2

En Heathrow me esperaban un Rolls-Royce con chófer y, por supuesto, la señorita Wilding. Era una inglesa pálida, casi bonita, de mala dentadura y maneras desenvueltas y eficaces.

—Hace un tiempo estupendo, ¿verdad? —dijo de camino al coche—. ¿Ha tenido un vuelo agradable?

—Muy agradable.

En mi fuero interno, me prometí no actuar a la inglesa mientras permaneciera allí.

—Bien —dijo la señorita Wilding—. En realidad, habíamos pensado alojarle en el Claridge, pero el señor Wilson prefiere que esté con él, de modo que si no tiene usted ningún inconveniente…

—Creía que el señor Wilson estaba en el Claridge.

—Bueno, estaba —se rio, animada por alguna broma secreta—, pero ahora tiene una nueva casa. Se la ha dejado uno de sus amigos de la alta sociedad. Ya conoce usted a John… quiero decir al señor Wilson.

«Por lo visto», pensé, «ha establecido ya la acostumbrada relación con la secretaria». No duraría mucho. Siempre se enamoraban de él, antes de caer víctimas de su tortura cotidiana. Sin duda, la señorita Wilding estaba entrando en la fase de la mortificación, que solía empezar en cuanto comenzaban a llamarle por su nombre de pila.

—¿Adónde, señorita? —preguntó el conductor.

—A Eggerton Court. Espero que no le importe que el agua no esté hoy muy caliente —dijo, dirigiéndose a mí—. El calentador funciona mal.

—Creo que me las arreglaré —respondí con nostalgia del Claridge. Una de las cosas que más me atraía de trabajar en el cine era la ventaja, esta vez negada, de alojarme en los mejores hoteles.

—Yo quería conservar su habitación en el Claridge, pero el señor Wilson se empeñó en cancelarla… creo que se siente solo, ya sabe usted.

—No tiene importancia.

—Bueno, no diría yo eso. Sabe, hay otro caballero con el señor Wilson…

—Pero la habitación del Claridge ya no está disponible.

—No, no lo está.

—Entonces, lo olvidaremos.

Se produjo un silencio, le ofrecí una porción de la tableta de chocolate que traía de Suiza, y ella la aceptó con gusto.

—¿Qué tal el señor Landau? —pregunté.

—Ah, muy bien.

—¿Se lleva bien con el señor Wilson?

—Bastante, sí.

Landau constituía otra de las manifestaciones de carácter de Wilson. Después de su película de más éxito, cuando todos los estudios de Hollywood andaban tras él, había firmado repentinamente un contrato con aquel misterioso productor húngaro para fundar su propia compañía. Era otro ejemplo de su manía de dar en las narices a las costumbres de su comunidad. Cuando consigues un éxito, sueles firmar contrato con un gran estudio a cambio de una cifra elevada, para asegurarte el porvenir. Wilson lo había firmado con un hombre prácticamente desconocido fuera de Budapest, cuya historia financiera representaba uno de los grandes misterios de la época. Landau comía siempre en los mejores restaurantes, bailaba la rumba en los cabarets de moda y nunca dejaba tocar la cuenta a nadie; en cambio, era sabido que pasaba apuros para pagar a fin de mes las facturas del carnicero y de la tienda de ultramarinos. Wilson firmó con él cuatro hipotéticas películas, en la primera de las cuales habíamos colaborado. La compañía se llamaba Sunrise Productions, aunque todos la llamaban Sunset, porque su ocaso era evidente. Cuando, en cierta ocasión le pregunté por qué firmar con Landau y la Sunrise, me contestó con su sonrisa más ambigua y afable: «Porque es lo que no se debe hacer, por eso», y ahí quedó el asunto.

