—Bien, Jeeves —dije pensativamente, maniobrando al volante—, hay un lado bueno.
Después de veinte minutos aproximadamente y de haber recogido a aquella digna persona en la puerta de la entrada, me dirigía con él, en mi dos plazas, hacia el pintoresco pueblo de Market Snodsbury. Desde que nos separamos —él para irse a su aposento a coger el sombrero y yo quedándome en mi habitación para completar el traje de etiqueta— no había hecho sino reflexionar.
Ahora le comunicaba el resultado de mis reflexiones.
—Por oscuros que puedan parecer los pronósticos, por amenazadoras que se presenten las nubes en el horizonte, un ojo sereno puede percibir un poco de azul. Desde luego, es una fatalidad que Gussie, dentro de diez minutos, deba aprestarse a repartir premios, en estado de avanzada intoxicación, pero, por otro lado, las cosas pueden salir bien.
—¿Lo cree usted, señor?
—Voy a precisar. Estoy hablando de Gussie en su calidad de enamorado. Todo esto debe haberle entonado para decidirle a formular su petición. Me extrañaría que no se portase como un hombre de las cavernas. ¿Nunca vio usted a James Cagney en el cine?
—Sí, señor.
—Será algo del mismo tipo.
Le oí toser y le miré de soslayo. Tenía el aspecto, que conocía muy bien, de persona enterada.
—Así pues, —¿aún no lo sabe, señor?
—¿El qué?
—¿No sabe que míster Fink-Nottle y miss Bassett han convenido que muy pronto se celebre un matrimonio?
—¿Cómo?
—Sí, señor.
—¿Y cuándo sucedió?
—Inmediatamente después de que míster Fink-Nottle dejara su habitación, señor.
—¡Oh! ¿Después del zumo de naranja?
—Sí, señor.
—¿Está seguro? ¿Cómo lo sabe?
—Mi informador fue el propio míster Fink-Nottle, señor. Parecía ansioso de confiarse conmigo. Su relato fue algo incoherente, pero me resultó fácil captar su sustancia. Después de haber observado que el mundo es hermoso, se echó a reír y dijo que estaba oficialmente prometido.
—¿Ningún detalle?
—No, señor.
—Nos podemos figurar la escena.
—Sí, señor.
—Quiero decir que la imaginación puede hacerlo.
—Sí, señor.
Y, en realidad, podía imaginarme muy bien lo sucedido. Introduzcan en un hombre, por lo general abstemio, una buena dosis de alcohol, y se convertirá en una fuerza. No perderá tiempo retorciéndose los dedos y balbuceando. Actuará. Era seguro que Gussie había buscado a Madeline Bassett y la había estrechado contra su pecho, como un trabajador del muelle que descarga sacos de carbón. Y también podíase imaginar el efecto de tal proceder sobre una jovencita romántica.
—Bien, bien, bien, Jeeves.
—Sí, señor.
—Es una magnífica noticia.
—Sí, señor.
—Ahora puede usted ver que yo tenía razón.
—Sí, señor.
—La observación del método debe haberle abierto los ojos.
—Sí, señor.
—Los métodos sencillos, directos, no fallan nunca.
—No, señor.
—Mientras que los alambicados sí.
—Sí, señor.
—De acuerdo, Jeeves.
Habíamos llegado a la entrada principal de la escuela primaria de Market Snodsbury. Estacioné el coche, y entré realmente contento. Cierto es que aún quedaba por solucionar el problema Tuppy-Angela y que las quinientas libras de tía Dahlia parecían hallarse más lejos que nunca, pero era un gran consuelo pensar que habían acabado los contratiempos de Gussie.
La escuela de Market Snodsbury había sido construida, según me dijeron, en 1416, y parecía que en el amplio vestíbulo en que había de celebrarse la ceremonia, planeaba algo pesado producido por el lento transcurrir de los años. Era el día más caluroso de todo el verano y, a pesar de que algunas ventanas estuviesen abiertas, la atmósfera permanecía característicamente sofocante.
En aquel salón, los jóvenes de Market Snodsbury habían comido todos los días su almuerzo durante unos quinientos años aproximadamente, y había quedado persistente el perfume. El aire pesado tenía —si es que puedo usar la expresión— un especial olor a Joven Inglaterra, a carne y a zanahorias hervidas.
Tía Dahlia hallábase sentada en la segunda fila entre una porción de autoridades locales. Al verme, me indicó que me acercara, lo cual me guardé mucho de hacer. Me metí entre los que estaban de pie, aplastados contra un fulano que, a juzgar por el olor, debía de ser comerciante en granos o algo semejante. En tales casos la esencia de la estrategia consiste en quedarse lo más cerca posible de la puerta.
