IV

Se ha dicho con justicia de Bertram Wooster que, aunque considerase con ojos muy agudos y críticos incluso a los de su misma carne y sangre, sabía atribuir a cada uno su justo valor. Y si han seguido ustedes atentamente estas memorias mías, recordarán que a menudo se me ha presentado la ocasión de afirmar enérgicamente que tía Dahlia es, en realidad, una buena persona.

Recordarán que se casó con el viejo Tom Travers en secondes noces (me parece que se dice así) el año en que Bluebottle ganó el Cambridgeshire, y que me indujo a escribir en el periódico que ella dirige, Milady’s Boudoir, un artículo sobre «Lo que lleva el hombre bien vestido». Es una persona genial, de espíritu amplio, con quien se charla de buena gana. En su conformación espiritual no hay huella alguna de la violencia que hace, por ejemplo, temible a tía Agatha, la cual constituye una pesadilla para las casas de campo y una amenaza para toda la humanidad. Experimento la máxima estimación hacia tía Dahlia, y jamás ha vacilado mi cordial aprecio por su bondad, por su carácter, por su amabilidad en general.

Establecido esto, pueden ustedes imaginarse cuan atónito me quedé al verla a mi cabecera en aquella hora desacostumbrada, tanto más cuanto que, habiendo sido huésped suyo varias veces en su quinta, sospechaba que debía de conocer perfectamente mis costumbres y saber, entre otras cosas, que no recibo a nadie antes de tomar mi taza de té por la mañana. Esta irrupción en mi alcoba, precisamente cuando se sabe que descanso y soledad son necesarios, convendrán conmigo en que no es una acción propia de una persona educada.

Además, ¿qué había venido a hacer a Londres? Yo me lo preguntaba. Nadie puede esperar que una mujer concienzuda, de regreso bajo el techo conyugal después de una ausencia de siete semanas, lo abandone en seguida, a toda prisa, al día siguiente de su llegada. Todos han de imaginársela atareada en su casa, atenta con el marido, ocupada en hablar con el cocinero, en darle de comer al gato y en cepillar a su Pomerania…, en suma, en ponerlo de nuevo todo en orden. Aunque tenía los ojos muy turbios, logré, hasta el límite que me lo permitían mis párpados pegados entre sí, lanzarle una mirada severa y desaprobatoria.

No pareció darse cuenta.

—¡Despierta, Bertie, bobalicón! —gritó con una voz que me traspasó de la frente a la nuca.

Tía Dahlia tiene el defecto de dirigirse a la persona que tiene enfrente como si estuviese a un kilómetro de distancia galopando en pos de los galgos. Naturalmente, es un resabio de los tiempos en que consideraban perdidas las jornadas que no hubiesen transcurrido persiguiendo algún desventurado zorro en campo abierto.

Le lancé otra mirada llena de reproche y severidad, y esta vez la notó. Mas produjo el efecto de iniciar una discusión de índole personal.

—No me guiñes los ojos de ese modo indecente, Bertie —dijo—. No sé si tienes la más mínima idea de tu aspecto; verdaderamente despreciable. Haces pensar en algo entre una orgía cinematográfica y una ínfima criatura de charca. ¡Quién sabe dónde te habrás metido esta noche!

—He ido a una recepción oficial —contesté fríamente—. A la fiesta de Pongo Twistleton. No podía faltar. Noblesse oblige.

—Está bien. ¡Levántate y vístete!

Creí no haber oído bien.

—¿Que me levante y me vista?

—Sí.

Di media vuelta sobre la almohada con un leve gemido y en esta contingencia entró Jeeves con la bebida vivificadora. La agarré como un hombre que se está ahogando agarra un sombrero de paja. Bebí un sorbo largo… y me sentí, no diré aliviado (porque no es un sorbo de té lo que puede entonar a un individuo que ha ido a una fiesta como la del cumpleaños de Pongo Twistleton), pero, por lo menos, bastante semejante al Bertram habitual, para poder tomar en consideración la bomba que se me caía encima.

