Le miré: la noche había avanzado y la luz era algo escasa, aunque suficiente para que yo pudiese distinguirle con toda claridad. Y lo que vi me convenció de que para estar tranquilo era mejor interponer un pesado banco rústico entre nosotros. Me levanté, pues, e imitando el estilo del faisán que se lanza, me coloqué al otro lado del objeto anteriormente mencionado.
Mi agilidad produjo efecto. Él pareció, en cierta manera, confuso. Se detuvo y, durante el tiempo que emplea una gota de sudor en bajar desde la frente hasta la punta de la nariz, permaneció allí, mirándome en silencio.
—¡Ajá! —dijo.
Fue para mí un verdadero asombro que un individuo dijese: «¡Ajá!». Siempre había creído que era una de esas palabras que se encuentran sólo en los libros, como otras muchas expresiones raras.
Sin embargo, raro o no, curioso o no, había dicho «¡Ajá!» y yo tenía que afrontar la situación ante esta palabra.
Un hombre mucho menos agudo que Bertram Wooster hubiera comprendido también que mi dilecto amigo estaba algo airado. No podría aseverar que sus ojos lanzasen realmente llamas, pero veíase en ellos una clara incandescencia. Tenía los puños apretados, las orejas vibrantes, y los músculos de la barbilla se movían rítmicamente como si estuviese mascando algo. Su cabellos estaban llenos de pajuelas y a un lado de su cabeza colgaba una oruga que habría interesado a Gussie Fink-Nottle. No obstante, presté poca atención a este detalle. Hay momentos indicados para estudiar a las orugas y los hay, en cambio, en que es absolutamente inoportuno estudiarlas.
—¡Ajá! —dijo de nuevo.
Los que conocen bien a Bertram Wooster saben y pueden decirles que siempre permanece tranquilo y sereno en los momentos de peligro.
¿Quién fue el que, apresado por el brazo de la ley en una noche de regatas, no hace muchos años, y llevado a la comisaría de Vine Street, asumió inmediatamente la identidad de Eustace H. Plimsoll, de Los Laburnos, Alleyn Road, West Dulwich, impidiendo así que el gran nombre de los Wooster fuera arrastrado por el fango y evitando una dañina notoriedad? ¿Quién fue el que…?
Mas no es necesario que insista sobre esto. Mis acciones hablan por sí solas. Tres veces cogido y ni una vez condenado. Pregúntenlo en Los Zánganos. Así, ahora, en una situación que amenazaba empeorar por momentos, no perdí la cabeza, conservé mi sangre fría. Sonriendo genial y afectuosamente, y esperando pudiese ser notada la sonrisa, a pesar de las sombras crecientes, dije con alegre cordialidad:
—¡Hola, Tuppy! ¿Estás aquí?
Contestó que estaba precisamente allí.
—¿Desde hace mucho?
—Sí.
—Muy bien. Yo también deseaba verte.
—Bueno, aquí me tienes. Deja de resguardarte detrás de ese banco.
—No, gracias, viejo. Me gusta apoyarme. Me parece que descansa la espina dorsal.
—En dos segundos —contestó Tuppy— te arreglaré yo la espina dorsal.
Fruncí el entrecejo; no era un gesto muy útil con aquella luz, pero respondía a la necesidad del momento.
—¿Habla Hildebrand Glossop?
Contestó que sí, y añadió que si quería estar seguro de ello, bastaba con que diese un paso hacia él. También me llamó con un nombre injurioso.
Fruncí nuevamente el entrecejo.
—Vamos, vamos, Tuppy —dije—, no hagamos que nuestra charla se vuelva ácida… Es ácida la palabra, ¿verdad?
—No me importa —contestó, comenzando a girar en torno al banco.
Comprendí que era preferible decirle en seguida lo que debía. Él ya se había acercado bastante y, aunque moviéndome lentamente hubiese mantenido el banco entre nosotros, ¿quién hubiera podido prever hasta cuándo me hubiese sido posible resistir?
Llegué, pues, en seguida al meollo de la cuestión.