El ojo se alegraba a la vista de una pandilla de muchachos acompañados de sus familiares; los primeros tenían lúcidos rostros y lucían cuellos de Eton; en cuanto a los demás, las mujeres iban ataviadas con trajes de seda negra, y los hombres apretujados en trajes domingueros. Hubo luego unos aplausos —esporádicos, como más tarde los definió Jeeves— y vi a Gussie, guiado por un barbudo ser, adelantarse hasta el centro del estrado.
Confieso que cuando le vi, y pensé que, sólo por gracia de Dios, no era Bertram Wooster quien estaba en su lugar, un escalofrío me recorrió el cuerpo. Tan vivo era, en aquel momento, el recuerdo del día en que tuve que hablar en una escuela de muchachas.
Desde luego, juzgando desapasionadamente, podíase establecer que no había punto de comparación entre un auditorio como aquél y un hato de muchachitas con las trenzas colgando de los hombros. A pesar de todo, el espectáculo era suficientemente impresionante para producirme la sensación de que mi amigo rodaba en un tonel a lo largo de las cataratas del Niágara, y el recuerdo del peligro a que había escapado bastaba para oscurecer y anular todo cuanto hallábase ante mis ojos.
Cuando estuve en grado de distinguir los objetos, vi que Gussie se hallaba sentado, con las manos sobre las rodillas, y los codos en ángulo recto, como un menestral negro de la vieja escuela que estuviese ocupado en preguntarle a mistress Bones por qué una gallina atravesaba en aquel momento la calle. Tenía una sonrisa tan fija y estereotipada que parecíame debía sugerir a todos la idea de que tenía un poco de confitura pegada en los dientes delanteros.
En efecto, vi que tía Dahlia, que habiendo presenciado tantos repartos de premios de caza en sus buenos tiempos, no se quedaba atrás en juzgar los síntomas de las cosas, se sobresaltaba y le miraba largamente, con ansiedad. Y le estaba diciendo algo a tío Tom, sentado a su izquierda, cuando el ser barbudo avanzó sobre el estrado y comenzó su discurso. Por el hecho de que hablaba como si tuviese una patata hirviendo en la boca y que, a pesar de esto, no se oía ninguna tosecilla entre los muchachos, deduje que debía de ser el director.
Con su llegada al estrado, una especie de resignación enfermiza amparóse del auditorio. Por mi parte, me arrimé al tendero y dejé que mi atención vagara. Es sabido, por otra parte, que la relación de todo lo hecho en la escuela durante el curso que acababa de finalizar y la parte del reparto de premios, no eran cosas para atraer la atención de extraños. Les dicen que J. B. Brewster ha logrado un premio Cat, en Cambridge, por su conocimiento de los clásicos, y a ustedes no les interesa en lo más mínimo si no conocen al individuo. Y lo mismo sucede para G. Bullett, que es premiado con la beca de lady Jane Wix, en la escuela de estudios veterinarios de Birmingham.
Efectivamente, tanto yo como el tendero, quien tenía una expresión de cansancio —acaso hubiera trabajado toda la mañana, pesando sus mercancías—, comenzábamos a amodorrarnos ligeramente, cuando el acto se reanimó y Gussie se presentó en escena por vez primera.
—Esta tarde —dijo el hombre barbudo— nos complacemos realmente dando la bienvenida a nuestro invitado, míster Fitz-Wattle…
Al principio del discurso, Gussie había caído en una profunda somnolencia, con la boca abierta. A la mitad, se habían manifestado leves señales de vida, y en los últimos momentos intentó cruzar las piernas, sin conseguirlo; intentólo de nuevo, y otra vez, inútilmente. Pero ahora, de pronto, manifestóse en él una animación real. Dio un brinco.
—Fink-Nottle —dijo, abriendo los ojos.
—Fitz-Nottle.
—Fink-Nottle.
—Diré, pues, Fink-Nottle.
—Claro, mi querido asno —dijo Gussie amablemente—. Adelante, pues.
Y, cerrando los ojos, comenzó de nuevo el intento de cruzar las piernas. Me di cuenta de que aquel leve desacuerdo había turbado al hombre de la barba. Durante un momento permaneció silencioso, atormentando su sombrero con mano titubeante. Pero los directores están fabricados con material resistente. Pasó el momento de debilidad y él, recobrada la palabra, continuó:
—Nos alegramos mucho de dar la bienvenida al invitado de esta tarde, míster Fink-Nottle, quien ha consentido amablemente en repartir los premios. Esta misión, ustedes lo saben, hubiera debido cumplirla el amado y enérgico miembro de nuestro consejo de directores, el reverendo William Plomer, y todos, estoy seguro, se dolerán conmigo de que una enfermedad le haya impedido hallarse hoy entre nosotros. Pero si puedo servirme de una metáfora familiar a ustedes, diré que «lo que se pierde en el columpio, se gana en el tiovivo».
