XIX

Supongo que, en mi situación, muchos individuos hubieran reflexionado todo el resto de la noche sin hallar una solución, pero nosotros, los Wooster, tenemos una especial habilidad para llegar en seguida al meollo de las cuestiones, y diez minutos después ya había comprendido lo que era necesario hacer.

Debía tener en seguida una charla con Angela. Había provocado todas aquellas desgracias con su obstinada conducta, diciendo «sí» en vez de decir «no» cuando Gussie, víctima del licor y de la excitación cerebral, le sugirió aquel acuerdo. Había de ser debidamente censurada e inducida a volverle a poner en su sitio. Un cuarto de hora después la hallé bajo la pérgola, tomando el fresco, y me senté a su lado.

—Angela —dije, y mi voz era dura, pues ¿cómo habría podido no serlo?—. Todo esto es una solemne tontería.

Ella pareció salir de un ensueño; me miró con triste expresión interrogante.

—Lo siento, Bertie, pero no te escuchaba. ¿Sobre qué estabas diciendo tonterías?

—Yo no estaba diciendo tonterías.

—¡Oh, lo siento! Creí entender eso.

—¿Crees que saldría a buscarte para decir tonterías?

—Desde luego.

Pensé que más valía virar en redondo y atacar el asunto por un lado totalmente distinto.

—Acabo de ver a Tuppy.

—¡Oh!

—Y a Gussie Fink-Nottle.

—¿Ah, sí?

—Parece que estás prometida con él.

—Eso es.

—He aquí lo que se llama «una solemne tontería». No es posible que ames a un tipo como Gussie.

—¿Por qué no?

—Porque no es posible.

En realidad no era posible. Sólo un tostón como la Bassett podía amar a un tostón como Gussie. Una bellísima persona, naturalmente, en muchos aspectos, educado, amable y capaz de aconsejarle a uno qué es lo que conviene hacer, en espera de que llegue el médico, si tiene a una salamandra enferma, pero decididamente no creado para comprender una marcha de Mendelssohn. De hecho, dudo que, aunque lanzasen piedras al azar por las más pobladas regiones de Inglaterra, pudieran alcanzar a una sola muchacha que, sin anestésico, estuviera dispuesta a convertirse en la esposa de Augustus Fink-Nottle.

Se lo dije a Angela y ella se vio obligada a admitir que llevaba razón.

—Está bien. Puede que no le ame.

—Y entonces —dije enérgicamente—, ¡oh joven irrazonable y obstinada!, ¿por qué te has prometido con él?

—Pensaba que podía resultar divertido.

—¿Divertido?

—Y así fue. Me he divertido como una loca. ¡Tenías que ver la cara de Tuppy cuando se lo dije!

Una repentina luz atravesó mi mente.

—¡Ah, es una represalia!

—¿Qué?

—¿Te has prometido con Gussie para molestar a Tuppy?

—Sí.

—Es lo que estaba diciendo. Se trata de una represalia.

—Supongo que se la puede llamar así.

—Y yo te diré que se puede usar otro nombre. Una cochina jugarreta. Me asombras, Angela.

—No sé por qué.

Levanté un labio por lo menos dos centímetros.

—Es natural que no lo sepas, puesto que eres una mujercita. Vosotras, las mujeres, sois así. Armáis los mayores embrollos sin remordimiento alguno. Fíjate en Jael, la esposa de Heber.

—¿Y cuándo has oído tú hablar de Jael, esposa de Heber?

—Probablemente no sabías que una vez gané un premio de religión en la escuela, ¿verdad?

—¡Oh, sí! Recuerdo que Augustus habló de ello en su discurso.

—Sí, sí —dije apresuradamente. No tenía ningún deseo de oír hablar del discurso de Gussie—. Pues, como te decía: piensa en Jael, esposa de Heber. Clava unos clavos en la sesera de su huésped y luego se va revoloteando por ahí, como una maestra de baile. Es natural que ellos dijeran: «¡Oh, mujeres, mujeres!».

—¿Quiénes?

—Los que lo dijeron. ¡Bah! ¡Qué sexo! Pero tú no albergarás la intención de continuar, ¿no es así?

—¿Continuar el qué?

—Esa tontería del noviazgo con Gussie.

—Naturalmente.

—Para que Tuppy quede como un idiota.

