XXII

No sé por qué el campo, por la noche, tiene algo que me produce un efecto extraño. En Londres puedo quedarme afuera a todas horas y volver a casa por la mañana, con el lechero, sin experimentar temor ninguno; pero, pónganme en un jardín, en una casa de campo, cuando todos se han retirado y la puerta está cerrada, y se me pone la carne de gallina. El viento nocturno agita las copas de los árboles, las ramitas crujen, los matorrales murmullan y, antes de darme cuenta, mi moral está por los suelos y espero que un espectro familiar surja en pos de mí, gimiendo.

Es algo malditamente desagradable, y se engañan ustedes si creen que arreglará las cosas el hecho de saber que dentro de poco habrán de tocar la campana de alarma contra incendios más sonora de toda Inglaterra, y lanzar un «¡Todos a las bombas!» en aquella tranquila y oscura casa.

Conocía muy bien la campana de alarma de Brinkley Court. Hace un ruido infernal. Tío Tom, además de temer a los ladrones, siempre odió la perspectiva de ser asado durante el sueño. Por consiguiente, cuando compró aquella propiedad, hizo instalar una campana de alarma, para casos de incendio, capaz de producir un ataque al corazón a quien la oyese, y que de ningún modo pudiera confundirse con el gorjear de un pájaro entre la hiedra.

Cuando era niño y pasaba las vacaciones en Brinkley, hubo algunas alarmas por incendio durante la noche, y muchas veces me habían arrancado de mis sueños como si fuesen la trompeta del Juicio Final.

Confieso que esta relación con el pasado y el recuerdo de lo que podía hacer dicha campana, una vez puesta en movimiento, me hizo titubear aquella noche, a las doce treinta, al entrar en el recinto en que estaba colocada. El mero hecho de ver la cuerda contra la pared blanqueada, y la idea del terrible ruido que iba a destruir la paz de la noche, contribuyeron a aumentar las extrañas sensaciones que he referido.

Sin contar con que, después de haber tenido tiempo para meditar, me sentía más derrotista que nunca respecto al proyecto de Jeeves.

Estaba seguro él de que Gussie y Tuppy, frente a un terrible peligro, no tendrían otra idea que la de salvar a miss Bassett y a Angela, respectivamente.

No lograba yo compartir esa alegre confianza.

Sé perfectamente lo que pueden trastornar a un individuo esos momentos en que nos enfrentamos con un terrible destino. Freddie Widgeon, uno de los más caballerosos socios de Los Zánganos me contó que una vez hubo una alarma por incendio en el hotel de la costa en que residía y que, en vez de acudir a salvar a las mujeres, él, después de diez segundos, traspuso el umbral de la salida de seguridad con una única idea: la de atender a la salvación de Freddie Widgeon.

Para salvar al prójimo, se limitó a situarse debajo de las ventanas y acoger en una sábana a los que se tiraban. ¿Y no podría suceder lo mismo con Fink-Nottle y Glossop?

Éstas eran mis cavilaciones, mientras jugueteaba con la cuerda, y quizá habría renunciado a tirar de ella, de no haberme pasado por la mente la visión de miss Bassett, que oiría la campana por vez primera. Siendo una experiencia completamente nueva para ella, era posible que sintiese un susto mortal, y esta idea me alegró tanto que no esperé más; agarré la cuerda, afiancé los pies en tierra y tiré.

Como he dicho, ya sabía de lo que era capaz la campana. La última vez que la oí, me hallaba en mi habitación, al otro extremo de la casa. No obstante, me hizo saltar de la cama, como si algo hubiese explotado debajo de mí. Ahora, al hallarme tan cerca, su sonido me alcanzó con toda su fuerza y su eficacia. Jamás en mi vida había oído nada semejante.

