XIV

Mis investigaciones me hicieron saber que los amigos visitados aquel día por mi prima Angela eran los Stretchley-Budd, que vivían en una propiedad llamada Kingham Manor, la cual distaba doce kilómetros en dirección de Pershore. No conocía a esa gente, pero debían de ser personas muy simpáticas, porque se separó de ellos con el tiempo indispensable para vestirse para la cena.

Sólo después del café pude comenzar mi actuación; la hallé en el salón y en seguida me puse a recitar mi papel. Mis sentimientos, mientras estaba a su lado, eran muy diferentes de los que había experimentado veinticuatro horas antes, al acercarme a la Bassett. Como es sabido, siempre estuve muy encariñado con Angela, y me agradaba mucho dar un paseíto con ella.

Vi con claridad en su rostro que necesitaba realmente mi ayuda y mi consuelo. Con franqueza, quedé impresionado por el aspecto de la pobre chica. En Cannes era una feliz y sonriente muchacha inglesa, llena de ingenio y de alegría; ahora su cara estaba tan pálida y estirada que habría, a buen seguro, provocado algunos comentarios si aquella noche en Brinkley Court el ambiente enrarecido no la hubiese hecho pasar inadvertida. De hecho, no me habría extrañado que a tío Tom, hundido en su rincón, esperando el fin del mundo, su aspecto le hubiese parecido indecorosamente alegre. Me acerqué con mi habitual benignidad.

—¡Hola, Angela, chiquilla!

—Hola, Bertie querido.

—Me alegro de que hayas vuelto. Te echaba de menos.

—¿De veras, querido?

—De veras. ¿Quieres venir a dar una vuelta?

—Encantada.

—Bien. He de decirte algo que no está escrito para el público.

Creo que, en aquel momento, Tuppy debió de experimentar un calambre repentino. Estaba rígidamente sentado mirando al techo, y de pronto dio un brinco como un salmón arponeado, echando al suelo la mesita con todo lo que se hallaba encima: un jarrón, una serie de objetos diminutos, dos perros de porcelana y un ejemplar de Omar Khayyam encuadernado en fino tafilete.

Tía Dahlia lanzó un grito de cacería. Tío Tom, juzgando por el ruido probablemente que al fin la civilización se estaba derrumbando, contribuyó a la catástrofe rompiendo una tacita de té.

Tuppy se excusó y tía Dahlia, con un suspiro de agonía, dijo que no importaba. Y Angela, después de haberle mirado fijamente un momento como la princesa de una época antigua que se hubiese hallado frente al notable acto de gaucherie de un ínfimo ejemplar del mundo inferior, me acompañó afuera. La deposité sobre un banco rústico del jardín y me dispuse a afrontar los acontecimientos.

Sin embargo, me pareció oportuno antes preparar el ambiente con un poco de charla fútil. Jamás hay que precipitarse en los asuntos delicados. De modo que hablamos durante un ratito de cosas indiferentes: dijo que había permanecido tanto tiempo con los Stretchley-Budd porque Ilda Stretchley-Budd le rogó que la ayudara en los preparativos del baile de la servidumbre que había de celebrarse al día siguiente, petición que debía ser atendida, puesto que toda la servidumbre de Brinkley Court intervendría en aquella fiesta. Observé que precisamente hacía falta una fiesta para reanimar a Anatole y quitarle ciertas ideas de la cabeza. Me contestó que Anatole no iría; cuando tía Dahlia se lo dijo e insistió, meneó la cabeza, indicando su deseo de regresar a Provenza, en donde le apreciaban.

Y después del lúgubre silencio que siguió a esta declaración, Angela dijo que la hierba estaba húmeda y que prefería volver a entrar.

Eso, naturalmente, no convenía a mis planes.

—No, aguarda un poco. No he podido hablarte desde que has regresado.

—Me echaré a perder los zapatos.

—Pon los pies sobre mis rodillas.

—Muy bien, así me podrás hacer cosquillas en los tobillos.

—Como quieras.

