Medité profundamente, aquella tarde, mientras viajaba hacia Brinkley Court en mi viejo dos plazas. La noticia de la ruptura entre Angela y Tuppy me había conmovido grandemente.
Su proyectado enlace siempre tuvo mi incondicional aprobación. Demasiado a menudo sucede que, cuando un joven amigo nuestro piensa unirse a una muchacha que conocemos, nos quedamos perplejos, frunciendo el entrecejo y mordiéndonos el labio inferior con expresión de duda, reflexionando si debemos poner en guardia al uno o a la otra, o a los dos a la vez, cuando aún están a tiempo para cambiar de opinión.
Nada igual habíame jamás sucedido respecto a Angela y Tuppy. Tuppy, cuando no hace el tonto, es un tipo excelente. Y su amor hubiera podido definirlo como dos corazones que laten al unísono.
Naturalmente, también ellos tuvieron disgustos. Por ejemplo, cuando Tuppy, con lo que él llamaba impávida franqueza, le dijo a Angela que con el sombrero nuevo se parecía a un pequinés. Pero en el balance de las novelas de amor es menester dejar un amplio margen para las inevitables vulgaridades, y supuse que Tuppy, después del incidente, habría aprendido también la lección, y pronosticaba el futuro de los dos novios como un prolongado canto armonioso.
Y, repentinamente, sobreviene la ruptura de las relaciones amatorias.
Empleé toda la ingeniosidad del cerebro de un Wooster para procurar explicarme lo acaecido, pero me atormentaba la duda de lo que hubiera podido provocar la explosión y pisaba continuamente el acelerador para llegar lo más pronto posible al lado de tía Dahlia y saber, por boca de la misma protagonista, la historia completa. Puesto que mi seis cilindros funcionaba perfectamente, me hallé en la intimidad de la familia antes de la hora del aperitivo de la noche.
Me pareció que tía Dahlia se alegraba de verme, más aún, incluso lo dijo. Declaración que ninguna otra tía hubiera hecho, puesto que la habitual reacción de esas queridas parientes ante la llegada de Bertram es una mezcla de malestar y espanto.
—Has sido muy amable al venir, Bertie.
—Mi puesto está a tu lado, tía Dahlia —contesté.
Su rostro, frecuentemente risueño, aparecía nublado y brillaba por su ausencia la acostumbrada sonrisa genial. Estreché su mano con simpatía para hacerle comprender que mi corazón sangraba con el suyo.
—Mal asunto éste, mi querida consanguínea —dije—. Temo que hayas vivido unos malos momentos. ¡Esta historia debe de haberte deprimido!
—Deprimido, ésa es la palabra. No he tenido un momento de tranquilidad desde que regresé de Cannes y volví a pisar este maldito umbral —dijo tía Dahlia, recobrando el enérgico lenguaje de las partidas de caza—. Todo ha ido de cabeza. Primero, hubo la historia del reparto de premios.
Se detuvo y me miró.
—Pensaba haberte hablado francamente de tu proceder en este asunto, Bertie —dijo—, y tenía preparada una excelente colección de frases para decirte. Pero, ya que has acudido así, espontáneamente, debo dejarte en paz. Y mucho más si pienso que quizá haya sido mejor que te eclipsaras de esa manera tan condenadamente cobarde en el momento en que debías cumplir una obligación, porque me parece que el tal Spink-Bottle lo hará muy bien. Siempre que pueda prescindir de las salamandras.
—¿Por qué? ¿Ha hablado de las salamandras?
—Ha hablado. Mirándome con ojos resplandecientes y fulgurantes de marinero de los tiempos antiguos. Sin embargo, si sólo hubiera de soportar eso, ¡paciencia! Me atormenta lo que dirá Tom en el momento en que se crea obligado a mostrarse locuaz.
—¿Tío Tom?
—Me gustaría que te acostumbraras a llamarle con cualquier otro nombre, pero no tío Tom —dijo tía Dahlia, algo despechada—. Cada vez que le llamas así me parece que veo a un negro dispuesto a tocar el banjo. ¡Sí, tío Tom, si así lo prefieres! Pronto tendré que informarle de la pérdida del dinero al bacarrá y temo que salte como un cohete.
—Bueno, ya sabes que el tiempo todo lo cura…
—¡Al diablo el tiempo que todo lo cura! He de sacarle un cheque de quinientas libras, lo más tarde el 3 de agosto, para Milady’s Boudoir.
