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La reunión comenzó con gran caballerosidad. Volvió a sorprenderme la maravillosa educación del pueblo inglés. Todos hablaban por turnos, sin interrumpirse. Daba igual quién tuviera la palabra, técnico o productor, los demás escuchaban atentamente y esperaban a que hubiera acabado para expresar sus dudas o sus ideas. Fielding, el cámara, se extendió demasiado en una exposición lenta, pero los otros no fueron menos aburridos. Basil Owen, el jefe de unidad, sin embargo, fue frío y concreto en sus afirmaciones; desde el principio se notó que había reflexionado mucho sobre los problemas en cuestión.

Al principio, se produjo un breve debate sobre la envergadura del equipo que debía ir a África. John desviaba todas las preguntas hacia los jefes de los departamentos técnicos y se mostraba de acuerdo con lo que pedían. Eso les gustó. Recuerdo que los equipos de Hollywood adoraban a Wilson y se mataban a trabajar cuando él lo requería. En eso, representaba un nuevo tipo de director, muy distinto del dictador a la antigua usanza que popularizaron los primeros años del cine. En Hollywood, muchos consideraban que empleaba demasiada amabilidad con los equipos, que perdía el tiempo en entretenerlos con bromas y satisfacer todos sus caprichos, pero debo decir que, en ese aspecto, siempre le tuve por un director modélico. Él era agradable con sus colaboradores, y ellos siempre deseaban repetir la colaboración. Comunicaba lo que quería con tanta claridad como firmeza; en definitiva, se trataba de una especie de perfecto jefe de equipo. Aunque la tropa le veneraba, nadie se aprovechaba de la aparente indisciplina. Por otro lado, delegaba su autoridad con gran acierto en la elección de las personas, de modo que en los momentos críticos todos estaban dispuestos a dar la vida por él. Puede que, como sostenía Landau, estuviera más loco que nunca, pero, al parecer, no le afectaba en esa faceta del trabajo.

La reunión abordó por fin los problemas financieros, que aún se encontraban en manos de los abogados. Alguien habló de contratar a un actor inglés muy conocido para uno de los papeles principales, pero Anders adujo que todavía no estaban en condiciones de asumir compromisos financieros con los actores. Wilson parecía sorprendido.

—Vaya, ¿por qué, Roger? —preguntó con su voz más amable—. Creí que esas cosas estaban resueltas.

—Los productores americanos insisten aún en no sé qué cláusula de garantía en caso de guerra —añadió Anders—. Naturalmente, los ingleses no están dispuestos a ceder porque no temen la guerra, aunque tampoco pueden garantizar que no estalle.

—Hum, ¿cuándo podremos cerrarlo?

—Estamos en ello —dijo Landau con nerviosismo—. Yo garantizo que se cerrará esta semana.

—¿Tú lo garantizas? —preguntó Wilson, en un tono que me pareció bastante mordaz—. ¿Vas a enviarle a Stalin un trozo de la película?

Estalló una carcajada general. Landau se sonrojó.

—Te digo que lo resolveremos —añadió con firmeza.

—Muy bien, Paul —continuó Wilson con hipocresía—, dependemos de ti —y, volviéndose al resto de los presentes—: Es impresionante la influencia que ejerce Paul en el mundo entero. No se puede aspirar a un socio mejor.

Hubo más risas. Entonces, Reissar sacó a colación el asunto del color. De repente, el ambiente se puso tenso. El color constituía un enorme gasto adicional y, según los productores ingleses, de dudoso valor para la taquilla. Landau quería color. Costaría medio millón de dólares por lo menos, explicó.

—Eso no importa —dijo Wilson—. Lo que quiero que me diga Ralph Fielding es si complica la operación.

—Me temo que sí, John. La cámara es mucho más pesada y, por supuesto, aumentan los problemas de luz.

—Eso me parecía —dijo Wilson—. Nunca he realizado una película en color, pero me han dicho que dificulta mucho las cosas.

Los productores ingleses intercambiaron miradas significativas.

—El color es esencial para el éxito de la película —afirmó Landau con vehemencia.

