El guión, con una nota pegada en la portada, descansaba cerca de mi cama al llegar a casa. La señorita Wilding había cumplido. «Espero que le guste tanto como a mí», decía la nota, pero yo estaba demasiado fatigado para averiguarlo. Me introduje entre las sábanas frescas del sofá-cama y me dormí. Como cabía esperar, tuve una pesadilla. Un mono, montado sobre unos esquís, me perseguía por la interminable ladera de una montaña; cuando finalmente me dio caza, descubrí que se trataba de una extraña mezcla de Wilson y Landau. Me desperté sobresaltado, intentando recordar dónde me hallaba. Tenía hambre y frío; me sentía mal. «Claro, Londres, naturalmente», me dije, y cerré los ojos.
El mayordomo me despertó a las ocho y cuarto, con una taza de té caliente. Minutos después, apareció John completamente vestido, pulcro y aparentemente sobrio, ataviado con una chaqueta de tweed y unos pantalones de franela gris.
—Esta mañana ruedo una prueba de color en el estudio. ¿Quieres venir?
—Será mejor que no vaya. Prefiero quedarme a leer el guión.
—Está bien. Pero ya sabes que no hay prisa.
—La hay, si piensas comenzar a principios de mayo.
Se encogió de hombros.
—La fecha es de Paul.
—De todas formas, me quedo. ¿A qué hora volverás?
—Hacia la una. Vendrá una chica a comer. Habla con ella si me retraso, ¿quieres?
La señorita Wilding apareció en la habitación.
—Estamos listos, señor Wilson.
—Esta zorra sigue vigilándome —dijo él—. Muy bien, querida, ya voy.
—¿Necesita una secretaria hoy? —me preguntó.
—Pues claro que no —intervino Wilson—. Sólo va a leer esa puñetera cosa.
—Pensé que querría dictar su opinión.
—Pues deja de pensar. No se te paga para eso.
—¡Dios mío, qué hombre tan difícil! —exclamó la muchacha.
Él la obsequió con una larga y equívoca mirada, y comenzó a representar una escena en mi honor.
—Es porque me tienes loco, aunque trato de esconder mis auténticos sentimientos.
Intentó agarrarla y la chica gritó. Él estalló en una carcajada.
—Es usted un animal —dijo ella, con una risa poco sincera.
Wilson la abrazó afectuosamente por los hombros.
—Pobre Jeanie. ¿Preferirías volver a trabajar para Landau?
—No, por todo el oro del mundo. Dese prisa, por favor.
Los vi introducirse en el Rolls-Royce que esperaba a la puerta. Wilson le cedió el paso en la limusina, aprovechando para mirarle el trasero con afecto y atención. Luego, lanzó un guiño al conductor y saltó tras ella. El chófer movió la cabeza, sonrió al cerrar la puerta, y partieron.
Una vez vestido y afeitado, me dirigí al salón de arriba. Randsome se alzó lentamente del sofá.
—¿Durmió bien esta noche? —preguntó.
—Bastante bien. ¿Y usted?
—Muy bien. Nos acostamos muy tarde. John insistió en jugar al póquer con Jeanie y conmigo hasta las tres y media de la mañana.
—¿Le estaba esperando ella?
—Sí. John le había dicho que pensaba trabajar después de la reunión, así que la pobre chica esperó. Supongo que la olvidó por completo el resto del día.
Era un acto típico de Wilson. Probablemente, tenía la intención de trabajar, pero lo olvidó, y al encontrar a su secretaria esperándole a altas horas de la noche, se sintió culpable. Así que para hacerse perdonar su ruda indiferencia se sentó a jugar al póquer con ella y con Randsome.
—Entonces, ¿dónde se ha quedado Jeanie?
—Aquí, en el sofá.
—¡Pobrecilla!
—¡Bah!, creo que le gusta. Está sola, sabe, y bastante chalada por John; una hora con él justifica doce de espera.
—Se hundirá antes de que acabe la película.
—No creo. Es muy fuerte —permaneció de pie, ante el sofá, sin saber qué hacer, esperando una decisión por mi parte. Yo me mantenía alejado de él, bastante indeciso también.
—¿Quiere una copita? ¿O piensa comenzar el trabajo esta mañana?
—Aún no estoy preparado para una copa. Voy a leer el guión.
—Podemos quedar para ir al pub hacia las doce, cuando haya terminado.
—Veremos. Creo que viene a comer una amiga de John.