Y cuanto más cavilaba, menos descubría la clave de la cuestión.

—Pero ¿qué es esto, tía Dahlia? —pregunté.

—Me parece té —fue la respuesta—. Pero tú puedes saberlo mejor que yo. Lo estás bebiendo.

Si no hubiese temido derramar la saludable bebida, habría hecho, sin duda, un ademán de impaciencia. Lo notaba.

—No hablo del contenido de esta taza —dije—. Hablo de todo esto, es decir, de tu irrupción, de tu orden de levantarme y de vestirme, y de todo lo demás.

—He hecho irrupción, como tú dices, porque mis telegramas no han surtido, según parece, efecto ninguno. Te he dicho que te levantes y te vistas, porque quiero que te levantes y te vistas. He venido a buscarte. ¡Vaya cara dura, decirme en un telegrama que vendrías el año próximo o algo semejante! Vendrás en seguida. He encontrado un trabajo para ti.

—Pero ¡si no lo quiero!

—Lo que tú quieres y lo que vas a tener, mi querido muchacho, son dos cosas muy diferentes. Hay en Brinkley Court un trabajo para el que hace falta un hombre. Estáte preparado, hasta el último botón, dentro de veinte minutos.

—Pero no es posible que esté listo dentro de veinte minutos. No me encuentro bien.

Pareció reflexionar.

—Sí —dijo—, creo conveniente concederte un día o dos para que te repongas. Te espero el día treinta, lo más tardar.

—Pero ¡que Dios te ampare! ¿De qué se trata? ¿Qué entiendes por trabajo? ¿Qué clase de trabajo?

—Te lo diré si te callas un minuto. Se trata de un trabajo fácil y agradable que seguramente te gustará. ¿Nunca oíste hablar de la Market Snodsbury Grammar School?

—Nunca.

—Es una escuela primaria en Market Snodsbury.

Le hice observar fríamente que ya lo había adivinado.

—¿Y cómo podía imaginar que un hombre de tu mentalidad lo comprendería tan rápidamente? —protestó ella—. Está bien, pues la Market Snodsbury Grammar School es la escuela primaria de Market Snodsbury, como has adivinado. Yo soy uno de los directores.

—Querrás decir una de las directoras.

—No, no me gusta decir una de las directoras. Escúchame bien, so zopenco. Había un consejo de directores en Eton, ¿verdad? Pues bien, también lo hay en la escuela primaria de Market Snodsbury, y yo soy uno de sus miembros. Me han sido confiados los preparativos para el reparto de premios de fin de curso. Este reparto se verificará el último día de clase, es decir, el treinta y uno de este mes. ¿Está claro?

Bebí un sorbo de mi vivificador elixir y bajé la cabeza en señal de asentimiento. Incluso después de la fiesta de Pongo Twistleton me hallaba en condiciones de captar una cosa sencilla como ésa.

—Te comprendo perfectamente. Veo con claridad de qué se trata. Market… Snodsbury… Escuela primaria… Consejo de directores… Reparto de premios… Está bien. Pero ¿qué tengo que ver yo con todo eso?

—Tú tendrás que repartir los premios.

Me quedé bizco. Aquellas palabras me parecían desprovistas de sentido. Me parecían el inconexo, delirante discurso de una persona que hubiese permanecido demasiado tiempo bajo el sol sin llevar sombrero.

—¿Yo?

—Tú.

De nuevo bizqueé.

—Pero ¿hablas de mí?

—De ti en persona.

Por tercera vez bizqueé.

—Tienes ganas de bromear.

—No bromeo en lo más mínimo. Debía encargarse de ello el pastor, pero al regresar de mi viaje encontré una carta en que me comunicaba que se había dislocado un tobillo y entonces tuve que renunciar a él. Puedes suponer lo desconcertada que me quedé. Telefoneé a todo el mundo, pero nadie quiso aceptar. Y repentinamente me acordé de ti.

Decidí cortar por lo sano. Nadie está más dispuesto que Bertram Wooster a hacer favores a tías dignas de estimación, pero todo tiene un límite.