Después, cuando conocí a Landau, comencé a comprenderlo. Además de ayudarle en su programa personal de autodestrucción, Landau le divertía. Era un blanco perfecto para las bromas pesadas y mostraba unos modales encantadores, una especie de elegancia fina, triste y continental; las maneras primorosas de un oficial de la caballería húngara, que él conservaba a despecho de haber sobrevivido a un pasado peligroso. Se había librado por los pelos de Hitler y de los primeros pogromos húngaros y, aunque ahora actuaba como un personaje importante del mundo del cine, las pruebas de lo que había estado a punto de ocurrirle afloraban constantemente a la superficie. Por otro lado, presentaba una excelente cualidad, muy apreciada por nosotros: allí donde iba, tenía siempre acceso a cuatro o cinco chicas guapas, de las que no se mostraba celoso.

—¿De verdad van a hacer una película juntos? —pregunté.

—Eso espero —dijo ella, muy sorprendida— y puedo decirle que el señor Reissar y el señor Anders lo esperan también.

—¿Quiénes son?

—Los productores británicos.

Era evidente que no le impresionaba mi inteligencia.

—¿Ha trabajado usted antes en la industria del cine? —quiso saber.

—Oh, sí, pero no en Inglaterra.

—Pues son prácticamente la mejor gente que nos queda —replicó con suficiencia.

—¿Y aportan el dinero?

—La mitad inglesa; el señor Landau es el productor americano. Es el primer tratado interaliado que se establece.

—Ah, ya; y ¿cómo es la historia?

—La mar de buena.

Cada vez le asombraban más mis preguntas.

—¿No ha leído usted el libro?

—Creo que sí. ¿Cómo se va a llamar ahora?

El negrero.

—Ah, sí… es sobre los problemas raciales en África, ¿verdad?

—En absoluto, es una historia de amor en el mundo de los tratantes de esclavos. El guión es mejor que la novela. Tengo una copia para usted, que, por cierto, está en la oficina.

—Muy bien.

Nos sumimos de nuevo en el silencio.

—¿Quiere más chocolate? —le pregunté al cabo de un rato, mientras rodábamos suavemente por la desoladora periferia de Londres.

—Sí, encantada.

Partí el segundo soborno y esperé a que acabara de masticar antes de preguntar.

—¿Ha trabajado mucho el señor Wilson en el guión?

—Bastante. Es un hombre de hábitos muy irregulares, ya sabe, la gente no cree que está trabajando, pero en realidad piensa constantemente en el guión. Nunca había colaborado con un hombre tan fascinante.

—¿Bebe mucho?

—No mucho.

—¿Ve a mucha gente?

—Bueno, sobre todo al grupo de cazadores de zorros, es muy aficionado, ya sabe. Se le dio muy bien en Dorset.

—¿Logró mantenerse?

—Sufrió una caída —dijo con ese maravilloso tono británico de falsete que vuelve trivial cualquier desastre—. Pero enseguida se subió al caballo y alcanzó a los demás.

—No fue exactamente así, señorita —intervino el chófer, volviéndose hacia el panel divisorio de cristal—. Tuvo otra después, y nos costó mucho tiempo recuperar su montura.

—¿Estaba usted allí, Ronald? —preguntó con altanería.

—Sí, señorita. Yo le llevé.

—Hum, en cualquier caso, se le dio bien. Dos caídas no es mucho para la primera sesión de caza.

—Es un tío valiente —observó Ronald.

—Hum, sí —puso cara de haber acabado la conversación con Ronald—. ¿Estamos cerca?

—A unos diez minutos, señorita.

—Muy bien. Dese prisa, por favor, Ronald.

—Hago lo que puedo, señorita.

Lo estaba haciendo muy bien, pensé, maniobrando aquel coche enorme y anticuado por calles tan estrechas, retrocediendo a veces para permitir que otros vehículos más pequeños y con mayor movilidad se revolvieran a su alrededor como sardinas en torno a una ballena, en una esquina estrecha y rocosa del océano.

—Siempre sabe más que nadie —me confió la señorita Wilding en voz baja—. Pero es un buen conductor.

«Y no está tan enamorado de Wilson como tú», estuve a punto de apostillar, pero me contuve. A fin de cuentas, me encontraba en un país extranjero y, además, habíamos llegado.