Me sentí preocupado. Aparte del natural interés del sobrino hacia un elegante periódico de su tía, mi corazón albergaba un punto sensible para este Milady’s Boudoir desde que publicara mi artículo «Lo que lleva el hombre bien vestido». Acaso fuera sentimentalismo, pero nosotros, los periodistas, tenemos esas debilidades.
—¿Se ha encallado el Boudoir?
—Lo estará si Tom no afloja los cordones de su bolsa. Es menester ayudarlo hasta que supere la curva.
—Pero ¿no tenía que superarla hace dos años?
—Sí, pero aún sigue en el mismo punto. Hasta que no hayas dirigido un periódico para señoras, no sabrás cuántas son las curvas.
—¿Y crees que hay pocas esperanzas de conmover a tío Tom con mimos conyugales?
—Te diré, Bertie. Hasta ahora, cuando necesitaba algún subsidio, siempre lo obtuve acercándome a Tom con la actitud alegre y confiada del hijito único que pide al indulgente padre un bombón de chocolate. Pero precisamente ahora ha recibido de la Oficina de Impuestos una notificación de aumento de impuestos de cincuenta y ocho libras, un chelín y tres peniques, y desde que he regresado sólo habla de ruina, de la siniestra tendencia de la legislación socialista y de lo que nos sucederá a todos.
Comprendía perfectamente. Tío Tom tiene una peculiaridad que he observado en otras personas: si se le impone un tributo, aunque sea muy insignificante la suma, lanzará unos gritos que se oirán al otro lado del mundo. Tiene el dinero a montones, pero no quiere oír hablar de desprenderse de nada.
—De no ser por el arte culinario de Anatole, no creo que fuese posible seguir adelante. Gracias al cielo, está Anatole.
Incliné la cabeza reverentemente.
—¡Dios guarde a Anatole!
—Amén —contestó tía Dahlia.
Muy pronto, sin embargo, desapareció de su rostro la expresión de felicidad extática que siempre produce dejar que la mente divague, aunque sea por breve tiempo, sobre el arte culinario de Anatole.
—Pero no me distraigas del objeto —agregó ella—. Te estaba diciendo que los cimientos han comenzado a temblar desde mi regreso. Primero, el reparto de premios; luego, Tom, y ahora, para colmo, la maldita pelea entre Angela y el joven Glossop.
Asentí gravemente.
—Lo he sentido muchísimo al saberlo. Un golpe muy grave. Y ¿cuál ha sido la causa?
—Los tiburones.
—¿Eh?
—Los tiburones… O, mejor dicho, el tiburón. Aquella bestia que acometió a Angela mientras estaba ejercitándose con el patín acuático.
Desde luego, lo recordaba. Un hombre sensible no olvida que su prima ha corrido el riesgo de ser devorada por un monstruo de las profundidades marinas. El episodio estaba siempre vivo en mi memoria.
Lo explicaré brevemente. Ustedes saben en qué consiste el patín acuático. Una lancha de motor corre hacia adelante arrastrando una cuerda. Tú estás sobre una tabla, sujetando la cuerda, y la lancha te arrastra a ti también. A veces, pierdes el contacto con la cuerda y te precipitas en el agua, y entonces tienes que nadar para volver a colocarte sobre la tabla.
Un ejercicio muy necio, a mi modo de ver, pero hay quien lo encuentra divertido. Pues bien, en la ocasión referida, Angela acababa de volverse a subir sobre la tabla, después de una zambullida, cuando el tiburón, acercándose, le dio un violento coletazo que la hizo caer de nuevo al agua salada. Necesitó algún tiempo para hacerle comprender al tipo de la lancha lo que había sucedido y decidirle a que corriese en su ayuda. Durante ese intervalo, pueden figurarse su temor.
Según Angela, aquel aletudo ejemplar continuó amenazando sus piernas, sin descanso, hasta el punto de que, cuando finalmente llegó el socorro, ella más parecía una almendra salada que un ser humano. La pobre muchacha había quedado muy trastornada y, durante varias semanas, no sabía hablar de otra cosa.
—Recuerdo muy bien el incidente —dije—. Pero ¿qué tiene que ver con esta ruptura?
—Anoche Angela estaba contándole lo sucedido a su novio.
—¿Y qué?
—Tenía los ojos brillantes y las manitas estrechamente enlazadas con una excitación muy juvenil.
—Naturalmente.
—Y en vez de demostrarle la simpatía y la comprensión a que tenía derecho, ¿qué te figuras que hizo el maldito Glossop? Permaneció escuchando como un zoquete, y cuando hubo terminado, separó la boquilla de los labios y dijo: «Me parece que debió de tratarse sólo de un pedazo de madera flotante».