—Sé lo que piensas, Tuppy —dije—. Si estabas entre esos matorrales durante mi conversación con Angela, habrás oído cuanto dije de ti.
—Sí.
—Comprendo. Está bien; no discutamos sobre ello. Alguien podría calificarlo de «aplicar el oído» y, quizá, criticarlo, considerándolo una acción antiinglesa; sí, algo antiinglesa, debes admitirlo, Tuppy.
—¡Soy escocés!
—¿De veras? —dije—. Nunca lo hubiese supuesto. ¡Qué raro! Jamás se piensa que haya un escocés que no se llame «Mac» seguido de algo, y no diga Och aye de cuando en cuando. Quisiera saber —dije, pensando que una conversación académica sobre un asunto neutral podría relajar la tensión del ambiente—, si me lo puedes decir, algo que siempre me ha llenado de gran curiosidad. ¿Qué ponen exactamente en el haggis? Me lo he preguntado a menudo.
El hecho de que su respuesta fuese un salto por encima del banco, en una tentativa de agredirme, me hizo deducir que su pensamiento no estaba dirigido al haggis.
—A pesar de todo —continué, saltando a mi vez el banco—, si, como dices, estabas entre los matorrales y has oído cuanto decía de ti…
Comenzó a girar en torno al banco en dirección norte-noreste: seguí su ejemplo, en dirección sur-sureste.
—Sin duda habrás quedado sorprendido por mi modo de hablar.
—En absoluto.
—¿Cómo? ¿No has encontrado nada extraño en el tono de mis observaciones?
—Era precisamente lo que esperaba de un perro cobarde y traidor como tú.
—Pero querido mío —protesté—, ésos no son tus modales acostumbrados. Dime la verdad: ¿estás un poco trastornado?
—Creí que habrías comprendido inmediatamente que lo oído por ti formaba parte de un plan bien estudiado y bien definido.
—Ya te arreglaré yo —dijo Tuppy, volviendo a recobrar el equilibrio, después de una veloz tentativa contra mi cuello. Y la cosa me pareció tan probable que no me entretuve más y me apresuré a explicarle los hechos.
Hablando rápidamente y moviéndome aún con mayor rapidez, describí mi emoción a la llegada del telegrama de tía Dahlia, le dije cómo acudí en el acto al lugar del desastre, reflexionando intensamente durante el viaje en coche, e ideando un plan. Hablé rápida y claramente y quedé, por lo tanto, muy ofendido, cuando declaró, entre dientes, lo cual aún fue peor, que no creía ni una sola palabra de cuanto le estaba diciendo.
—Pero Tuppy —dije—, ¿por qué no me crees? ¿Por qué eres tan escéptico? ¿Ya no tienes confianza en mí, Tuppy?
Él se detuvo y recobró el aliento. Tuppy, contrariamente a las malignas afirmaciones de Angela, no está gordo. Durante los meses de invierno suele jugar con frecuencia al fútbol lanzando alegres gritos, y durante el verano, raras veces se le ve sin la raqueta de tenis en la mano.
Pero en este caso la cena había acabado hacía poco y él, convencido después de la escena en la despensa de que la abstinencia de nada servía, se excedió un poco; y después de haberse empleado a fondo en una comida de Anatole, un hombre algo corpulento tiende a perder un poco de su habitual elasticidad. Durante la exposición del plan que yo había forjado para su felicidad, habíase desarrollado cierta velocidad en nuestras vueltas en torno al banco, hasta el punto de que, en los últimos momentos, podíamos sugerir la idea de un enorme galgo y de una liebre mecánica persiguiéndose, para divertir a los espectadores.
Lamentaba que aquel ejercicio le hubiera dejado algo sin aliento. También yo me sentía fatigado y deseaba un pequeño descanso.
—No comprendo por qué no me crees —dije—; somos amigos desde hace años. Sabes perfectamente que, excepto el momento en que me hiciste dar una zambullida en la piscina de Los Zánganos (incidente que desde hace mucho tiempo he olvidado por completo), siempre te he tratado con el máximo aprecio. ¿Por qué, pues, a no ser por la razón expuesta, hubiera tenido que hablar mal de ti con Angela? Contéstame. Anda con cuidado.