En general me agrada un poco de ruido. Recuerdo que Catsmeat Potter-Pirbright llevó una noche a Los Zánganos un silbato de policía, y lo hizo sonar precisamente detrás de mi silla. Permanecí impasible, cerrando los ojos con una suave sonrisa como si hubiese estado en el palco de un teatro. Y lo mismo sucedió cuando el hijo de tía Agatha, el joven Thos, acercó una cerilla a un paquete de fuegos artificiales para ver qué sucedía.

Pero la campana de Brinkley Court fue demasiado para mí. Tiré de la cuerda media docena de veces; luego, suponiendo que sería suficiente, corrí ante la fachada de la casa para comprobar los sólidos resultados obtenidos.

Brinkley Court realizó todo lo que debía hacer en tan corto espacio de tiempo. Una mirada fue suficiente para darme la certeza. La vista percibía a tío Tom, en batín color púrpura, y a tía Dahlia con su acostumbrada bata amarillo-azul. También vi a Anatole, Tuppy, Gussie, Angela, la Bassett y Jeeves, en el orden que acabo de nombrar. Estaban todos presentes: tranquilos, correctos. Pero me preocupó no ver señal alguna de tentativa de salvamento.

Había esperado ver en un rincón a Tuppy amorosamente inclinado hacia Angela, mientras, en otro, Gussie, con un pañuelo, abanicaba a la Bassett. Por el contrario, ésta formaba parte del grupo constituido por tía Dahlia y tío Tom, y parecía ocupada en hacerle ver a Anatole el lado alegre del asunto, mientras Angela y Gussie estaban, una apoyada en el reloj de sol con aspecto malhumorado, y el otro sentado en tierra frotándose una pierna. Tuppy paseaba arriba y abajo, completamente solo.

Admitirán que era un cuadro desconcertante. Con un gesto imperativo llamé a Jeeves.

—¿Jeeves?

—¿Señor?

Le miré severamente. «¿Señor?». ¿Todavía?

—Es inútil que diga «¿Señor?», Jeeves. Mire en derredor. Su plan ha resultado un fracaso.

—Desde luego; parece que las cosas no han salido como nosotros deseábamos, señor.

—¿Nosotros?

—Como yo deseaba, señor.

—Eso está mejor. ¿No le dije que resultaría un fracaso?

—Recuerdo que tenía usted esa duda, señor.

—Duda no es la palabra adecuada, Jeeves. Nunca tuve confianza en ese plan, desde el comienzo. Cuando lo mencionó por primera vez, le dije que era absurdo, y llevaba razón. No se lo reprocho, Jeeves. No tiene la culpa si ha agotado la materia de su cerebro. Pero después de esto, y perdóneme, Jeeves, si hiero su susceptibilidad, no le confiaré más que los problemas sencillos y elementales. Vale más ser sinceros, ¿no le parece? ¿No es más amable ser francos y decir las cosas tal como son?

—Desde luego, señor.

—Quiero decir: utilizar el bisturí del cirujano. ¿No es verdad?

—Exacto, señor.

—Considero…

—Si me permite una interrupción, señor, quisiera decirle que, según parece, mistress Travers desea llamar su atención.

En aquel momento un retumbante «¡Hey!» que sólo podía proceder de la pariente de que se hablaba ratificó las palabras de Jeeves.

—Ven aquí un momento, Atila, si no te disgusta —tronó la conocida (y en ciertos momentos amada) voz, y me acerqué.

No me sentía completamente a mis anchas. Me percataba, por vez primera, de que no había preparado un cuento para justificar mi acción de tocar, en aquella hora, la campana de alarma contra incendios, y tenía la experiencia de que otras provocaciones mucho menos graves habían permitido a tía Dahlia desahogarse con absoluta libertad de expresión.

Ningún signo de violencia asomaba ahora en ella. Tenía, al contrario, una helada calma —si así puedo llamarla— y se comprendía que era una mujer que había sufrido.

—Bien, Bertie, querido, aquí estamos.

—Ya —dije cauteloso.

—¿No falta nadie?

