14
SALVACIÓN
Si fuera había algo, no se dejó ver. Al cabo de un par de minutos de tenso silencio, volvimos a enfrentarnos una vez más, aunque ella permaneció callada. Debía de haber estado meditando algo, pero tuve la clara sensación de que no se trataba solo de eso. Empezó a batir las alas con más energía y, antes de que me diera cuenta, vibraron y alzó el vuelo. Recorrió la habitación lentamente, se dirigió hacia la ventana y se detuvo en el aire, justo debajo del marco, con la mirada extraviada en la noche. Dejó de transmitirme sus pensamientos, por lo visto no deseaba que oyera lo que cavilaba. Se volvió lentamente y, antes de que me diera tiempo a reaccionar, se lanzó directa a mi cuello.
No pude moverme, no sé si fue a causa del miedo o del poderoso control que ejercía sobre mi cuerpo. En cualquier caso, me tenía a su merced. La trompa, con su aguijón largo, reluciente y afilado podría encontrarse bajo mi piel en menos de un segundo. No podía verla porque la tenía debajo de la barbilla, pero la sentía. Sus patas producían una resonancia estridente y sentía unas extrañas ráfagas de aire cada vez que aleteaba. Agradecí que por fin rompiera el silencio que se había establecido entre nosotros.
«Sé cómo te sientes, deseas a esa mujer porque crees que te completará. El único modo de mitigar el dolor que sientes en tu interior, de llenar el vacío que anida en tu corazón, es averiguar si el amor que le profesas es recíproco. Sin su amor, el único descanso que desearás será la muerte. La suya o la tuya. Es así, ¿verdad?».
Los labios no me respondían. No sé si a causa de la parálisis inducida por la proximidad del mosquito o por cómo había resumido mis sentimientos en pocas palabras. En cualquier caso, nunca me había sentido tan vulnerable.
«Sin embargo, yo te ofrezco una alternativa: cuando ella haya muerto, yo ocuparé su lugar. Llevas la sangre de mi marido, así que serías un compañero ideal. Si me ofreces tu sangre voluntariamente, me entregaré a ti».
—No voy a renunciar a Gina. Tiene que haber algún modo…
«Mather va a matarla, no te quepa duda».
En realidad creo que ya lo sabía, pero había intentado cerrar los ojos a lo evidente con todas mis fuerzas. ¿Qué podía hacer por ella? Poco o, más bien, nada. Sin embargo, no descartaba la posibilidad de que no fuera cierto lo que Mather me había contado acerca de la efectividad mortal del mosquito, Tal vez era inofensiva, aunque qué otra cosa podría ser algo tan enorme y vistoso aparte de mortífero. No soportaba la idea de que Mather pudiera estar tocando a Gina, pero no podría ayudarla si me quedaba sin sangre o se me licuaban los músculos. La única esperanza residía en dejar al mosquito fuera de combate el tiempo suficiente para desatarme y huir. El tiempo apremiaba y Mather llevaba escrita la impaciencia en su mirada antes de perderlos de vista.
«Sería mucho mejor si dejaras de resistirte. Quédate quieto y déjame entrar. Ya no hay razón para que tengas miedo, no voy a hacerte daño…».
Su voz era cautivadora. Por un instante me convenció de que lo mejor que podía hacer era olvidar mis problemas y abandonarme a ella. Sería tan fácil… No sé cómo, pero de hecho empecé a encontrar sedante su horrible presencia. Ya no me dolía la cabeza, y el pánico había sido sustituido por una paz interior que crecía por momentos. Ni se me pasó por la cabeza pensar que estuviera manipulándome, y aunque lo hubiera hecho, no me habría importado. Cada vez me sentía mejor. Lo único que consiguió arrancarme del profundo letargo en el que estaba cayendo fue una imagen de Gina que se estrelló contra mi cerebro como un tsunami y barrió el control que el insecto ejercía sobre mi mente de un solo golpe. El dolor y el tormento regresaron en el mismo instante en que se rompió el lazo con el mosquito.
—Por favor, sácala viva de esta isla. Después podrás hacer conmigo lo que quieras.