Se detuvo y sonrió para manifestar que bromeaba. Me hubiera gustado decirle que se tomaba una molestia inútil porque ni siquiera una sonrisa había acogido aquel rasgo de agudeza. El tendero se inclinó hacia mí y dijo: «¿Qué ha dicho?», y eso fue todo.
Siempre resulta doloroso aguardar una carcajada que no llega. El hombre barbudo quedó mal. Creo, sin embargo, que se hubiera recobrado rápidamente, de no haber vuelto a provocar a Gussie.
—En otras palabras: privados del reverendo Plomer, tenemos hoy entre nosotros a míster Fink-Nottle. Estoy seguro de que no necesita presentación alguna. Es, puedo decirlo, un nombre familiar a todos nosotros.
—¡A usted no! —dijo Gussie.
Y en aquel momento comprendí lo que había querido decir Jeeves al afirmar que se «reía de todo corazón». «De corazón», ésa era la expresión exacta. Fue como una explosión de gas.
—¡No parecía usted conocerlo demasiado bien! —dijo Gussie. Y, recordando el nombre que le fuera atribuido, lo repitió una docena de veces, aumentando progresivamente el tono de su voz—. Wattle, Wattle, Wattle… —Y concluyó—: ¡De acuerdo! ¡Siga adelante!
Pero el hombre barbudo quedó fulminado. Observándole atentamente, me percaté de que se hallaba ante una encrucijada. Comprendía sus pensamientos tan claramente como si me los hubiese murmurado al oído. Estaba dudando entre sentarse y dar el asunto por concluido, en cuyo caso era menester dejar la palabra a Gussie, o considerar el discurso como ya efectuado y proceder, sin más, al reparto de premios.
Era, a buen seguro, una cosa difícil de decidir así, de golpe y porrazo. El otro día estaba leyendo en el periódico algo acerca de esos tipos que están estudiando la manera de dividir el átomo, sin tener la más mínima idea de lo que sucederá, si lo logran. Puede que todo salga bien, pero puede que no todo salga bien. Y quedará mal el desgraciado que después de haber dividido el átomo, vea reducida a cenizas su casa y a sí mismo en pedazos.
Eso fue cuanto le sucedió al hombre barbudo. Sin darse cuenta de lo que ocurría en el interior de Gussie, no obstante, debió de percatarse de que las cosas se ponían mal. Aquella muestra inicial le había ciertamente hecho comprender que Gussie tenía un modo muy suyo de hacer las cosas, y sus interrupciones habían sin duda bastado a su perspicacia para convencerle de que allí, sentada en el estrado, en el momento más importante del curso, se hallaba una persona que si pronunciaba una arenga lo haría de una manera memorable.
Por otro lado, atarle y cubrirle con una manta ¿a qué hubiera conducido? A disolver la reunión con media hora de adelanto.
Era, en resumidas cuentas, un problema que debía resolver, y no sé cómo habría logrado salir del apuro. Personalmente, creo que habría salido bien librado si en aquel momento Gussie no se hubiese adueñado de la situación. Después de haberse estirado y de haber bostezado, avanzó hasta el borde del estrado con aquella sonrisa petrificada.
—Discurso —anunció con afabilidad.
Luego permaneció inmóvil, con los pulgares enfilados en los ojales del chaleco, esperando que el aplauso se calmase. Y eso requirió un buen rato, porque realmente había entrado con muy buen pie. Supongo que no les sucedía a menudo a los muchachos de Market Snodsbury encontrar un hombre tan enérgico que se atreviese a llamar asno a su director. Y ellos demostraban harto claramente su aprobación. Para la mayoría de los presentes, Gussie pertenecía a una raza superior.