—Creo que no.

—Perfectamente. Es más sano para nosotros respirar el aire libre que revolvernos en nuestros lechos. Me había acostado cuando tú empezaste la representación, tocando la campana. Porque fuiste tú, mi querido niño, quien la tocó, ¿verdad?

—Sí. Toqué la campana.

—¿Por alguna razón especial o por un simple caprichito?

—Me pareció que había un incendio.

—¿Y qué te dio esa impresión, querido?

—Me pareció ver unas llamas.

—¿Dónde, querido? Díselo a tía Dahlia.

—En una de las ventanas.

—Comprendo. Así que todos hemos sido asustados y sacudidos de nuestras camas porque tú has tenido visiones.

Aquí tío Tom silbó, produciendo un rumor parecido al del corcho que salta de una botella, y Anatole, cuyos bigotes colgaban hacia abajo más que nunca, dijo algo referente a «unos simios» y luego, si no me equivoco, aludió a un «rogom-mier[2]», sea esto lo que fuere.

—Admito haberme engañado. Lo siento.

—No te excuses, encanto. ¿Ves qué contentos estamos todos? ¿Qué hacías aquí fuera?

—Daba un paseo.

—Comprendo. ¿Y albergas la intención de prolongarlo?

—No. Ahora voy a entrar.

—Perfectamente. Porque pensaba entrar también yo y no habría podido dormir sabiendo que estabas fuera y en libertad para desarrollar alguna de tus poderosas fantasías. Puede que dentro de poco te parezca ver un elefantito sentado en el alféizar de la ventana del salón, y empieces a tirarle piedras… Bueno, vamos, Tom. Parece que la diversión ha concluido… Pero, aguarda, el Rey de las Salamandras desea hablar… Diga, míster Fink-Nottle.

Gussie alcanzaba nuestro grupo con expresión intranquila.

—Pero digo yo…

—Diga, Augustus.

—Digo yo: ¿qué hacemos?

—Por mi parte, me vuelvo a la cama.

—Pero la puerta está cerrada.

—¿Qué puerta?

—La principal. Alguien debe haberla cerrado.

—Entonces la abriré.

—¡Pero si no se puede abrir!

—Entonces pasaremos por otra.

—También las otras están cerradas.

—¿Qué? ¿Quién las cerró?

—No lo sé.

Anticipé una hipótesis.

—¿El viento?

La mirada de tía Dahlia se encontró con la mía.

—No me tientes demasiado —suplicó—. En este momento no, amor mío.

Y, efectivamente, mientras hablaba me di cuenta de que el aire estaba tranquilo de un modo absoluto.

Tío Tom dijo que podíamos entrar por una ventana, pero tía Dahlia suspiró.

—¿Y cómo? ¿Podría hacerlo Lloyd George, podría hacerlo Winston, podría Baldwin? No, porque pusiste aquellos barrotes.

—Bien, bien, bien. ¡Que Dios te bendiga, toca el timbre, pues!

—¿El timbre de alarma?

—El de la puerta.

—Y ¿para qué, Thomas? No hay nadie en casa. Todo el servicio está en Kingham.

—Pero ¡diantre! ¡No podemos quedarnos aquí toda la noche!

—¿Que no podemos? Míranos. No hay nada, absolutamente nada que no se pueda hacer en una reunión de campo si hay un Afila que maniobra entre bastidores. Probablemente Seppings se ha llevado la llave de la puerta de servicio. Nos divertiremos entre nosotros hasta que vuelva.

—¿Por qué no cogemos un coche para ir a Kingham y decirle a Seppings que nos dé la llave? —propuso Tuppy.

Perfecto. Aceptado sin discusión. Por vez primera una sonrisa iluminó el cansado rostro de tía Dahlia. Tío Tom emitió un gruñido de aprobación. Anatole dijo algo en provenzal que se me antojó un cumplido. Y me pareció notar que la faz mohína de Angela se aclaraba ligeramente.