—¿Crees que queda como un idiota?

—Sí.

—Entonces, todo está bien.

Comenzaba a darme cuenta de que no lograba nada. Recordé haber ganado el premio en religión ocupándome de los hechos que atañían al asno de Balaam. No me acuerdo bien de cuáles eran, pero tengo la impresión general de alguien que clava los pies y niega su cooperación, y me parecía que Angela hacia precisamente lo mismo en aquel momento. Ella y el asno de Balaam eran, por decirlo así, dos almas gemelas. Hay una palabra que comienza por «r», algo como «recaí…», no, no la recuerdo. Pero lo que me parecía seguro era que Angela estaba haciendo un mal papel.

—¡Pobre boba! —dije.

—No soy una pobre boba —dijo, sonrojándose.

—Lo eres. Y lo peor es que lo sabes perfectamente.

—No soy nada de eso.

—Estás perturbando la vida de Tuppy y la de Gussie por un necio despecho.

—¡De todos modos, a ti no te importa!

Cogí al vuelo el argumento.

—¿Ah, no? ¿No me importa ver que corren hacia la ruina las jóvenes existencias de dos compañeros míos de escuela? ¡Además, tú sabes muy bien que estás enamorada perdidamente de Tuppy!

—¡Qué va!

—Conque no, ¿eh? Si tuviera un penique por cada vez que te he visto mirarle con brillo de amor en los ojos…

Ella me miró, pero sin ningún brillo de amor.

—¡Oh, por el amor de Dios, vete, Bertie!

—Eso es lo que voy a hacer —dije, levantándome—. Creo haberte dicho lo que quería.

—Bien.

—Pero permíteme que añada…

—No.

—Bueno —dije fríamente—, en tal caso, peor para ti.

Y suponía que aquello debía impresionarla.

«Tétrico» y «desalentado» son los dos adjetivos que se pueden usar para describir mi estado de ánimo, mientras abandonaba la pérgola. Es inútil negar que había esperado mejores resultados de mi entrevista con Angela.

Me sorprendía por ello. Hay que conocer a una muchacha en el momento en que algo dificulta sus asuntos del corazón para convencerse de que, en el fondo, es un pérfido ser. Había sido compañero de mi prima desde el tiempo en que yo llevaba trajes de marinero y ella no tenía aún los dientes delanteros; sólo ahora, empero, podía entrever las recónditas profundidades de su alma. Siempre habíame parecido una sencilla, gentil, alegre jovencita, incapaz de hacerle daño a una mosca. En cambio, ahora se mostraba capaz de reír cínicamente —cuando menos, tenía la impresión de haberla oído reír cínicamente—, como la fría y cruel estrella de una complicada película, arrastrando a Tuppy por los cabellos hacia la tumba de la desesperación, con la mayor indiferencia.

Lo he dicho y lo repito: las muchachas son muy extravagantes.

En cuanto a mí, consideré que, dadas las circunstancias, sólo me quedaba una cosa por hacer: ir al comedor y probar algo de aquella cena fría que Jeeves había mencionado. Sentía una urgente necesidad de un piscolabis, después de la reciente entrevista, que me habla dejado muy abatido. No hay duda de que las emociones deprimen a un hombre y le hacen sentir la necesidad de llenar el estómago con un poco de asado y de jamón.

Me dirigí, pues, hacia el comedor, y acababa de trasponer el umbral, cuando vi a tía Dahlia, al lado de la mesa, que se estaba sirviendo un plato de salmón mayonnaise.

El espectáculo me arrancó un «¡Oh!» seguido de un «¡Ah!». Estaba un tanto confuso. La última vez que había tenido un téte-a-téte con mi pariente, ella, ¿lo recuerdan?, manifestó el deseo de que me ahogase en el estanque del huerto, y no sabía qué ideas abrigaba en aquel momento.

Quedé aliviado al encontrarla de buen humor.

La cordialidad con que me acogió agitando el tenedor era insuperable.

—¡Oh, Bertie, viejo asno! —fue su maternal saludo—. Sabía que era fácil encontrarte por las cercanías de la comida. Prueba este salmón. Es excelente.

—¿Es de Anatole? —pregunté.