Había un estrecho jardín en el centro de una pequeña manzana de casas, sin tiendas. Se trataba, sin duda, de un distrito elegante. Ronald mantuvo abierta la puerta del coche, y la señorita Wilding se adelantó para abrir paso; cruzamos un angosto sendero que conducía a una pequeña puerta de madera con un llamador de bronce reluciente. A la llamada de la señorita Wilding, abrió casi inmediatamente un hombre delgado y canoso, con chaqueta blanca de sirviente.

—Hola, George. Te presento al señor Verrill. ¿Se ha levantado el señor Wilson?

—Buenos días, señor —dijo George, dirigiéndose a mí con mucha formalidad, y luego a la secretaria—: No creo, señora. Aunque ya tiene el desayuno.

Subimos por una escalera empinada hasta una oscura habitación increíblemente decorada con antiguos espejos dorados y estatuillas blancas. Romana en espíritu, y georgiana en la atmósfera, olía a humo de tabaco reconcentrado. Un hombre, en traje azul oscuro, leía el periódico de la mañana en un sofá de seda pálida. Se levantó y me miró nervioso a través de las gafas de montura acerada.

—Es Jules Randsome, señor Verrill —dijo la muchacha jovialmente—. Tendrán ocasión de verse mucho.

Nos estrechamos la mano. Era un hombre alto, de aire obsesivo. Llevaba una camisa azul, con corbata rojo oscuro, y tenía pinta de haber dormido vestido en el mismo sofá del que se acababa de levantar.

—¿Ha tenido un buen viaje? —preguntó.

—Sí, bueno, gracias.

—¡Qué aspecto tan extraordinario!, ¿verdad, Jeanie? Trae aire de la montaña a la habitación.

Estuve a punto de comentar que un poco de aire de la montaña no le iría mal a la estancia, pero volví a abstenerme. Era un invitado y quería empezar con buen pie.

—John espera arriba —dijo Randsome.

—Bueno, ahora subimos —replicó con energía la señorita Wilding. Salimos de la habitación hacia la siguiente escalera.

—¿Hay correo, Jeanie? —gritó a nuestra espalda Randsome.

—Nada para usted, Jules. Lo siento.

Nos detuvimos, algo jadeantes, ante una puerta de color crema, a la que llamó la señorita Wilding.

—Entre —llegó débilmente la voz de John.

Lo primero que vi fue la cama, una especie de coliseo cortado por la mitad y pintado de un reluciente tono plateado, cuyas paredes se elevaban en pequeñas ondulaciones de plata. John Wilson estaba sentado en el centro de la curva del coliseo, inclinado sobre la bandeja del desayuno y el periódico matutino. Llevaba la chaqueta de un pijama rojo de seda, demasiado grande para sus estrechos hombros. El cabello fino, que empezaba a encanecer, aparecía despeinado. No alzó la cabeza.

—El señor Verrill está aquí, señor Wilson —anunció la chica.

Levantó, rápido, la mirada, con una abierta sonrisa, e inmediatamente experimenté una sensación que se repetía cada vez que volvía a verle: un tío realmente estupendo, mi mejor amigo, divertido, inteligente, perceptivo y afectuoso. Olvidé incluso las veces que, después de sentir lo mismo, había acabado loco por perderle de vista a las dos semanas.

—Peter, ¡por Dios bendito!

—¡Johnny! —nos estrechamos la mano y nos aporreamos la espalda.

—Bueno, ¿cómo demonios estás, chaval?

—Bien, ¿y tú?

—Tienes muy buen aspecto, yo diría que estás mejor que nunca —siguió hablando, mientras se rascaba la cabeza con la mano larga y delgada—. ¿Qué coño has hecho últimamente?

—Esquiar. Sentarme al sol.

—Vaya, estupendo —sonrió, burlón—. Te había perdido la pista, chaval.

—Y yo a ti, compañero.

—Mi buen Pete ¿y qué tal? ¿Sabes que hace un montón de tiempo?

—Es verdad.

—Muy bien, ¿y qué tal? —volvió a frotarse la cabeza, sonriendo—. ¿Quieres café?