—Excelente idea —dijo tía Dahlia—. Vaya en seguida al garaje a coger un coche.

Cuando Tuppy se hubo alejado, todos prodigaron alabanzas sobre su inteligencia y sus recursos, y hubo cierta tendencia a establecer odiosas comparaciones entre él y Bertram. Muy lamentable para mí, naturalmente, pero aquello duró poco tiempo. No habían transcurrido cinco minutos, cuando ya estaba de vuelta entre nosotros.

Parecía desconcertado.

—Nada que hacer.

—¿Por qué?

—El garaje está cerrado.

—Ábralo.

—No tengo la llave.

—Grite y despierte a Waterbury.

—¿A quién?

—Al chófer, burro. Duerme encima del garaje.

—¡Pero si se ha ido al baile de Kingham!

Fue la bomba final. Hasta aquel momento tía Dahlia había sido capaz de conservar su helada calma. Ahora la bomba estalló. Los años se alejaron de ella volando, y volvió a ser la Dahlia Wooster de antaño, la emotiva muchacha de franco lenguaje que tan a menudo se erguía sobre los estribos para lanzar despectivas observaciones a los conductores de las traíllas.

—¡Al diablo los chóferes bailarines! ¿Para qué diantre irá a bailar un chófer? ¡A mí no me agradó ya ese hombre desde el principio! Algo me decía que era un bailarín. ¡Bueno! Ahora estamos bien arreglados de veras. Nos quedaremos aquí hasta la hora del desayuno. Si esas condenadas personas volvieran antes de las ocho, quedaría sumamente sorprendida. No se puede alejar a Seppings de un baile sino arrastrándole a viva fuerza. Le conozco. El jazz se le subirá a la cabeza y continuará batiendo palmas para pedir bises hasta que se le desuellen las manos. ¡Al infierno los camareros bailarines! ¿Qué es Brinkley Court? ¿Una respetable mansión de campo o una descarada escuela de baile? ¡Lo mismo podríamos tomar parte en un ballet ruso! Bueno. Si hemos de quedarnos aquí, nos quedaremos. Y nos helaremos todos. Salvo —y me lanzó una mirada que distaba mucho de ser amistosa—, salvo nuestro querido, viejo Atila, que, por lo que veo, está completa y ampliamente vestido. Nos resignaremos a morirnos de frío como los niños del bosque, en el cuento, manifestando sólo, cuando estemos moribundos, el deseo de que el viejo amigo Atila se cuide de cubrirnos de hojas. Sin duda querrá también, como signo de respeto, hacer doblar la famosa campana, la campana de alarma… ¿Verdad que lo harás, buen hombre?

Se interrumpió y miró atentamente a Jeeves. Durante la última parte de su discurso había permanecido al lado de ella, en actitud respetuosa, procurando atraer su atención.

—Si pudiera permitirme sugerir algo, señora…

No puedo decir que siempre haya mirado con aprobación a Jeeves durante el tiempo que duran nuestras relaciones. Hay aspectos de su carácter que han provocado, frecuentemente, cierta frialdad entre nosotros. Es uno de esos tipos que, como suele decirse, si les das la mano se toman el brazo. Su trabajo es, de cuando en cuando, algo descuidado y sé que ha aludido a mí como a alguien «mentalmente insignificante». Más de una vez, como he dicho, he tenido que frenar en él cierta tendencia a ser prepotente y a tratar a su joven amo como a un siervo de la gleba.

Estos son graves defectos.

Pero una cosa he de reconocer. Es magnético. Hay algo en él que parece calmar y que hipnotiza. Jamás se ha encontrado, que yo sepa, con un rinoceronte enfurecido, pero si eso sucediera, estoy seguro de que el animal, al encontrar sus ojos, se detendría a mitad de camino, se tumbaría con las patas al aire y comenzaría a ronronear.