Puestos de acuerdo, continuamos charlando a más y mejor. Después, la conversación languideció; hice alguna observación pintoresca sobre la sombra del crepúsculo, sobre las estrellas nacientes, y sobre el suave centelleo de las aguas del lago, y ella asintió.

Algo se agitó entre los matorrales, ante nosotros, y formulé la sospecha de que pudiese haber una comadreja; ella contestó que era de prever. Pero percatándome de que la muchacha estaba distraída, pensé que más valía no seguir demorando el asunto.

—Bueno, hija mía —dije—, me enteré de tu escaramuza. De modo que por ahora las campanas no tañerán anunciando tu boda, ¿eh?

—No.

—¿Todo ha terminado? ¿Definitivamente?

—Sí.

—Bien. Si te interesa mi opinión, creo que es mejor para ti, Angela querida. Es una suerte que te lo hayas quitado de encima. No comprendía el misterio de que hubieses podido aguantar tanto tiempo a ese Glossop. En cuanto a ingenio, vale realmente poco: algo desabrido. Le definiría como un trozo de madera maciza; me daría muchísima lástima una muchacha atada para toda la vida a un tipo como Glossop.

Ella emitió una risita sarcástica.

—Creía que erais muy amigos —dijo.

—¿Amigos? Te aseguro que no. Naturalmente, si le encuentro no puedo dejar de ser amable, pero es imposible que seamos amigos. Un conocido del club, y basta. Además, estuve en el colegio con él.

—¿En Eton?

—¡Dios santo, no! En Eton no habrían aceptado a un tipo como ése. Nos conocimos en una escuela infantil antes de que yo fuese allí. Era un brutito, siempre cubierto de tinta y de barro, y se lavaba un jueves sí y otro no. En suma, en conjunto un verdadero trasto.

Callé, algo confuso. Además del disgusto que me producía tener que hablar así de quien, excepto cuando retiró la anilla, haciéndome caer en la piscina en elegante traje de etiqueta, había sido para mí siempre un buen compañero, tenía la impresión de que no lograba resultado alguno.

Volví a la carga. Dije:

—Dudo que exista un ser más desmañado que Glossop; pide a cualquiera que te lo defina en una sola palabra y te dirá: «Desmañado». Y sigue siéndolo. Es la acostumbrada historia: el niño es el padre del hombre.

Ella pareció no haber comprendido.

—El niño —repetí, no queriendo perder aquella frase— es el padre del hombre.

—¿Qué dices?

—Hablo de Glossop.

—Creí que hablabas del padre de alguien.

—He dicho que el niño es el padre del hombre.

—¿Qué niño?

—Glossop.

—¡Pero si no tiene padre!

—No he dicho que lo tenga. He dicho que él era el padre del niño…, no, del hombre.

—¿Qué hombre?

Vi que la conversación había llegado a un punto en que, si no se tomaban urgentes disposiciones, se embrollarían todos los asuntos.

—En suma, te estoy diciendo que el niño Glossop fue el padre del Glossop hombre. En otras palabras, los odiosos defectos y las culpas que convertían al muchacho Glossop en un ser antipático para sus compañeros, se vuelven a encontrar en Glossop hombre y le hacen (hablo del hombre Glossop) insoportable en Los Zánganos, donde se exige cierto grado de decoro entre los concurrentes. Pregúntale a cualquiera, en Los Zánganos, y te dirá que el día del ingreso de Glossop fue un día negro para el querido club. Encontrarás que uno no puede sufrir su cara, y otro soportaría su cara, pero no sus modales: la opinión general le reputa como necio y como obstinado y considera que, cuando manifestó su deseo de entrar en el club, debió ser enfrentado a un nolle prosequi y suspendido por unanimidad.

Tuve que detenerme de nuevo, en parte para recobrar aliento y en parte para reponerme de la tortura casi física de tener que decir esas horribles cosas del pobre Tuppy.