Era, sin duda, un hombre solitario y arruinado. John solía tener amigos de ese tipo rondando por la casa; los alimentaba y bebía en su compañía, mientras ellos intentaban recuperarse. Los gastos que comportaba aquella ayuda constituían una de las muchas formas de aumentar sus terribles deudas. Parecía evidente que Randsome formaba parte del pasado londinense de Wilson; un gorrón fracasado que le debía lealtad.
—Le dejo trabajar. Yo también tengo alguna cosilla que escribir.
—¿Está trabajando en un libro?
—Sí, ¿no se lo ha dicho John? Me está ayudando. Cree que podremos colarlo en Hollywood. Lástima que disponga de tan poco tiempo estos días.
Era cierto. Los sastres, las aristócratas y la caza de los fines de semana le mantenían muy ocupado. Estaba también la película, naturalmente.
—Bueno, le dejo —repitió, indeciso. Se dirigió a la mesita de las bebidas para servirse un largo vaso de ginebra, con el que subió a la otra planta. Traté de acomodarme en una imposible silla dorada, para comenzar la lectura de El negrero.
Era un manuscrito extraño, lleno de escenas brillantes y descripciones interminables de la vida a orillas de un río africano, pero había algo que no parecía de Wilson. Miré la portada, donde, junto al suyo, aparecía otro nombre vagamente familiar, un periodista que John había mencionado en alguna de sus historias. Emprendí la lectura.
Por lo general, leer el guión de una película resulta un asunto bastante sencillo. La mayor parte de las situaciones se reconocen enseguida y la estructura de la historia es fácilmente discernible. No así en El negrero. Consistía en un romance de época: la historia de una joven americana que se casa con un aventurero y lo acompaña a África. Ella comparte los consabidos prejuicios decimonónicos contra los negros, pero sus sentimientos cambian cuando descubre que el marido está involucrado en la trata de esclavos y presencia la crueldad de su oficio. Su consiguiente rebelión contra el comercio de esclavos constituía el argumento.
Era una historia sencilla, contada de forma complicada. Las reacciones que África suscitaba en la protagonista formaban el grueso de las escenas de apertura. Lo que le confería aquel toque insólito era la mezcla de fascinación y horror con que ella aceptaba el país y la gente. Percibí lo que Wilson intentaba hacer: cargar sobre la conciencia del público blanco la culpa de los actos de sus antepasados contra las razas oscuras, sin restar verosimilitud al comportamiento de los personajes. Parece que también quería mostrar la parte romántica de la trata de esclavos. Más o menos, había logrado adaptar el conjunto; sin embargo, algo fallaba en el final. Cuando el tratante y la mujer comprenden la naturaleza de su crimen, intentan purgarlo liberando a los negros de la empalizada, pero éstos pierden los estribos, destrozan el poblado de chozas que el blanco había construido y matan a su anterior verdugo.
Un final lógico, y, no obstante, un giro demasiado sarcástico, que me dejó lánguido y sin esperanza. Permanecí sentado un buen rato en el sombrío salón con el manuscrito a mi lado, sobre la silla. El pesimismo del final resultaba deprimente. Sin embargo, tenía esa extraña integridad que caracterizaba el trabajo de Wilson. Pensé con detenimiento qué iba a decirle. Había visto una docena de aspectos técnicos a corregir, pero no imaginaba una solución para el final. Era lógico, terriblemente lógico y, sin embargo, erróneo. De pronto, me sentí un escritor de Hollywood, en el peor sentido de la palabra, buscando una solución optimista para una historia que parecía desahuciada.
Pensé en otras películas de Wilson. Casi todas terminaban mal. Historias de grandes empeños que acababan en fracasos; reflejos indudables de una concepción del mundo que yo no me atrevería a discutir. No obstante, si Wilson deseaba evitar otro fracaso artístico había que hacer algo para que El negrero finalizara con una nota de esperanza. «Carece de empuje, es deprimente», me gritaban cientos de voces desde Vine Street y Sunset Boulevard. «Pero tú no eres un promotor», decían otras, «no eres banquero, ni productor; eres escritor». Aun así, no dejaba de desear que el comerciante y la mujer se salvaran. No podía permitir que murieran entre las llamas del poblado de chozas a orillas del alto Nilo.
Sonó el teléfono. Era Landau.
—¿Pete?
—Sí, ¿Paul?
—¿Qué opinas?
—¿Qué opino de qué?
—Del guión.
—Ah… bueno, acabo de leerlo.
—Me lo figuraba.