Su risa me espeluznó. Tenía un tono seco, atávico, que parecía remontarse a los siglos que había pasado vagando por la tierra.
«O te dejas de tonterías o me veré obligada a matarte, y no quiero hacerlo».
Su voz resonó en mi cabeza, atrapándome, anulando mis pensamientos. El dolor volvió a remitir una vez más. Esta vez no conseguí imaginar la cara de Gina cuando intenté pensar en ella. Era como si el mosquito estuviera bloqueando mis esfuerzos y distorsionara mis recuerdos. Empecé a sentir pánico mientras me concentraba en recuperar una imagen de Gina, pero las fuerzas me abandonaron rápidamente. El insecto no solo mitigaba el dolor y la frustración, sino que también anulaba mi energía y mi voluntad. Estaba siendo reducido a un vegetal, a un prisionero sometido en mi propio cuerpo. Era consciente de que había empezado a gemir, aunque parecía como si se tratara de otra persona. Me estaba diciendo algo. Puede que cantara, no sabría decirlo, pero era tan balsámico, tan tranquilizador, que no quise que se detuviera… nunca.
Justo cuando pensaba que nunca más tendría que preocuparme por nada, oí que algo empujaba la puerta para colarse por el resquicio que quedaba entre esta y el marco. Levanté los pesados párpados y vi que el paso se agrandaba y que una pequeña figura se asomaba a la habitación y se acercaba al final de la cama, cerca de mis pies. Bajé la vista lentamente y vi al gato mirándonos, a mí y al mosquito que tenía en el cuello, con curiosidad. Me sorprendió que el mosquito no detuviera su canto melodioso, supongo que no debía de haber oído entrar al animal.
No sé si lo esperaba o no, pero de todos modos fue una sorpresa. De repente, el gato pegó un salto, atrapó el mosquito por un ala con una de las patas delanteras, se apartaron de mi pecho y cayeron al suelo. El hechizo se desvaneció de inmediato. Me alejé de la cama y me dirigí derecho hacia la puerta entornada que logré cruzar tan rápido como pude ayudándome de los hombros. Avancé por el pasillo hasta la puerta de entrada, pero al llegar la encontré cerrada, aunque no habían echado la llave. Atrapé el cerrojo entre los dientes y conseguí descorrerlo mientras no dejaba de martirizarme pensando que en cualquier momento oiría el frenético zumbido del mosquito detrás de mí. Salí a la fría noche sin perder tiempo y me abrí paso a través del claro hasta el sendero, sin atreverme a mirar atrás. Por si el destino no me hubiera deparado suficientes varapalos, me torcí el tobillo al golpearme el pie contra una piedra del camino y caí de bruces.
Las mejillas me ardían y me escocían, pero por fortuna no me había roto la nariz. Tenía la frente incrustada de tierra y gravilla, pero por lo demás estaba ileso. Me di la vuelta y conseguí sentarme. Entorné los ojos para ver la piedra y logré localizarla a un metro detrás de mí. Tenía uno de los cantos afilado, así que me puse de espaldas y lo usé para cortar la cuerda que me ataba las manos. Aunque tardé unos minutos preciosos en romper la cuerda ayudándome de la piedra, sabía que con las manos atadas iba a serle de poca ayuda a Gina. Por fin se deshilachó. Suspiré aliviado y arrojé los trozos lejos antes de ponerme en pie. Tenía los brazos doloridos y, cuando fui a ponerme en pie, sentí un latigazo que me recorrió la pierna derecha. Creía que me había torcido el tobillo, pero tuve la desagradable impresión de que no se trataba solamente de una simple torcedura. Al final pude dar unos pasos que, al cabo de unos instantes, se convirtieron en un trote, aunque torpe. El dolor era espantoso, pero no había tiempo para ir más despacio. La vida de Gina pendía de un hilo.
Alcancé la puerta de la verja antes de lo que esperaba y busqué el cerrojo entre la fronda que había a uno de los lados. Lo descorrí y abrí la puerta de golpe, pero no la volví a cerrar, tenía que quedar abierta para que nada entorpeciera la huida.