De todos modos, en menos de cinco segundos logró calmar a tía Dahlia, el ser que más se parecía al rinoceronte. No había necesitado más que permanecer allí, respetuosamente, y, aunque no tuviese un cronómetro para comprobar exactamente el tiempo, podría asegurar que bastaron tres segundos y medio para que los modales de ella mejoraran ostensiblemente. Ablandábase a simple vista.

—Jeeves, ¡no irá a decirme que tiene una idea!

—Sí, señora.

—¿Su gran cerebro ha respondido, como de costumbre, en el momento de la necesidad?

—Sí, señora.

—Jeeves —dijo tía Dahlia con temblorosa voz—, siento haber hablado un tanto bruscamente. Estaba fuera de mí. Debía haber comprendido que usted no tenía como único fin el darnos conversación. Díganos su idea, Jeeves. Únase a nuestro grupito de pensadores y díganos cuanto tenga que decirnos. Póngase a sus anchas, Jeeves, y díganos una buena palabra. ¿Puede realmente sacarnos de este embrollo?

—Sí, señora, si uno de los caballeros quisiera montar en bicicleta.

—¿En bicicleta?

—En el huerto, en la barraca del jardinero, hay una bicicleta. Puede que uno de los caballeros esté dispuesto a ir a Kingham Manor y pedirle la llave de la puerta de servicio a míster Seppings.

—¡Espléndido, Jeeves!

—Gracias, señora.

—¡Maravilloso!

—Gracias, señora.

—¡Atila! —gritó tía Dahlia, volviéndose hacia mí y hablándome en un tono tranquilo y autoritario.

Lo esperaba. En el mismísimo instante en que las imprudentes palabras salían de la boca de aquel hombre, había tenido el presentimiento de que la víctima sería yo, y habíame preparado para afrontar el peligro.

Y mientras iba a hacerlo, recogiendo toda mi elocuencia para argüir que no sabía montar en bicicleta ni podía, a buen seguro, aprender en el corto plazo que se necesitaba, aquel desalmado se me anticipó.

—Sí, señora. Míster Wooster es la persona más indicada para esta tarea. Es un ciclista experimentado. A menudo me ha referido sus triunfos en este deporte.

Nada más falso. Jamás había dicho nada semejante. Es sencillamente monstruoso comprobar lo alteradas que pueden ser las palabras de uno. A lo sumo le había mencionado —de manera casual, a título de interesante información, un día en Nueva York, mientras ambos presenciábamos una carrera de bicicletas de seis días— que a la edad de catorce años, durante mis vacaciones en casa de cierto cura que debía enseñarme latín, gané la competición de la escuela local.

¡Es algo muy diferente de jactarse de triunfos en el ciclismo!

Él era un hombre de mundo y debía saber que las competiciones de las escuelas nunca son muy importantes. Y, si no me equivoco, incluso le había especificado que en aquella ocasión gané por medio cuerpo de ventaja y que Willie Punting, el favorito, para quien todos suponían que la carrera habría de resultar un juego, se retiró, porque había cogido la bicicleta de su hermano mayor sin pedirle permiso y éste, llegando en el momento de la partida, le dio una zurra y se llevó la máquina, impidiéndole así tomar parte en la carrera. Y en cambio, oyendo a Jeeves, parecía que yo fuese uno de esos fulanos en camiseta cuyas fotos aparecen de cuando en cuando en las revistas con motivo de las carreras desde Hyde Park Corner a Glasgow, ganando por tres segundos de ventaja o algo parecido.

Y, por si no fuera bastante, también a Tuppy se le ocurrió abrir el pico.

—Eso es cierto —dijo—. Bertie siempre fue un gran ciclista. Recuerdo que en Oxford, en las noches de juerga, tenía la costumbre de quitarse toda la ropa y dar rápidas vueltas en bicicleta cantando canciones humorísticas. ¡Y realmente iba rápido!