—No, gracias.

—Bueno, bueno, ¿y qué tal?

Parecía contento de repetirse. Nos sonreímos mutuamente.

—¡Vaya antro! —dije.

—Tremendo, ¿verdad? —sonrió, contento—. ¿Has visto el salón?

—Claro.

—¿No es lo más espantoso que has encontrado en tu vida?

—Fantástico.

—Me vuelve loco —de pronto, pareció que se apoderaba de su cerebro un pensamiento urgente—. Abre aquella puerta y echa un vistazo dentro del armario. Vamos, vamos, adelante. Y tú, Jeanie, esfúmate, hoy no se trabaja.

La señorita Wilding se retiró de mal humor.

—¿Ahora mismo? —pregunté.

—Sí, ahora. ¡Vamos!

Obedecí, un poco desconcertado. Al abrir la puerta del armario, encontré algo más parecido a un vestidor, con un espejo y un perchero para la ropa.

—¿Ves algo? —gritó a mis espaldas.

—No.

—Mira al suelo, tío.

Al bajar la vista, me di cuenta de que había una silla de montar boca arriba, un par de botas negras, un levitín rojo de caza y unos pantalones de montar de color crema.

—¿Tu equipo?

—Sí, señor. Tráeme la levita y el sombrero.

Encontré la gorra negra de caza y tomé la levita. Sin pronunciar palabra, se puso la primera, se deslizó dentro de la segunda y, apartando la bandeja, se levantó. Se quedó en calzoncillos blancos, con las largas piernas ligeramente dobladas.

—¿No es el equipo más cojonudo que has visto en tu vida?

—Estás estupendo.

—Tienes que hacerte con uno igual.

—¿Para África?

—Pues, claro.

Volvió a brincar a la cama.

—He ido a cazar todos los fines de semana. Es fabuloso, chaval. ¿Sabes lo que te digo…?, que estos ingleses no tienen nada que enseñamos, absolutamente nada.

Lenta y metódicamente, eligiendo las palabras con mucho detenimiento, me contó cosas sobre la caza. Al principio, los ingleses que le habían invitado le miraban por encima del hombro, pero ahora estaban impresionados. Evidentemente, aquel fin de semana había representado una conquista para Wilson.

—Suena bien —comenté cuando acabó.

Encendió un cigarrillo, sacudiendo la cabeza.

—Tremendo, chaval. Bueno, ¿y tú?, ¿y tu libro?

—No he adelantado mucho.

—¿Por qué no? ¿O prefieres no hablar de eso?

—No me importa. Es que no pude empezar… y luego tuve problemas de faldas…

—Ah, sí —inquirió con interés—. Vaya, ¿y qué pasó?

Entonces, estalló en carcajadas. Veía frente a él un espíritu afín al suyo, sólo quince años más joven, que le traía cómicamente a la memoria otros problemas conocidos.

—Mal asunto, ¿eh?

—Desagradable —dije. Fue el eufemismo del año.

—Parece mentira.

Sacudió una vez más la cabeza y volvió a reír.

—Pobre Pete, ¡qué asunto tan puñetero!, ¿verdad?

—No te preocupes. Cuando se acaba nunca entiendes por qué coño tuvo tanta importancia.

—Es cierto. No hay nada peor que recordar por qué has corrido detrás de una mujer cuando ya ha sido tuya.

—Ha sido un invierno asqueroso —añadí—. No he podido trabajar, he gastado mucho dinero y no lo he pasado bien. Ni siquiera he esquiado mucho.

—Bueno, es una pena, Pete —dijo, volviendo a estallar en carcajadas—. Mira, no hay más que una solución para ti… África.

Al decirlo, dio a la palabra África un significado nuevo para mí. Torció la cabeza ligeramente, recalcó el término, y experimenté súbitamente la sensación de algo maligno y tenebroso. Todo lo que Conrad había dicho en miles de palabras sobre el río negro y estancado en el que Kurtz encontró la muerte, lo evocó Wilson en su forma de pronunciar el nombre del continente. Vi los árboles retorcidos, la jungla y los ríos negros, y sentí en lo más profundo que no deseaba ir a semejante sitio.

