8
AGITACIÓN
A Mather no parecía importarle ir delante. Tal vez no me consideraba una amenaza, a pesar de que me ofrecía la oportunidad de atacarlo. Sin embargo, me faltaban agallas para hacer algo tan drástico, y el hecho de que Mather pareciera tan exasperadamente seguro de sí mismo lo hacía aún más difícil. Estaba convencido de que él sabía que yo había estado en el sótano, así que ¿por qué se mostraba tan despreocupado? ¿Por qué no estaba en guardia?
Al pasar por la segunda playa, vi que echaba un rápido vistazo al cobertizo del bote. Tal vez lo hizo a propósito para mofarse de mí, o tal vez no. Era difícil de adivinar, pero intenté no perder ni la calma ni la concentración.
—Espero que tenga suficiente material para su artículo —comentó Mather espontáneamente cuando nos acercamos a la puerta—. Me disgustaría pensar que le he hecho perder el tiempo. La dama es un espécimen fuera de lo común, pero a veces me pregunto si soy digno de representarla, no sé si me entiende.
—No se preocupe —contesté—, ha hecho un trabajo excelente, dudo que haya alguien que no quede impresionado.
—Espero que tenga razón —declaró, metiendo una mano en la maraña de hierbas que había a un lado de la puerta.
Se oyó un chirrido seguido de un golpe metálico mientras Mather descorría el cerrojo y empujaba la puerta. Quizá había sido el niño que llevo en mí, pero cuando poco antes me había acercado a la puerta yo solo, la había saltado por instinto, ni siquiera se me había pasado por la cabeza que pudiera estar abierta. Me sentí como un tonto.
Crucé la puerta y pasé junto a Mather mientras este volvía a cerrarla a mis espaldas. Me di media vuelta rápidamente para tenerlo de cara y asegurarme de que no le daba la espalda. Mather continuó por el camino y yo le seguí. Poco después, doblamos el recodo y nos encontramos frente al centro de investigación.
Casi habíamos llegado, al porche cuando vi a Hopkins tumbado en el tejado del edificio, lamiéndose una pata y mirándonos fijamente. Mather también lo había visto, pero apenas si le dedicó una breve mirada desdeñosa. Me recordó al gato de Cheshire de Alicia, en el país de las maravillas, aunque Hopkins no estaba sonriendo. En todo caso, parecía incómodo. ¿Quién no lo estaba? Cruzamos el porche, con Mather a la cabeza, y nos dirigimos derechos a la sala principal.
—Tiene una distribución bastante atípica para tratarse de un centro de investigación.
Mather avanzó hasta el centro del laboratorio y miró a su alrededor. No apartaba los ojos del suelo, como si estuviera buscando algo, pero cuando me acerqué volvió a levantar la vista.
—Hace unos años, cuando vine a echar un vistazo, supuse que me encontraría con varias salas, no solo con una. Es como un centro de exposiciones, aunque no sé cómo esperaban atraer las visitas. —Pensé inmediatamente en los cuerpos del sótano—. De todos modos, ya no importa, ¿verdad?
—No, supongo que no.
Los ojos se me fueron irremediablemente hacia la puerta del sótano, que estaba abierta de par en par. Si Mather tenía por costumbre cerrarla una vez hubiera acabado su trabajo allí abajo, se percataría enseguida. Intenté concentrarme en él, tenía miedo de que se diera cuenta de lo que atraía mi atención y que eso acabara por confirmar sus sospechas.
Fingí que me daba un paseo por la habitación y que inspeccionaba los tanques y el instrumental científico, aunque no perdí de vista a Mather en un solo momento. En más de una ocasión lo pesqué inspeccionando los escombros que cubrían el suelo. ¿Qué narices estaría buscando? ¿Habría perdido algo? En ese momento, creí oír que algo afilado rascaba un cristal y, a la izquierda, vislumbré a Hopkins dando unos golpecitos en la ventana con su zarpa. Al parecer, se dio cuenta de que lo había visto y dejó de rascar el vidrio. Al menos alguien velaba por mí.