—Aún no tengo una opinión —me irrité con él y conmigo mismo. Sabía de qué lado estaba él. Sabía que abogaría por un final feliz. Citaría a Somerset Maugham, a Aristóteles y a Thalberg, como en nuestra primera película en común. Y aunque básicamente estaba de su parte, no tenía fuerzas para prestar declaración.
—Bueno, ¿cuál es tu primera impresión?
—Es demasiado largo.
—Lo sé, lo sé —se le notaba impaciente—. Pero ¿qué piensas en general?
—Es muy bueno, pero puede mejorarse, hay que afinarlo, hacerlo más apasionante. Y creo que debéis rodarlo en África.
—¿Qué tal el final? —preguntó la voz de los estudios. Dudé.
—No estoy seguro.
—Me encanta oírtelo decir. No puedes imaginar hasta qué punto estoy de acuerdo. Es deprimente. Carece de empuje. Otro terrible fracaso financiero.
—¿Estás seguro, Paul?
—Sin duda. A mí no me importa… pero John necesita desesperadamente un éxito. Aparte de su propia situación financiera, la gente comienza a recelar de tanto fracaso artístico. Los bancos…
—… le consideran de alto riesgo.
—Exacto.
—Ya sabes lo que pienso de los bancos, Paul. Son gente privada. No pertenecen al negocio del cine. No tienen la menor idea de lo que triunfa o de lo que fracasa. Todo lo juzgan por lo que ya ha conseguido un éxito. ¡Que se vayan a hacer puñetas!
—No me des una conferencia sobre los problemas del arte cinematográfico norteamericano —me espetó—. Te pareces a Wilson. Afronta la realidad. Si fracasas, no vales. Eso también es una regla del mundo del espectáculo.
—¿Estás tan seguro del fracaso con este final?
—Lo estoy.
—¿Me lo garantizas personalmente?
Se produjo un largo silencio.
—Oye, si te pones así te mando de vuelta a Suiza. Con un maniático tengo de sobra.
—Está bien, Paul, ya hablaremos. Pero no me amenaces. Suiza no está tan mal, sabes.
—No te ofendas ahora, por Dios.
—Has empezado tú.
—Porque tú empezaste a imitar a Wilson.
Todas las conversaciones con Landau tenían que acabar en un reproche mutuo. La mía no fue una excepción.
—Esta noche nos veremos.
—Está bien, pero habla con John. Dile lo que piensas. Dile que el final es un desacierto, un peligro.
—Nos veremos esta noche —dije, y colgué.
Subí a servirme una bebida de la mesita de Randsome. Resultó ser un aquavit [2]que no me ayudó a sentirme mejor. «Mierda», me dije; mierda para los bancos, para el público y para Landau. Me acordé del plan trazado por un amigo mío después de haber escrito cuatro obras de teatro llenas de talento, pero con una pésima acogida. Quería levantar el telón de su próxima obra en un escenario vacío, donde había colocado una inmensa ametralladora que apuntaba al público. La noche del estreno, mientras la gente ocupara ruidosamente sus butacas, pretendía abrir fuego con munición real. «¡Qué idea tan cojonuda!», pensé, «una lección para los amantes del teatro del mundo entero».
Sonó el timbre. Oí al mayordomo abrir la puerta principal, y a los pocos minutos introdujo a una rubia descolorida en el salón. «Deus ex machina», pensé, «llega usted en el momento oportuno, señora».
Ella misma se presentó. Se llamaba Silvia Lawrence y no parecía sorprenderle la ausencia de Wilson.
—Nunca está, ¿sabe usted? —dijo con marcado acento de Mayfair—. Me ha hecho esperar años y años. En bares, en hoteles… en todas partes.
—No creo que hoy tarde mucho. ¿Quiere una copa?
—Usted acaba de tomar una, ¿verdad?
—Sí.
—Bien, entonces yo tomaré otra. Terrible vicio, beber solo. No lo recomendaría por nada del mundo.
—¿Un Martini?
—No, tomaré lo mismo que usted.
—¿Aquavit?
—¿Por qué no? —deambuló, nerviosa, por la habitación, dándose golpecitos en la mano izquierda con los guantes de piel, hasta que, por fin, se dejó caer en el sofá de Randsome. Noté que tenía unas piernas bonitas. «Restos de tiempos mejores», pensé mientras le ofrecía el vaso de licor.
Vio el guión en el suelo. Le dije que aún no lo había leído; ella, por lo visto, sí, y le había encantado.
—Casi todo lo que hace el bueno de John es extraordinario —afirmó.
—¿Es usted una antigua amiga? —pregunté con delicadeza.