—Hay individuos —dije, forzándome otra vez a aquella nauseabunda misión— que, aunque tengan el aspecto de dormir vestidos, son soportables por su gentileza y amabilidad. Otros, en cambio, aun siendo gruesos y mal constituidos, inspiran simpatía por su ingenio y vivacidad. Pero el pobre Glossop, siento decirlo, no pertenece a ninguna de estas categorías. No sólo hace pensar en un tronco de árbol, sino que es un auténtico tostón. Sin alma. Sin conversación. En fin, una muchacha que fue lo bastante inocente como para prometerse a él y que ha logrado quitárselo de encima en el último momento, puede considerarse muy afortunada.

Me detuve otra vez y eché una mirada a Angela para ver qué efecto producía la añagaza. Mientras estuve hablando, habíase quedado inmóvil, mirando silenciosamente hacia los matorrales. Pero me parecía imposible que no se sublevase, como había previsto, igual que la madre tigre. Es decir, me extrañaba que todavía no lo hubiese hecho. Me parecía que la centésima parte de lo dicho, si lo hubiese oído la madre del tigre refiriéndose al hijo de su amor, hubiera bastado para hacerla saltar hasta el techo.

Un momento después hubiesen podido derribarme empujándome con un mondadientes.

—Sí —dijo pensativa—, tienes razón.

—¿Eh?

—Es exactamente lo que pienso.

—¿Cómo?

—«Un auténtico tostón» es el verdadero calificativo que le cuadra. Uno de los asnos más completos de Inglaterra.

No hablé. Procuraba reunir mis facultades, que necesitaban de una enérgica reacción.

Resultábame aquello una verdadera sorpresa. Al plantearme el plan bien forjado que estaba realizando, la única posibilidad que no había estudiado era que Angela pudiese asentir a mis manifestaciones. Estaba yo preparado para recibir el estallido de una tempestuosa emoción. Esperaba la sublevación llena de lágrimas, las recriminaciones y todo lo demás, pero no había previsto tan cordial asentimiento. Todo aquello me hacía reflexionar seriamente. Ella continuó desarrollando su tema, hablando en voz alta, entusiasmada, como si el argumento le fuese muy caro. Jeeves podría decirles la palabra que yo andaba buscando para definir su aspecto, mientras desarrollaba el tema del pobrecillo Tuppy. Me parece que es «extática», a menos que tenga otro significado. De todos modos, juzgándola, en cambio, solamente por la voz, la hubieran podido confundir con un poeta en la corte de un monarca oriental, o bien con un Gussie Fink-Nottle que describiese los últimos descubrimientos sobre las salamandras.

—Es muy agradable, Bertie, poder hablar con alguien que piensa exactamente como yo a propósito de Glossop. Mamá dice que es un buen muchacho, pero es un absurdo. Todos ven que es un ser imposible. Está lleno de presunción y terquedad. Y discute continuamente incluso cuando sabe de sobra que dice sandeces: fuma demasiado, come demasiado y bebe demasiado. Tampoco me gusta el color de sus cabellos. Sin contar con que se le caerán antes de un año o dos porque ya comienzan a ser escasos en lo alto de la cabeza, y antes de que se dé cuenta estará calvo como un huevo. ¡Y eso que no puede permitirse el lujo de ser calvo! Además, encuentro realmente repugnante su costumbre de comer a todas horas. ¿Sabes que le encontré en la despensa, la otra noche, a la una, mientras devoraba un pastel de riñones? ¡Casi se lo había acabado ya! ¿Y recuerdas qué cena tan abundante había engullido? Una cosa repugnante, lo repito. Pero no quiero quedarme aquí toda la noche hablando de un hombre que no merece se diga una sola palabra sobre él y que no tiene ni el sentido común de distinguir un tiburón de un rodaballo. Me voy.

Y, ajustándose alrededor de los finos hombros el chal que cogiera para defenderse de la escarcha nocturna, se escabulló, dejándome solo en la noche silenciosa.

Es decir, solo no, exactamente, porque instantes después se verificaron, frente a mí, una serie de movimientos en los matorrales y de ellos emergió Tuppy.