Cuando me volví hacia Mather, lo encontré estudiando pensativamente la puerta del sótano y desvié la mirada hacia uno de los tanques rotos para que no supiera que lo había visto. En aquel momento se disiparon todas las dudas. Mather sabía que yo había estado allí, sabía que había descubierto su abominable secreto; sin embargo, la cuestión era: ¿qué iba a hacer él al respecto? O más importante aún: ¿qué iba a hacer yo al respecto? Lo último era fácil de responder ya que no había modo de que pudiera abandonar la isla sin el bote de Mather. Aunque el móvil no estuviera muerto, tendría que deshacerme de Mather para poder utilizarlo y, además, él conocía la isla muchísimo mejor que yo, así que me encontraría en cuestión de minutos. Volví a rezar para que Gina estuviera haciendo algo, lo que fuera, para enviarme ayuda. En aquel momento, el instinto de supervivencia se hizo cargo de la situación. Ya no importaba el artículo, que se lo quedara otro periodista o que se fuera a la mierda, tanto me daba.
Mi única prioridad era salir de la isla y regresar a la civilización. Para hacerme con el bote de Mather, tendría que hacer saltar el cerrojo del cobertizo con una palanca y eso no sería nada fácil. Además, si quería contar con una mínima posibilidad de éxito, tendría que inmovilizar a Mather. Echar a correr no era una opción, así que no había más remedio, tendría que ponerlo fuera de combate, noquearlo y, si pudiera ser, atarlo. No me gustaba tener que hacerlo, pero no tenía elección. La voz de Mather me sacó de mi ensimismamiento.
—¡Señor Reeves! Venga aquí, quiero enseñarle algo.
Dios mío, allá vamos, pensé. Me acerqué con los nervios a flor de piel, estaba a punto de estallar, aunque Mather no pareció encontrar nada fuera de lo normal en mi comportamiento, o si lo hizo, decidió no darle importancia.
—Estas escaleras conducen al sótano.
—Ah, bien.
—Mmm… Creo que la investigación verdaderamente interesante se realizaba ahí abajo.
—¿De verdad?
—Sí, supongo que es normal mantener oculto lo que realmente importa.
—Ajá.
—¿Echamos un vistazo?
—Bueno…
—¿No le gustaría descubrir lo que ocultaban?
—¿Y esa puerta de ahí enfrente adónde da?
—Ah, esa es solo la sala del personal, ahí no hay nada interesante.
—Ah, ya veo.
—Señor Reeves, ¿se encuentra mal?
—¿Eh? No, estoy bien.
—Está un poco pálido.
—No, de verdad, estoy bien.
—Bueno, entonces el sótano espera. ¿Quiere ir delante?
—No.
¡Dios mío, no!, grité para mí.
—¿No?
—Esto, quiero decir que usted ya ha estado aquí antes y yo podría tropezar con algo. Está bastante oscuro ahí abajo, ¿no?
—Caramba, claro. Había olvidado que las luces no funcionan. No se preocupe, mi linterna debe de estar por alguna parte, me la dejé aquí la última vez.
«¿Que se la dejó aquí la última vez? ¡Me había dicho que nunca venía por aquí!». O Mather estaba jugando conmigo o se estaba volviendo olvidadizo y se estaba delatando sin darse cuenta. Echó un vistazo por la sala, rascándose la cabeza inútilmente.
—Debo de habérmela dejado en la despensa.
Ojalá hubiera rebuscado antes en la despensa. Con la linterna no habría tenido que depender del flash de la cámara y de las lámparas.
Mather atravesó la otra puerta y oí que rebuscaba la linterna por todas partes. Mi instinto de supervivencia tomó el mando. Inspeccioné rápidamente las puertas que tenía delante tratando de evaluar la mejor ruta de escape; sin embargo, Mather reapareció antes de lo esperado con una linterna diminuta en la mano, apenas más grande que un boli, y evidentemente insuficiente para guiarse en la completa oscuridad. Me invadió el terror. Bajar a la penumbra con Mather y un mísero haz de luz por compañía era la perspectiva más aterradora a la que jamás me había enfrentado.
—No importa, de verdad —le aseguré—. Estoy convencido de que es muy interesante, pero…
—Lo es. No se preocupe, puede que parezca peligroso, pero me sé el camino. —Sonrió de oreja a oreja y me guiñó un ojo—. Sígame.
