El corazón se me paralizó un instante. Había algo de verdad en sus palabras. La imprudencia era para él una costumbre, y yo sabía que una de las razones del viaje a África era el deseo secreto de arriesgar la vida. Como muchos de nosotros, había leído a Hemingway y experimentaba el influjo romántico de su estilo de vida. John Wilson quería ponerse a prueba y desmentir a los demás, estaba casi seguro. Había conocido hombres así durante la guerra; la mayoría no leían a Hemingway, pero les tentaba siempre la misma ilusión, y lo que más me sorprendía de su destino final es que, mientras que ellos lograban sobrevivir, los hombres que les acompañaban solían quedarse por el camino. Conocí a cierto comandante de un batallón de paracaidistas de los marines que una y otra vez se presentaba voluntario a las misiones más peligrosas, pero los jóvenes que se lanzaban tras él, contagiados por su osadía, nunca retornaban. Le recordé mientras observaba cómo se vestía John.
—¿De verdad crees que seré útil en la película? —pregunté—. No me gustaría ir sólo en viaje de placer.
—¿Por qué no?
—No me sentiría bien al coger el dinero.
—Ah, te encuentro cambiado. El escenario alpino ha surtido efecto en ti.
—No bromeo, John.
—Yo tampoco —dijo con seriedad—. ¿Crees que te he pedido que vinieras para un viaje de placer?
—No estoy seguro.
—Por Dios, Pete.
Se echó una camisa de un tono rosa claro sobre los magros hombros.
—No creas que me he vuelto loco. Claro que puedes ayudarme.
—¿Tienes una copia del guión aquí?
—No estoy seguro.
—Sería mejor que lo leyera, ¿no te parece?
—Bueno, en conjunto, puede que te despiste.
—¿Es bueno?
—Leelo, y hablaremos.
Pero, después de vestirse, no fue capaz de encontrar una sola copia en la casa.
Jules Randsome deambulaba, tratando de ayudarle en la búsqueda, y lo mismo hizo la señorita Wilding. Wilson comenzaba a irritarse.
—Pero ¿qué coño de secretaria eres, Jeanie? ¿A qué te dedicas todo el día?
—Pues… he pasado a máquina sus cartas —dijo con voz dolida— y he atendido el teléfono.
—Tonterías.
—Es cierto, ¿verdad, Jules?
—Sí, John. Ha estado muy ocupada —musitó Randsome.
—No encubras a esta zorra —dijo Wilson. Se divertía con su pequeña tortura—. Cuando llegaste eras una secretaria competente. Ahora te has convertido en una marrana perezosa, que se pasa el día espiándome para Landau…
—No es cierto, señor Wilson —replicó, indignada—. Yo no espío para nadie, y menos para el señor Landau.
—Muy bien, pues encuentra el guión, por Cristo bendito —dijo, buscando en una enorme pila de manuscritos recibidos—. No te limites a seguirme mientras te justificas.
La búsqueda se prolongó aún varios minutos, hasta que Wilson desistió. Ordenó a la señorita Wilding que se hiciera con varias copias y que no dejara de darme una.
—Bueno —proclamó con aire satisfecho, después de haber zanjado la cuestión—, ¿nos vamos todos a tomar una copa?
—Tiene usted una cita a las doce menos cuarto, señor Wilson —añadió, con sequedad, la señorita Wilding.
—¿Sí?, ¿dónde?
—Usted me advirtió que no chismorreara en público sobre su vida.
—Eso era por Landau. No hagas misterios delante de mis amigos.
—No hago misterios. Tiene usted que ir al sastre.
—Es igual. Por Dios, hay tiempo para una copa.
—Ya lo sé.
—Entonces, ¿por qué lo traes a colación? Esta zorra se está volviendo imposible, ¿eh?, Jules.
—Hum, bastante difícil.
—Muy bien, Jules —dijo la señorita Wilding. Subió a recoger sus cosas. Wilson se puso una casaca de montar de tweed y una pequeña gorra de la misma mezcla.
—Observa, chaval —dijo, ajustándose el ángulo de la gorra frente al espejo del vestíbulo.
—¡Por Dios! —exclamé—. ¿Tendremos que abrimos paso así por la calle?
Sonrió contento.
—¿No es elegante? Tienes que hacerte una.
—Me parece que lo haré, si tengo que salir contigo.