—Pues también ahora podrá ir rápido —dijo tía Dahlia con animación—. Y también puede cantar canciones, si se le antoja… Y si quieres quitarte la ropa, querido Bertie, puedes hacerlo. Pero, vestido o desnudo, cantando canciones o no, ve aprisa.

Se me ocurrió algo.

—Hace años que no monto en bicicleta.

—Pues ya es hora de que comiences de nuevo.

—Probablemente lo habré olvidado.

—Lo recordarás en seguida, después de una caída o dos. Probar y caerse es la única manera.

—Pero hay muchos kilómetros de aquí a Kingham.

—Entonces, cuanto más pronto te marches, mejor será.

—Pero…

—Bertie, querido.

—¡Pero diantre!…

—Bertie, queridísimo.

—Sí, pero ¡demonios!

—Bertie, vida mía.

Y así fue decidido. Me encaminé en la oscuridad, con Jeeves a mi lado, mientras tía Dahlia me gritaba algo desde atrás, comparándome al hombre que lleva las buenas noticias desde Aix a Ghent. Era la primera vez que oía nombrar a ese tipo.

—Bueno, Jeeves —dije amargamente cuando llegamos a la barraca—, aquí tiene el resultado de su gran esquema. Tuppy, Angela, Gussie y la Bassett no se hablan, y yo tengo la perspectiva de una carrera de doce kilómetros…

—Catorce, señor.

—… una carrera de catorce kilómetros para ir y otro tanto para volver.

—Lo siento, señor.

—Es inútil que lo sienta ahora. ¿Dónde está ese terremoto?

—En seguida le traigo la bicicleta, señor.

La sacó de la barraca y yo la miré intranquilo.

—¿Dónde está el faro?

—Me temo que no lo haya, señor.

—¿No hay faro?

—No, señor.

—Pero puede pasarme cualquier cosa, sin faro. Imagínese que me tropiezo con algo.

Me interrumpí y le miré fríamente.

—Se sonríe usted, Jeeves. ¿Le divierte la idea?

—Le pido perdón, señor. Estaba pensando en un relato que me contaba mi tío Cyril cuando yo era niño. Una historia absurda, señor, a pesar de que tengo que confesar que siempre la encontré divertida. Según mi tío Cyril, dos hombres, llamados el uno Nicholls y el otro Jackson, partieron para ir de excursión a Brighton en tándem y fueron tan desgraciados que chocaron contra el carro de un cervecero. Y cuando el grupo de socorro acudió al lugar del desastre, se dieron cuenta de que los dos habían sido lanzados el uno contra el otro con tanta fuerza que resultaba imposible separarlos de un modo conveniente. El ojo más experimentado no lograba distinguir cuáles eran los fragmentos de Nicholls y cuáles los de Jackson. Entonces recogieron todo lo que fue posible y dieron a aquellos restos el nombre de Nixon. Recuerdo haber reído mucho cuando niño con esta historia, señor.

Necesité unos momentos para lograr dominar mis sentimientos.

—¿Ah, sí, eh?

—Sí, señor.

—¿La encontraba muy cómica?

—Sí, señor.

—¿Y también su tío Cyril?

—Sí, señor.

—¡Válgame Dios, qué familia! La próxima vez que vea a su tío Cyril, Jeeves, puede decirle de parte mía que tiene un sentido del humor morboso y antipático.

—Murió, señor.

—Gracias al cielo… Bueno, déme esa dichosa bicicleta.

—Perfectamente, señor.

—¿Están hinchados los neumáticos?

—Sí, señor.

—¿El sillín está en su sitio, los frenos en orden?

—Sí, señor.

—De acuerdo, Jeeves.

He de reconocer que había cierta dosis de verdad en la afirmación de Tuppy de que en Oxford era yo conocido por ir en bicicleta, desnudo, alrededor del patio de nuestro colegio. Pero, aunque había expuesto correctamente los hechos, se calló que, en aquellas circunstancias, estaba yo invariablemente en condiciones algo fuera de lo usual, y que un individuo en tal estado es capaz de ciertas proezas ante las cuales el razonamiento se rebelaría en momentos más tranquilos.