Se acercó a la escalera con la linterna a la altura de la oreja y apuntando al suelo. Vacilé. El sótano era el último lugar del mundo al que deseaba bajar. Sin embargo, si quería salir vivo de la isla, tendría que seguirle el juego. Era como si estuviera firmando mi propia sentencia de muerte, pero no me quedaba otra opción. Se me ocurrió demasiado tarde que podría haberlo empujado por la escalera y haber atrancado la puerta para que no pudiera salir, pero cuando por fin me decidí a dar un paso, Mather estaba prácticamente abajo. Podría haberse roto el cuello en la caída o, al menos, podría haber quedado inconsciente un buen rato, pero había desperdiciado mi oportunidad y no sabía si se me iba a presentar otra. No quería matar a Mather, pero si resultaba ser el único modo de salir de allí, tendría que hacerlo.
Fui bajando los escalones muy lentamente, sin apartar la vista de Mather. Cuando llegué al pie de la escalera, paseó la luz por las paredes de la habitación, lo que dejó a la vista los restos intrascendentes que ya había visto antes.
—Ah, vaya…
Por lo visto faltaba algo. Mather agitaba la linterna por todos lados, buscando en vano algún objeto que no estaba donde debía estar.
—¿Qué ocurre?
Me enfoco directamente a los ojos, lo que me cegó y me hizo estremecer de terror. Lo perdí de vista una fracción de segundo durante la que únicamente vi el brillante haz de la linterna. Mather podría haber escogido ese momento para hacer lo que quisiera.
—Ay, perdón. —Apartó la linterna de mi cara—. Estoy seguro de que por aquí abajo había una vieja lámpara de aceite y unas cerillas.
Tuve la clara sensación de que, en el fondo, Mather estaba divirtiéndose y disfrutando del control que ejercía sobre la situación. Su inquebrantable seguridad en sí mismo no dejaba de sorprenderme. ¿Cómo es que no me consideraba ni siquiera una pequeña amenaza? Si no hubiera estado tan aterrado, me habría ofendido.
—Bueno, supongo que tendremos que apañárnoslas —resolvió, algo molesto—. Creo que solían utilizarlo de almacén no sé para qué, pero como puede ver, no queda mucha cosa. Supongo que los empleados saquearon el lugar antes de irse y se llevaron lo que les apeteció. Ahí llevaban a cabo el trabajo secreto. —Se volvió y enfocó la puerta que daba a lo que en ese momento sospeché que utilizaría como quirófano—. No hay mucho que ver, lo siento, pero lo suficiente para hacerse una idea de lo que hacían aquí abajo.
Avanzó hasta la puerta algo encorvado, como si esperara que el dintel estuviera más bajo de lo que estaba. Dio unos pasos y se detuvo, apuntó al suelo y lo empezó a examinar con la linterna. Lo seguí y, bajo el foco de luz, vi varias pisadas profundas y claras que iban hasta el borde de la puerta y volvían.
«Joder —pensé—. ¡Joder, joder, joder!». Se volvió hacia mí y sonrió. No pude devolverle la sonrisa. Apuntó la linterna hacia el borde del pozo y luego me enfocó a mí rápidamente. Mather seguía tranquilo, seguro de sí mismo, al mando de la situación. No podía moverme, estaba paralizado por el miedo. Tenía la lengua atenazada y los labios sellados. Aunque se me hubiera ocurrido qué hacer, no podría haberlo hecho. El terror se había apoderado de mí.
A pesar de que el suelo estaba relativamente seco cerca del borde del pozo, ambos distinguimos claras señales de que alguien había estado allí. También vi alguna que otra mancha roja de sangre coagulada que debía de haber dejado mis botas. «Te lo he puesto muy fácil, ¿eh?».
—¿Perdón?
Lo había dicho en alto, en contra de mi voluntad, aunque dudaba que me quedara algo de ella.
—Nada.
—Ya veo. Debió de llevarse un buen susto.
—¿Qué?
—Cayó al pozo, ¿verdad?
Pasaron unos instantes antes de que fuera capaz de responder.
—Sí.
—Hay que ir con más cuidado.
—Sí, me asusté.
—No lo dudo.
—No, me refiero a que oí que algo se movía a mis espaldas y perdí el equilibrio.
—¿Oyó algo? ¿A quién?