—Es la nueva moda —musitó Randsome, de modo casi ininteligible—. Pantalones de pitillo y chaquetas acampanadas.
—Para los oficiales de la guardia —repliqué—, no para los directores de Hollywood.
—No discutas con él, Jules —zanjó John—. Este jodido ignorante no tardará mucho en ponerse uno igual.
Salimos a tomar una copa a la taberna local. La gente se nos quedaba mirando, y no habría sido yo quien se lo reprochara. Randsome parecía un vagabundo; Wilson, la versión americana de un estraperlista. La señorita Wilding y yo estábamos de más.
Ignorando las miradas de los lugareños, tomamos cerveza tibia. Wilson continuaba atormentando a su secretaria. Cuando acabamos la primera ronda, aparecieron dos o tres conocidos más. Todos compartían una cosa, el aspecto vidrioso de la gente que se ha levantado con resaca, después de beber toda la noche.
—John, viejo amigo, estás hecho una visión —dijo uno de ellos, que, según Wilson, era crítico de cine de un periódico londinense, aunque a mí me pareció más bien el prófugo de un duelo a espada, porque llevaba la cara llena de cortes a medio cicatrizar.
—Celebro que te guste —respondió Wilson—. ¿Qué coño te ha pasado en la cara?
—Se me olvidó apretar la rosca de la puta rasuradora —replicó el inglés—, y, de repente, me encontré lleno de sangre. ¡Menuda sorpresa!
Wilson estalló en carcajadas estridentes. Continuaron hablando de su borrachera de la noche anterior.
—¿A que son una panda de tíos estupendos? —me preguntó, estusiasmado, de costadillo.
—Unos personajes —respondí, deseando irme—. ¿Qué pasa con el sastre?
—Cierto. Tenemos que ir.
—¿Puedo acompañarlos? —preguntó la señorita Wilding.
—¿Para qué demonios? —respondió Wilson.
—El señor Landau dijo que me encargara de usted hoy, así que si no vuelve al Claridge para la cita de las seis estoy despedida.
—¿Sabes lo que puedes decirle al señor Landau?
—Para usted es fácil —se quejó la chica—, pero soy yo la que está siempre en la brecha cuando usted no aparece.
—La próxima vez que tengas un problema con el señor Landau, me lo cuentas —dijo Wilson en tono amenazador—. Venga, Pete, vámonos.
Nos dirigimos a la sastrería. Por el camino, Wilson me habló de los años jóvenes que había pasado en Londres. Como era muy pobre y estaba sin trabajo había tenido que robar al descuido a los borrachos y los maricas de Hyde Park. Yo conocía la historia, pero sonaba mejor ahora, en el escenario real.
—¿Por qué no escribiste a casa pidiendo dinero? —le pregunté, sabiendo que su padre había sido un acomodado hombre de negocios de Ohio.
—¿Lo has hecho tú alguna vez?
—No, pero tampoco he robado a los borrachos.
—Aun así, no lo habrías pedido. ¿Verdad que habrías preferido robar a pedir dinero a tu padre?
—No lo sé.
Creyó que quería provocarle.
—¡Vamos! Tú y yo sabemos que no lo habrías hecho.
Era un ejemplo más de lo mucho que se equivocaba constantemente respecto a mí. Dejé correr el asunto.
Fuimos a Tautz’s, donde una dama, sentada y elegantemente vestida, esperaba, sin duda, a alguien. Al ver a Wilson, se levantó.
—Irene —exclamó él con sorpresa—. Pero, bueno, por Dios bendito —me la presentó.
—Supongo que te has olvidado de que estábamos citados aquí —dijo ella.
—En absoluto, cielo, en absoluto.
Resultó ser aristócrata y, por la apariencia, fabulosamente rica.
—Eres un mentiroso tremendo, John.
Pero él la ignoró. Ahora le fascinaban los rollos de tela que tenía delante, sobre el mostrador. Nos hizo señas para que nos acercáramos.
—Vamos, tíos, ayudadme a escoger.
Encargó tres trajes, todos con pantalones de pitillo y chaquetas acampanadas. Luego se probó unos pantalones de montar que ya había encargado. Le observé plantado delante del espejo con los pantalones a medio coser y las delgadas piernas sobresaliendo como dos palillos. Sin embargo, su aspecto ridículo no parecía importarle lo más mínimo.
—Tienes que comprarte algo así —me dijo.
