizo ahora, por lo que va a ocurrir?

Agarró a Landau por la solapa y se dispuso a sacudirlo.

—Vamos, John. Haz el favor de comportarte como una persona —se quejó Landau, que parecía haber tenido una mañana difícil.

Wilson le soltó.

—No entiendes nada. Pete y yo hemos estado imaginando el final de nuestras respectivas vidas. Yo moriré en una pensión barata después de que tú, en calidad de jefazo de la Metro, me hayas despedido. Y como tendré que romperte las narices cuando me pongan en la calle, he pensado hacerlo ahora que estoy aún en forma.

—Me alegro de oír que habéis trabajado —dijo Landau con gran dignidad.

—Pues sí, curiosamente —dije.

Me miró con disgusto.

—John, creo que se ha resuelto la faceta económica, ¿no te parece estupendo?

—Estupendo. ¿Dónde está mi parte?

—La tendrás, no te preocupes —afirmó Landau, forzando una sonrisa—. Por cierto, mientras yo me dejaba la piel… ¿habéis adelantado algo?

—Eres un cabrón mentiroso, por la mañana has ido al sastre —dijo Wilson—, por la tarde al barbero, y puede que entre una y otra cosa hayas entrevistado a tres o cuatro tías. Jeanie me lo ha dicho.

—Pues, te ha mentido —dijo Landau, ruborizándose—. Me he encerrado seis horas con los abogados. Si te parece divertido…

—Tampoco nosotros nos hemos divertido mucho —respondió Wilson—. Hemos tenido que ayudar a una mujer desesperada a recuperar a su hombre. Hemos hablado del guión y, sabes, me parece difícil imaginar un asunto más insípido. Además, esta mañana, mientras tú estabas aún caliente y a salvo en la cama, yo rodaba una prueba de color en el Támesis, dentro de un cayak que hacía agua.

—¿Habéis concluido algo respecto a la historia? —me preguntó Landau.

—No se lo digas —ordenó John.

—Por favor, John, basta de tonterías —rogó Landau—. ¿Habéis hecho algo con el final?

Se produjo un largo silencio. Wilson miró a su socio, moviendo la cabeza.

—Bueno, ¿sí o no?

—Eres un hijo de puta. Has intrigado a mis espaldas, húngaro asqueroso, traficante de carne humana.

—John, de veras —suplicó Landau, mirando azorado hacia Randsome.

—Hemos comentado el final —dijo Wilson—, y he descubierto horrorizado que has ejercido un efecto desmoralizador y obsceno sobre mi joven amigo. Tendrías que ir a la cárcel por corromper la moral de un adulto. Tendrías que estar colgado por violar las leyes del arte puro. Eres impúdico, Paul. Un hombre como tú, que ha presenciado la desintegración del mundo artístico centroeuropeo, persiste en seguir el camino desastroso y grosero que ha costado a Europa un Hitler, la Segunda Guerra Mundial y la bomba atómica…

—¡Dios mío!, estoy cansado —dijo Landau, sentándose—. Supongo que el final ha quedado como estaba.

—En efecto —respondió Wilson—. Con un ligero cambio. Tú también te quemas en la choza. Será la escena final.

—John, ¿podrías hablar en serio sólo una vez? —preguntó Landau.

—No he dicho nada más serio en toda mi vida.

—Muy bien. Anders y Reissar también están preocupados por el final. Son ellos los que aportan el dinero. Sólo piden que te plantees salvar a la chica. Están dispuestos a perder al traficante.

—Pues diles que inviertan su dinero en bonos del Estado, si tanto les preocupa. En todo caso, salvaría al negrero y quemaría a la chica.

—¿Es tu opinión definitiva?

—No, es mi decisión definitiva.

—Pete, ¿le has dicho lo que nos parece?

—Lo he discutido con él, pero me ha derrotado; en el terreno personal.

—John, ¿te das cuenta de que estás poniendo en peligro el éxito de la empresa?

—Me doy cuenta, Paul.

—¿Y sabes también que tu parte de los ingresos depende de que la película obtenga beneficios?

—También lo comprendo.

—¿Recuerdas las responsabilidades que has dejado en California?

—Si te refieres a mi mujer y a mis dos hijos, los recuerdo vagamente. Aunque hoy tengo más motivos porque acabo de recibir un telegrama —lo sacó del bolsillo de la chaqueta—. «Situación desesperada» —leyó— «El abogado de Paul no ha pagado aún, repito, aún, ni la renta ni los gastos de manutención» —levantó la vista—. Pensaba decírtelo, si no han recibido él dinero al acabar la semana, volveré a los Estados Unidos a buscar trabajo.

—Todavía no se ha firmado el trato —protestó Landau—. Hasta que se cierre no tendremos el dinero.

—Acabas de decir que se ha cerrado hoy.

—Se ha cerrado, pero no está firmado.

—Bien, pues me reafirmo. Tengo el billete de vuelta.

—John, me hablas como si fuera tu enemigo o tu jefe o el patrocinador de esta empresa. Soy tu socio, John.

—Pues, ¿sabes lo que te digo, socio?: consigue la pasta.

—Me parece que te comportas de un modo imposible —se puso en pie, olvidando por un momento su cansancio.

—A mí me parece que quien se comporta de una forma imposible eres tú.

—No puedo conseguir el dinero antes de firmar el trato. Yo también tengo deudas, sabes.

—Me importa un carajo. Consigue la pasta o me voy.

—¿Es tu última palabra?

—Absolutamente. Mañana haré la reserva.

—Está bien —suspiró Landau—. He hecho lo imposible por mantener abierto el trato. No puedo hacer nada más. Si te vas… bueno, he afrontado peores crisis en mi vida.

—Muy bien —dijo Wilson—. La reunión se ha acabado —y se dirigió a la escalera.

—Cenamos con Reissar y Anders —recordó Landau—. Han invitado a una chica para ti.

—Ah, ¿sí? Pues qué bien. ¿Pagarán ellos otra vez?

—¿Qué diferencia hay?

—Ninguna, supongo. Pero es un poco embarazoso. Siempre pagan ellos. Creo que te toca a ti.

—¿A mí? ¿No a nosotros? ¿Te parece lógico? —preguntó retóricamente Landau.

—Yo no tengo dinero y creo que Pete tiene aún menos.

Landau lanzó un profundo suspiro.

—Por una vez en mi vida, me gustaría tener tu sentido de la responsabilidad. Te recogeremos a las ocho.

Cruzó cansinamente la habitación.

—Adiós, Paul —gritó Wilson a su espalda, animadamente.

—Adiós —musitó Landau. Al llegar a la puerta se volvió a Wilson de nuevo—. Ya sabes que deberías viajar a África el sábado para localizar los exteriores. ¿Anulo la reserva?

—¿Por qué? —parecía impresionado, y yo sentí admiración por Paul.

—Porque quizás tengas que volver a los Estados Unidos.

—Depende de ti.

—No del todo.

—Se supone que conseguirás la pasta de mi mujer.

—¿Y si me retraso un día?

—¿Un día?, bueno, un día no es tanto. Ha esperado más.

—Entonces, no anularé tu reserva. Hasta luego, Pete.

Y salió. Wilson se le quedó mirando y movió la cabeza.

—Sabes —dijo pausadamente—. No puedo evitar que me guste Paul. ¡Está tan desesperado!