—¿Qué quieres decir con ese «anda con cuidado»?
En realidad, tampoco yo lo sabía. Ésa fue la frase que me dirigió el juez cuando estuve en el banquillo de los acusados como Eustace Plimsoll de Los Laburnos; puesto que entonces aquello me causó una impresión profunda, lo había repetido para dar mayor energía a la conversación.
—Está bien; no te detengas ahora sobre ese «anda con cuidado». Contesta a mi pregunta. ¿Por qué te habría tratado de ese modo si no me interesara realmente por ti?
Un espasmo convulsivo le sacudió de pies a cabeza. La oruga que, confiando en el porvenir, había permanecido pegada a su cabeza durante nuestra justa, renunció a su sitio. Saltó lejos y la noche se la tragó.
—¡Ah, tu oruga! —grité, y continué explicándole—: No te has dado cuenta, pero durante todo este tiempo una oruga ha permanecido agarrada a tu cabeza. Ahora la has hecho desalojar.
Rezongó:
—¡Orugas!
—No orugas. Una sola.
—Me gusta tu desfachatez —gritó Tuppy, vibrando como una de las salamandras de Gussie en la época del celo—. ¡Hablar de orugas, cuando sabes perfectamente que eres un vil perro traidor!
Quedaba naturalmente por demostrar que el ser un vil perro traidor impidiese hablar de las orugas. Una comisión examinadora hubiera tenido mucho que discutir a este propósito. Pero lo dejé correr.
—Es la segunda vez que me llamas así —dije con franqueza—, e insisto en la explicación. Te he dicho que al hablar mal de ti con Angela he obrado con las más amables y mejores intenciones a tu respecto. Me dolía el corazón al hablar de ese modo, y sólo el recuerdo de nuestra amistad pudo decidirme a hacerlo. Y ahora dices que no me crees y me aplicas unos calificativos que me darían derecho a citarte ante un tribunal y hacerte multar por daños sustanciales. Será menester que consulte a mi abogado, naturalmente, pero me extrañaría mucho que no pudiese querellarme contra ti. Tuppy, dime qué otra razón podía yo tener. Dime una sola.
—Claro. ¿Acaso crees que no lo sé? Amas a Angela.
—¿Cómo?
—Y has hablado mal de mí para envenenar más mis relaciones con ella y eliminarme.
¡En mi vida había oído tamaña sandez! ¡Si conozco a Angela desde que medía un palmo! ¡Nadie se enamora de una pariente a la que se ha conocido con esa estatura! Además, ¿no existen normas en el código referentes a los hombres que se casan con sus primas? ¿O es que se trata de sus abuelas?
—¡Tuppy, mi querido, mi viejo asno! —grité—. ¡Eso es reblandecimiento cerebral! Estás absolutamente derretido.
—¿Ah, sí?
—¿Yo, amar a Angela? ¡Ja, ja!
—No creas salirte del enredo con unos «ja, ja». Ella te llamó «querido».
—Lo sé. Y lo desapruebo. Esa costumbre de las muchachas modernas de sembrar «queridos» a su alrededor como grano para los pichones, es una cosa que siempre he deplorado. Me parece una relajación de las costumbres.
—Le has hecho cosquillas en los tobillos.
—Con intención exclusivamente de primo. ¡No significa absolutamente nada! Pero bueno, ¡qué diablos! ¡Sabes muy bien que, en el sentido exacto, no tocaría a Angela ni con un mazo de polo!
—¿Por qué? ¿Acaso no es digna de ti?
—No me comprendes —me apresuré a contestar—. Cuando digo que no tocaría a Angela ni con un mazo de polo, quiero decir que mis sentimientos hacia ella son de cordial estimación, y basta. En otras palabras, puedes estar seguro de que entre la joven y yo no ha habido jamás, ni podrá haber nunca, un sentimiento más cálido y más fuerte que una antigua amistad.
—Sospecho que fuiste tú quien la avisó la otra noche para que bajase a la despensa, de modo que pudiese sorprenderme ante el pastel y mi prestigio padeciese.