De repente, Mather pareció preocupado. ¿Qué había querido decir con «quién»? Solo estábamos nosotros dos en la isla. ¿Tenía miedo de que no hubiera venido solo? ¿O pensaba que había alguien más en la isla, yendo de un lado a otro sin que él lo supiera? Tal vez podría haber sacado provecho de la situación y mentirle en ese momento, pero por desgracia no tuve oportunidad de hacerlo. Por lo visto, solo me quedaban fuerzas para decir la verdad.
—El gato… Hopkins.
—Ah. —Eso lo tranquilizó hasta cierto punto—. Esa criatura apestosa… Ojalá me hubiera hecho el favor de retorcerle el pescuezo.
—El caso es que me gustan los gatos.
—Bueno, pues lamento no compartir sus gustos. Diablillos intrigantes y pretenciosos…
No entendía por qué estaba tan disgustado con el pobre animal. En ese mismo momento, Mather extrajo un puñal pequeño, pero muy afilado, de la cinturilla del pantalón con un raudo movimiento y sentí que el estómago me daba un vuelco. Creía que iba a ponerme a vomitar, aunque por fortuna logré reprimir las arcadas.
Mather sostenía la extraña y serpenteante hoja entre los dos, pero siguió hablando como si el cuchillo ni siquiera existiera.
—Las veces que ese bicho asqueroso ha interrumpido mi trabajo… Es como si lo hubieran puesto en esta isla para hacerme la vida imposible. —Recorrió la habitación rápidamente con la mirada, como si buscara el felino alborotador. Respiró hondo varias veces para recuperar la calma—. Bueno, tarde o temprano se llevará su merecido, ya me ocuparé yo de eso. Veamos, arrojemos un poco de luz sobre el asunto —sugirió al ver una lámpara en el suelo.
La levantó y la colocó en la mesa manchada de sangre. Sacó una caja de cerillas de un bolsillo y se dispuso a encenderla, con la linterna entre los dientes y después de devolver el puñal a la cinturilla del pantalón. Tras unos cuantos intentos, consiguió encender una cerilla y prender el aceite. Cuando la llama se avivó, levantó la lámpara y la colgó de un gancho que había en el techo.
—Así está mejor.
Todavía seguíamos en penumbras, aun así comprobé que la habitación era más grande de lo que creía. En la pared de la derecha, junto a la puerta que daba al pozo, había un recoveco que daba cabida a una cómoda en la que debió de guardarse el instrumental y el equipo. El suelo seguía siendo el mismo, aunque la imagen de varias capas de sangre coagulada aumentó mis náuseas.
—En fin, supongo que le gustaría saber qué ocurre aquí —presumió Mather. Apagó la linterna y se la metió en el bolsillo—. Estoy seguro de que le pica la curiosidad.
Dejó el puñal en la mesa con sumo cuidado.
—Bueno…
—¿Ajá…?
—Bueno, si de verdad le apetece hablar de ello.
—¿Que si me apetece? ¡A estas alturas habría jurado que la curiosidad lo estaría devorando! ¿No quiere saber toda la historia? De hecho, lo que voy a contarle podría convertirlo en un hombre rico, en caso de publicarse. Vamos, joven, ¿dónde está ese instinto periodístico?
Decidí que si Mather quería dejar lo inevitable para más tarde, no iba a ser yo el que se opusiera. Cuanto más tiempo me diera, mayor oportunidad tendría de idear un modo de escapar del infierno en que me había metido.
—Está bien —me resigné.
—Mucho me temo que no.
Me sentía muy raro, era como si me distanciara del horror que envolvía la situación y nos observara a ambos desde la perspectiva de una tercera persona. Tanto la impenetrabilidad de la oscuridad como el acre olor a muerte que subía del pozo alimentaron la sensación de encontrarme atrapado en un cuento horripilante, exacerbado tal vez por la fiebre, las drogas o la locura. Mather se inclinó hacia delante y apoyó las manos en la mesa con firmeza, controlando la situación. Retrocedí presa del pánico. Era imposible no pensar en que podría acabar siendo otro bulto más de la grotesca pila de allí abajo en cuestión de minutos, asomando una mano entre la maraña de miembros en busca de una ayuda que nunca vendría. Jamás había experimentado un terror más absoluto que sentía en aquellos momentos.
—No fui demasiado fiel a los hechos que digamos cuando le conté mi historia —confesó Mather.