—¡No!
—Así es. Y cuando Angela le describió de qué modo el animal se había abalanzado sobre ella, intentando morderla, separó nuevamente la boquilla de los labios y dijo: «¡Ah! Acaso fuera un rodaballo inofensivo que tenía ganas de jugar». Y ahora, ¡dime tú! ¿Qué hubieras hecho en lugar de Angela? Ella tiene orgullo, sensibilidad y todas las reacciones naturales en una verdadera mujer. Le dijo que era un asno, un estúpido, un idiota y que no sabía lo que andaba diciendo.
Confieso que le daba la razón a la muchacha. Sólo una vez en la vida sucede un hecho sensacional, y cuando sucede no es agradable que alguien intente quitarle el sabor de emoción. Recuerdo haber tenido que leer en la escuela algo en que se hablaba de un tal Otelo que le cuenta a una muchacha todas las peripecias que ha pasado con los caníbales o algo semejante. Imaginen ahora sus sentimientos si, después de haber relatado un emocionante encuentro con un jefe caníbal, y mientras espera un asombrado y temeroso: «¡Oh! ¿De veras?», la muchacha le hubiese dicho que sin duda había exagerado y que aquel jefe, según todas las probabilidades, era sólo alguna prominente vegetación local.
Sí, sí. Comprendía perfectamente a Angela.
—Pero supongo que él daría marcha atrás, al darse cuenta de que la ofendía.
—En absoluto. Continuó discutiendo. Y, gradualmente, subieron al punto en que ella le dijo que, para no volverse gordo como un cerdo, tenía que renunciar a las comidas pesadas, y hacer mucho ejercicio por las mañanas, y en que él criticó la costumbre, sumamente deplorable, que tienen las muchachas modernas de maquillarse la cara. Así continuaron durante un rato; luego, con una explosión, la sala se llenó con los diminutos fragmentos de su compromiso. Estoy fuera de mí. Gracias a Dios, has venido tú, Bertie.
—Nada hubiera podido retenerme lejos —repliqué—, sentía que necesitabas de mí.
—Sí.
—¡Claro está!
—O, mejor —dijo ella—, no de ti, naturalmente, sino de Jeeves. En cuanto sucedió el cataclismo, pensé en él. La situación reclama a Jeeves a voz en grito. Si en la historia de los humanos acontecimientos hubo un instante en que fue necesario un cerebro superior, es precisamente éste.
Me parece que si llego a estar de pie, me hubiera tambaleado, es decir, estoy seguro de ello. Pero no es tan fácil que suceda cuando uno está sentado en un sillón de brazos. Sólo mi cara pudo expresar la ofensa que estas palabras habíanme ocasionado.
Antes de que ella las pronunciara, era todo yo azúcar y miel, me había portado como un sobrino compasivo dispuesto a cualquier cosa para ser útil. Ahora me volví de hielo y puse una cara resuelta y dura.
—¡Jeeves! —musité entre dientes.
—¡Jesús! —exclamó tía Dahlia.
Me percaté de que no había comprendido.
—No he estornudado. He dicho: ¡Jeeves!
—¡Ah, sí, Jeeves! ¡Qué hombre! Voy en seguida a contárselo todo. No hay nadie que pueda comparársele.
Mi frialdad se acentuó.
—Quisiera llegar a un acuerdo contigo, tía Dahlia.
—¿A qué quieres llegar?
—A un acuerdo.
—¿De veras?
—Sí. Jeeves es un hombre acabado.
—¿Qué?
—Completamente. Ha perdido por completo su vivacidad de mente. Hace menos de una semana que hube de quitarle la iniciativa de un asunto, porque lo trataba de un modo perfectamente absurdo. De todos modos me ofende el presupuesto, si presupuesto es la palabra, de que Jeeves sea la única persona que posea cerebro. Me ofende el hecho de que todos le expongan sus cuitas sin consultarme y sin permitir que, de antemano, pueda formarme una idea de ello.
Y como tía Dahlia quisiese hablar, la detuve con un ademán.
—Es cierto que, en el pasado, también yo juzgué útil dirigirme a Jeeves para que me aconsejara. Pero reclamo el derecho de echar también yo un vistazo a esos problemas, cuando se presentan, sin que todos consideren a Jeeves como la única cebolla del huerto. A veces creo que Jeeves, quien evidentemente tiene en activo algunos éxitos, ha sido más afortunado que capaz.
—¿Te has peleado con Jeeves?
—Nada de eso.
—Me parece que sientes cierto resquemor hacia él.