—¡Mi querido Tuppy! ¡Un Wooster! —exclamé escandalizado—. ¿Crees tú que un Wooster pueda hacer semejante cosa?
Respiró hondamente.
—Escucha —dijo—, es inútil continuar discutiendo. No puedes negar los hechos. Alguien, en Cannes, me robó su amor. Tú mismo dijiste que siempre estuvo contigo y que no vio a nadie más. Te has jactado de baños en común, de paseos al claro de luna…
—No me he jactado. Me limité a indicarlos.
—Ya puedes entender por qué, cuando logre sacarte de detrás de este banco, te haré trizas. No acierto a comprender —dijo Tuppy malhumorado— por qué ponen estos bancos estúpidos en el jardín. No hacen más que molestar.
Calló y, pegando un brinco, me falló por un pelo.
Una breve pausa y una rápida reflexión. En momentos como ése Bertram Wooster está en su elemento. Recordé el reciente equívoco con Madeline Bassett y en seguida me percaté de que podía resultarme útil.
—Estás completamente equivocado, Tuppy —dije, haciendo un viraje hacia la derecha—. Es verdad; estuve mucho tiempo con Angela, pero mis relaciones con ella son de la más pura y absoluta camaradería. Te lo puedo probar. Durante mi estancia en Cannes, mi cariño hallábase depositado en otra parte.
—¿Cómo?
—Mi cariño… depositado en otra parte… durante mi estancia en Cannes…
Había dado en el clavo. Se detuvo y sus brazos cayeron a lo largo de su cuerpo.
—¿Es cierto eso?
—Es una cosa oficial.
—¿Quién es ella?
—Mi querido Tuppy, ¿desde cuándo se revela el nombre de una mujer?
—Desde que no se quiere tener la cabeza separada del tronco.
Comprendí que se trataba de un caso especial.
—Madeline Bassett —dije.
—¿Quién?
—Madeline Bassett.
Quedó pasmado.
—¿Dices de veras que estás enamorado de esa calamidad de la Bassett?
—No debieras llamarla calamidad, Tuppy; no es respetuoso.
—Al diablo con el respeto. Quiero los hechos. ¿Aseveras, deliberadamente, que estás enamorado de esa «Dios ampáranos»?
—No sé por qué has de llamarla «Dios ampáranos» —dije—. Es una muchacha bonita y graciosa. Quizá sea un poco rara en sus maneras de pensar, y no todos pueden compartir sus opiniones respecto a las estrellas y a los conejos, ¡pero no es una «Dios ampáranos»!
—En suma, ¿insistes en afirmar que estás enamorado de ella?
—Eso he dicho.
—Me parece una débil excusa, Wooster, muy débil.
Vi que era indispensable el golpe final.
—Oye, he de rogarte que consideres lo que voy a decirte como algo absoluta y estrictamente confidencial, Glossop, pero puedo informarte que me dio calabazas hace unas veinticuatro horas.
—¿Te dio calabazas?
—Decididamente. En este mismo jardín.
—¿Hace veinticuatro horas?
—Ponle veinticinco. De eso resulta claramente que no pude ser yo quien te robó el amor de Angela en Cannes.
Sentí la tentación de añadir que no habría tocado a Angela ni siquiera con un mazo de polo, pero recordé que ya lo había dicho, sin lograr un gran éxito. Entonces desistí.
Mi viril franqueza pareció producir buenos resultados. El relámpago homicida se atenuó en la mirada de Tuppy. Tenía el aspecto de un sicario sobrecogido por la duda.
—Comprendo —dijo finalmente—. Está bien. Siento haberte molestado.
—No hablemos de ello, viejo —contesté cortésmente.
Por vez primera desde que los matorrales se abrieran para dejar paso a Glossop, Bertram Wooster pudo decir que respiraba libremente. No digo que dejé por completo el amparo del banco, pero me alejé de él, y con un alivio semejante al que debieron de experimentar aquellos tres tipos del Antiguo Testamento cuando se deslizaron fuera del horno ardiente, busqué mi pitillera.