—Muy antigua; y hoy me encuentro muy cansada.
—¿Qué le pasa?
—La vida, en una palabra. Eso que perseguimos corriendo como locos, día y noche. En mi caso, se acabó la diversión; sólo quedan las carreras. Supongo que le pasa a la mayoría. Sólo el bueno de John parece disfrutar siempre con lo que persigue.
A veces encuentras gente con la que no sientes las barreras. Suelen ser personas con problemas que los mueven a hablar sin tapujos ni pretensiones; eso evita los primeros intercambios carentes de contenido que dominan la mayor parte de nuestras conversaciones. Silvia Lawrence era una de esas personas.
—John se las arregla para que las cosas le diviertan y le interesen —dije, pensando que, decididamente, debió de ser una belleza espectacular no mucho tiempo atrás.
—Eso es lo raro y lo estupendo de él. Hacía años y años que no le veía, y encontrarlo aquí ha sido realmente mi único consuelo. Siento un sincero afecto por el bueno de Johnny.
—Es un tipo extraordinario.
—Es único, absolutamente. Un cielo. La única persona en el mundo que aún puede ayudarme. La única.
—¿Tiene usted algún problema?
—El más real, el más espantoso de todos, mi querido señor Verrill…
A pesar de su pronunciación cerrada y lánguida, la voz sonaba preocupada.
—Ese problema que te ronda día y noche, que va contigo a todas partes. Vengo de la peluquería, y mientras estaba debajo de aquel horrible secador, he pensado que me estoy volviendo loca, completamente loca de atar…
—Lo siento de verdad… si puedo hacer algo… si es urgente…
—No puede usted hacer nada. No creo que pueda nadie, excepto mi Johnny —tomó un trago largo, sin mostrar signos del paso de aquel licor abrasador por la garganta.
—Mi marido se acaba de ir con otra mujer. Mi Francis, ese idiota, se ha enamorado como un loco de una pequeña guarra, y no puedo hacer nada. Lo he intentado todo, sabe: la cama, las lágrimas, los niños. Le he hablado de todos los hombres con los que ella se acuesta, pero nada. Se ha ido con ella; ahora, me odia. Todos los años maravillosos que hemos pasado juntos se han desvanecido como por encanto. Es insoportable.
—¿Qué cree usted que puede hacer John? —pregunté, poco convencido.
—Hablarme. Darme algún consejo. Johnny sabe mucho de la gente.
—Probablemente le dirá que salga usted también con alguien. Suele ser la forma más rápida de devolver el juicio a un marido.
—¿De verdad lo cree usted? —pasó por alto mis palabras, sonriendo con encanto—. Debería intentarlo, pero me da miedo. Francis es tremendo en cuestiones amorosas. No me importa que se acueste con la chica o que se gaste el dinero con ella, pero ahora quiere el divorcio. ¡Qué horror! Le encantaría que yo hiciera lo que usted dice.
—Oh, probablemente lo dejaría —dije. Estaba empezando a preocuparme otra vez por el guión.
—No sé; ya no sé nada de nada —se lamentó.
Afuera, se oyó el portazo de un coche.
—Ahí está John —anuncié.
Unos minutos después, apareció.
—Bueno, por Dios bendito… Silvia —se abrazaron con ternura.
—Eso digo yo, Johnny. Tú vuelves a llegar tarde, y yo estoy metida en un lío horrible. Se lo estaba contando a este joven.
—Eso está bien. ¿Te ha servido de ayuda?
—Ha sido muy comprensivo y me ha invitado a una copa —gimió—, pero no basta, querido Johnny.
—¿Francis? —preguntó mientras se preparaba un martini.
—Sí, ya te lo decía en el telegrama. Se ha ido con esa guarra espantosa de Marcia. No hay palabras, Johnny.
—Tremendo —dijo Wilson, sonriendo, mientras se acercaba a mí—. ¿Has leído el guión, Pete?
—Sí, en general me parece bien, pero tengo que comentarlo contigo.
—No escuchas —se lamentó Silvia Lawrence—. Te importa un comino lo que me pasa.
—Pues claro que te escucho, cielo. Soy todo oídos. Francis se ha ido con Marcia y tú quieres que vuelva.
—No lo digas en ese tono intrascendente, Johnny. Es lo peor que me ha pasado en la vida.
—Mi pobre Silvia —se aproximó para besarla con ternura en la frente. Ella se le abrazó al cuello un instante.
—Bien —dijo Wilson con resolución—. ¿Qué podemos hacer?
—No sé, querido. Ya lo he intentado todo.
