Cuando miro hacia atrás, me doy cuenta de que la única cosa que tuvieron en común mi vida y la de Wilson fue que tanto él como yo atropellamos a una persona con el automóvil. La víctima de su accidente murió; la del mío vivió lo suficiente para demandar a una compañía de seguros durante un buen número de años. La enorme discrepancia en el resultado final de dos acontecimientos tan semejantes me parece muy sintomática, porque, en cierto modo, simboliza la diferencia esencial entre nosotros. Las cosas que me pasaban a mí acababan por aplacarse y se convertían en aventuras de poca monta, apenas merecedoras de recuerdo. Las que le ocurrían a Wilson explotaban. Mucha gente lo atribuía directamente a su naturaleza, pero yo prefiero creer que también intervenía el azar. Es cierto que Wilson fue siempre un hombre excesivo, dado a los actos violentos. Algunos de mis amigos, que le consideraban destructivo, achacaban los apuros de su tormentosa vida a una maniática tendencia hacia el desastre; pero esas generalizaciones me han parecido siempre imprecisas, pues aunque Wilson favorecía el conflicto que continuamente brotaba a su alrededor, no creo que lo causara en absoluto. Las personalidades violentas e irresponsables atraen a sus iguales, y no siempre se puede señalar con el dedo quién es la causa y quién el efecto, lo que, sin lugar a dudas, valía para Wilson. Y digo valía, no porque haya muerto, sino porque pienso que nuestra larga amistad ha terminado. El final de un afecto despliega ante nuestros ojos una momentánea panorámica de la vida que nos permite apreciar el pasado a una luz fría y auténtica, por eso puedo escribir lo que escribo de Wilson.
Un amigo mío, actor de talento y hombre inteligente, opinaba que Wilson era un magnífico exponente de ese tipo de personalidad que anda siempre jodiendo a los demás, y añadía que para sobrevivir con semejante carácter hay que nacer rico o estar dotado de un gran talento. Lo último era cierto en su caso. Tenía, y tiene aún, un talento inmenso. A pesar de esa actitud básica, tan bien descrita por mi amigo el actor, hizo carrera transgrediendo continuamente todas las normas no escritas que gobiernan el mundo de los negocios cinematográficos. Dijo a sus jefes lo que opinaba de ellos (y siempre con razón), maltrató en público a todas las mujeres con las que mantuvo relaciones (un asunto peligroso, porque Hollywood es una ciudad moralista de clase media), apoyó dudosas causas políticas (por integridad, no por una convicción adolescente o romántica), bebió en exceso (lo que, desde luego, le restaba encanto), realizó un montón de películas extraordinarias, que en pocos casos hicieron taquilla (esto es lo más peligroso que puede ocurrirle a nadie en Hollywood), y dilapidó todo su dinero (lo que es peligroso en cualquier parte). Todas estas transgresiones de las leyes tribales, que despertaban mi admiración, no le perjudicaban; por el contrario, le resultaban rentables. Muchos trataron de imitar su estilo de vida. Actores, escritores e incluso productores quisieron repetir ocasionalmente lo que él hacía un día sí y otro no, pero siempre acabaron mal: en la cárcel, empeñados, o como beneficiarios de la Motion Picture Relief Fund. ¿Les faltaba su talento?, no me lo parece, me inclino a pensar que carecían de su habilidad mágica, casi divina, para aterrizar de pie.
Le traté durante muchos años, desde que nos conocimos en los treinta, después de publicar mi primera novela. Él la admiraba, pero le llevó mucho tiempo confesármelo. Después de un comienzo tan prometedor y de descubrir que a los dos nos gustaban los caballos, Wilson supuso que seríamos capaces de vivir una vida indómita y peligrosa. Con la guerra, se consolidó nuestra amistad. La vanagloria y el orgullo me habían empujado a alistarme en la infantería de marina, aunque veinticinco minutos después ya estaba arrepentido. Para Wilson, estos actos eran propios de un espíritu afín al suyo, y aunque en la guerra nos vimos sólo durante unos cuantos permisos, el hecho de que yo vistiera el uniforme verde de las «fuerzas de choque» contribuía a mantener la amistad. Él servía como fotógrafo en el cuerpo de aviación, donde realizó numerosas misiones aéreas de gran riesgo y dos documentales excelentes que le ayudaron no poco en su carrera. Lo menciono como otro ejemplo de ese espíritu dado a jorobar que le impulsaba, catapultándolo hacia lo alto.
Después de la guerra nos vimos mucho. Los dos éramos oyentes expertos y habíamos sobrevivido, antes que a la Segunda Guerra Mundial, a las interminables reuniones para tratar de los argumentos de las películas; estábamos, además, dispuestos a pasar días enteros en la nómina de la compañía, intercambiando mentiras sobre nuestras respectivas hazañas. De hecho, creo conocer sus historias bélicas tan bien como las mías, y, aunque él solía reelaborar los relatos de mis miedos y padecimientos, me consta que es capaz de contarlos tan bien como yo mismo; con mayor lentitud, eso sí, porque era y es su estilo narrativo. Sus películas son rápidas y brillantes; sus relatos de sobremesa, lentos y tortuosos. Sin embargo, suelen acabar muy bien, a condición de que no haya bebido demasiado y recuerde las cosas con propiedad.
