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ENCARCELACIÓN

La primera voz pertenecía a Mather sin duda alguna.

—¡No es el momento! ¿Qué demonios te pasa?

—Tenía que venir, la gente está haciendo preguntas.

La segunda voz me resultaba familiar, aunque al principio no logré identificarla. ¿Maidon?, pensé. Tal vez había sobrevivido al ataque de Mather o tal vez Mather me había mentido y no lo había asesinado. Se hizo un silencio hasta que volví a oír la misma voz, más cerca.

—Esto tiene que acabarse. No puedes seguir haciendo esas cosas y pretender que nadie se dé cuenta. Yo hago todo lo que está en mis manos, pero no puedo seguir así mucho más.

Si se trataba de Maidon, sonaba más calmado, más seguro de sí mismo que antes.

A pesar del entumecimiento y la incomodidad, volví la cabeza hacia la izquierda y vi que Mather y el recién llegado entraban en el claro. Se dirigían a la casa, pero se detuvieron a medio camino; el segundo hombre había reparado en mí. Se sorprendió, pero consiguió esbozar una débil sonrisa cuando se volvió hacia Mather. Después de todo no se trataba de Maidon, sino del capitán del puerto.

—¿Qué vas a hacer con él?

—¿Tú qué crees? Va a ayudarme en mi investigación. Un día no muy lejano, todo esto habrá merecido la pena. Se escribirán libros sobre mí, acuérdate bien de lo que te digo. Deberías sentirte honrado de haber tomado parte en esto y agradecérmelo, por eso es vital que sigas haciendo tu trabajo, si no, todo habrá sido en vano.

El otro sacudió la cabeza y soltó una carcajada ronca y lasciva, que no me gustó. Por lo visto, Mather compartía conmigo el mismo desagrado.

—Ya lo creo que se escribirán libros sobre esto —comentó el capitán—. Estás majara. No creas que no sé a qué estás jugando, estás enfermo…

La falta de respeto que demostraba hacia Mather no me sorprendió, aunque consiguió que el otro hombre se volviera hacia él.

—¡Cierra esa maldita boca! No tienes ni idea de lo que he hecho ni de lo que he descubierto. Un pobre ignorante como tú ni siquiera puede llegar a imaginar las maravillas, los milagros que el cuerpo humano todavía oculta. No necesito que paletos como tú vengan aquí a burlarse del trabajo de toda una vida. Limítate a hacer lo que se te ordena o no verás ni un céntimo.

El otro hombre no respondió de inmediato, pero se volvió y agarró a Mather por el cuello de la camisa.

—¡Será mejor que seas tú el que cierre la boca! O experimentaré por mi cuenta. —Soltó al azorado Mather y lo apartó de un empujón—. En cuanto al dinero, quiero más. Uno de los grandes por el bote que hundió y dos más por mantener la boca cerrada.

—¿Qué? ¿Mil libras por unos cuantos maderos arrastrados por la corriente? ¡Escúchame bien! No voy a desprenderme de esa cantidad de dinero solo para alimentar tu avaricia.

—Yo creo que sí, amigo mío.

—¿De verdad? —Mather soltó una carcajada, que no le sentó demasiado bien al otro—. Tienes sentido del humor. ¿Crees que voy a soltarte dinero cada vez que me lo pidas?

—Sí, eso mismo creo, porque si no lo haces, tendré unas palabras con mi amigo, el sargento Strutt, y creo que eso no te gustaría.

—No me intimidas, ser detestable.

—¿Qué me has llamado?

—Olvídalo, a ver si tengo que explicártelo todo.

—Muy bien, entonces tendré que ir a hacer una visita a nuestra policía local. Precisamente no es que no tengas nada que ocultar, ¿verdad? Como vengan, van a tener trabajo. —Sus ojos dejaron entrever una malicia triunfante—. ¿Tú qué crees?

—Buen intento, pero te conozco muy bien. O haces lo que te digo o no verás ni un céntimo.

La tensión flotaba en el ambiente. Los dos hombres se miraban fijamente, cara a cara. En ese momento, de modo inesperado, volví a oír la voz.

«Prepárate, esto no va a ser agradable».

—¿Qué?

