Acogí esta comunicación con una de mis famosas miradas.
—Jeeves —dije—. ¡No esperaba esto de usted! Sabe que esta noche me he acostado tarde y que acabo de tomar el té, conoce perfectamente el efecto que puede producir la sonora voz de tía Dahlia en un individuo que tiene dolor de cabeza y ¡viene usted a anunciarme a Fink-Nottle! ¿Le parece momento a propósito para un Fink-Nottle?
—El señor me dijo que quería ver a míster Fink-Nottle para aconsejarle sobre sus asuntos.
He de admitir que esta observación dio nuevo rumbo a mis pensamientos. En la intensidad de mis sensaciones me había olvidado totalmente de que la suerte de Gussie estaba en mis manos, lo cual cambiaba por completo el aspecto del asunto. ¿Cómo es posible condenar al ostracismo a un cliente? ¿Se imaginan a Sherlock Holmes rehusando conceder audiencia por haber participado la noche anterior en una fiesta con ocasión del cumpleaños del doctor Watson? Habría preferido que aquel individuo hubiera elegido otra hora para venir a consultarme, pero ya que él, como los pájaros, abandonaba el nido de madrugada, decidí recibirle.
—Está bien —dije—. Hágale pasar.
—Perfectamente, señor.
—Pero, antes, tráigame una de sus bebidas especiales.
—Perfectamente, señor. —Y volvió con la saludable bebida.
Creo haber tenido ocasión, antes de ahora, de hablar de esas composiciones especiales de Jeeves y del efecto que producen, a la mañana siguiente de una juerga, sobre quien se siente colgado de la vida por un hilo. No puedo decir en qué consisten. El dice que contienen una salsa determinada, una yema de huevo cruda y pimentón, pero yo estoy convencido de que tiene que estar mezclada también alguna otra sustancia más misteriosa. De todos modos, el efecto que producen, apenas trasegadas, resulta extraordinario.
Durante un segundo te quedas en suspenso reteniendo el aliento, como si toda la creación dependiese de ti. Luego, súbitamente, te sobresaltas como si hubiese sonado la Ultima Trompeta, y el Juicio Final hubiese tenido principio con extrema severidad. Todas las partes del cuerpo parecen pasto de las llamas. El abdomen te pesa como si estuviese repleto de lava fundida. Te quedas aturdido como si un viento huracanado soplase sobre la tierra y un martillo candente te golpeara la nuca. Durante esta fase, los oídos retumban con violencia, los globos oculares giran, y la frente experimenta una sensación de hormigueo.
Y entonces, cuando uno se cree obligado a llamar al notario para arreglar los asuntos antes de que sea demasiado tarde, la situación comienza a esclarecerse. El viento amaina, los oídos dejan de silbar, los pajaritos gorjean. Suena una banda. Se percibe el sonido de los instrumentos de viento. El sol aparece, de golpe, en el horizonte.
Y sobreviene una gran paz.
Mientras acababa de vaciar el vaso, la vida volvía a florecer en mí. Recuerdo que Jeeves, quien tiene un modo de hablar muy exacto, aunque a veces se salga de tono en cuestión de trajes y de consejos a los enamorados, lo comparó una vez a alguien que, librándose de las losas sepulcrales, accediese a altas esferas. Eso era lo que me sucedía a mí en aquel momento. Sentía que el Bertram Wooster que yacía sobre las almohadas habíase vuelto otro Bertram Wooster, más fuerte y más hermoso.
—Gracias, Jeeves —dije.
—No hay de qué, señor.
—El resultado ha sido espléndido. Ahora me siento en condiciones de enfrentarme con los problemas de la vida.
—Me alegro mucho, señor.
—¡Lástima que no bebiera una dosis antes de hablar con tía Dahlia! Pero de nada sirve deplorarlo. Hábleme de Gussie. ¿Qué tal le fue en el baile de máscaras?
—No llegó a ir, señor.
Le miré severamente.
—Jeeves —dije—. Admito que después de su brebaje me encuentro mucho mejor. Pero ¡no se fíe demasiado! No está bien que se quede usted cerca de mi lecho de dolor, contándome cuentos. Metimos a Gussie en un taxi y partió en dirección al baile de máscaras. Debió haber llegado.
—No, señor. Según supe por boca de míster Fink-Nottle, entró en el taxi convencido de que la fiesta a que estaba invitado debía celebrarse en el número 17 de Suffolk Square, y en cambio, lo fue en el número 71 de Norfolk Terrace. Estas aberraciones de la memoria no son raras en individuos que, como míster Fink-Nottle, pertenecen esencialmente al llamado tipo «soñador».
—Podría llamársele también el tipo que siempre piensa en las musarañas.
—Sí, señor.
—¿Y qué más?
—Al llegar al número 17 de Suffolk Square, míster Fink-Nottle intentó en vano pagar la carrera.
—¿Y qué se lo impidió?
—El hecho de no tener dinero, señor. Descubrió que lo había dejado, junto con la tarjeta de invitación, sobre la repisa de la chimenea de su dormitorio, en casa de un tío suyo, donde se hospeda. Ordenó al conductor que aguardase, tocó el timbre, y al criado que fue a abrirle le dijo que pagara el recorrido, añadiendo que era uno de los invitados a la fiesta. El criado negó la existencia de bailes por aquellos parajes.