—Hoy no.
—Es uno de los mejores sastres deportivos del mundo —añadió la dama.
—El mejor —replicó Wilson. El sastre estaba encantado. Pensé que ojalá aquel hombrecito recordara este agradable momento después, mientras esperaba cobrar.
—Me gustaría pedirle otra cosa —dijo Wilson, una vez vestido de calle—. Quiero tres pares de pantalones de montar muy ligeros de twill, para llevar con polainas. Voy a África, sabe…
—Muy bien, señor —dijo el sastre—. Le enseñaré el material.
Yo me entretenía en cálculos mentales de lo que acababa de gastar Wilson; probablemente, unos quinientos dólares.
—Necesitarías un par de chaquetones ligeros del mismo material —afirmó la dama—. Te resultarán muy cómodos.
—Hum, es cierto ¿Lo tendrá todo a tiempo?
—Haremos lo posible —contestó el hombrecillo.
—Estoy seguro —John sonrió. La asimétrica historia de amor progresaba adecuadamente.
Cuando salimos de la sastrería, John decidió que era hora de comer. Manifesté mi acuerdo, porque pasaba de la una y media. Propuso ir al Caprice.
—A la gente del cine sólo os gustan dos sitios en cada ciudad del mundo —se lamentó la dama—. El Twenty-one y el Cub Room, en Nueva York; la Tour d’Argent y La Méditerranée, en París; y, en Londres, Les Ambassadeurs o el Caprice.
John me lanzó un guiño, al tiempo que me daba un codazo bastante evidente.
—Ya ves que esta fulana ha viajado mucho —y luego, dirigiéndose a ella, con una sonrisa no menos obvia, preguntó—: ¿Y adónde te gustaría ir a ti, querida?
Ella movió la cabeza, sonriendo.
—De veras, John, eres terrible. Pero hay un montón de sitios buenos en Londres. El Ward Room, por ejemplo, donde soy socia.
—Perfecto. Vamos a tu club —tocaba, ahora, el papel de duro—. Nena, tus deseos son órdenes para mi compañero y para mí.
La dama no parecía muy contenta. Fuimos al Ward Room, donde John continuó la comedia. Llamó compañero al maître y pidió que le explicaran qué significaba entrecôte.
—Vaya, ¿por qué no dicen filete, si no es otra cosa? Hay mucho pedante aquí.
—John, por favor —suplicaba la dama, roja como la grana—. No es siempre así —añadió, dirigiéndose al maître.
—Sí, en general, soy buen chico, pero estos lujos me desazonan.
Después de pedir la comida, lo que supuso una larga y complicada ceremonia, en la que se discutieron todos y cada uno de los platos de la carta, y que John zanjó pidiendo un filete y un pomelo, comenzó a acercarse a la dama, para entonces ya completamente arrepentida de la invitación. John representó toda una falsa comedia, de la que me hizo cómplice.
—¿No es la fulana más elegante que has visto en tu vida, Pete? —repetía una y otra vez.
Ella sólo acertaba a decir: «John, por favor», recorriendo el salón con mirada nerviosa. No entendía por qué se comportaba de aquella forma, de repente. Yo sí. La estaba castigando por haberse atrevido a cuestionar su elección de restaurante.
Por fin, llegó el café. Al primer sorbo, sacudió la cabeza.
—Es lo más asqueroso que me he echado al coleto. Parece agua de fregar.
Llamó al maître chasqueando los dedos.
—Oye, compañero, quiero preguntarte una cosa.
El maître se acercó a nuestra mesa con bastantes reservas.
—¿Cuánto clavan por este brebaje? —le preguntó.
—¿Perdón, señor?
—¿Cuánta guita cuesta este café?
—Me temo que no le entiendo.
—Pete, ¿verdad que hablo en inglés? —preguntó Wilson con agresividad.
—Claro, John. Hablas americano.
—El señor Wilson bromea —explicó la dama con voz débil—. Le pregunta cuánto vale el café. El precio.
—¿El precio, señora?
—Olvídalo, compañero —dijo Wilson, más sereno.
El maître se alejó. Wilson estalló en carcajadas.
—¡Dios mío!, ¿no es encantador? Estoy seguro de que ha ido a llamar a la policía, para mayor seguridad.
—No le encuentro la gracia —dijo la dama.
—¿Quieres que lo dejemos?
—Me encantaría.