—¿Así pues, imaginas que debería repartir unos premios en tu viejo Dotheboys Hall?

—Exacto.

—¿Y echar un discurso?

—Eso es.

Reí irónicamente.

—¡Por el amor de Dios! No empieces a hacer gargarismos ahora. Se trata de una cosa seria.

—Me reía.

—¡Oh! ¿De veras? Me encanta ver que tomas las cosas alegremente.

Rectifiqué en el acto.

—Irónicamente. No lo haré. Decididamente, no quiero hacerlo.

—Lo harás, joven Bertie, o no volverás a cruzar el umbral de mi casa. Y ¿sabes qué significa eso? Se acabaron para ti las comidas de Anatole.

Un gran escalofrío me caló los huesos. Ella aludía a su chef, un artista. Un rey en su profesión, insuperable, tendría que decir inigualable, especialista en elaborar los víveres de un modo que se deshacían en la boca del consumidor. Siempre había ejercido sobre mí el efecto de un imán, haciéndome correr a Brinkley Court con la lengua colgando. Muchos de los momentos más felices de mi vida habían transcurrido degustando los asados y los picadillos de aquel hombre, y la perspectiva de verme privado de ellos para siempre era realmente aterradora.

—¡Oh, no!

—Ya me imaginaba que eso te sacudiría, cerdito glotón.

—No comprendo qué relación pueden tener los cerditos glotones con el modo de apreciar los guisos de un genio.

—Confieso que me gusta también a mí —admitió mi parienta—. Pero si rehúsas hacer un sencillo, fácil y agradable trabajo, no volverás a probar ni un solo bocado de sus guisos. No volverás a sentir siquiera su olor.

Me veía convertido en una fiera apresada en la trampa.

—Pero ¿por qué me quieres precisamente a mí? ¿Qué soy yo? Pregúntatelo un momento.

—Me lo he preguntado a menudo.

—En fin, no soy el tipo adecuado. Para repartir premios hace falta una persona de aspecto imponente. Me parece recordar que cuando yo estaba en la escuela lo hacía, por lo general, un primer ministro o algo por el estilo.

—¡Ah, pero se trataba de Eton! En Market Snodsbury no somos tan exigentes. Basta llevar botines para impresionar a la gente.

—¿Por qué no se lo dices a tío Tom?

—¡Tío Tom!

—¿Por qué no? Lleva botines.

—Bertie —dijo ella—, te explicaré por qué no puedo decírselo a tío Tom. ¿Recuerdas que perdí todo aquel dinero jugando al bacarrá, en Cannes? Pues bien: es necesario que le haga un poco la corte a tu tío Tom, antes de darle la noticia. Si inmediatamente después le pido que se ponga los guantes color lavanda, la chistera y que venga a repartir los premios a la escuela primaria de Market Snodsbury, habrá un divorcio en la familia. Huirá como un conejo, dejándome una carta clavada con un alfiler sobre la almohada. No, querido, te toca a ti. Vale más que te resignes.

—Pero, tía Dahlia, escucha la voz de la razón. No has escogido al hombre conveniente. En estos casos soy completamente incapaz de nada. Que Jeeves te explique lo que pasó cuando me arrastraron a pronunciar un discurso en una escuela de muchachas. Hice un papel colosal de asno.

—Y estoy convencida de que lo harás también el treinta y uno de este mes. Por eso te he elegido. Creo que como el acto será un chasco, más vale que el chasco haga reír. Me divertiré viéndote repartir los premios, Bertie. Bien, basta por ahora: supongo que querrás hacer tu gimnasia sueca. Te espero dentro de un día o dos.

Y con estas despiadadas palabras, se eclipsó dejándome presa de las más tristes emociones. Era la natural reacción a la fiesta de Pongo. No exagero si digo que tenía el alma completamente deshecha.

Y estaba sumido en la más negra desesperación, cuando se abrió la puerta y compareció Jeeves.

—Míster Fink-Nottle desea verle, señor —anunció.