—Muchachos —comenzó Gussie—, o, mejor dicho, señoras, señores, muchachos, no quiero retenerles por largo rato, pero me considero obligado a pronunciar unas palabras augúrales en tan fausta ocasión. Señoras, muchachos y señores, todos hemos escuchado con mucho interés las observaciones de este nuestro amigo que esta mañana se olvidó de afeitarse… No sé su nombre, pero él tampoco sabe el mío, pues el de Fitz-Wattle es absolutamente absurdo. Y eso pone las cosas en su lugar. Todos sentimos mucho que el reverendo Comosellame esté muriéndose de adenoides, pero, después de todo, hoy acá, mañana allá, la carne se torna hierba o algo parecido. Pero no es eso lo que yo quería decir. Quería, en cambio, decir, y lo digo confiadamente, sin temor a contradicciones, digo, en suma, que me siento feliz por hallarme aquí en tan fausta ocasión y que estoy encantado de repartir los premios que consisten en los hermosos libros que aquí ven sobre la mesa. Como dice Shakespeare, hay sermones en los libros, piedras en los torrentes, o viceversa, y henos aquí a todos, en una cáscara de nuez.
Marchaba bien, y yo estaba sorprendido. No podía seguirle por completo, pero comprendíase que era materia bien madurada y me maravillaba que, a pesar del extraordinario esfuerzo que había hecho, un hombre con la lengua trabada, un auténtico tostón como Gussie, hubiese podido ser capaz de tanto.
Eso les demuestra la verdad de lo que también les dirá cualquier miembro del Parlamento; es decir, que, si se quiere obtener un buen orador, es necesario antes suministrarle un buen trago.
—Señores —dijo Gussie—, o mejor, señoras, señores y muchachos, naturalmente… ¡Qué hermoso es el mundo! ¡Un mundo hermoso que ofrece felicidad por doquier! Quiero contarles una historieta. Dos irlandeses, Pat y Mike, andaban por Broadway, y uno le dijo al otro: «¡Caramba, el premio de la carrera no siempre es para el más veloz!». Y el otro contestó: «Fe y esperanza, y la educación consiste en extraer, no en introducir».
Confieso que me pareció la historieta más estúpida que jamás hubiese oído, y me sorprendió que Jeeves la considerara digna de figurar en un discurso. Cuando, empero, hablé con él más tarde, me dijo que Gussie había alterado todo el contenido. ¡Y eso lo explica todo!
Sea como fuere, éste fue el conté que explicó Gussie, y si les digo que fue acogido con grandes carcajadas, ustedes comprenderán que habíase vuelto el favorito de la masa.
Era posible que el individuo barbudo sobre el estrado o algún otro de la segunda fila desease que el orador llegara a una conclusión y se volviese a sentar, pero el auditorio pendía de sus labios. Hubo un fuerte aplauso y una voz gritó: «¡Silencio! ¡Silencio!».
—Sí —dijo Gussie—. ¡Es un mundo muy bonito! El cielo está azul, los pajaritos cantan, el optimismo reina por doquier. ¿Y por qué no, muchachos, señoras y señores? Yo soy feliz, ustedes son felices, todos somos felices, incluso el más mísero irlandés que se pasea por Broadway. En realidad, eran dos…, Pat y Mike. El uno extraía y el otro introducía. Quisiera, muchachos, que os unierais a mí para gritar tres «¡Hurra!» por este magnífico mundo. ¡Adelante!
Cuando las motas de polvo pudieron posarse sobre los muebles y el yeso dejó de caer del techo, él continuó:
—Los que dicen que el mundo no es hermoso, no saben lo que dicen. Mientras venía hacia acá, para repartir los premios, he intentado hacérselo comprender a mi anfitrión, el viejo Tom Travers. ¿Le ven allí, en la segunda fila, al lado de aquella señora corpulenta en traje color avellana?
Indicó el punto preciso en que estaban sentados mis tíos, y los cien y pico marketsnodsburienses que volvían el cuello para mirar en la dirección indicada, pudieron ver a tío Tom sonrojándose graciosamente.
—Le he reñido mucho, pobre besuguillo. Él había expresado la opinión de que el mundo estaba en un estado deplorable. Yo le dije: «No diga sandeces, viejo Tom Travers». «No suelo decir sandeces», replicó él. «Bueno, para ser un principiante se desenvuelve usted la mar de bien». Y admitiréis, muchachos, que a esto se le llama hablar.
Parecía que el público estuviese de acuerdo con él. La situación tornábase grave. Aquél que dijera: «¡Silencio! ¡Silencio!», gritó de nuevo: «¡Silencio! ¡Silencio!», y mi tendero batió vigorosamente sobre el pavimento con un macizo bastón.
—Bien, muchachos —continuó Gussie, después de haber sacado los pulgares de los ojales y de haber hecho una horrible mueca equivalente a una sonrisa—, éste es el final del curso y muchos de vosotros, no lo dudo, vais a abandonar la escuela. Y no puedo dejar de daros la razón, porque aquí dentro hay un polvo tan denso que se podría cortar con un cuchillo. Estáis a punto de entrar en el vasto mundo. Muchos de vosotros pasearéis por Broadway. Y cuanto quiero inculcaros es que, aun teniendo que sufrir mucho de adenoides, habréis de hacer todos los esfuerzos para no ser pesimistas y para no decir tantas tonterías como el viejo Tom Travers, allá, en la segunda fila, aquel con la cara que parece una nuez.