No sé qué hizo saltar la chispa, pero yo no lo vi. Como un rayo, Mather blandió el puñal, arremetió contra el capitán y le hundió la hoja hasta el fondo en la barriga sobre la que apenas podía abotonarse la camisa. El hombretón se quedó inmóvil mirando fijamente a Mather hasta que bajó la vista hasta la mano, el puñal y la mancha roja que se extendía por la camisa, y empezó a toser de un modo muy desagradable. Mather retiró la hoja ondulada cuando el capitán se tambaleó hacia atrás. Volví la cara hacia el otro lado y vomité sobre la hierba. Después de ser testigo excepcional de la carnicería de la que Mather era capaz, comprendí lo cerca que estaba de mi propio fin. A menos que hiciera algo, sería el siguiente. ¿Cuándo terminará esta pesadilla?, me dije.

«Pronto», fue la respuesta. «Muy pronto».

Volví la cabeza y vi que Mather se acercaba a mí a toda velocidad. Dios mío, ella tiene razón, ha llegado el fin, Mather va a matarme, pensé. Pero no lo hizo. Cortó la cuerda que me ataba las manos, la que tenía alrededor de la cintura y tiró de mí para ponerme en pie. Un intenso dolor me recorrió las piernas y por un terrorífico instante creí que no podría caminar. Mather me llevó hacia la puerta a toda prisa, me hizo entrar en la casa y cruzamos el salón y el pasillo en dirección al dormitorio. Encendió la luz, me hizo sentar en el suelo, junto a la ventana, y me volvió a atar las manos detrás de la espalda antes de dar media vuelta.

—Si intenta alguna locura, me enteraré y haré que se arrepienta.

Blandió el puñal delante de mí, como si necesitara que me convenciera.

—¿Adónde va?

—Voy afuera a hacer que el señor Derringher se coma sus palabras… Y otras cosas. —Una gota de sudor o de lluvia le resbaló por la frente—. Señor Reeves, ¿alguna vez se ha preguntado, como yo lo he hecho, si un ser humano sería capaz de tragarse sus propios intestinos?

Tras el escalofriante comentario, salió de la habitación, cerró la puerta y avanzó por el pasillo hacia la parte delantera de la casa. Al levantar la vista vi que el panel de la derecha había sido retirado y que el tanque de la Ganges Roja quedaba a la vista. Por lo visto, el mosquito se escondía en esos momentos.

Volví a tener una arcada, lo cual es comprensible. Mather era un monstruo, un demonio espoleado por un sadismo sin mesura. Cuando tiré de la cuerda que me ataba las muñecas, me di cuenta de lo extenuado que estaba. Aunque hubiera estado floja, dudo que hubiera tenido fuerzas para hacer algo. Costaba no sentirse completamente perdido mientras el barro se secaba lentamente en mi ropa y en mi cuerpo, sentado contra la pared.

No sé qué le estaría haciendo Mather al cuerpo del capitán, pero seguro que nada agradable, solo esperaba que no me tuviera reservado un destino similar. Me dolían los brazos y las manos de haberlos tenido atados tanto rato y volvía a tener la cabeza a punto de estallar. Miré el tanque y vi que el mosquito había hecho acto de presencia. La cabeza empezó a darme vueltas y me sentí muy pesado. Pensé en la voz que había oído, en la voz que aseguraba pertenecer a Nhan Diep. A pesar del trauma que había sufrido, todo me parecía completamente absurdo y me sentí como un tonto por haberlo creído.

—Voy a desmayarme —avisé, aunque no sé a quién.

La cabeza me cayó hacia delante.

Estaba como atontado y empecé a ver una serie de imágenes al azar. Volví a sentir su presencia. Estaba intentando abrirse camino hasta mi mente, pero algo la retenía. Tenía la sensación de que me empujaban hacia un espacio infinito sumido en la oscuridad, hasta que dejó de ejercer su control sobre mí y me quedé confuso y helado.

Los dientes me castañeteaban y me dolía el cuello de tener la cabeza apoyada contra el pecho. El pánico se apoderó de mí cuando levanté la vista y vi a Mather en la puerta, empapado y empuñando la daga, de la que chorreaba agua y sangre hasta el suelo. Se me cortó la respiración. Lo miré directamente a los ojos tratando de adivinar sus intenciones. Mientras paseaba su vista entre el tanque y yo, tuve la impresión de que deseaba hacer algo con todas sus fuerzas que no se atrevía a hacer.

—No me quedaba otro remedio, ¿verdad que no? —Sacó un pañuelo de un bolsillo, limpió la hoja varias veces y lo volvió a guardar—. Es asombroso con qué rapidez la mentira puede convertirse en un modo de vida —comentó, mirando hacia la ventana.