—Está bien, se acabó.
La representación y los americanismos desaparecieron sin dejar rastro. La dama se ablandaba visiblemente. Wilson miró el reloj.
—¡Vaya por Dios!, son casi las tres.
—Claro, total sólo era la una y media cuando hemos empezado.
—Bueno, hay que darse prisa, chaval. Pide la cuenta.
Tosí adrede.
—Acabo de llegar esta mañana. No llevo libras.
—Ah, ¿no? —parecía sinceramente desolado mientras rebuscaba en sus bolsillos—. Pues, yo no llevo más de treinta chelines.
—Quizás te dejen firmar —sugerí.
—Sí, claro. No tendrán más remedio, o les rompemos el local.
La dama aparentaba no oír la conversación, pero John sabía que estaba escuchando. Se acercó a ella.
—Cielo —dijo, coqueteando—, ¿se te da bien lavar platos?
—¿Qué dices? —ahora le hablaba con brusquedad.
—Mi camarada y yo estamos arruinados, sin un céntimo. ¿Podrías prestarnos diez libras?
—John, ¿estás de broma?
Se rio indeciso.
—Ya me gustaría, pero he salido sin dinero.
—Yo tampoco tengo —dijo ella—. Puedo firmar, no obstante.
—Ya me parecía a mí —dijo Wilson. Y, dirigiéndome un guiño, añadió—: Tiene clase, te lo he dicho.
—John, por favor, no empieces otra vez —dijo ella. Pidió la cuenta y la firmó.
John entregó al maître un billete de una libra.
—Esto por haber sido un buen tronco.
—¿Perdón, señor?
—Creo que has dicho tronco, John. —Nos echamos a reír, contentos como dos idiotas. Nuestra anfitriona volaba ya sobre la fina alfombra carmesí. La alcanzamos en el vestíbulo, donde el gerente la despedía con una cortés inclinación. John se puso la gorra de tweed.
—Querida —le gritó—. Espera un momento.
—¿Qué pasa, John?
—Nos apetecería un puro, ¿no podrías inscribirme como socio invitado?
—Creo que no.
—Oh, se puede arreglar, señora —intervino el gerente, que no había presenciado la escena de arriba. Le inscribieron como socio provisional del club y nos dieron sendos puros.
Los encendimos en la acera, muy satisfechos de nosotros mismos.
—Sois horribles, los dos —la dama sonrió—. John, te aseguro que no he pasado tanta vergüenza en toda mi vida.
—¿De veras, cielo? Yo creo que ha sido una comida muy agradable, ¿y tú, Pete?
—Bárbara.
—De primera —se quitó la gorra e hizo una primorosa reverencia—. Te lo agradezco mucho, querida.
—¿No queréis un taxi? —nos preguntó.
—No podemos permitírnoslo —respondió Wilson.
El portero le abrió la puerta de un taxi. Cuando entró, parecía más confusa que nunca.
—Te llamaré —dijo John.
Ella no contestó. Agitó la mano vagamente y desapareció. John sonrió contento.
—¿No es una fulana elegante?
—Muy agradable, pero me temo que es la última vez que la ves.
—Imposible —dijo, seguro de sí mismo—. De ahora en adelante, no vendrá con nosotros donde la conozcan, sólo eso.
—Bueno, ¿adónde vamos ahora? —pregunté.
—Volvamos dentro, a tomar una copa —propuso—. Ahora puedo firmar.
Tomamos un brandy en la barra del vestíbulo; a la salida, caminamos a buen paso por las calles de Londres. A los pocos minutos nos habíamos perdido. John me contaba una de sus historias de la guerra mientras nos adentrábamos cada vez más en territorio desconocido. Estaba oscureciendo cuando, por fin, comenzó a preocuparse por nuestra situación geográfica. Se rascó la cabeza.
—¿Dónde demonios estamos? —preguntó, perplejo.
—No tengo ni idea, sólo sé que son más de las seis y que deberías estar de vuelta al hotel para la reunión.
Tomamos un taxi y pedimos al conductor que nos llevara al Claridge. Resultó que el hotel se hallaba a menos de cinco manzanas.
—Aunque apagaran todas las luces de esta puñetera ciudad —me dijo Wilson— encontraría el camino de nuevo.
