—¿Qué tal, Gussie? —dije.
Nadie hubiera dicho, por mi modo de obrar, que yo estaba bastante desconcertado. Por otra parte, el espectáculo que se presentaba a mis ojos habría desconcertado a cualquiera. Mi memoria evocaba a un Fink-Nottle tímido, cobarde, que hubiera temblado como una hoja al ser invitado a algo tan anodino como una reunión en casa del pastor un domingo por la tarde.
Y ahora, si debía dar crédito a mis ojos, me parecía dispuesto a tomar parte en un baile de máscaras, que es una de las formas de diversión más notoriamente audaces.
Y eso no era todo. Para ir a tal baile, no estaba disfrazado de Pierrot como cualquier inglés de buena familia; no…, llevaba un disfraz de Mefistófeles y, por lo tanto —es inútil que lo diga—, unos ropajes encarnados y una espantosa barba postiza.
¡Muy extraño! Sin embargo, no se deben revelar las propias impresiones. No demostré, pues, ningún asombro vulgar y, como he dicho, le saludé con amable desenfado.
Él, a través de un espeso boscaje, sonrió de un modo, a mi parecer, bastante tonto.
—¡Ah, hola, Bertie!
—Hace mucho que no nos veíamos. ¿Puedo ofrecerte algo?
—No, gracias. He de irme en seguida. Vine un momento para pedirle a Jeeves su parecer sobre mi traje. ¿Qué te parece, Bertie?
Habría tenido que contestar «horroroso»; pero nosotros, los Wooster, tenemos mucho tacto y un evidente sentido de la hospitalidad. Nosotros no podemos decirle nunca a un amigo, bajo nuestro techo, que constituye una ofensa para la vista.
Evité contestar.
—He oído que estabas en Londres.
—¡Oh, sí!
—Creo que no venías desde hace años.
—Así es.
—Y ahora te dispones a divertirte.
—¿A divertirme?
—¿Acaso no te preparas alegremente para un baile de máscaras?
—¡Oh, espero que todo saldrá bien! —contestó con una extraña voz sin timbre—. De todos modos, tengo que marcharme. El asunto empieza hacia las once. He dado orden al taxista de que me esperase. Jeeves, ¿quiere mirar si sigue ahí?
—Perfectamente, señor.
En cuanto nos hallamos a solas, hubo una pausa y cierta sensación de desasosiego. Me escancié un poco de whisky, mientras Gussie se contemplaba en el espejo. Finalmente me pareció lo mejor hacerle saber que estaba al corriente de sus asuntos. A lo mejor le agradarla confiarse a un buen amigo, de conocida experiencia y bien dispuesto hacia él.
He observado que generalmente los que están sufriendo el influjo del amor necesitan de modo especial oídos complacientes.
—Bueno, Gussie, viejo amigo —dije—, me he enterado de tu asunto.
—¿Eh?
—Sí, de tu pequeño contratiempo. Jeeves me lo ha contado todo.
Observé que le intranquilizaba un poco este preámbulo. A mí me pareció, aunque es muy difícil juzgar a un individuo con el rostro hundido en unas barbas mefistofélicas, que se había sonrojado ligeramente.
—Hubiera preferido que Jeeves no hubiese aireado a los cuatro vientos los asuntos que me atañen. Creí que quedarían entre nosotros.
No podía admitir yo un tono semejante.
—Contar unas frivolidades a un joven amo no significa airear los asuntos a los cuatro vientos —dije en tono de reproche—. Sea como fuere, lo cierto es que lo sé todo. Y comenzaré por decirte —añadí, callándome mi opinión personal de que la mujer en cuestión era una verdadera peste, a fin de mostrarme amable y alentador— que Madeline Bassett es una muchacha graciosa, atractiva y que te conviene en todos los aspectos.
—¿La conoces?
—Desde luego. Pero no adivino cómo has llegado a conocerla. ¿Dónde ocurrió?
—Hace dos semanas vivía en el Lincolnshire, en una finca cerca de la mía.
—Sigo sin comprender. No sabía que tuvieses la costumbre de visitar a tus vecinos.
—No la tengo. Encontré a la señorita mientras se paseaba con su perro. Al animal se le había clavado una espina en una pata. Cuando intentó quitársela, el animal se revolvió contra ella. Yo acudí.
—¿Sacaste la espina?
—Sí.
—¿Y te enamoraste de repente?
—Sí.
—Bueno, ¡que Dios te bendiga! Con una base tan sólida como ésa, ¿por qué no seguiste adelante?
—No tuve valor.
—¿Qué hiciste, pues?
—Charlamos durante un ratito.
—¿De qué?
—¡Oh, de los pájaros!
—¿Pájaros? ¿Qué pájaros?
—De los que volaban a nuestro alrededor. Y del panorama… y de otras cosas por el estilo. Me dijo que venía a Londres y me invitó a que fuese a visitarla cuando viniera también yo.
—Y después de eso, ¿ni siquiera le apretaste un poco fuerte la mano?
—¡Oh, no, naturalmente!
