Qué distinto resultaría —pensaba— si aquella muchacha fuese de esas con las que se charla alegremente por teléfono y con las cuales se pueden dar agradables paseos en un dos plazas. En tal caso, habría dicho sencillamente: «Escuche». Y me habría contestado: «¿Qué?». «¿Conoce usted a Gussie Fink-Nottle?», y al contestarme: «Sí», le hubiera asegurado: «La ama a usted». Y me habría replicado: «¿Cómo, esa momia? Le agradezco que hoy me haya puesto usted de buen humor… o que haya cambiado mi estado de ánimo. ¡Loco! ¡Dígame algo más!».
Quiero decir que, en todo caso, el asunto quedaría solucionado en menos de un minuto.
Con miss Bassett era necesario algo menos veloz y más escurridizo. Entretanto, la luz del día se iba apagando, y llegamos al aire libre en el momento en que el crepúsculo daba paso a la noche. Eran los últimos, leves resplandores del ocaso. Las estrellas comenzaban a refulgir; los murciélagos a revolotear, y el jardín estaba saturado del perfume de esas flores blancas que empiezan a vivir al anochecer: en suma, el crepuscular paisaje languidecía cada vez más, el aire estaba dominado por una paz solemne, y se notaba que todo aquello le producía un efecto pésimo. Tenía los ojos dilatados y el conjunto de su persona daba la sensación de un alma que necesita consuelo.
Tenía el aspecto de una muchacha que esperaba de Bertram algo concreto.
En estas circunstancias, naturalmente, la conversación resultaba algo desanimada. Cuando las condiciones del momento requieren cierta afectuosidad, yo nunca me encuentro perfectamente a mis anchas, y he oído afirmar lo mismo a otros miembros de Los Zánganos. Recuerdo que Pongo Twistleton me contó una vez que, paseando en góndola al claro de luna con una muchacha, lo único que se le ocurrió fue explicarle la vieja historia de aquel tipo que fue nombrado jefe del tráfico de Venecia por ser un buen nadador. También añadió que hizo un mal papel y que la muchacha, al cabo de un ratito, declaró que sentía frío y que deseaba volver al hotel.
Ahora bien, la conversación resultaba algo decaída. Fue fácil decirle a Gussie que hablaría con aquella muchacha de los corazones doloridos, pero, para poderlo hacer, era necesario tener un punto de partida. Y cuando, paseando, llegamos al extremo del lago, y ella comenzó a hablar, ya pueden imaginarse mi desilusión al percatarme de que hablaba de las estrellas. Nada útil para mí.
—¡Oh! ¡Mire! —dijo.
Aquel exordio confirmaba mi opinión de que era una observadora extraordinaria. Me di cuenta en Cannes, donde me llamó la atención, en varias ocasiones, sobre objetos tan dispares como, por ejemplo, una actriz francesa, una concurrida estación provenzal, una puesta de sol en el Esterel, Michael Arlen, el hombre que vendía gafas de colores, el profundo y aterciopelado azul del Mediterráneo, y el último alcalde de Nueva York en traje de baño a rayas.
—¡Oh! ¡Mire esa dulce estrellita apartada de las demás!
Comprendí que aludía a una estrella chiquitina, apartada, que brillaba encima de un matorral.
—Sí —dije.
—Me pregunto si se sentirá sola.
—Oh, no lo creo.
—Un hada debe haber llorado.
—¿Eh?
—¿No lo recuerda? «Cada vez que un hada derrama una lágrima, nace una estrella diminuta en la Vía Láctea». ¿Jamás pensó en ello, míster Wooster?
Debo confesar que jamás se me había ocurrido pensar en nada semejante. No me parecía probable, y creía que no concordaba en lo más mínimo con su aseveración sobre las guirnaldas de lindas margaritas del Señor. Quiero decir que las dos afirmaciones no estaban muy de acuerdo entre sí.
A pesar de todo, no era aquél el momento de analizar y discutir, y vi que me había equivocado al pensar que las estrellas no podían ser útiles para mis fines.
—Y a propósito de derramar lágrimas…
Pero ella, entonces, empezó a hablar de los conejos, que retozaban por el parque en torno nuestro.
—¡Oh, mire los conejitos!
—A propósito de derramar lágrimas…
—¿No le agrada este momento de la noche, míster Wooster, cuando el sol se ha puesto y los conejitos salen en busca de su cena? Siendo chiquilla, imaginaba que los conejitos eran gnomos y que si hubiese podido retener el aliento y quedarme inmóvil, hubiera hecho aparición el hada.
