7
DESESPERACIÓN
Caí de cabeza sobre la montaña de cadáveres. Por fortuna, había estirado los brazos para amortiguar el impacto, pero aun así quedé aturdido. En la caída también le había dado una patada a la lámpara, con lo que se había apagado la luz, de modo que estaba a oscuras. Me recosté sobre un codo y sentí que algo blando y húmedo cedía debajo de mí. Me volví lentamente y me senté, no quería que la pila se derrumbara. El olor era nauseabundo y cada vez que respiraba creía encontrarme un paso más cerca de la locura. Retener la comida en el estómago fue todo un desafío porque el olor se me había metido hasta en los pulmones, en la garganta, en los senos, en todas partes… Traté de pausar la respiración, pero lo único que conseguí fue que me faltara oxígeno y tuve que compensarlo tragando enormes bocanadas de aire pestilente.
El pie derecho comenzó a hundirse entre dos cuerpos y cambié de postura para no acabar tragado por la montaña. Puede que hubiera habido alguien en la habitación de arriba, pero ahora ya no oía nada, nadie reaccionó ante mi entrecortada y desesperada respiración. La lámpara, que había quedado entre mis piernas, se escurrió y cayó hacia delante. En la penumbra que me rodeaba lo único que podía distinguir eran siluetas grises y negras. No sabía qué tamaño tendría la pila, pero me daba la sensación de que allí habría dos docenas de cadáveres como mínimo.
Poco a poco fui recuperando el ritmo normal de mi respiración mientras esperaba allí sentado, incapaz de apartar la mirada de la entrada, a que la silueta de Mather apareciera en cualquier momento. ¿Por qué no se había acercado al agujero? ¿Por qué no venía a acabar conmigo de una vez por todas? Porque seguro que esa era su intención, ¿no? Comencé a balbucir por lo bajo, quizá rezaba, suplicando que alguien me sacara del lío espantoso en que me había metido. Al cabo de un rato, estaba empezando a preguntarme qué narices estaría haciendo Mather cuando oí un estornudo y, acto seguido, un ruido raro, una especie de refregón. Me puse tenso, esperando que sucediera algo espantoso, y una figura oscura no tardó en aparecer en el borde del pozo.
Echó un vistazo a la montaña de cuerpos de abajo, como si buscara el camino más rápido para bajar. Su sentido del olfato estaba mucho más desarrollado que el mío, por eso me extrañó que quisiera acercarse a toda esa carne muerta. Lanzó un largo e indulgente maullido y, a continuación, se paseó por el borde, como si buscara el modo más propicio de reunirse conmigo. Al final se dio por vencido, agachó el cuerpo, estiró las patas delanteras y las asomó por el borde para aferrarse con las garras a la pared del pozo. Siguió avanzando el cuerpo hasta que comenzó a resbalar y se tensó ante la inminente caída. Aterrizó a mi derecha, con suavidad y sin mostrar señal alguna de agitación, sobre la espalda de un cuerpo enorme envuelto en sábanas sucias.
—Hola —lo saludé, con una voz más seca y ronca de lo que esperaba.
El señor Hopkins maulló en respuesta y empezó a frotarse contra mis piernas. Si yo no hubiera estado tan asustado, seguro que me habría echado a reír.
—Podrías haber elegido un momento mejor, pero bueno, al menos eres tú y no el chiflado. ¿Qué narices está pasando aquí?
El señor Hopkins dejó de dar vueltas y se tumbó a mi lado, ronroneando suavemente. Sacudí la cabeza y levanté la vista hacia el borde del pozo. Tal vez podría alcanzarlo, aunque me costaría. El gato estaba tan tranquilo tumbado a mi lado, mirándome y parpadeando de vez en cuando. Quizá no tuviera sentido del olfato. Me puse en cuclillas, consciente de que la masa de cuerpos podía derrumbarse en cualquier momento, y alargué la mano para recuperar la lámpara y encenderla. Cuando la levanté, pude apreciar el horror que me rodeaba en todo su esplendor.
Los miembros se entrelazaban. Había un par de rostros vueltos hacia arriba, deformados por la descomposición, con los dientes a la vista y la piel tirante. No me atreví a mirarlos con demasiado detenimiento, no fuera a ser que esa imagen se me quedara grabada en la memoria para el resto de mi vida. En ese momento oí algo, un ruido sordo, suave y resonante, como si se produjera en algún rincón oscuro de mi mente. Se trataba de mi móvil. Hasta entonces no había caído en la cuenta de que la mochila había quedado arriba y me invadió el pánico. Presté atención para distinguir la dirección del sonido, me estiré, atrapé uno de los tirantes de la mochila y tiré de él.
Recuperar el teléfono no resultó tan difícil como había imaginado, aunque casi vacié todo el contenido sobre la pila antes de encontrarlo para contestar.
—¿Sí?
—Hola, Ash, soy Gina. Mira… Sé que es temprano, pero…
—Gina, escúchame —la interrumpí, sorprendido y aliviado de oír su voz—. Me encuentro en serios problemas. Aquí hay cadáveres, a montones. Creo que…
—¿Ash? No te oigo…
Dios, el mejor momento para que falle la señal, pensé.