Bien. Tenía la sensación de que no había nada más que decir. Cuando un individuo es tímido hasta el punto de ser incapaz de comer, aunque le pongan delante la sopa ya servida, su caso es realmente desesperado. Sin embargo, recordé que aquel medroso había sido compañero mío de escuela. Es necesario hacer algún esfuerzo por un antiguo compañero de escuela.
—¡Perfectamente! —dije—. Veremos lo que se puede hacer. Creo, de todos modos, que te alegrará contar con mi apoyo absoluto en esta empresa. Tienes a Bertram Wooster a tu lado, Gussie.
—Gracias, amigo. Y también a Jeeves, lo cual es más importante.
No les niego que me sobresalté. Él, claro está, no quería ofenderme, pero confieso que aquella frase, tan falta de tacto, me hirió un poco. Todos parecen inclinados a hacerme comprender que, según su opinión, Bertram Wooster es un fantoche sin importancia y que el verdadero amo, el hombre de inteligencia y de recursos, es Jeeves. Ésta es una cosa que siempre me ofende y me ataca los nervios; aquella noche, sin embargo, me irritó más porque Jeeves ya me había molestado ligeramente con la historia de la americana. No cabe duda de que yo le había obligado a ceder, dominándole con la tranquila fuerza de mi personalidad, pero, en fin, el solo hecho de haber suscitado aquella cuestión ya me desagradaba. Pensé que Jeeves iba a necesitar una mano de hierro.
—Y ¿qué te aconseja hacer? —pregunté algo despechado.
—Está estudiando la cuestión. El asunto le hace pensar.
—¿Ah, sí?
—Me aconsejó que fuera al baile.
—¿Por qué?
—Ella estará allí… Me envió la invitación. Y Jeeves piensa…
—Y ¿por qué no te has disfrazado de Pierrot? —pregunté, manifestando por fin el asombro que había experimentado desde el primer momento—. ¿Por qué has faltado a la gran tradición antigua?
—Insistió en que me vistiera de Mefistófeles.
Di un respingo.
—¿Cómo? ¿De veras te ha aconsejado ese disfraz?
—Sí.
—¡Ah!
—¿Eh?
—Nada. Sólo he dicho: ¡Ah!
Y explicaré por qué dije «¡Ah!». Jeeves armaba un belén porque quería ponerme una sencilla chaqueta blanca, una prenda que era no sólo tout ce qu’il y a de chic, sino también absolutamente de rigueur, y al mismo tiempo alentaba a Gussie Fink-Nottle para que, en el escenario de Londres, hiciera una desconcertante aparición en ropajes rojos. ¿No era una ironía? Convendrán conmigo en que son cosas que molestan.
—Y ¿qué podía objetar contra el traje de Pierrot?
—No creo que tuviese objeciones contra Pierrot, como tal Pierrot, pero pensaba que en mi caso no era un disfraz adecuado.
—No te comprendo.
—Dice que el traje de Pierrot, aunque es agradable a la vista, no da el tono autoritario, como el de Mefistófeles.
—Sigo sin comprenderlo.
—Bueno, dice que es cuestión de psicología.
Hubo un tiempo en que esta observación me habría desconcertado, pero una larga convivencia con Jeeves ha enriquecido bastante el vocabulario de los Wooster. Jeeves siempre fue un as de la psicología del individuo, y ahora le sigo como un perro de caza, cuando sale de su boca esta palabra.
—¡Oh! ¿Psicología?
—Sí, Jeeves tiene mucha confianza en el efecto moral del atuendo. Es del parecer de que me sentiré más atrevido con un disfraz impresionante como éste. Según él, también el de jefe de piratas habría estado bien, pero le hice unas objeciones a propósito de las botas.
Capté su idea. Hay bastantes tristezas en la vida y más vale no añadir la de que un pobre diablo como Fink-Nottle tenga que ir por ahí llevando botas.
—Y ¿te sientes más audaz?
—Hablando francamente, Bertie, amigo mío, no.
Me sacudió una ola de compasión. Al fin y al cabo, aunque hacía años que no nos veíamos, aquel hombre y yo, en un tiempo lejano, nos habíamos disparado mutuamente unas flechas de papel embebidas en tinta.
—Gussie —dije—, escucha el consejo de un viejo amigo: no te alejes de aquí.
—Pero entonces pierdo la última esperanza de verla. Mañana parte para el campo con unos amigos. Además, tú no puedes saber…
—¿Qué?
—Si esta idea de Jeeves es buena. Reconozco que en este momento debo hacer un efecto espantoso. Pero todo cambiará cuando me encuentre entre una muchedumbre de personas disfrazadas. Experimenté lo mismo, cuando niño, durante las fiestas de Navidad. Me habían disfrazado de conejo y yo experimentaba una vergüenza indescriptible. Sin embargo, cuando fui a la fiesta y me hallé rodeado de otros niños en trajes aún más horribles que el mío, me sentí en seguida aliviado. Me junté alegremente con los demás y comí tan a gusto durante la cena que en el coche, al volver a casa, me encontré mal. En suma: no se puede juzgar nada fríamente.
Evalué dentro de mí sus argumentaciones; era innegable que contenían algunas verdades.