Indicando con un gesto equívoco que admitía perfectamente que, siendo niña, hubiese podido pensar semejante disparate, volví a lo que me interesaba.
—A propósito de derramar lágrimas —dije con firmeza—, debe saber que hay un corazón que sufre en Brinkley Court.
Aquello le causó impresión, tanto que abandonó el tema de los conejos. Su rostro, antes encendido por una graciosa animación, se nubló. Y emitió un suspiro semejante al silbido de una pelota al expulsar el aire que la hincha.
—¡Ah, sí! La vida es triste, ¿verdad?
—Para alguien sí. Para el corazón que sufre, por ejemplo.
—¡Con sus hermosos ojos! ¡Con aquel iris húmedo de llanto! Ya no danzan como alegres diablillos. Y todo por un estúpido desacuerdo a propósito de un tiburón. ¡Qué trágicos son los desacuerdos! Un amor así, truncado porque míster Glossop se obstina en decir que era un rodaballo…
Comprendí que no me había entendido.
—No hablaba de Angela.
—Pero su corazón sufre.
—Lo sé, pero no es el único que sufre.
Me miró perpleja.
—¿Quiere aludir al del míster Glossop?
—No.
—¿Al de mistress Travers, pues?
El exquisito código de educación de los Wooster me impidió tirarle de una oreja; sin embargo, hubiera dado un chelín por poderlo hacer. Parecíame que se obstinaba en no querer comprenderme.
—Tampoco se trata del de tía Dahlia.
—Pues creo que está muy disgustada.
—Desde luego; pero el corazón a que me refiero no sufre por la ruptura entre Angela y Tuppy. Sufre por una razón muy diferente. En fin, ¡creo que usted ha de saber por qué sufren los corazones!
Su rostro pareció iluminarse. Su voz tornóse un murmullo.
—Quiere usted decir… ¿por amor?
—Naturalmente. Ha dado usted en el clavo: por amor.
—¡Oh, míster Wooster!
—¿Cree usted en el flechazo?
—¡Claro que sí!
—Bueno, eso le ha sucedido al corazón que sufre y que, desde ese mismo momento, se consume; me parece que ésa es la expresión exacta.
Hubo un silencio. Habíase vuelto hacia el lago para mirar un pato. El animalejo estaba hurgando entre las hierbas, ocupación que jamás he comprendido. Aunque, pensándolo bien, esas hierbas no son mucho peores que las espinacas… Luego bebió un poco, sumergió la cabeza y desapareció; aquello pareció romper el encantamiento.
—¡Oh, míster Wooster! —repitió, y por el tono de su voz comprendí que la había conmovido.
—¡Por usted! —continué, yendo directamente al fondo del asunto. Supongo que habrán observado que lo difícil en estas situaciones es exponer la idea principal, el esquema general que lo define todo. El resto es mero detalle. Acaso entonces no me volviera más locuaz, pero, más que antes sí, desde luego—. Está pasando unos días horribles. No puede dormir, no puede comer, todo por amor a usted. Y lo peor es que ese pobre corazón roto no sabe hacerse comprender y decirle a usted cómo están las cosas, porque su perfil le ha conmovido e intimidado. Precisamente cuando se decide a hablar, le echa una mirada y el discurso se desvanece. Es una estupidez, lo sé, pero es así.
La oí tragar saliva ruidosamente, y vi que tenía los ojos húmedos, o los iris húmedos, si más les agrada.
—¿Quiere un pañuelo?
—No, gracias, me encuentro perfectamente.
Yo no podía decir lo mismo. Estaba debilitado por los esfuerzos hechos. No sé si a ustedes les sucederá lo mismo, pero a mí el hablar de cosas tiernas, como un puré de patatas, me ocasiona siempre cierta sensación de inquietud y un sentimiento como de vergüenza junto con un desagradable sudorcito.
Recuerdo haberme visto obligado una vez, en casa de tía Agatha, en el Hertfordshire, durante una fiesta en favor de las Desventuradas Hijas del Clero, a desempeñar el papel de rey Eduardo III cuando se despide de su chica, la bella Rosamunda. Aquello requería un diálogo apasionadamente medieval, apto para esos tiempos en que una espada llamaba a otra espada, y, en el momento en que se levantó el telón, no creo que ninguna Hija del Clero fuese tan desventurada como yo. No había en mi piel ni un pedacito que estuviese seco.