Años después de volver a la vida civil, realizamos nuestra primera película juntos. No fue una de las mejores de Wilson pero, dejando aparte la redacción del guión, sí uno de los mejores momentos de su vida. Todo salió mal, por eso se divirtió tanto; recompuso, no sé cómo, los cabos sueltos, y logró un éxito de crítica de lo que parecía un completo desastre. La aventura me proporcionó el dinero suficiente para viajar a Europa, donde tenía la intención de escribir una novela. No lo hice; en cambio, aprendí a esquiar y me convertí en uno de los mejores esquiadores del sindicato de guionistas, si no en el mejor de todos. Cuando la nieve comenzó a derretirse, comprendí que había triunfado en una faceta equivocada y tuve que afrontar una sombría primavera de desengaño y remordimientos. En ese momento, recibí la llamada de Wilson. Me hallaba sentado en el bar de un hotelito suizo donde había desperdiciado tantas horas como en los descensos, cuando el camarero vino a comunicarme que preguntaban por mí desde Londres.
Como no podía imaginar quién era, los dos primeros minutos de la conversación resultaron tan infructuosos como mis dos meses en Suiza.
—Pete… —llamaba una voz confusa por encima del ruido del piano y de las interferencias del Canal de la Mancha.
—Sí, ¿quién es?
—No te oigo, Pete.
—Digo que quién es.
—Hola, Pete —repitió. Pedí al camarero que contuviera al pianista, y la voz inconfundible de Wilson penetró en el cálido saloncito.
—Hola, Pete…, soy John, John Wilson.
—¡John! ¿Dónde demonios andas?
—En Londres, chaval ¿y tú?
—En Suiza.
—Pero, bueno ¡por Dios bendito!
Estábamos tan contentos que parecíamos dos idiotas. Yo me sentía encantado porque el sonido de su voz surtió el efecto de curarme la fiebre de la montaña. Era como despertar a la dura realidad después de un largo sueño placentero que había acabado por transformarse en pesadilla.
—¿Qué haces en Londres? —pregunté.
—¿Y tú, qué haces en Suiza?
—Esquiar.
—Ah ¿sí?, ¡por Dios bendito! —soltó una risilla sofocada, como la mía. Nos causaba una emoción pueril hablar desde dos lugares tan extraños; por lo general, él siempre me llamaba desde Burbank y yo siempre estaba en Santa Mónica.
—¿Por qué no vienes? —propuse.
—No puedo. Pero tengo que pedirte una cosa.
—Desembucha. ¿Qué es?
Hablaba más despacio que nunca; comprendí por qué al darme cuenta de que eran las siete y media de la tarde.
—Tengo que hacerte una proposición —estaba saboreando el momento—. ¿Te gustaría ir a África?
—Claro —respondí para estar a la altura de lo que él esperaba de mí—. ¿A qué sitio de África?
—A la más negra —añadió—, al rincón más renegrido que encontremos allí.
Confieso que inmediatamente me sentí algo nervioso.
—¿En viaje de placer?
—Naturalmente.
—¿Y quién paga?
—Nosotros no, chaval. ¡Qué pregunta más tonta! Ya lo sabes. Voy a rodar una película allí.
—Y yo, ¿qué tendría que hacer?
—Ayudarme. Hacerme compañía. Hay que trabajar el guión; te quedas y nos vamos a cazar.
—A cazar ¿qué?
—De todo. ¿Nunca te ha apetecido matar un elefante?
—No, no creo.
—Bueno, pues un búfalo o un león. Iremos a un auténtico safari, chaval. ¡Qué coño!, ¿cuándo habríamos podido pagarnos una cosa así?
—¿Cómo es el guión que hay que trabajar?
—No está mal, no es peor que el último y, además, estaremos en África.
Había imaginado una primavera esquiando por las nevadas extensiones de los Alpes, y África me parecía una alternativa incómoda y demasiado calurosa. Además, la posibilidad de largarme al rincón más salvaje del mundo con John Wilson despertaba en mí oscuros presagios. A su lado, había palpado el peligro hasta en Sunset Boulevard.
—Pero ¿qué te pasa? —preguntó, y ahora parecía preocupado de verdad por su amigo.
—Trato de hacerme a la idea.
—¿Qué? —estaba atónito.
—Estoy haciéndome a la idea.
—¡Por Dios bendito! —parecía disgustado—. Oye, mi secretaria te dará las señas y envías un telegrama diciendo a qué hora llegas mañana.
—Mañana, no —grité—, pasado.
—Está bien, pero date prisa.
—Oye, ¿por qué no me das tú la dirección?
—Porque no sé cuál es, bueno, no la de esta noche. No cuelgues.
Al otro lado, sonó una voz inglesa muy resuelta:
—Soy Jean Wilding, la secretaria del señor Wilson. Basta con que nos envíe usted un telegrama al Claridge comunicando su llegada.
—¿Se hospeda allí el señor Wilson? —pregunté.
—Bueno, esta noche no —replicó—, pero allí nos entregarán sus mensajes.
—¿Dónde están ahora? —pregunté por gusto.
—Estamos en Dorset. El señor Wilson está cazando con los Dorset’s Blues, sabe.
—Sí, claro. Debí imaginarlo. Enviaré el telegrama.
—Muchas gracias, señor Verrill.
—¿Va usted también a África? —pregunté. Todo sonaba a una trastada típica de Wilson.
—Espero que sí —dijo la chica, con una risilla tonta—. Estamos intentando convencer al señor Landau, y confío en que acceda.
—El señor Landau no estará cazando, ¿verdad?
—No, está en Londres.
Oí decir a Wilson:
—Dame el teléfono, nena —y, de nuevo, su voz—: ¿Por qué preguntas tantas idioteces? Coge el avión.
—Está bien, John.
Aunque al final resultara una broma, valdría la pena hacer el viaje con tal de volver a verle.
—Date prisa, chaval. Tengo ganas de verte.
—Iré —le dije, y colgué. El piano atacó de nuevo los compases de La vie en rose exactamente donde los había interrumpido. «Bueno», pensé, «de cualquier forma, pronto dejaré atrás todo esto, las caras y las canciones repetidas». Por lo menos, África representaría un cambio. Llevaba ya demasiado tiempo rodeado de montañas.