—No puedo afirmar que, al fin, y al cabo, el consejo de Jeeves no sea justo. Así, ataviado de Mefistófeles, me acudirán fácilmente a los labios palabras impresionantes. El color es un factor importante. Piensa en las salamandras. Durante la época del celo, la salamandra macho tiene unos colores muy brillantes. Y eso le ayuda mucho.
—Pero tú no eres una salamandra macho.
—Quisiera serlo. ¿Sabes cómo hace la corte la salamandra, Bertie? Se detiene ante la hembra meneando la cola y doblando el cuerpo en semicírculo. Sabría hacerlo magníficamente. ¡Oh, si fuera una salamandra no hubiera titubeado!
—Pero si tú fueras una salamandra, Madeline Bassett no te miraría… o, por lo menos, evidentemente, no lo haría con ojos enamorados.
—Sí, si ella fuese una salamandra hembra…
—Pero no lo es.
—No, pero suponte que lo sea.
—Está bien; pero, si lo fuese, tú no te habrías enamorado de ella.
—Si yo fuera una salamandra macho, sí me habría enamorado.
Una ligera palpitación en las sienes me advirtió que la disputa había alcanzado el punto de saturación.
—De todos modos —dije—, volviendo a los hechos concretos, y dejando a un lado todos esos devaneos de colas vibrantes y zarandajas parecidas, el punto culminante de la cuestión es que tú estás preparado para ir a un baile de máscaras. Y te anticipo, con la seguridad de mi larga experiencia en este género de diversiones, que no te divertirás.
—La diversión no tiene importancia.
—En tu caso, yo no irla.
—Tengo que ir. ¡Te repito que se marcha mañana!
Me rendí.
—Haz lo que quieras… ¿Qué hay, Jeeves?
—El coche del señor Fink-Nottle, señor.
—Ah, el coche, ¿eh?… Tu coche, Gussie.
—¡Ah! ¿El coche? ¡Oh! ¡Ya! ¡Sí, sí!… Gracias, Jeeves… Adiós, Bertie.
Y, dirigiéndome una pálida sonrisa semejante a la que los gladiadores romanos dedicaban al emperador al entrar en la arena, Gussie se fue. Entonces me volví hacia Jeeves. Había llegado el momento de colocarle en su sitio. Y yo estaba preparado para hacerlo.
Naturalmente, era un poco difícil comenzar. Quiero decir que, aunque estaba decidido a colocarle en su sitio, no quería herir demasiado profundamente su susceptibilidad. Obligados a veces a usar el puño de hierro, nosotros, los Wooster, queremos hacerlo siempre con discreción.
—Jeeves —dije—. ¿Puedo hablarle con franqueza?
—Desde luego, señor.
—Lo que he de decirle puede ofenderle.
—En absoluto, señor.
—Bueno, en tal caso… Se trata de lo siguiente: he hablado con míster Fink-Nottle, y me ha dicho que usted le ha aconsejado el disfraz de Mefistófeles.
—Sí, señor.
—Aguarde…, yo sigo, ahora, estrictamente, el hilo de su razonamiento. Se imagina que, estimulado por ese tono escarlata, Fink-Nottle, al encontrar el objeto de su adoración, hará vibrar la cola y lanzará un grito.
—Y perderá mucho de su timidez habitual, señor.
—No estoy de acuerdo con usted, Jeeves.
—¿No, señor?
—No. Y, para concluir, le diré que, de todas sus ideas necias y absurdas, ésta me parece la más extraordinaria y la más fútil. No tendrá éxito; no tiene posibilidad alguna de tenerlo. Y sólo habrá conseguido someter a Fink-Nottle a los indecibles horrores de un baile de máscaras. Y es menester que agregue, Jeeves, que esto no me ha extrañado; con franqueza le diré que he notado, antes de ahora, cierta predisposición por su parte a volverse…, ¿cómo se dice?
—No lo adivino, señor.
—¿Elocuente?… No, no es elocuente. ¿Elucubrado?… No, no es elucubrado. Tengo la palabra aquí, en la punta de la lengua. Comienza por «a» y quiere decir inteligente, con exceso.
—¿Alambicado, señor?
—Eso es, ésa es la palabra. ¡Excesivamente alambicado, Jeeves! Tiene usted tendencia a volverse así. Sus métodos no son sencillos, no son directos. Oculta el fin bajo un montón de fantásticos detalles que no son necesarios. A Gussie le hace falta el fraternal apoyo de un hombre de mundo. Por tanto, le aconsejo que en adelante me lo deje a mí.
—Perfectamente, señor.
—Debe usted despreocuparse de todo y dedicarse al cuidado de la casa.
—Perfectamente, señor.
—Encontraré algo que sea sencillo, claro y, al mismo tiempo, eficaz. Mañana haré todo lo posible por ver a Gussie.
—Perfectamente, señor.
—De acuerdo, Jeeves.
En realidad, al día siguiente comenzó a lloverme encima un verdadero diluvio de telegramas y confieso que, durante veinticuatro horas, no pensé en absoluto en aquel pobrecillo, porque tenía que resolver unos problemas demasiado graves.