El centro de investigación envuelto en sombras era un fantasma en la noche. Si hubiera tenido ese aspecto la primera vez que di con él, nunca habría entrado. Era como si una enfermedad repugnante e infernal lo hubiera deformado. Sabiendo lo que me esperaba dentro, entrar resultaba una perspectiva aterradora, pero la idea de que Gina pasara un segundo más con él era mucho peor. Avancé, lanzando juramentos a causa del dolor cada vez más lacerante del pie. Respiré una última bocanada de aire fresco y permití que la oscuridad de pesadilla del edificio me engullera cuando entré cojeando.
El laboratorio estaba envuelto en sombras, así que Mather podría estar escondido en cualquier sitio; sin embargo, solo oí el crujido de los cristales bajos mis pies mientras avanzaba cojeando hasta el otro extremo. Creí ver una tenue luz alrededor de la puerta del sótano, pero no podría haberlo jurado. Me dirigí hacia allí como pude, prestando atención a cualquier ruido.
Mather había intentado cerrar la puerta, pero estaba tan encallada que solo la había podido ajustar ligeramente contra el marco. Le di un empujón, intentando no hacer demasiado ruido. Eché un vistazo a la escalera y vi una luz parpadeante al pie de los escalones. Estaba abajo. Intenté moverme, pero era como si hubiera echado raíces: me había roto el pie. Por una parte tenía que detener a Mather y evitar que hiciera daño a Gina, pero por otro lado estaba convencido de que ya no había nada que hacer, de que Mather ya había cometido atrocidades cuya visión me haría enloquecer. Estaba desesperado. Sentí, y no era la primera vez, que me abandonaban las fuerzas, pero justo cuando creía que me quedaría allí para siempre, o al menos hasta que Mather viniera a deshacerse de mí, oí un chillido. Me aferré a la barandilla para que me sirviera de sostén y fui bajando los escalones de uno en uno hacia la vaga oscuridad.
Cuando llegué al pie de la escalera, volví a oírla gritar. Parecía horrorizada, asustada y enfadada, pero al menos estaba viva y eso me ayudó a aclarar ligeramente las ideas. Me arrastré hasta la puerta del quirófano y fui asomándome poco a poco.
Solo vi a Mather. Estaba de espaldas a mí, junto al borde del pozo, con el puñal en una mano y la otra a un lado. A la derecha, junto a su pie, había una lámpara que proyectaba su luz sobre la abertura. Debía de estar observando a Gina, aunque no comprendía qué hacía ella en el pozo. En aquel momento vi un destello luminoso y caí en la cuenta de que estaba sacando fotos para Mather. El hombre no tenía intención de dejarnos salir de la isla, así que ¿para qué quería fotos cuando podía visitar el pozo cuando le viniera en gana? Tal vez quería que sobreviviera un testimonio de su trabajo mucho después de que los cadáveres se descompusieran. Sin embargo, tal como había dicho el mosquito, los buenos tiempos estaban a punto de acabar para Mather. Pronto nos echarían en falta a Gina y a mí, y las autoridades acabarían por ir a la isla. Era posible que Mather quisiera ser recordado y las fotografías eran un modo de asegurarse esa tranquilidad, de que el mundo acabaría viendo lo que había hecho, de que no sería olvidado. Tal vez era así de sencillo, así de frívolo y demencial. En ese momento creí oír un sollozo. Sabía lo que Gina estaba viendo y oliendo ahí abajo. Tenía que sacarla del pozo.