Creo que, por el estímulo del líquido, ha habido incluso quien ha cabalgado sobre un caimán.

Ahora, en cambio, mientras me disponía a pedalear por el vasto mundo, fríamente sobrio, me faltaba por completo el antiguo entusiasmo. Mi cerebro trabajaba sin descanso sobre tristes argumentos, y todas las narraciones que me fueron hechas a propósito de graves incidentes ciclísticos acudían a mi memoria capitaneadas por la alegre anécdota de tío Cyril sobre Nicholls y Jackson.

Procediendo a tientas en la oscuridad, procuraba inútilmente comprender la mentalidad de hombres como el tío de Jeeves. No lograba en modo alguno entender qué podía encontrar de divertido en un accidente que, aparentemente, llevaba a la destrucción completa de una criatura humana o, mejor dicho, de dos medias criaturas humanas. Para mí la cosa era una tragedia de las más tristes que me han sido narradas, y no dudo de que habría continuado pensando en ella por largo tiempo, si no me hubiese distraído la necesidad de hacer un violento zigzag para soslayar a un cerdo que estaba en la carretera.

En un principio pareció que iba a suceder algo semejante al asunto Nicholls-Jackson, pero luego mi viraje, combinado con otro hábil viraje del cerdo, salvó la situación, de modo que continué el camino sano y salvo, pero con el corazón bailoteándome en el pecho.

El efecto que me produjo el peligro de que me había librado fue una violenta sacudida a los nervios. El hecho de que los cerditos se pasearan durante la noche me reveló rápidamente los peligros de mi cometido. Comencé a pensar en todo lo que le podía suceder a un hombre que corriese en la oscuridad sobre una bicicleta sin faro. En especial recordé que un amigo aseveraba que, en algunas localidades campestres, las cabras estaban acostumbradas a invadir la carretera, formando una larga cadena que se convertía en la trampa más certera que quepa imaginar.

También me había hablado de un conocido suyo que se encontró con su máquina envuelto por una de esas cadenas y fue arrastrado once kilómetros —como un esquiador en Suiza— de tal modo que desde entonces ya no fue el mismo. Y también me contaron que otro topó contra un elefante huido de un circo.

En suma, excepto la posibilidad de ser mordido por un tiburón, examinándolo todo, me parecía que no había ningún peligro, por terrible que fuese, que no pudiese amenazar a un individuo que había dejado que sus queridos parientes se impusieran a la razón, lanzándole a lo desconocido en una bicicleta. Y no me avergüenza confesar que mi aprensión aumentó de modo harto notable, después de estas reflexiones.

Sin embargo, respecto a las cabras y a los elefantes, el asunto marchó estupendamente bien.

Les extrañará que lo diga, pero no encontré ni a las unas ni a los otros. Pero eso es lo único bueno que puedo decir, porque, en cuanto a lo demás, las cosas no podían salir peor.

Además de la angustia de estar ojo avizor a causa de los elefantes, respingué violentamente al oír ladrar unos perros, y experimenté una fuerte y desagradable impresión una vez que, al apearme para mirar un poste indicador, vi encaramada sobre él a una lechuza que se asemejaba de modo extraordinario a mi tía Agatha. Y mi mente quedo tan trastornada que, de momento, pensé que se trataba realmente de tía Agatha, y sólo cuando la razón y la reflexión me recordaron que era contrario a sus costumbres encaramarse sobre los postes indicadores y sentarse allí, puede recobrarme y vencer mis aprensiones.

En fin, todas estas perturbaciones intelectuales unidas a los sufrimientos físicos en la parte redonda del cuerpo, en las pantorrillas y en los tobillos, hicieron que el Bertram Wooster que llegó a Kingham Manor fuese muy distinto del alegre y desenvuelto boulevardier de Bond Street y de Piccadilly.