Hizo una pausa para permitir, a aquellos que lo deseasen, refrescarse con una nueva mirada a tío Tom, y yo me sorprendí reflexionando con cierta perplejidad. Mis numerosas observaciones sobre los miembros de Los Zánganos habíanme puesto en contacto con las varias formas que una superdosis de la rojiza Hipocrene puede tomar en los diversos individuos, mas nunca tuve ocasión de comprobar una reacción como la de Gussie.
Había cierto chisporroteo en él que jamás observé ni siquiera en Barmy Fotheringay-Phipps, en la fiesta de Nochevieja.
Jeeves, con quien discutí más tarde, dijo que tenía algo que ver con las inhibiciones —si he captado bien la palabra— y la anulación, creo, del ego. Comprendí que quería decir que Gussie, después de pasar un lustro de irrepetible reclusión entre las salamandras, había tenido que gastar de una vez, en vez de hacerlo paulatinamente durante los cinco años transcurridos, toda la alegría que fuera cuidadosamente embotellada en aquel período. Ésta había llegado a la superficie de un golpe o, si lo prefieren, como una marea.
Puede que fuera así. Jeeves, por lo general, tiene razón.
Sea como fuere, estaba muy contento de haber tenido la precaución de quedarme lejos de la segunda fila. Puede que resultara indigno para un Wooster meterse de ese modo en medio del proletariado, en los puestos de pie, pero, por lo menos, hallábame fuera de la zona peligrosa. Y, además, Gussie se había excitado tanto, que era posible que, en caso de descubrirme, hubiera atacado incluso a un viejo compañero de escuela.
—Lo que no se puede soportar en el mundo —continuó Gussie— es al pesimista. Sed optimistas, muchachos. ¿Sabéis qué diferencia existe entre un pesimista y un optimista? Un optimista es un hombre que… Coged el caso de los dos irlandeses que se paseaban por Broadway. Uno es optimista, el otro pesimista. El uno se llama Pat, el otro Mike… ¡Oh, Bertie, no sabía que estabas también tú!
Demasiado tarde procuré ocultarme detrás del tendero. ¡El tendero había dejado de existir! Alguna cita recordada repentinamente —quizá una promesa a su mujer de volver a casa para la hora del té— le había obligado a zafarse mientras mi atención estaba distraída, dejándome al descubierto.
Entre yo y Gussie, que dirigía enérgicamente la ofensiva hacia mi lado, había un mar de rostros interesados que me miraban.
—Ahora —dijo Gussie, continuando su argumentación— allí tenéis un ejemplo de lo que os estoy diciendo. Muchachos, señores, señoras, miren atentamente a aquel individuo de pie, allí abajo, traje de mañana, corbata de un gris sobrio, clavel en el ojal, no pueden equivocarse. Aquél es Bertie Wooster, el pesimista más necio que existe. Les declaro que desprecio a ese hombre. Y ¿por qué le desprecio? Porque, muchachos, señoras y señores, es un pesimista. Su actitud es derrotista. Cuando le dije que tenía que hablarles, intentó disuadirme de ello. ¿Y saben por qué? Porque dijo que mis pantalones se partirían por la parte trasera.
Los aplausos, en este momento, fueron más estruendosos que nunca. El asunto de los pantalones partidos llegó directamente al corazón de los jóvenes alumnos de la escuela de Market Snodsbury. Dos, frente a mí, tornáronse color púrpura, y un mozalbete, de cara llena de pecas, me pidió un autógrafo.
—Déjenme contarles una historia sobre Bertie Wooster.
Un Wooster puede soportar muchas cosas, pero no eso de que su propio nombre sea pasto del público. Moviendo poquito a poco los pies, me disponía a ejecutar una táctica de salida, cuando me percaté de que el individuo barbudo decidía poner fin al asunto.
No puedo explicarme por qué no lo hizo antes. Acaso le paralizara la sorpresa. Y, naturalmente, cuando un hombre encuentra el favor del público, no resulta fácil hacerle callar. Sin embargo, la perspectiva de oír otra anécdota de Gussie había roto el encantamiento. Levantándose, más o menos como yo me levantara al principio de la lamentable escena con Tuppy, en el crepúsculo, saltó hasta la mesa, agarró un libro y se acercó al orador.