Deseé que acabara con la farsa de una vez por todas en vez de seguir jugando conmigo, pero daba la impresión de que algo lo retenía y de que el hecho de no poder eliminarme le estaba causando una gran tensión. Era como si se estuviera derrumbando, como si estuviera perdiendo la capacidad de pensar con coherencia y de controlar la situación.

—Supongo que Maidon se lo contó todo —presumió Mather, acercándose a la cama y tomando asiento en ella—. Nunca debí haber abusado tanto de él, no fui justo. Sin embargo, los experimentos… ocupaban mis pensamientos, estaban llenos de emoción, de aventura. Después de la primera vez, no pude parar.

Ya no se podía hacer nada por Mather. Hacía mucho tiempo que había perdido la inocencia y no había dejado miguitas por el camino para encontrar el camino de vuelta a casa. Yo también me sentía perdido. Me encontraba tanto física como mentalmente hundido y no estaba en condiciones de luchar ni de resistirme. Dependía de la piedad de un despiadado.

—Sin embargo, no me arrepiento de nada —continuó Mather, sin apartar la mirada de los pies—. Creo que, en conjunto, la experiencia ha sido todo un privilegio. He visto cosas con las que muy poca gente podría soñar. —En aquel momento soltó una risita de lo más peculiar y preocupante—. No cabe duda de que esta isla ha sido un centro de investigación como jamás habría imaginado. —Después de levantar la vista y mirarme, se puso en pie y se acercó al tanque—. Y todo gracias a ella.

—¿A ella?

—Sí, Fue idea suya venir aquí. Aquí podríamos continuar con nuestro trabajo sin que la sociedad nos molestara, pero jamás habría esperado los éxitos que se siguieron. El plan era muy sencillo, solo teníamos que usarla de cebo. La utilizábamos para atraer a pobres desgraciados.

—Hay gente que me echará de menos. No solo mi editor, sino también mis compañeros. Vendrán a por mí, estoy seguro.

—Los compañeros no son lo mismo que los amigos o los familiares. Por lo general, suelen interesarse lo mínimo. Tienen cosas más importantes de las que preocuparse. No obstante, si alguien intentara seguirle la pista, mi buen amigo, el capitán del puerto…

Se quedó callado.

—Está muerto.

—Sí. —Mather lo había olvidado—. Está muerto, ¿verdad? ¿Por qué lo hice? —Miró el puñal que había encima de la cama y luego el tanque—. ¿Por qué lo hice? —insistió en voz más alta. El mosquito empezó a emitir un zumbido agudo y Mather enarcó las cejas—. Ahora vendrán y ¿qué haremos entonces? Primero Maidon, después Derringher… ¿Por qué has permitido que lo hiciera? ¿Quieres que todo se vaya al garete? ¿Es eso lo que quieres?

Empezó a caminar por la habitación, rascándose la cabeza. Era como si se estuviera enfrentando a las consecuencias de sus acciones por primera vez.

—Me sorprende que la dama no esté molesta con usted por lo que ha hecho.

—¿Qué?

La expresión de Mather me resultó cómica. Parecía confuso e irritado y, además, empezaba a tener un tic nervioso.

—Lo de atraer a gente a la isla para asesinarla ya era bastante peligroso, pero ahora que ha matado a Derringher, ha cavado su propia tumba. La gente lo echará de menos, así que solo es cuestión de tiempo que vengan a buscarlo, pero ¿cómo va a obtener ella la sangre cuando a usted lo encierren? Es su único proveedor.

Mather miró el tanque. La Ganges Roja estaba callada, pero tuve la sensación de que oía y comprendía lo que decíamos.

—Ella quería que lo hiciera. ¡Estoy seguro! Esto no tiene sentido. ¿Por qué? ¿Por qué no me detuviste? —Si el mosquito le respondió, yo no lo oí—. No importa, ella buscará la sangre y lo sabe. Resolveré el problema de Derringher y todo volverá a ser igual.

—No, no será igual, la gente está al llegar, mucha gente, y cuando lo hagan, todo habrá acabado.

Mather recuperó el reluciente puñal y miró la hoja fijamente.

—No antes de que haya llevado a cabo un último experimento. —Volvió la cabeza hacia mí, lentamente—. ¿Alguna sugerencia, señor Reeves?

Intenté no perder la calma, aunque me resultaba muy difícil. Debía de estar temblando de los pies a la cabeza.

—No, en estos momentos no se me ocurre nada.