—¿Y le dejó en la calle?
—Sí, señor.
—¿Y después?
—Míster Fink-Nottle volvió a subir al coche y dio las señas de la casa de su tío.
—Era una justa inspiración. No tenía más que tomar dinero y tarjeta y estaría al cabo de la calle, como suele decirse.
—Debí decirle, señor, que míster Fink-Nottle había olvidado también la llave de la casa sobre la repisa de la chimenea de su habitación.
—Le bastaba con tocar el timbre.
—Lo tocó, señor, durante un cuarto de hora largo. Luego recordó que, además de que la casa está oficialmente cerrada y el servicio de vacaciones, él había concedido también permiso al portero para que fuese a visitar a su hijo marinero, a Portsmouth.
—Un desastre, Jeeves.
—Sí, señor.
—Esos tipos soñadores existen, ¿verdad?
—Sí, señor.
—¿Y qué sucedió entonces?
—Míster Fink-Nottle comenzó a percatarse de que su posición con respecto al conductor se volvía equívoca. Las cifras del taxímetro habían alcanzado una suma notable y él se encontraba en la imposibilidad de saldar su deuda.
—Tenía que explicar lo que le había sucedido.
—No es posible dar explicaciones a los conductores, señor. Si se intenta hacerlo, se tropieza con un extraordinario escepticismo respecto a la buena fe.
—Yo hubiera puesto pies en polvorosa.
—La misma idea debió de ocurrírsele a míster Fink-Nottle. Procuró alejarse corriendo y el conductor, al intentar retenerle, le asió por el sobretodo. Míster Fink-Nottle logró librarse del sobretodo y parece ser que su aspecto, con el traje que llevaba, produjo un gran efecto sobre el conductor. Míster Fink-Nottle me informó haber oído una especie de silbido y haber visto, al volverse, al hombre doblado sobre sí mismo con las manos en el rostro. Míster Fink-Nottle cree que estaba rezando. Sin duda era un hombre ignorante, señor, un supersticioso o un borracho.
—Si no lo era ya, se habrá vuelto así poco después. Esperaría con impaciencia a que abriesen las tabernas.
—Es muy probable que en esas circunstancias sintiese necesidad de un reconstituyente, señor.
—También Gussie debía de hallarse en circunstancias análogas. ¿Qué diablos hizo? Londres, en las horas nocturnas (y tampoco de día al fin y al cabo), no es un lugar acogedor para un nombre en ropaje colorado.
—No, señor.
—Suscita comentarios.
—Sí, señor.
—Me imagino a ese desgraciado vagando por callejuelas ocultas, por desiertas avenidas, tropezando en los cubos de basura.
—Por lo que he podido comprender, según el relato de míster Fink-Nottle, debió de suceder algo semejante. Después de una noche agotadora pudo encontrar la casa de míster Sipperley, donde, por la mañana, consiguió asegurarse una residencia y una muda de traje.
Me apoyé en la almohada, frunciendo el entrecejo. Es muy hermoso pretender ayudar a los antiguos compañeros de escuela pero, empeñándome en sostener la causa de Gussie, que había sido capaz de embrollar el asunto de aquella manera, me imaginé haber adquirido un compromiso superior, quizá, a toda fuerza humana. Tenía la impresión de que Gussie necesitaba, más que el consejo de un nombre de mundo, una celda bien acolchada en Colney Hatch y un par de buenos enfermeros que le impidiesen, por si acaso, pegar fuego al edificio. Por un momento sentí la tentación de renunciar a aquel asunto y volverlo a poner en manos de Jeeves. Pero el orgullo de los Wooster me retuvo: cuando uno de nosotros emprende algo no envaina fácilmente su espada. Además, después del asunto de la chaqueta blanca, el acto más insignificante que pudiera aparecer como una debilidad podría ser fatal.
—Supongo que se dará claramente cuenta, Jeeves (aunque le sepa mal, ciertas cosas hay que decirlas), de que todo esto ha sucedido por culpa de usted.
—¿Señor?
—Es inútil decir «¿Señor?». Bien sabe cómo han sucedido los hechos. Si usted no hubiera insistido en que Gussie fuera a esa fiesta, lo que a mí en seguida me pareció una locura, no habría sucedido nada de todo esto.
—Sí, señor, pero confieso que no preveía…
—Es necesario preverlo siempre todo, Jeeves —dije en un tono lleno de severidad—. Créame, no hay otro medio para lograr un buen fin. Si le hubiera permitido llevar un traje de Pierrot, el asunto habría tomado otro cariz. Un traje de Pierrot tiene bolsillo. Sea como fuere —continué más amablemente—, es demasiado tarde para discutirlo. Y menos mal si lo sucedido sirve para demostrarle a usted lo que acarrea ir por ahí con ropaje escarlata. ¿Ha dicho que Gussie aguarda ahí fuera?
—Sí, señor.
—Pues bien, que pase y veré qué se puede hacer por él.