—En América —puntualizó Anders.

—No nos interesa ahora el éxito de la empresa —dijo Wilson con énfasis—. Conozco lo fácil que es empantanarse en los exteriores…

—¿Empantanarse? —preguntaron, al unísono, los horrorizados socios ingleses.

—Sí. Es el mayor peligro que afronta un equipo de rodaje. Sé bien cómo es…

—¿Alguna vez te has quedado empantanado, John? —preguntó Landau retóricamente.

—No, pero tampoco he trabajado nunca en technicolor.

—Entonces, ¿por qué plantearlo, si no ha ocurrido? —preguntó, enfadado, Landau.

—Porque puede ocurrir.

—Yo creo que es una puntualización acertada —añadió Reissar por encima de los murmullos.

—Yo, no —insistió Landau.

—Ya lo sé —respondió Wilson con brusquedad—. No te afecta. Cuando nosotros estemos en el corazón de África, sudando y matándonos a trabajar, tú estarás enviando telegramas desde París.

—No es cierto. ¿Cómo puedes decir eso?

Los dos socios americanos se habían levantado y paseaban por la habitación con cara de pocos amigos.

—Yo estaré en África con vosotros.

—Ah, sí —gruñó Wilson—. ¡Ni hablar!

—Si se va a rodar la película en un río inglés y se envía una segunda unidad a África —intervino Fielding con temor—, el riesgo de utilizar el color sería mucho menor.

—En tal caso, tendrán que buscar otro director —dijo Wilson.

Ahora se levantaron los socios ingleses. El trato se estaba yendo al garete.

—Pero, ya habíamos quedado en eso —dijo Anders, sorprendido.

—Sin mí, ¡coño! —replicó Wilson.

—John —dijo Landau con firmeza—. ¿Quieres venir un momento a mi habitación?

Wilson lanzó a su socio una mirada envenenada.

—Claro. No me apetece partirte la nariz de un puñetazo delante de toda esta gente.

Se dirigió hacia la puerta más cercana.

—Eso es un armario —avisó alguien, dándole la oportunidad de girar justo a tiempo.

—Pete —llamó Landau—. Tú vienes con nosotros.

«Las potencias imperiales urgen a Italia para que entre en la Primera Guerra Mundial», pensé sombríamente.

—¿Por qué yo? —pregunté.

—He dicho que vengas —insistió Landau.

Me levanté y sonreí a la sorprendida concurrencia inglesa.

—Una conferencia americana a tres —anuncié. Ellos rieron con nerviosismo.

—Dios guarde al Imperio —dijo Anders.

Entramos en la habitación. La cama de Landau estaba doblada. Sobre una silla cercana había un par de pijamas de seda blanca con ribetes rojos. Wilson entró en el baño, dejando abierta la puerta. Landau le siguió. Casi toda la discusión tuvo lugar allí, mientras Wilson le daba la espalda.

—¿Qué demonios te pasa? —comenzó Landau en tono cauteloso, tratando de contener su enfado—. ¿Quieres cargarte el trato?

—No es ésa mi intención —parecía extrañamente tranquilo, pero es que estaba ocupado.

—¿Entonces, por qué hablas de empantanarte? Mientas la cuerda en casa del ahorcado y les dices que dejarás la película si se rueda una parte en Inglaterra. ¡Dios mío, John!

—Si se rueda en Inglaterra, lo dejo. Lo pondré por escrito, si quieres.

—Pero, no será así.

—Has considerado la posibilidad… a mis espaldas, hijo de puta.

—No te lo había mencionado porque no existe la más mínima posibilidad de que ocurra.

—Lo garantizas, supongo.

—Pues claro que lo garantizo, demonio.

—Muy bien, pues tus garantías no valen un carajo para mí —se volvió, airado, ajustándose los pantalones—. No pienso hacer una chapuza asquerosa porque te apetezca. No me importa que se ruede en blanco y negro o en sepia, o que tenga que hacer toda esa puñeta en dibujos animados, pero será en África.

—Te digo que lo haremos a tu gusto. Limítate a no joderlo todo hablando de que te vas a estancar o de que piensas dejarlo.