—Te aseguro que no.
Sin embargo, tenía que admitir que era verdad en parte lo que ella afirmaba. Todo el día había estado juzgando a Jeeves con mucha severidad, y he aquí por qué.
Recordarán ustedes que él había tomado el tren de las 12.45, llevando consigo mi equipaje, mientras yo me quedaba en Londres para el almuerzo. Pues bien, antes de marcharme, mientras vagaba arriba y abajo por la casa, relampagueó en mi mente una extraña sospecha —provocada quizá por algo fraudulento observado en el hombre— y me pareció que alguien me murmuraba al oído que echara un vistazo al guardarropa.
Mis sospechas se habían confirmado. La chaqueta blanca estaba allí, colgada de su percha. Aquel perro no la había puesto en la maleta. Como les podrán decir en Los Zánganos, no es sencillo llevarle la contraria a Bertram Wooster. Empaqueté la prenda con papel de estraza y la puse en el interior de mi coche, y ahora se hallaba en una silla del vestíbulo. Pero aquello no desvirtuaba el hecho de que Jeeves hubiese intentado hacerme una jugarreta, y seguramente mis palabras traicionaban cierto resentimiento.
—Nada violento —dije—, sólo lo que puede definirse como una frialdad pasajera. No hemos estado de acuerdo a propósito de mi chaqueta blanca con botones dorados y necesité afirmar mi personalidad. Pero…
—De todos modos, nada tiene que ver una cosa con la otra. Lo cierto es que estás diciendo muchas tonterías, pobrecito mío. ¿Que Jeeves ha perdido su viveza de ingenio? ¡Absurdo! ¿Cómo? ¡Si le he visto sólo un momento, a su llegada, y me han impresionado sus ojos, que brillaban con inteligencia! Me he dicho: «Confía en Jeeves». Y lo haré.
—Mejor sería que me dejases ver qué puedo hacer yo, tía Dahlia.
—¡Dios me libre! Si empiezas a ocuparte del asunto, lo vas a echar todo a perder.
—Todo lo contrario. Has de saber que, mientras venía hacia acá, he reflexionado y archirreflexionado sobre el agobiante asunto de Angela y he conseguido urdir un plan basado en la psicología del individuo, que albergo la intención de poner en práctica lo más rápidamente posible.
—¡Oh, Dios mío!
—Mi experiencia de la humana naturaleza me dice que lo llevaré a buen fin.
—Bertie —exclamó tía Dahlia en un tono que yo habría juzgado febril—, ¡déjalo correr, déjalo correr! ¡Por el amor de Dios, déjalo correr! Conozco de sobra tus planes. Supongo que se te ocurrirá la idea de tirar a Angela al lago y enviar al joven Glossop a salvarle la vida, o algo parecido.
—Nada de ese tipo.
—Sin embargo, es propio de ti.
—Mi esquema es mucho más sutil. Déjame explicártelo.
—No, gracias.
—Me he dicho a mí mismo…
—Pero no me lo vas a decir a mí.
—Escucha un momento.
—No quiero.
—Muy bien, pues. Estoy mudo.
—Lo has estado desde niño.
Me di cuenta de que la discusión acabaría mal. ¡Era inútil continuarla! Hice un ademán y me encogí de hombros.
—Está bien, tía Dahlia —dije con frialdad—. Si no quieres que yo entre en escena, es asunto tuyo. Pero te pierdes un consejo intelectual. Y poco importa si te pareces a aquella serpiente sorda de las Escrituras que, como sin duda sabrás, cuanto más tocaban, menos bailaba. Yo maniobraré como lo he decidido. Quiero entrañablemente a Angela y no ahorraré esfuerzo alguno para llevar un rayo de sol a su corazón.
—¡Bertie, eres un testarudo y nada más! Te lo repito: ¿quieres hacerme el favor de dejarlo correr? Sólo conseguirás poner el asunto cien veces peor de lo que está.
Recuerdo haber leído en una novela histórica sobre un tipo, no sé exactamente si italiano o indio o de qué pueblo, que cuando oía decir algo equivocado lanzaba una mirada sonriente por debajo de los párpados entornados, y daba un papirotazo a una motita de polvo sobre el irreprochable encaje de Malines que adornaba sus muñecas. Aproximadamente hice lo mismo. Me arreglé la corbata y sonreí con una inescrutable sonrisa de las mías. Luego me retiré y fui a dar un vuelta por el jardín.
La primera persona que encontré fue el joven Tuppy. Tenía la frente arrugada y lanzaba, sombríamente, unas piedras contra un tiesto de flores.