Tocó a Gussie en el brazo y éste, volviéndose rápidamente y viendo a un hombretón con barbas, dispuesto al parecer a pegarle con un libro, dio un brinco hacia atrás, poniéndose en guardia.
—Quizá, puesto que el tiempo pasa, míster Fink-Nottle, más valdría…
—¡Oh! ¡Ah! —hizo Gussie, comprendiendo la cosa y relajando sus miembros—. Los premios, ¿verdad? Naturalmente. Claro. Muy bien. Sí, sí, más vale empezar. ¿Qué es eso?
—Lectura y dictado, P. K. Purvis —anunció el hombre de las barbas.
—Lectura y dictado, P. K. Purvis —dijo como un eco Gussie, gritando—. ¡Adelante, P. K. Purvis!
Ahora que su discurso había sido interrumpido, me pareció que ya no había necesidad de poner en práctica la estratégica retirada que ideara. No tenía ganas de marcharme, de no verme obligado a hacerlo. Había dicho a Jeeves que el acontecimiento resultaría lleno de interés, y en realidad resultaba interesantísimo. Había cierta fascinación en los métodos de Gussie; uno se sentía captado y reacio a alejarse, a menos que algún motivo personal le obligase a hacerlo. Decidí, pues, quedarme; en aquel momento sonó un poco de música y P. K. Purvis subió al estrado.
El campeón de lectura y dictado tenía aproximadamente un metro de estatura, un rostro colorado y los cabellos color arena. Gussie se los acarició; parecía haberle tomado una inmediata simpatía al muchacho.
—¿Eres P. K. Purvis?
—Sí, señor.
—El mundo es hermoso, P. K. Purvis.
—Sí, señor.
—Lo has notado también tú, ¿eh? Bien. ¿Acaso estás casado?
—No, señor.
—Cásate, P. K. Purvis —dijo Gussie seriamente—, créeme, es lo mejor que se puede hacer… Bien, aquí tienes tu libro. Por la primera página no me parece muy divertido. Pero, en fin, aquí está.
P. K. Purvis se retiró mientras resonaba un esporádico aplauso, seguido por un angustioso silencio. Era evidente que Gussie había hecho resonar una nueva nota en el ambiente escolar de Market Snodsbury. Los parientes cambiaban miradas entre sí. El hombre barbudo parecía haber apurado hasta las heces el amargo cáliz. En cuanto a tía Dahlia, decía claramente, con su actitud, que sus últimas dudas habíanse desvanecido y que el veredicto había sido pronunciado. La vi hablando quedamente con Madeline Bassett, quien hallábase sentada a su derecha, y vi que ésta asentía tristemente; parecía un hada a punto de derramar una lágrima y añadir, de este modo, una estrella más a la Vía Láctea.
Gussie, después de marcharse P. K. Purvis, había caído en una especie de amodorramiento y permanecía allí, erguido, con las manos metidas en los bolsillos. Reparando, repentinamente, en un gordo muchachito en pantalón corto que se hallaba cerca, se sobresaltó violentamente.
—¡Eh! —exclamó visiblemente confuso—. ¿Quién eres tú?
—Éste —dijo el hombre barbudo— es R. V. Smethurst.
—¿Qué hace aquí? —preguntó Gussie, con desconfianza.
—Tiene usted que entregarle el premio en dibujo, míster Fink-Nottle.
La explicación se le antojó a Gussie razonable. Su rostro se esclareció.
—Muy justo —dijo—. Bueno, aquí lo tienes. ¿Te marchas? —añadió, viendo que el muchacho se alejaba.
—Sí, señor.
—Aguarda, R. V. Smethurst. No tan aprisa. He de hacerte una pregunta.
Pero el hombre barbudo parecía decidido a apresurar el desarrollo de la ceremonia. Hizo desaparecer al muchacho de la escena, como un dueño de hostería que aleja con pesar a un viejo y respetado cliente, y llamó a G. G. Simmons. Un momento después, éste se levantaba, acercándose a la mesa. Y comprenderán ustedes cuál no sería mi emoción cuando oí anunciar que el premio asignado era el de religión. Pensé que era algo mío.
G. G. Simmons era un jovencito antipático; parecía encaramado sobre sus piernas y era todo él dientes y gafas; sin embargo, le miré con cariño. Nosotros, los cultivadores de las Sagradas Escrituras, nos sentimos unidos.
Me duele decirlo, pero a Gussie no le agradó. No había en sus modales, mientras miraba a G. G. Simmons, nada de la cordialidad que se manifestara durante su entrevista con P. K. Purvis, ni, de un modo más débil, con R. V. Smethurst. Permanecía frío y distante.