La reunión no había comenzado aún en la suite de Landau, pero ya había gente tomando copas. Me presentaron a dos ingleses de muy buena apariencia, que resultaron ser Anders y Reissar, los productores. Ambos me estrecharon la mano con mucha educación, declarando su placer en conocerme. Me sorprendió que nadie les hubiera mencionado mi nombre. Anders, el mayor, parecía un abogado, con su rostro delgado e inteligente y su pelo oscuro, cuidadosamente cepillado. Reissar era, sin duda, el artista de aquella combinación. Tenía unos dulces ojos marrones y un pelo rubio ondulado. «Podría haber sido un joven poeta», pensé para mí. Qué diferente era todo de Hollywood, con sus productores siempre demasiado vestidos y demasiado bronceados, y, por lo general, reacios a los intrusos.
Landau fumaba un puro, tan elegante como siempre, con su traje azul marino y una corbata azul brillante sujeta con un alfiler ondulado de oro, aunque el conjunto resultaba en cierta forma demasiado pulcro, demasiado nuevo y hecho a medida. Asiéndome el brazo con una mano grande y cálida, me apartó a un lado. Recordé que era uno de sus gestos característicos. Tenía la costumbre de aferrar a sus interlocutores por temor a que se le fueran antes de haber acabado; adquirida, sin duda, porque ellos manifestaban la tendencia a retirarse.
—Me alegro tanto de verte, Pete… No puedes imaginártelo.
—Yo también me alegro de verte, Paul.
—Puedes salvarnos la vida.
—¿De verdad? ¿Cómo? —me sentía aturdido por un comienzo tan bruscamente dramático.
—El ogro —era el apodo de Wilson—. Creo que está perdiendo la cabeza.
—No digas tonterías. Le encuentro en muy buena forma.
—Sólo llevas un día con él —dijo Landau, elevando sensiblemente la voz—. No sabes cómo está.
—No ha cambiado, Paul. Lo que te pasa es que empiezas a cansarte, nada más —veía a Wilson prepararse un cóctel al otro lado de la habitación. A cada momento llegaban más hombres.
—Ha cambiado, te lo digo yo. Estoy seguro. Ha cambiado, y no precisamente a mejor.
—¿Qué ha hecho?
—De todo —dijo Landau con un hondo suspiro—. Ha estado a punto de cargarse el contrato cinco veces. Si aún se mantiene en pie es gracias a mí.
—Y a que él quiere ir a África.
—Exacto. Pero yo tengo que trabajar como un perro para que no se vaya todo al garete. No tienes idea de lo que está pasando; ni idea…
—No trabaja.
—Pues, claro que no. Pero eso no es lo peor. Está loco, de verdad. Me mira con odio; diga lo que diga, él me contradice inmediatamente. No puedo permanecer más de una hora en la misma habitación que él. Y lo curioso es que yo también empiezo a odiarle. Acuérdate de cómo fueron las cosas cuando hicimos la película en Hollywood, éramos amigos. Claro, me torturaba, pero éramos amigos. Ahora me aborrece. Por eso se me ocurrió llamarte; para que ocupes mi lugar, para que me representes en África.
Me apartó con su garra, al ver acercarse a Wilson.
—Hola, Paul —dijo con simpatía.
—Hola; Johnny, muchacho —replicó Landau, con una voz llena de afecto y ternura—. ¿Has tenido un buen día? ¿Te ha cundido?
—Bueno, Pete y yo hemos dado un largo paseo.
—¿Qué te parece el guión? —me preguntó Landau.
—Te lo comentaré más tarde —respondí. Wilson y yo siempre habíamos sido una piña. Nos cubríamos automáticamente, captando la necesidad al vuelo. Por eso me asombraba que Landau me hubiera aceptado en la película. Lejos de ganar un aliado, estaba proporcionando un cómplice a su enemigo.
—Yo creo que es tremendamente bueno —afirmó.
—¡No me digas, Paul! —intervino Wilson—. Es una lástima que no tengas ni puñetera idea de estas cosas —y, dándose la vuelta, se alejó. A Landau le temblaron los labios al contener su indignación.
—Ya ves —dijo en voz baja, volviendo a agarrarme—. Lo que yo te decía.
—Pero no hay nada nuevo. Siempre ha sido así.
Landau negó con la cabeza.
—No, es peor que nunca. Si te empeñas en no entenderlo, no podrás hacer nada por mí. Ha enloquecido. En una sociedad civilizada estaría ya dentro de una camisa de fuerza.