—Ya me he dado cuenta —fue mi seca respuesta, que pareció divertirle.
—Lleva esto mejor de lo que esperaba.
—¿No me diga?
—Sí, me tiene impresionado.
Deseé que Mather dejara de sonreír de aquella manera, me ponía los pelos de punta.
—Gracias —respondí, con deliberado sarcasmo.
—De todos modos, algunos elementos de la historia son ciertos.
Allá vamos, pensé.
—Maidon y yo llevamos a cabo ese primer experimento más o menos como se lo he descrito, salvo que yo no puse ninguna objeción, ni antes ni durante la operación.
—¿Qué me dice del indigente?
—No me lo inventé. Dios santo, cómo sufrió el hombre. De hecho, suavicé esa parte de la historia porque lo que ocurrió en realidad fue mucho peor.
No quería escuchar, pero tampoco quería arriesgarme a contrariar a Mather, al menos mientras el puñal siguiera estando a su alcance.
—Casi echa a perder el experimento. Entre el alcohol, la mutilación y un absoluto desconcierto, el pobre infeliz acabó destruyéndose a sí mismo, y no me refiero al suicidio, me refiero a una destrucción real. Comenzó a arrancarse los…
—¡Por favor! —No pude evitarlo, me superaba. Si quería hablar de sus repugnantes acciones, que lo hiciera, pero sin detalles.
—Discúlpeme, señor Reeves, a veces olvido lo insensible que me he vuelto. Todo eso ya no son más que meros recuerdos. A estas alturas, nada de lo que haya visto o hecho me parece particularmente truculento. Para mí no deja de ser más que una serie de desafortunados incidentes salpicados de descubrimientos genuinamente científicos. Después de todo, eso es lo que importa. Maidon y yo hicimos verdaderos avances en nuestros estudios. Estoy seguro de que mucha gente no lo vería así, la sociedad olvida con rapidez que algunos de los descubrimientos más importantes de la historia se hicieron a costa de un gran dolor y sufrimiento.
Sentí que los jugos gástricos me subían por el esófago. Ya no tenía fuerzas para resistir, pero tenía que concentrarme en no perder los estribos. Si se presentaba la más mínima oportunidad de vencer a Mather, tenía que estar concentrado y alerta.
—Igual que yo, Maidon sabía que íbamos a tener que ensuciarnos las manos si queríamos progresar de verdad. Él siempre fue un poco aprensivo, pero la mayoría de las veces conseguía que hiciera lo que debía hacerse.
—De modo que fue usted quien emprendió los experimentos.
—Sí, la idea fue mía. Fui yo el que tuve que convencerlo, el que lo presioné. Resultó difícil porque, mire usted por dónde, Maidon tenía principios. Rectos principios sobre la conducta y lo que llamaba «integridad». Ja. —Mather rio—. Sin embargo, no tardó en acceder. Puedo ser muy persuasivo cuando quiero.
Miró el puñal que había encima de la mesa.
—¿Qué le ocurrió a Maidon?
—Maidon… Maidon perdió el norte. Algunas de mis ideas más extravagantes… lo superaron.
—¿Extravagantes?
—Sí, bueno, supongo que otros emplearían una palabra más dura. Hay muy pocas cosas en esta vida que me sorprendan, señor Reeves. He de tener un estómago fuerte. Puede que para mí las imágenes y los sonidos más desagradables formen parte del milagro de la naturaleza. Lo que enferma a una persona puede que complazca a otra. Todo es cuestión de gustos y admito que los míos son… únicos.
—Ya.
Lo odiaba más a cada segundo que pasaba.
—Lo que yo quería, y para lo que a Maidon siempre le faltó valor, era explorar lo desconocido, quería realizar el tipo de experimentos que hasta entonces solo se habían insinuado. Una extracción de órganos injustificada fue una de las muchas ideas que se me ocurrían en sueños.
—¿Qué más hizo?
Todavía no había elaborado un plan para salir vivo del sótano, pero creí que sería buena idea que Mather siguiera hablando.
—Ya, tiene bastante mal aspecto, señor Reeves, quizá no debiera empeorarlo.
—No, de verdad, me interesa. Como usted dice, podría ser un gran artículo.
—Ya lo creo, aunque… Tal vez esta historia debería quedar entre usted y yo.