—Bien, G. G. Simmons.
—Sí, señor.
—¿Qué quieres decir con «Sí, señor»? Es una cosa necia. De modo que te han otorgado el premio en religión, ¿no es así, muchacho?
—Sí, señor.
—Sí —dijo Gussie—, tienes precisamente el aspecto de ser el tipo adecuado. Sin embargo —dijo haciendo una pausa y mirando fijamente al muchacho—, ¿cómo se puede saber si el premio es realmente justo? Voy a interrogarte, G. G. Simmons. ¿Quién fue el «como se llame» que comenzó «aquella cosa»? ¿Sabrías contestarme, G. G. Simmons?
—No, señor.
Gussie se volvió hacia el hombre barbudo.
—Mal —dijo—, muy mal. Este muchacho me parece muy deficiente en Sagradas Escrituras.
El individuo de las barbas se pasó una mano por la frente.
—Le aseguro, míster Fink-Nottle, que hemos procurado, con el máximo cuidado, pronunciar un fallo exacto y que este Simmons ha superado en mucho a sus compañeros.
—Bueno, si usted lo dice… —dijo Gussie con expresión de duda—. Bien, G. G. Simmons, aquí tienes tu premio.
—Gracias, señor.
—Pero he de decirte que no hay nada de qué alabarse por haber ganado un premio en religión. Bertie Wooster…
No creo que jamás recibiera golpe más cruel. Estaba persuadido de que, habiéndole detenido en sus discursos, Gussie había vuelto a esconder las uñas, por decirlo así. Agachar la cabeza y dirigirme hacia la puerta fue para mí cuestión de pocos segundos.
—Bertie Wooster ganó el premio de religión en una escuela en que fuimos compañeros y ya saben ustedes lo que se ha vuelto. Pero, a buen seguro, Bertie hizo trampas. Logró agitar en el aire el trofeo de su conocimiento de las Escrituras, sobre la cabeza de unos individuos que le daban cien vueltas, por los métodos más espantosos y más mezquinos que jamás se hablan visto en una escuela en que estas cosas eran habituales. Si los bolsillos de aquel muchacho no estaban, en el momento en que entró en el aula de exámenes, abarrotados hasta estallar de listas con los nombres de los reyes de Judea…
No oí nada más; en un santiamén estaba al aire libre y oprimía febrilmente con el pie el embrague de mi coche.
El motor resopló. El pedal volvió a su sitio. Yo me alejé a toda velocidad.
Mis nervios aún estaban alterados cuando dejé el coche en el garaje de Brinkley Court, y fue un Bertram muy trastornado el que subió a su habitación para ponerse un traje más cómodo. Luego me eché un momento sobre la cama, y debí de dormir bastante rato porque el primer recuerdo que puedo evocar es el de Jeeves a mi lado.
Me incorporé sobre el lecho.
—¿El té, Jeeves?
—No, señor. Es casi hora de cenar.
La niebla se despejó.
—Debo de haberme dormido.
—Sí, señor.
—La naturaleza, que reclama sus derechos sobre el cuerpo agotado.
—Sí, señor.
—Eso ya es algo.
—Sí, señor.
—¿Y es casi la hora de cenar? Perfectamente. No tengo ganas de cenar, pero supongo que vale más que me prepare usted el traje.
—No es necesario, señor. No se ve a nadie esta noche. Ha sido servida una cena fría en el comedor.
—¿Por qué?
—Por expreso deseo de mistress Travers, para disminuir el trabajo del servicio que va al baile en casa de sir Percival Stretchley-Budd.
—¡Oh, ya lo recuerdo! Anoche me lo dijo mi prima Angela. ¿Va a ir también usted, Jeeves?
—No, señor. No me agradan esas diversiones, señor.
—Comprendo. Siempre es lo mismo. Un piano, un organillo, un pavimento que parece papel de lija. ¿Irá Anatole? Angela me hizo comprender que no.
—Miss Angela tenía razón. Monsieur Anatole guarda cama.
—Tipos nerviosos esos franceses.
—Sí, señor.
Hubo una pausa.
—Bien, Jeeves, ha sido una tarde muy movida, ¿verdad?
—Sí, señor.
—No recuerdo ninguna tan llena de incidentes. Yo me marché antes del final.
—Sí, señor. Observé su partida.
—No habrá pensado censurármelo.
—No, señor. Míster Fink-Nottle habíase tornado excesivamente personal.
—¿Dijo aún muchas barbaridades después de mi marcha?
—No, señor. La sesión se cerró casi inmediatamente. Las observaciones hechas por míster Fink-Nottle sobre G. G. Simmons provocaron ese brusco final.