—¡Es que podemos estancarnos!

—Sí, y a la protagonista puede picarle una serpiente, pero ¿a qué decirlo ahora?

—Para eso se ha convocado la reunión, ¿no?; para hablar de los problemas que pueden presentarse.

—Naturalmente, pero todavía no hemos aprobado el color. Si pretendes arrojar un millón de dólares por la ventana…

—No me vendas esa mierda, Paul, ¡joder! —chilló Wilson, apretando los puños—. No intentes darme coba. Dime simplemente qué ofreces. Si estamos tratando de dar gato por liebre a esos tíos, infórmame y mantendré la boca cerrada, pero no intentes involucrarnos a todos con tus puñeteras mentiras.

—No he mentido.

—¡Has hablado de hacerlo en Inglaterra a mis espaldas!

—Y tú te has puesto de su parte en la cuestión del color. ¡Se supone que eres mi socio!

—No creas que no me arrepiento.

—¡Vamos, chicos! —intervine—. Sería mejor que bajarais la voz. —Se produjo un breve silencio.

—Te comportas como un jodido maniático —dijo Landau, sentándose en la cama.

—Y tú te comportas como un jodido estafador —replicó Wilson, adelantándose amenazador—. No pienso hacer de cabeza de turco para ti —la frase pertenecía a una de sus mejores películas.

—No hace falta. Ya lo hice yo cuando firmamos nuestro contrato.

—Deberíamos volver con aquellos señores —dije—. Llevamos mucho tiempo aquí.

Wilson aflojó los puños.

—Pete tiene razón. Vamos. Pero la próxima vez que me quieras engañar y yo me dé cuenta, te parto la boca, por Dios bendito, delante de todos.

—Hazlo y te demandaré hasta el último céntimo que tengas. O hasta el último céntimo que hayas ganado en tu vida —rectificó.

Se levantó despacio y siguió a Wilson hasta la otra habitación. Yo salí tras ellos.

—Bueno, ¿qué tal si nos vamos todos a tomar una copa y luego una cenita? —oí decir a Wilson con su voz más encantadora. Todos lo recibieron como una excelente idea.

—No creo que haya ningún problema insuperable —dijo Anders con calma.

—Claro que no —asintió Landau.

—¿No le parece a usted que tenemos la posibilidad de hacer una película estupenda, señor Verrill? —me preguntó Reissar.

—Si la hacen ustedes en África —respondí. Italia, por si acaso, entraba en el bando aliado.

La cena estaba servida. Como siempre, la preparación de Landau era impecable. Había una larga mesa presidida por los productores ingleses. El resto de los técnicos y de los jefes de departamento se sentaban a ambos lados. Wilson lo hacía cerca de la cabecera. Yo estaba en un extremo, junto a Landau. Sin ser magnífica, la comida estuvo bien; en cuanto al vino, fue extraordinario. Landau propuso un brindis.

—Por nuestros colegas y amigos británicos.

Todos levantaron su vaso. Fue, en efecto, un gesto simpático.

—Las manos se estrechan por encima del océano —añadió Landau, tras vaciar su vaso.

Wilson se levantó. Noté que no estaba completamente sobrio porque se tambaleaba un poco.

—Yo también quiero proponer un brindis —mientras elevaba el vaso, se produjo un silencio—. Bebo… a la salud de mi socio. Espero no haber matado a este hijo de puta antes de que acabemos.

Landau se sonrojó en su asiento, entre las risas de los invitados. A pesar de la vaga amenaza, se le veía impresionado y feliz. Había decidido pasar por alto el aspecto sarcástico del brindis.

—Hemos pasado mucho juntos, Paul, muchacho, ¿verdad? —gritó Wilson desde el otro lado de la mesa.

—Así es, querido —gritó, a su vez, Landau. Ambos se acogían a una especie de nostalgia que reavivaba momentáneamente su afecto.

—Paul y yo hemos embarcado a grandes tipos en grandes empresas —continuó Wilson, suscitando más carcajadas—. Pero nunca tuvimos la oportunidad de trabajar en Inglaterra, ¿cierto, Paul?