—¿Crees que será bueno para mis problemas?

—Aunque no lo sea, tienes que ir.

Se irguió en la cama.

—En esta vida, hay veces en que uno no debe preguntarse si una cosa está bien o mal, si es inteligente o no. Al menos, no la gente como tú o yo. Límitate a liar el petate y salir.

—¿Y qué pasa con mi libro?

—Si no lo has escrito este invierno, es que no estás preparado, nada más.

Siempre se las componía para que me sintiera mejor conmigo mismo, inspirándome una nueva esperanza.

—¿De veras lo crees, John? —pregunté, poco convencido.

—Lo sé. Ya verás cómo algún día lo escribes. Pero tienes que olvidar lo demás; la forma, la historia, quién lo va a leer. Tienes que arriesgarlo todo y limitarte a escribir lo que sabes, sin más. Todo lo que has aprendido. Y entonces saldrá algo… créeme, chaval. El resto, los trabajos cuidados y planificados son falsos, sobre todo para ti. Tú perteneces a esa clase de escritores que debe lanzarse, tratar de volar o de arrastrarte o de cantar o de lo que coño sea.

Me sentí mejor. El problema de la forma me desconcertaba. Aquellas palabras reflejaban exactamente lo que yo había esperado; lo mismo que pasó con mi primer libro. Lo había escrito, sin más. Ahora, al sugerirme aquella actitud, Wilson disipaba la inseguridad que habían suscitado en mí las nieves del invierno. Se me olvidó incluso el miedo a África. Si él acertaba con mi trabajo, probablemente acertara también con mi vida.

—¿Cuándo tenemos que irnos? —pregunté, vacilante.

—Trabajaremos aquí una semana o diez días, y luego puede que me adelante en un viaje de inspección mientras tú trabajas un poco el guión. Cuando lleve allí dos semanas, te reúnes conmigo, y ya está.

—¿Cuánto tiempo estaremos?

—Todo el que haga falta para rodar la película y cazar algo. Tres, cuatro meses… quizás más.

«Abril, mayo, junio y julio», calculé mentalmente. Pasaría sin transición de los ardores de África a los de Europa. Se acabó la primavera viajando por los Alpes y se acabó París en mayo y junio.

—¿Te preocupa estar demasiado tiempo?

—No —mentí—. Pensaba en el calendario de trabajo.

—Estaremos de vuelta en agosto. Recogeré a Laurene y recorreremos Italia en un par de coches, para arreglar nuestros matrimonios.

—Está bien —dije sin convencimiento—, pero tendré que hacer algunos tratos financieros con Landau.

—Ah, no hay problema —dijo, riendo con alegría—. Ya conoces a Paul.

—Le conozco —afirmé en tono lúgubre.

—Va a ser una cosa grande, chaval.

Era evidente que no deseaba explayarse sobre los extremos económicos del asunto.

—¿Crees que querrá pagarme el viaje y el salario?

—Pues, claro. Sin problemas.

—¿Cuál es tu situación financiera?

—La de siempre.

—¿Estás sin blanca?

—Bueno, depende a qué llamemos estar sin blanca —dijo con una seriedad fingida—. Debo casi un cuarto de millón de dólares, aunque para un tipo como Baruch no representa gran cosa.

—¿Un cuarto de millón de dólares?

—Cerca de trescientos mil.

Me dejó pasmado. Sabía que no era mentira.

—¿Y no te preocupa?

—Sí, no se me quita de la cabeza.

—¿Sabes cómo salir?

—Quizás con esta película. Y si no, con la siguiente.

—Música celestial, John.

De repente, sonrió.

—Ya ves por qué quiero ir a África. Tengo poco que perder. Aunque me ataque un león o un búfalo, mis últimos momentos sobre la tierra serán felices; pensaré en mis acreedores, allí en los Estados Unidos, cuando se enteren de que me han comido vivo, y valdrá la pena.