Un repentino gruñido me hizo retirar rápidamente los dedos, como si algo me hubiese mordido. Y quedé muy confuso al observar un retorno del reciente frenesí en mi amigo.
—¿Por qué diablos se te ocurrió decir que siempre andaba manchado de tinta, siendo niño?
—Pero querido Tuppy…
—Yo era excesivamente meticuloso en mi limpieza personal. Habrías podido almorzar encima de mí.
—Lo sé, pero…
—¿Y toda esa historia de que no tengo alma? ¡Estoy lleno de alma! ¿Y de que en Los Zánganos me consideran un intruso?…
—¡Pero querido, ya te lo he explicado! ¡Todo eso formaba parte de mi plan astuto!
—¿Ah, sí? Bien, en el futuro, haz el favor de dejarme fuera de tus planes astutos.
—¡Como quieras, viejo amigo!
Volvió a sumirse en el silencio. Y permaneció allí, erguido, cruzado de brazos, mirando ante sí como un sombrío y mudo personaje de novela que, rechazado por la doncella amada, esté proyectando una excursión por las Montañas Rocosas para hacer un estrago entre los osos.
Su manifiesta tristeza despertó mi piedad y me atreví a pronunciar unas palabras amables.
—No sé si conoces exactamente el significado de au pied de la lettre, Tuppy, pero así es como creo que no debes tomar las tonterías que dijo Angela hace un rato.
Pareció interesarse.
—¿De qué diablos hablas? —preguntó.
Vi que había de explicarme mejor.
—No tomes esas frases demasiado literalmente, mi querido muchacho. Ya sabes cómo son las chicas.
—Lo sé —dijo con otro gruñido que subió en derechura de sus tobillos—. Quisiera no haber conocido jamás a ninguna.
—Quiero decir que seguramente se dio cuenta de que estabas allí, entre los matorrales, y debió de hablar así para hacerte rabiar. Creo que debemos ser psicólogos y considerar que tiene unos modales impulsivos, propios de las jóvenes, y que sin duda ha aprovechado la ocasión para zaherirte, diciéndote unas cuantas verdades crudas.
—¿Verdades crudas?
—Eso es.
Gruñó de nuevo, dándome la impresión de que yo, convertido en soberano, recibía el saludo de los veintiún cañonazos de la flota. No creo haber encontrado en mi vida a una persona que sepa gruñir mejor que él.
—¿Qué pretendes afirmar con lo de «verdades crudas»? No estoy gordo.
—No, no.
—¿Y qué hay de malo en el color de mis cabellos?
—Están muy bien, Tuppy, viejo amigo. Yo pienso que tus cabellos…
—Y no clarean en absoluto en lo alto de la cabeza… ¿Por qué diablos haces esas muecas?
—No hago muecas; sonrío, sencillamente. Estaba imaginando tu figura vista a través de los ojos de Angela. Grueso de cuerpo y pequeño de cabeza. Realmente curioso.
—¡Ah! ¿Lo encuentras curioso?
—En lo más mínimo.
—Más vale así.
—Está bien.
Me pareció que la conversación comenzaba nuevamente a complicarse, y deseé truncarla.
En aquel preciso instante apareció alguien, entre los árboles, en la tranquilidad de la noche, y reparé en que era Angela. Tenía una expresión de extrema dulzura y llevaba en la mano un plato de emparedados. Después descubrí que eran de jamón.
—Si ves por alguna parte a míster Glossop, Bertie —dijo con los ojos fijos, como en un estado de sonambulismo, en la mole de Tuppy—, quisiera que se los dieras. Temo que tenga hambre, pobrecillo. Son casi las diez y no ha comido nada desde la cena. Los dejaré aquí, sobre este banco.
Se alejó y pensé que lo mejor era hacer otro tanto. Nada me retenía allí.
Nos dirigimos hacia la casa y oímos entre el resonar de nuestros pasos en la noche el rumor de un plato de emparedados de jamón violentamente lanzado al aire, seguido de las ahogadas imprecaciones de un hombre enérgico y furioso.
—¡Qué noche tan llena de silencio y de paz! —dijo Angela.