—Nunca. Sin embargo, aquí estamos ahora —dijo Landau con una risita; no conseguía disimular su inquietud.

—Bebamos entonces por el Old Bailey[1] —dijo Wilson.

Todos, excepto Landau, se divertían enormemente. A fin de cuentas, procedían de un pasado normal. Puesto que nunca habían padecido la amenaza del campo de concentración o de la policía secreta, les resultaba fácil bromear con la cárcel. Percibí que Landau había perdido el apetito. A partir de ese momento, se dedicó exclusivamente a dirigir a los camareros, despreciando el plato que tenía delante. La conversación en el otro extremo de la mesa discurría de nuevo sobre la próxima aventura.

Una vez más, me sorprendió el buen humor que imperaba en la compañía. Les esperaba un trabajo duro, lejos de la familia, quizás tuvieran que afrontar situaciones peligrosas, pero todos se mostraban deseosos de abordar el proyecto. Yo estaba acostumbrado a Hollywood, donde reinaba una atmósfera mucho más profesional. En una cena o una reunión como aquélla, nadie habría manifestado entusiasmo o alegría sin ninguna cortapisa; el recuerdo de los rodajes extenuantes los vacunaba contra falsos entusiasmos.

—Creo que has reunido un gran equipo, Paul —le dije a Landau.

Asintió con la cabeza.

—Si el capitán del barco no estuviera loco, no me preocuparía de nada —replicó en voz baja.

—Eso depende de ti. Olvídalo. Es uno de los mejores en lo suyo, y además es listo y tiene talento, aunque os llevéis mal.

—Le conozco —añadió con pesimismo.

La voz de Wilson llegaba hasta nuestro extremo de la mesa.

—Observen a mi socio, tratando de indisponerme con mi mejor amigo. ¡Será cabrón! Mi pulcro Casio, de mirada hambrienta. Tiene hambre pero no puede comer.

Más carcajadas. Wilson cosechaba un gran éxito a costa de su socio.

—¿Ves lo que quiero decir? —me dijo Landau.

—Es una buena frase, sin embargo —reconocí—. Tiene hambre pero no puede comer.

—Mejor que cualquiera de las frases del guión —dijo Landau, olvidando, sin duda, sus anteriores palabras sobre la excelencia de la adaptación.

Al acabar la cena y la reunión, se habían alcanzado ciertos acuerdos con la participación de todo el equipo. La cuestión del color se resolvió a favor de Landau, y la empresa parecía en marcha. Reissar y Anders nos invitaron a una copa.

Fuimos a un cabaret. Tal como lo recuerdo ahora, la asistencia a los clubes nocturnos fue uno de los aspectos importantes de aquella estancia londinense. Creo que todas nuestras veladas acababan de la misma forma, como invitados de los dos ingleses. Probablemente pensaban que la gente de Hollywood ponía ese broche a todas sus jornadas.

El local de la primera noche de mi breve estancia en Inglaterra tuvo algo de extrañamente simbólico. El plato fuerte del espectáculo que se desarrolló sobre el escenario fue tan irreal como espantoso: un mono enorme perseguía, en la oscuridad de la sala, a una hermosa muchacha medio desnuda. Ella corría gritando entre el laberinto de mesas, hasta que el mono le daba caza, en el centro del escenario, y le arrancaba los velos. La naturaleza primitiva vencía a la belleza civilizada, la violaba y la arrastraba a su guarida. Resultaba, al mismo tiempo, horrendo y divertido. Wilson lo pasó muy bien. El mal gusto radical del acto le provocó carcajadas convulsivas.

—Curioso, ¿eh?, muchacho —sonrió cuando volvieron a darse las luces y los monos de la vida nocturna londinense, mucho mejor vestidos que el anterior, invadieron la pista.

—¿No has sentido añoranza del continente negro?

—Sí, claro. Así serán nuestras noches y nuestros días.

—Sí, señor —confirmó con fingida seriedad—. Ya verás, nos gustará tanto que no querremos regresar nunca.

—Puede que alguno no vuelva —sólo me preocupaba que fuera yo.