—¿Todo?
—Sí. Cama, lágrimas, niños. El señor Verrill me ha sugerido amablemente que salga con otra persona, pero estoy segura de que no causaría ninguna impresión.
—No, eso no vale —dijo, desautorizando mi idea. Comenzó a pasear lentamente por la habitación.
—No, vamos a ver… ¿Le has hecho una escena?
—Naturalmente, unas cuantas, y de lo más espantoso. ¿He actuado mal, querido Johnny?
—No, no creo —dijo pensativo, encendiendo un cigarrillo—. ¿Lo has intentado por las bravas?
—¿Cómo por las bravas? No te entiendo.
—Con violencia. Violencia física.
—¿Que pegue a Francis? Pero si es mucho más fuerte que yo.
—No quiero decir que le encajes un puñetazo —dijo, riéndose, muy divertido—. Esperas a que llegue a casa y…
—No viene a casa —gimió ella.
—Pues, ve tú a la de la chica y espérale allí. Lleva un atizador o cualquier objeto romo y pesado. No digas nada, limítate a golpearle cuando entre en la habitación.
—Johnny, pero ¿lo dices de veras?
—Claro que sí —afirmó, fingiendo seriedad—. Es la solución.
—He comprado una pistola —dijo ella.
—No conviene, ¿qué va a ser de ti, si le matas?
Wilson se acercó a la chimenea y cogió unas tenazas.
—Le pegas sin darle tiempo a decir ¡ay! Le atizas… fuerte. Y cuando se vaya a levantar, vuelves a pegarle —representó toda la escena, sin perder el hilo de las instrucciones—. «¿Sangras por la oreja, cariño?», dices tú, «¡lo siento mucho!», y, ¡pan!… le atizas otra vez.
—Johnny. ¿De verdad lo piensas? ¿No sería mejor pegarle a ella?
—Ni se te ocurra. Él saldría en su defensa. Ve a por él. Con el atizador o con un bastón duro de caña. Pero no le mates. Basta con que le atices bien.
—¿Y crees que así volverá? —preguntó, preocupada.
—Bueno, es lo único que no has hecho —dijo en un falso tono flemático.
—Me da miedo, querido. Creo que le perdería para siempre.
—No, conozco a Marcia. Le gusta que sus hombres estén enteros. Cuando salga del hospital, ya se habrá ido con otro.
—¿No podrías seducirla, Johnny? Está loca por trabajar en el cine, ya lo sabes.
—Forma parte de mi pasado —dijo Wilson tristemente.
—Es terrible, Johnny. ¿De verdad te parece tan extraordinaria? Quiero decir, desde el punto de vista de un hombre, en el aspecto amoroso.
Wilson soltó una risita.
—Está bien, pero no tiene nada que ver contigo.
—Es joven, cariño —se lamentó Silvia Lawrence.
—Por eso no aguantará a un lisiado. Mira, cielo, ya te he dado mi consejo. Ahora, lo coges o lo dejas. Por desgracia, Pete y yo tenemos que trabajar; si no, continuaríamos analizando el asunto contigo.
—Ya lo sé. Habéis sido un encanto —se levantó, dispuesta a irse.
—¿Quieres comer, nena? —preguntó Wilson, recordando que era el anfitrión.
—No, no tengo hambre. Seguiré mi camino para dejaros trabajar. Habéis sido un cielo, los dos.
Besó a Wilson tiernamente, y me estrechó la mano.
—Llámame. Nos morimos por conocer el desenlace.
—Te llamaré, cariño.
Nos lanzó un beso desde la puerta.
—Buen trabajo. Haced otra película maravillosa.
—La haremos —prometió Wilson—. Adiós, querida.
Cuando salió, Wilson se derrumbó en el sofá, riéndose a mandíbula batiente.
—¡Jesús! —decía, con el cuerpo convulsionado—. ¡Qué latazo!
—¿Parte de tu pasado?
—Del pasado y del presente. Hace años era guapa, muy guapa.
—¿Cómo es el tal Francis?
—Un pelmazo. Un idiota. Lo gracioso es que la última vez que Silvia estuvo aquí renovamos nuestra amistad, pero entonces ella no sabía nada de Marcia.
Sacudió la cabeza, suspirando.
—Chico, ¡qué gente más rara son estos primos ingleses!
Se sirvió otra copa.
—Bueno, Pete —dijo, poniéndose serio—. Hablemos un poco del guión. Sólo un comentario y le dedicaremos el resto del día.
—Está bien, John. Ahí va.