Me miró.
—Sé guardar un secreto, no se lo diré a nadie si ese es su deseo.
—Oh, me encantaría confiar en usted, se lo prometo, pero he de pensar en otras cosas además de mi bienestar, también debo proteger a la dama. Hay mucho en juego.
—Dígame, además de la extracción de hígado, ¿qué más hizo? —le pregunté para que siguiera hablando.
Mather ahogó una risita.
—Si apenas hemos rascado la superficie. ¿Se imagina qué otra cosa extrajimos?
—¿El corazón?
—No, no, ¿para qué? Échele un poco más de imaginación.
—¿Los pulmones?
—Mmm, resultados notables, aunque limitados.
Esperó animándome a que volviera a intentarlo. Era con mucho el peor juego de adivinanzas al que me había prestado en la vida, pero tenía que seguirle la corriente mientras buscaba desesperado una escapatoria.
—¿Los riñones?
—Ah, los riñones… Lo probamos en un par de ocasiones, pero en ambas el experimento fue una chapuza, y todo por culpa de Maidon. A veces resultaba muy patoso, el zoquete.
—¿Por qué lo eligió a él para que le ayudara? ¿No había estudiantes más aptos?
—De eso no cabe duda, pero encontrar a estudiantes brillantes que además estuvieran dispuestos a hacer aquello… Eso sí que hubiera sido todo un milagro. Por fortuna escogí a Maidon para que fuera mi cómplice en cuanto lo vi. El pobre hombre pensaba que me caía simpático. Me arrepiento de haberlo engañado en ese aspecto. Estaba muy necesitado de compañía, así que me hice amigo suyo, me gané su confianza y, con el tiempo, su obediencia.
—¿Obediencia?
—Sí, yo debía estar al mando, debía tener el control, si no, el trabajo habría carecido de enfoque. Poco a poco moldeé a Maidon, cambié su forma de pensar. Ahora apenas es más que un zángano, un esclavo…
—¿Quiere decir que está aquí?
—Yo… —Mather guardó silencio unos segundos, consciente de que había dicho algo que no debería haber dicho—. Discúlpeme, llevo mucho tiempo solo y a veces mantengo conversaciones con gente que no existe. Es una forma de conservar la cordura. A menudo hablo con Maidon como si estuviera presente. Es absurdo, pero necesario. Veamos —continuó, tratando de cambiar de tema—, ¿qué otra cosa cree que extrajimos?
—¿No sería más rápido que tratara de adivinar qué no extrajeron?
A Mather no le gustó el áspero comentario. Su sonrisa se desvayó ligeramente.
—Vamos, señor Reeves, con esa actitud no irá a ninguna parte.
—No, supongo que no —admití—. ¿Qué le parece el cerebro?
Se le iluminaron los ojos y recuperó la amplia sonrisa.
—Bien, bien, bien. A eso lo llamo yo un señor salto, señor Reeves, de los riñones al cerebro en un solo movimiento. Sin embargo, dígamelo usted: ¿Lo hicimos? ¿Le extrajimos el cerebro a alguien?
—No —respondí—, los resultados son demasiado predecibles.
—¡Bravo! Completamente cierto.
El olor a podredumbre, que hasta ese momento no me había repugnado tanto como antes —tal vez debido al olor más penetrante del miedo—, volvía ahora a intensificarse y el estómago me dio un nuevo vuelco. Tenía que salir de allí como fuera. Justo en ese momento, una pregunta que había estado enterrada en mi mente desde que había caído al pozo se abrió camino hasta la superficie: «¿Por qué no hay moscas alrededor de los cuerpos?».
Aparté la mirada de Mather y volví mi atención hacia el pozo. Traté de oír algún ruido, un zumbido o el más leve e imperceptible movimiento de alas. Nada. Volví a mirar a Mather, quien se había percatado de mi distracción.
—¿Algo va mal, señor Reeves?
—No —le aseguré, con un gesto de cabeza.
Mather alargó la mano y empezó a acariciar la serpenteante hoja del puñal con suavidad.
—Bien, me entristecería pensar que estoy aburriénd…
—¿Por qué no hay moscas?
Tal vez lo dije para entretenerlo o tal vez buscara una respuesta. En cualquier caso, la pregunta no podía esperar más.