—Debería rezar por que nadie le busque, señor Reeves… Porque si vienen, los mataré. Hasta al último de ellos. —Se abalanzó sobre mí, cegado por la locura, con una expresión de maldad concentrada—. Si hace falta, acabaré con cualquiera o con cualquier cosa que ponga un pie en esta isla, pero ¡no permitiré que se la lleven!

Cerré los ojos y me preparé para lo inevitable.

Tras unos segundos, abrí los ojos y vi a Mather temblando delante de mí, sujetando el puñal con ambas manos por encima de la cabeza. Tenía los dientes apretados y la frente perlada de sudor debido al esfuerzo agotador que estaba haciendo. Deseaba matarme con toda su alma, pero, igual que antes, una fuerza invisible se lo impedía. Gruñó, masculló algo incomprensible y arrojó el puñal a un rincón de la habitación, junto a la cama. Tras fulminar al insecto del tanque con la mirada, dio media vuelta y salió como un vendaval por la puerta, que cerró con llave. El estómago me recordó que no había comido nada desde el desayuno, pero seguramente sería una pérdida de tiempo pedirle a Mather algo de comer. A pesar del horror que estaba viviendo, me sentí afortunado de seguir con vida, por lo que me obligué a permanecer alerta, a prestar atención a cualquier ruido, a prepararme para lo que pudiera ocurrir. Poco podía hacer en la situación en la que me encontraba. No tenía las piernas atadas, pero daba lo mismo, me faltaban las fuerzas para ponerme en pie. Ya que únicamente contaba con mi ingenio, tendría que aguzarlo al máximo.

Al cabo de unos minutos, a punto de claudicar en la lucha por seguir consciente, oí el grifo del baño. Mather se estaba duchando. Casi lo oía murmurar para sí mismo. En una o dos ocasiones distinguí que pronunciaba algún que otro nombre desconocido para mí. Había asesinado a Maidon y al capitán del puerto con una diferencia de una hora entre uno y otro, y luego había intentado acabar conmigo. Estaba derrumbándose. Su mundo se desmoronaba a su alrededor. Algo lo había llevado a la desesperación y ese algo tal vez había sido la libélula. Mather no había vuelto a mencionar el insecto desde que me había atacado en el bosque, pero seguro que seguía dándole vueltas al asunto. En ese momento empecé a perder la concentración, en el mismo instante en que el mosquito había empezado a revolotear por el tanque; por lo visto, algo la preocupaba. Volví a oírla, Nhan Diep invadía mis pensamientos una vez más, pero esta vez la seguridad y la serenidad habían abandonado su voz.

«¿Por qué?». Casi parecía atemorizada.

—¿Por qué qué?

«¿Por qué piensas en libélulas?».

—No es asunto tuyo.

«¡Dímelo!».

—No, no eres más que un producto de mi imaginación y estoy cansado de charlar conmigo mismo.

«Mírame».

—¡No!

«Mírame, ahora».

—No quiero.

«Levanta la vista.».

Lo hice. «Ahora, a la izquierda».

Mis ojos regresaron al tanque y a la Ganges Roja. El mosquito movió las alas una vez, dos…

«¿Me ves ahora?».

No tenía sentido negarlo por más tiempo.

—Está bien —concedí, casi riendo—. Te veo.

«Ahora, mírame. Mírame de verdad».

No aparté los ojos del insecto, su aparición me había dejado petrificado. Aunque estaba allí, en el tanque, sobre el estante, ocupaba toda mi visión, no veía nada más. Estaba rodeada de una especie de electricidad estática, de unas diminutas partículas de colores que silbaban alrededor del tanque y que ocultaban cualquier cosa que pudiera desviar mi atención. A pesar de que deseaba desesperadamente haber imaginado su voz, la Ganges Roja me estaba mirando de verdad, podía sentir su mirada, estaba seguro. En ese momento, como para despejar de una vez por todas cualquier duda que pudiera albergar, volví a oír la voz, esta vez más potente, más insistente y mucho más autoritaria.

«No soy un producto de tu imaginación, Ashley Reeves, y tú lo sabes. ¡Soy Nhan Diep!».

No supe qué decir… ¡si apenas conseguía pensar con claridad! No sabía cómo, pero algo dominaba, controlaba mi cuerpo y mi mente. Las palabras de la criatura eran completamente inverosímiles y, sin embargo, a pesar de lo demencial de la situación, sabía que eran ciertas.

«Dime por qué estás pensando en una libélula».

—No lo sé —contesté, sonriendo como un niño travieso.

Noté cómo pasaba de la preocupación a la ira, y, en ese preciso instante, el agua dejó de correr en el baño.