Ahora, mis condiciones eran aproximadamente las mismas, y fue un Bertram muy humedecido el que se dispuso a prestar atento oído a lo que la muchacha comenzó a decir después de un par de sollozos.
—¡Se lo ruego, ni una palabra más, míster Wooster!
Naturalmente, no tenía intención alguna de decirlas.
—Comprendo.
Fui muy feliz al oír aquello.
—Sí, comprendo, no soy tan necia como para fingir que no comprendo lo que quiere usted decir. Lo sospeché en Cannes, cuando estaba usted cerca de mí y me miraba sin pronunciar palabra, pero con volúmenes enteros escritos en los ojos.
Si el tiburón de Angela me hubiese mordido una pierna, no habría dado yo un respingo más convulsivo. Estaba tan identificado con los intereses de Gussie que ni siquiera me pasó por la mente que otra deducción desafortunada pudiera desprenderse de mis palabras. El sudor, que ya bañaba mi frente, convirtióse en un Niágara.
Mi destino dependía de las palabras de una mujer. Quiero decir que no podía echarme atrás. Si una muchacha cree que un hombre se le está declarando y le acepta, él no puede explicarle que se ha equivocado y que no tiene ninguna idea de esa índole. Es necesario aceptarlo así.
Francamente, me aterrorizaba la idea de estar prometido a una chica que hablaba sin reticencias de hadas nacidas de estrellas que se limpian las narices, o algo por el estilo.
Ella continuaba sus observaciones y, escuchándola, yo apretaba los puños hasta que las coyunturas se me volvieron blancas por el esfuerzo. Parecía que no hubiese jamás de llegar al fin.
—Sí; durante todos aquellos días, en Cannes, me di perfecta cuenta de lo que usted intentaba decirme. Una muchacha lo comprende en seguida. Y luego me siguió hasta aquí, y siempre con aquella mirada muda e implorante. Luego ha insistido mucho para que saliera con usted en el crepúsculo, y ahora pronuncia esas palabras titubeantes. No, no es una sorpresa para mí. Sin embargo, lo siento…
Estas últimas palabras me produjeron el mismo efecto que una bebida reconfortante de Jeeves: un poco de salsa, pimentón y yema de huevo, todo esto mezclado sin duda con otros misteriosos ingredientes, y me reanimé como una flor que se abre a la luz del sol. Todo marchaba bien. Mi ángel de la guarda no se había quedado dormido.
—… pero me temo que sea imposible.
Hizo una pausa.
—Imposible —repitió.
Tan viva era mi sensación de haber escapado del patíbulo, que me di cuenta, al instante, de que convenía una rápida respuesta.
—¡Oh, bueno! —dije con precipitación.
—Lo siento…
—No, no, está muy bien.
—… más de cuanto pueda expresar.
—No piense más en ello.
—Podemos seguir siendo amigos.
—¡Claro que sí!
—No volveremos a hablar de ello, y consideraremos lo sucedido como un tierno secreto entre nosotros.
—¡Naturalmente!
—Muy bien, lo guardaremos como algo delicado y fragante envuelto en lavanda…
—En lavanda, naturalmente…
Hubo una larga pausa. Ella me miraba con una dulcísima piedad, como si yo fuese un caracol aplastado inadvertidamente por ella con su zapatito francés. Y hubiera dado cualquier cosa por decirle que todo marchaba a pedir de boca y que Bertram, en vez de ser víctima de la desesperación, nunca había estado tan alegre en toda su vida. Pero, desde luego, no podemos actuar de esa manera. Callé y permanecí allí, valientemente.
—Querría poder… —murmuró.
—¿Qué? —pregunté, porque mi atención habíase distraído.
—Sentir hacia usted lo que usted desea.
—¡Oh! ¡Ah!
—Pero no puedo, lo siento.
—La culpa es de ambos, por supuesto.
—Porque me agrada usted mucho, míster… No; le llamaré a usted Bertie, ¿me lo permite?
—¡Claro que sí!
—Porque somos verdaderos amigos.
—Indudablemente.
—Me agrada usted, Bertie, y si las cosas fueran diferentes, ¿quién sabe?…
—¿Eh?
—Después de todo somos buenos amigos… tenemos este recuerdo en común… tiene usted derecho a saber… no quisiera que creyese… ¡La vida es tan complicada!