El tiempo era un factor esencial. No sabía cuánta película le quedaría a Gina ni si se habría traído de repuesto, pero estaba seguro de que tarde o temprano acabaría el carrete y de que no sería a mucho tardar. Al siguiente fogonazo, Mather se estremeció y se frotó los ojos un par de segundos. Tal vez pudiera sacarle partido a eso. Tembloroso a causa de los nervios, esperé el siguiente destello. No podía ni avisar a Gina ni entrar en la habitación haciendo ruido y arriesgarme a delatarme. Cuando Mather levantó la mano para frotarse los ojos tras el siguiente resplandor, me abalancé sobre él. El dolor fue tan sorprendente como atroz. Me moví con mayor rapidez que de camino al centro, y seguramente el impacto acabó de empeorar el estado del tobillo, que no dejaba de moverse con las sacudidas, pero al menos conseguí abalanzarme sobre Mather y darle un empujón con el hombro que lo lanzó al pozo, donde se golpeó la cabeza contra la pared de enfrente antes de desplomarse sobre la pila de cadáveres. Era la segunda vez que lo enviaba allá abajo y rogué por que fuera la última. Suspiré aliviado al comprobar que no había aterrizado sobre Gina, un riesgo que había tenido que asumir. Mather quedó tumbado de lado en lo alto de la montaña de cadáveres, gimiendo, pero no veía el puñal por ninguna parte. Miré a Gina, sus facciones resaltaban angulosas bajo la luz que proyectaba la lámpara que seguía junto a la puerta. Me miró, volvió la vista hacia el cuerpo desplomado de Mather y a continuación trepó a dos o tres cadáveres hasta quedar debajo del borde del pozo. Me tiré al suelo con cuidado de no descansar el peso sobre el tobillo y alargué las manos para izarla hasta la habitación.
—¿Estás bien?
—Dios santo. —Me tendió los brazos y me abrazó temblorosa—. ¿Qué coño está pasando?
—Vamos, salgamos de aquí.
Me volví, pero Gina se detuvo para echar un vistazo al pozo y a la forma retorcida de Mather.
—¿No deberíamos… hacer algo con él?
Gina se pasó la cámara alrededor del cuello.
—¿Qué quieres decir?
—Bueno, ¿crees que está muerto?
—No lo sé, no tenemos tiempo…
—Pero no podemos dejarlo aquí, vendrá a por nosotros.
—¡Tenemos que irnos!
—Ese pozo… —Sus ojos se llenaron de lágrimas—. ¿Sabes lo que hay ahí abajo?
—Sí, lo sé. Vamos, por favor. Tenemos que irnos.
Di media vuelta y crucé la habitación. Gina apartó la mirada del pozo y me siguió.
—¿Qué te ha pasado? Tienes un aspecto espantoso.
—Me golpeó con una pala.
—Hijo de puta.
—Y no sabes ni la mitad.
Subí los escalones tan rápido como me lo permitió el tobillo. Gina insistió en ayudarme intentando hacerme comprender que una caída hasta el sótano no mejoraría nuestra situación. Tuve que darle la razón, pero no conseguí evitar la sensación de que estaba entorpeciendo la que podría ser nuestra única oportunidad para escapar. Por fortuna, íbamos a buen paso y llegamos al vestíbulo en un santiamén. Cuando salimos al porche, nos quedamos petrificados. A nuestras espaldas oímos un alarido espeluznante e inhumano procedente de las profundidades, un rugido furioso, tan potente que parecía irreal. Mather estaba fuera de sí. Oyendo aquel bramido escalofriante era fácil imaginar que, a poco que pudiera, gustosamente nos arrancaría los miembros.
La expresión de preocupación del rostro de Gina lo decía todo. Gina quería matarlo y descubrí que yo deseaba lo mismo. Habría dado cualquier cosa por haber podido impedir que volviera a hacer daño a alguien. No obstante, no había tiempo ni para planteárselo. Dimos media vuelta, salimos corriendo del porche y nos dirigimos al camino del bosque. Insistí en que podía avanzar sin ayuda y, a pesar del dolor, logré mantener un buen ritmo.
Cuando llegamos a la casa, esta se encontraba sumida en un silencio muy poco alentador. No había señal alguna ni del mosquito ni del gato. Gina me tiró de la manga y la seguí hacia la playa y su bote. Con un poco de suerte, lo conseguiríamos.
Al acercarnos al inicio del sendero que atravesaba el bosque y desembocaba en la playa, oí una voz en mi interior. Me paré en seco y cogí a Gina por la chaqueta para que se detuviera. Nos volvimos hacia la casa y vimos que el pequeño demonio zumbante se acercaba a nosotros.
«¡Si das un paso más, la mato!».