—Pero había concluido ya sus observaciones sobre G. G. Simmons.
—Sólo por un momento, señor. Las volvió a empezar inmediatamente después de su partida, señor. Si lo recuerda usted, señor, había expresado una gran duda acerca de la bona fides del señorito Simmons; luego comenzó un violento ataque contra el joven, afirmando que era imposible que hubiese ganado el premio en religión sin un sistemático procedimiento a base de trampas en vasta escala. Llegó a decir que el señorito Simmons debía de ser conocido de la policía.
—Horrible, Jeeves.
—Sí, señor. Sus palabras causaron gran sensación. La reacción de los presentes se puede definir como «mixta». Los jóvenes estudiantes parecían contentos y aplaudían estruendosamente, pero la madre del joven Simmons se levantó y se dirigió a míster Fink-Nottle en términos de fuerte protesta.
—¿Y Gussie tuvo miedo? ¿Retrocedió de su posición?
—No, señor. Dijo que veía claro y dio a entender que había una culpable relación entre la madre del señorito Simmons y el director, acusando a este último de haber hecho trampas (fue su expresión, señor) para resultarle grato.
—¿Lo dice de veras?
—Sí, señor.
—¡Atiza, Jeeves! ¿Y luego?
—Cantaron el himno nacional.
—¡No!
—Sí, señor.
—¡En un momento como ése!
—Sí, señor.
—Bueno. Usted estaba allí y, naturalmente, ha de saber cómo sucedieron las cosas. Pero jamás, jamás en mi vida habría pensado que, en tales circunstancias, Gussie y esa mujer se pondrían a cantar un dúo.
—Usted no me ha comprendido, señor. Fue toda la concurrencia la que se puso a cantar. El director se volvió hacia el organista y le dijo algo en voz baja. Y éste comenzó a tocar el himno nacional. Así finalizó la ceremonia.
—He comprendido. De hecho, ya era hora.
—Sí, señor. La actitud de mistress Simmons habíase vuelto absolutamente amenazadora.
Reflexioné. Cuanto había oído era suficiente para provocar, desde luego, piedad y terror, si no queremos decir alarma y desaliento. Asegurar que me alegraba sería decir una mentira. Por otra parte, todo aquello pertenecía ya al pasado y me parecía lo mejor dejar de preocuparse por ello y pensar, en cambio, en el brillante porvenir.
Quiero decir que Gussie había superado indudablemente cualquier marca de idiotez en el Worcestershire y había perdido definitivamente la esperanza de que le nombraran hijo predilecto de Market Snodsbury, pero no podíase negar que había hecho su petición a Madeline Bassett y que había sido aceptada por ésta.
Expuse mis ideas a Jeeves.
—Un espectáculo horroroso —dije— y que probablemente pasará a la historia. Mas no hemos de olvidar, Jeeves, que aunque Gussie esté considerado por los alrededores como el mayor fenómeno del mundo, en otro sentido ha conseguido lo que se proponía.
—No, señor.
No le comprendí.
—¿Cuando dice «no, señor», quiere decir «sí, señor»?
—No, señor. Quiero decir «no, señor».
—¿No ha conseguido lo que se proponía?
—No, señor.
—Pero está prometido.
—Ya no, señor. Miss Bassett ha roto el compromiso.
—¿De veras?
—Sí, señor.
No sé si se han fijado ustedes en la característica de esta historia. Me refiero al hecho de que, más pronto o más tarde, todos los personajes se han visto precisados a ocultarse el rostro entre las manos. He participado en muchos sucesos embrollados, pero nunca me hallé ante tantas personas que se ocultaran el rostro entre las manos. Recuérdenlo. Lo ha hecho tío Tom, lo ha hecho Gussie, lo ha hecho Tuppy; lo ha hecho, probablemente —aunque yo no tenga datos seguros para afirmarlo—, Anatole, y creo que lo ha hecho miss Bassett. Y estoy seguro de que tía Dahlia lo habría hecho también si no hubiese corrido el riesgo de echar a perder su esmerado peinado.
Pues bien, en aquel momento lo hice también yo. Las manos se levantaron, la cabeza bajó y yo la oprimí con energía, como todos los demás.
Y mientras estaba dándome un masaje en la mollera y pensaba en lo que se podía hacer, oyóse un ruido en la puerta, como si estuviesen descargando un saco de carbón.
—Acaso se trate de míster Fink-Nottle, señor —dijo Jeeves.
Pero, esta vez, su intuición había fallado. No era Gussie, sino Tuppy. Entró respirando asmáticamente. Se veía que estaba muy conmovido.