A muchos hombres estas exclamaciones entrecortadas les hubieran parecido fútiles y la mayoría habrían hecho caso omiso de ellas. Pero los Wooster tienen la mente extraordinariamente vivaz y saben leer entre líneas. Adiviné lo que ella estaba intentado hacer salir de las profundidades de su pecho.
—¿Quiere usted decir que hay otro?
Asintió.
—¿Ama a otro?
Nuevamente asintió.
—¿Está comprometida?
Esta vez meneó la cabecita.
—No, no estoy comprometida.
Bien. Eso ya era algo. A pesar de todo, por su modo de hablar podíase deducir que el pobre Gussie habría de retirar su nombre de la lista, y no me gustaba la idea de tenerle que comunicar la triste nueva.
Había estudiado a mi hombre, y temía que aquello pudiese significar el fin para él.
Gussie, ¿comprenden?, no era como algunos de mis amigos, por ejemplo Bingo Little, quienes, rechazados por una muchacha, dicen: «¡Bueno, buenas noches!» y, tan contentos, se van a buscar otra. Él era, se veía claramente, de esos seres que, si no tienen éxito en la primera tentativa, se amilanan, pasan el resto de su vida reflexionando sobre las salamandras y se dejan crecer luengas patillas grises, como algunos personajes de novela que viven en grandes casas blancas, escondidas entre los árboles, lejos del mundanal ruido y con unos rostros llenos de melancolía.
—Mucho temo que esa persona no piense en mí, en este sentido; por lo menos no me lo ha dicho. Comprenderá que sólo a usted se lo digo porque…
—¡Oh! Desde luego…
—Es extraño que me haya usted preguntado si creo en el flechazo. —Entornó los ojos—. «¿Quién, que haya amado alguna vez, no ha sentido el amor de repente?» —dijo con una voz sombría que me recordó, sin saber por qué, a tía Agatha cuando, vestida de Boadicea, declamaba en aquella famosa función de que les he hablado—. Es una historia algo necia. Estaba yo en el campo, con unos amigos, y había ido a dar un paseo con mi perro, cuando al pobrecillo se le clavó una espina en la patita. Yo no sabía qué hacer y, repentinamente, se presentó aquel hombre…
Al hablarles de aquella famosa función y esbozarles rápidamente el esquema de mis emociones, sólo les he presentado el aspecto adverso de la situación. Ahora, en cambio, quiero hablarles del maravilloso episodio que siguió a la representación, cuando, desprendido de mi armadura, me dirigí al bar y pedí algo para beber. Me pusieron entre las manos inmediatamente un vaso de cerveza exquisita, y el éxtasis del primer sorbo aún perdura en mi memoria. La agonía sufrida anteriormente era lo que necesitaba para hacerme encontrar perfecta la bebida.
Experimenté, ahora, la misma sensación. Cuando comprendí, por sus palabras, que aludía a Gussie —evidentemente, no podía ser que aquel día un pelotón de hombres se hubiese dedicado a sacarle espinas a su perro, ¡ni que fuese un alfiletero!—, cuando tuve la certeza de que Gussie, que pocos minutos antes parecía haber perdido toda probabilidad de éxito, era el vencedor, un violento escalofrío me sacudió de pies a cabeza y de mis labios salió una exclamación tan violenta que miss Bassett dio un salto por lo menos de un palmo.
—¿Perdón? —dijo.
Hice un ademán.
—¡Oh, nada! —dije—. Me había olvidado de que esta noche tengo que escribir sin falta una larga carta. Si me disculpa, voy a dejarla. Ahí llega Gussie Fink-Nottle. Él la acompañará a usted.
Mientras hablaba, Gussie se había presentado, saliendo de detrás de un árbol.
Me marché, dejándolos juntos. Bueno, el asunto de aquellos dos quedaba perfectamente arreglado. ¡Siempre que Gussie conservase la cabeza en su sitio y no apresurara demasiado las cosas! Pensaba, mientras me dirigía hacia casa, que aquellos seres felices ya debían de haber comenzado a funcionar. Quiero decir que, dejando a una muchacha con un hombre a la luz crepuscular, después de que los dos han declarado que están enamorados entre sí, me parece que no merece la pena seguir preocupándose por ellos.
Y, en cuanto a mí, después de lo realizado, creía tener derecho a un poco de reposo en la sala de fumar.
Continué, pues, mi camino.