—No. Todavía guarda cama. Pero la pinche de cocina ha tenido un golpe de genio. Parece haberse dado cuenta, repentinamente, de que no ha de abastecer a una bandada de aves rapaces del desierto del Sahara y ha preparado algo conveniente a la alimentación de unos seres humanos. Después de todo hay algo bueno en esa muchacha, y deseo que se divierta en el baile.

Me serví un poco de salmón y emprendimos una agradable plática sobre la fiesta de Stretchley-Budd, imaginando, para pasar el tiempo, el efecto que haría Seppings, el mayordomo, bailando la rumba.

Sólo cuando hube dado fin al primer plato y me disponía a atacar el segundo, la conversación recayó sobre Gussie. Me esperaba que tía Dahlia lo mencionase antes, después de la tarde de Market Snodsbury. Cuando lo hizo, comprendí que aún no sabía nada del noviazgo de Angela.

—Oye, Bertie —dijo meditabunda, mientras se servía ensalada de frutas—. Ese Spink-Bottle…

—Nottle.

—Bottle[1] —insistió mi tía con firmeza—; después de la exhibición hecha hoy, Bottle y solamente Bottle le llamaré en mi interior. No obstante, si le ves, dile que ha hecho muy feliz, mucho, a una anciana. Excepto cuando el pastor, al pisarse distraídamente el cordón de los zapatos, cayó por los peldaños del púlpito, no recuerdo un momento más maravilloso que cuando el buen Bottle comenzó a atacar a Tom desde el estrado. Me ha parecido toda la ceremonia del más perfecto buen gusto.

Me decidí a formular algunas reservas.

—Sin embargo, esas referencias a mi persona…

—Han sido precisamente lo que más me ha gustado. Las he encontrado maravillosas. ¿Es cierto que hiciste trampas cuando ganaste el premio en religión?

—¡Claro que no! La victoria lograda fue el resultado del más animoso y constante esfuerzo.

—¿Y todo lo que dijo a propósito del pesimismo? ¿Eres un pesimista, Bertie?

Estaba a punto de replicar que corría el riesgo de tornarme pesimista de veras al ver cuanto sucedía en aquella casa. Pero me limité a decir que no lo era.

—Muy bien. Nunca seas pesimista. Siempre resulta lo mejor en el mejor de los mundos. Tienes ante ti una larga ruta, sin curvas. Siempre hay oscuridad antes del alba. Ten paciencia y todo saldrá bien. El sol brillará, aunque la jornada sea gris… Prueba esta ensalada de frutas.

Seguí el consejo.

Pero, incluso al sumergir la cucharita en la fruta, mi mente se hallaba en otra parte. Estaba perplejo. Acaso el haber permanecido hasta entonces en contacto con tantos corazones rotos hacía que me pareciera extravagante su alegría. Pero, desde luego, me parecía extravagante.

—Pensaba que estarías algo molesta —dije.

—¿Molesta?

—Por las maniobras posmeridianas de Gussie sobre el estrado. Te confieso que esperaba encontrarte con la frente arrugada y pataleando rabiosamente.

—¡Qué tontería! ¿Por qué había de molestarme? Lo he interpretado como un cumplido; realmente, hay para enorgullecerse de que un licor de nuestra bodega haya podido producir un efecto tan imponente. Nos devuelve la confianza en el whisky posbélico. Además, esta noche nada podría molestarme. Me siento como un niño que palmetea y danza bajo el sol. Porque, aunque haya tardado bastante en aparecer, el astro finalmente ha desgarrado las nubes. Las campanas tañen a fiesta. Anatole ha retirado su dimisión.

—¿De veras? ¡Oh! Te felicito con toda el alma.

—Gracias. Hice una fina labor de zapa con él desde que volví a casa esta tarde y, finalmente, jurando que nunca consentiría, consintió. No se marcha, a Dios gracias, y ahora creo que hay un Dios en el cielo y que todo está en perfecto orden en…

Se detuvo. La puerta se había abierto, dando paso al mayordomo.

—¡Oh, Seppings! —dijo tía Dahlia—. Creí que había salido…

—Todavía no, señora.

—Bueno. Le deseo que se divierta mucho.

—Gracias, señora.

—¿Quería decirme algo?

—Sí, señora. Se trata de monsieur Anatole. ¿Acaso, por encargo suyo, míster Fink-Nottle está haciéndole muecas a través de la claraboya de su habitación?