—¿Perdón?
Mather levantó la vista y la sonrisa perdió cierta intensidad.
—Moscas. No he visto ninguna.
Era cierto y creo que Mather apreció el tono sincero de mi voz.
—No le entiendo.
Apartó la mano del puñal y rodeó la mesa para acercarse a mí. Noté que estaba preocupado. Había conseguido cogerlo desprevenido, así que continué.
—Los cuerpos están en varias fases de descomposición —me expliqué, señalando el pozo—. Debería haber miles de moscas a su alrededor. ¿Qué hizo? ¿Empapó los cuerpos en insecticida?
Mather estaba desconcertado. Se acercó al pozo, como para oír mejor.
—No, no lo hice. Qué raro, nunca se me había pasado por la cabeza.
«Pero ahora lo has hecho y parece que te preocupa».
—Supongo que tiene razón. Debería haber…
Dio un paso más hacia el borde del pozo y se inclinó con cuidado para oír mejor, sujetándose con una mano en la puerta. Sabía que esa podía ser la única oportunidad que se me presentaría, pero Mather tenía que estar un poco más adelantado para hacerle perder el equilibrio.
—¿Con qué frecuencia ve insectos en la isla, además de la dama, como usted la llama? —le pregunté para mantenerlo distraído.
—La verdad es que no… Qué extraño. No recuerdo haber visto ninguno últimamente.
—Sí, muy extraño.
Intenté imaginar qué más podía hacer para mantenerlo distraído, pero no era fácil. ¿Por qué no había insectos? Si lo supiera, tal vez podría utilizarlo para acabar de hacerle perder la concentración. Sin embargo, al final resultó que ya había hecho suficiente.
—Dios mío —exclamó Mather de repente—. ¡Claro!
—¿Qué?
—Oh, santo Dios. ¡El caballito del diablo!
—¿Una libélula?
—La libélula del Yemen… ¡Es él!
—¿Quién?
—Según la leyenda, su presencia ahuyenta los insectos, pero no lo entiendo, si está aquí, entonces ella lo debería haber percibido.
—¿Ella? ¿Se refiere a la Ganges Roja?
—Sí, a la dama. Sabría… Tiene que saberlo.
—¿La libélula del Yemen? —Estaba visto que la pesadilla empezaba a tomar un cariz aún más surrealista—. ¿Qué es? ¿Por qué es tan importante?
—La Yemen es la única criatura que puede representar una amenaza para la dama. Mientras la Yemen esté aquí, la dama se encuentra en grave peligro. Tengo que volver a su lado.
—¿Ese bicho es más peligroso que ella?
—Muchísimo más. La dama me ha hablado muchas veces del peligro que supone. Solo de pensar en él, se pone histérica. Teme que quiera matarla. Él es la encarnación de…
Mather se estaba poniendo muy pálido.
—¿De qué?
—¡No puedo permitir que llegue hasta ella!
—Espere. —Tenía que entretenerlo, necesitaba mi oportunidad—. Da la sensación de que hace siglos que no hay moscas en la isla. ¿No significa eso que la libélula lleva ya aquí un tiempo?
—Sí, debe de haber estado esperando el momento oportuno. ¡Podría atacar en cualquier momento! —Mather se volvió. Le había entrado prisa por terminar el trabajo y volver a casa cuanto antes. Miró el puñal que había encima de la mesa—. Vamos, señor Reeves, no hace falta que alarguemos esto más.
«¿Que alarguemos esto más? Oh, Dios mío, ¡voy a morir!». Lo vi en sus ojos.
Separó la mano de la pared y empezó a avanzar hacia mí. Aunque todavía estaba paralizado por el miedo, el instinto de supervivencia tomó el mando y me abalancé sobre él. Me detuve en la puerta, y del empujón Mather salió disparado y cayó sobre la masa de carne putrefacta. Su expresión durante la caída, mientras se retorcía para mirarme a la cara, casi fue cómica, una expresión de absoluta sorpresa y pánico. Agitó las manos tratando de asirse a algún lado, pero no había lugar al que agarrarse. Oí el sordo impacto causado por la caída, el crujido de los huesos al romperse y, a continuación, el silencio. «Santo cielo —pensé al volverme y echar a correr para salir de allí—. ¡Le he roto el cuello!».