Incluso una persona ignorante de los hechos hubiera visto en seguida que Kingham Manor estaba aquella noche en plena efervescencia. Las ventanas brillaban iluminadas, el aire estaba lleno de música, y mientras me aproximaba podía percibir el arrastrar de pies de mayordomos, camareros, chóferes, camareras, doncellas, lacayos y, sin duda, cocineros, que marcaban enérgicamente el compás. Creo poder resumir diciendo que la diversión era la reina de la noche.

La orgía se celebraba en una sala del piso bajo que tenía unas puertaventanas, hacia las cuales me dirigí. Una orquesta estaba tocando algo muy vivaz y creo que en otras circunstancias no habría dejado de marcar el compás con mis pies, pero debía hacer algo mucho más importante que patalear en el suelo por mi cuenta.

Necesitaba la llave de la puerta, y la quería en seguida.

Examinando a la muchedumbre me pareció difícil, de momento, descubrir a Seppings; finalmente, se presentó a mi vista, mientras estaba ejercitando sus habilidades en el centro de la sala. Un par de veces grité: «¡Eh, Seppings!», pero él estaba demasiado absorto en su ocupación para hacerme caso, y sólo cuando los torbellinos de la danza le llevaron por mis cercanías, pude, con un golpe en las costillas, atraer su atención.

La inesperada caricia le hizo dar un pisotón a su compañera, y él se volvió hacia mí con acentuada severidad. No obstante, cuando reconoció a Bertram, su frialdad se esfumó, dando paso a la extrañeza.

—¡Míster Wooster!

No estaba en condiciones de perder tiempo en charlas.

—¡Menos míster Wooster y más llave! —dije severamente—. Déme la llave de la puerta de servicio, Seppings.

Pareció no comprender el sentido de mis palabras.

—¿La llave de la puerta de servicio, señor?

—Exacto. La llave de la puerta de servicio de Brinkley Court.

—¡Pero si está en Brinkley Court, señor!

—No diga idioteces, buen hombre —dije—. No he hecho catorce kilómetros en bicicleta para escuchar chistes. Debe de tenerla en el bolsillo del pantalón.

—No, señor. Se la dejé a míster Jeeves.

—¿Cómo?

—Sí, señor. Antes de marcharme. Míster Jeeves dijo que deseaba dar un paseo por el jardín antes de ir a descansar. Tenía que dejarla luego sobre el alféizar de la ventana de la cocina.

Le miré enmudecido. Su pupila estaba límpida, su mano segura. No tenía el aspecto de haber empinado el codo.

—¿Quiere decir que durante todo este tiempo la llave ha estado en poder de Jeeves?

—Sí, señor.

No podía pronunciar palabra. La emoción me había privado de la voz. Estaba pasmado y fuera de mí, pero a mi modo de ver había una cosa de la que no podía dudar. Por alguna razón que no lograba explicarme, pero que pondría en claro en cuanto superara los catorce kilómetros de carretera desierta sobre aquella condenada bicicleta, Jeeves me había jugado una mala pasada. Él, que podía salvar en un momento la situación, había permitido que tía Dahlia y los demás temblaran de frío, en déshabillé, al aire libre, y, lo que aún era peor, habla presenciado con toda calma el espectáculo de su joven señor que partía para una inútil excursión de veintiocho kilómetros en bicicleta.

No acertaba a comprender que precisamente él hiciera una cosa semejante. Si hubiera sido su tío Cyril sí. Con su estrafalario sentido del humor, tío Cyril habría sido capaz de una acción semejante. ¡Pero Jeeves…!

Volví a montar en la bicicleta y emprendí el viaje de regreso, ahogando un grito de agonía que me subió a los labios al ponerse en contacto con el rudo cuero la parte martirizada de mi persona.