—¡Gina! —grité, ya no me importaba guardar silencio. Si Mather hubiera estado en la habitación de arriba, ya se habría hecho oír—. Gina, ¿me oyes?
—… sh… Corta. …blema …cuerdo?
—¿Hola? Gina, si me oyes, llama a la policía. ¡Diles que vengan enseguida! ¡Hay un psicópata en la isla!
Nada, solo un zumbido.
—¿Gina?
Ya no estaba. Miré tristemente la pantalla del teléfono. La calidad de la recepción era irrelevante porque se había acabado la batería.
Me sentí desesperado y perdido. Se me había ofrecido la oportunidad de pedir auxilio y posiblemente la había desperdiciado. Podía pasar bastante tiempo antes de que la gente empezara a preocuparse en serio por mi ausencia. Rogué por que Gina hubiera entendido lo suficiente para dar la alarma.
Al final, no me resultó tan difícil como había temido salir de aquel apestoso agujero. Dejé la lámpara donde estaba, sabiendo que había más arriba. Alumbrado por la luz parpadeante, me puse la mochila al hombro y avancé con mucho cuidado sobre bultos blandos de carne y ropa hasta encontrarme justo debajo del borde. Después de cerciorarme de que el señor Hopkins estuviera a una distancia segura, primero puse un pie, y luego el otro, sobre lo que parecía un brazo. Comenzó a ceder, así que pasé a la espalda del cadáver. También empezó a ceder, pero se detuvo al cabo de un par de segundos y decidí fiarme. Di un salto con los brazos estirados para asirme al borde. A pesar de que puse todo mi empeño, no conseguí agarrarme bien y caí hacia atrás, haciendo aspavientos, sobre la inestable pila. Se me hundieron los pies en el espacio que había entre dos piernas y por un instante creí que iba a desaparecer en la montaña. Encontré un apoyo más sólido y volví a intentarlo. Esta vez conseguí agarrarme al borde y, dándome impulso, primero apoyé una rodilla en el suelo de la habitación y luego la otra. Cuando eché un vistazo al pozo, vi un par de brillantes puntos verdes, me tumbé y estiré un brazo todo lo que me fue posible. Hopkins avanzó unos pasos, tensó el cuerpo, se estremeció ligeramente y, a continuación, dio un brinco y se aferró a la manga de mi camisa. Hice una mueca de dolor cuando las garras se clavaron en la piel debajo de la tela, pero lo subí y lo dejé en el suelo de la habitación. Con un extraño ronroneo, dio media vuelta y salió corriendo de la habitación mientras yo encontraba otra lámpara, la encendía y lo seguía fuera del sótano.
No conseguí darle alcance hasta que estuve fuera, de nuevo a la luz del día. El sol me hirió momentáneamente los ojos, acostumbrados a la oscuridad, y me empezó a doler la cabeza. Después del aire hediondo de ahí abajo, el oxígeno del exterior fue como un buen vino para los pulmones. Caminé un poco, agradeciendo a cada aspiración la bocanada de aire fresco que respiraba, hasta que recordé lo vulnerable que era en esos momentos. Durante un minuto o dos, presté atención a cualquier ruido para anticiparme a lo que pudiera acercarse mientras un sudor frío me resbalaba por la frente. El estornudo de Hopkins, sentado a la sombra junto a la puerta del centro, me hizo dar un respingo y maldije al gato. Hopkins ladeó la cabeza en actitud interrogante, apartó la mirada y volvió a estornudar. Después de todo, puede que el aire del sótano también hubiera hecho mella en él. Eché un vistazo al camino y avancé unos pasos antes de sentarme en un corrillo de hierba, bajo los árboles. Las piernas me temblaban a causa de los nervios. Tenía que calmarme y poner las ideas en orden antes de dar el siguiente paso. Hopkins descansó unos momentos en el porche, luego se acercó hasta mí, se tumbó a mi lado y comenzó a asearse a lametazos.
Por lo visto, Mather era un asesino, a no ser que hubiera otra persona en la isla. En cualquier caso, parecía muy poco probable que Mather ignorara la existencia de los cuerpos. Todavía estaban en descomposición, así que él estaba allí cuando fueron arrojados al pozo, y no sería de extrañar que tuviera algo que ver con ellos. Me había metido en un buen lío.
Poco a poco fui recuperando el aliento. Parecía que el oxígeno me ayudaba a pensar con más claridad. Por extraño que parezca, no pude resistirme a analizar la situación desde el punto de vista de un periodista. Se trataba de un bombazo, la historia tenía todos los ingredientes para aparecer en los periódicos nacionales. Había grabado a Mather y había sacado fotografías. Cierto que tendría que volver a bajar al sótano para sacar algunas instantáneas, pero… ¿qué era eso comparado con lo que podría convertirse en la gran exclusiva de mi vida? No obstante, la historia todavía tenía cabos sueltos que no conseguía atar. ¿Por qué había matado a tantas personas? ¿Y por qué había arrojado los cuerpos a ese pozo? La habitación del pozo también era un misterio, a menos que… De súbito, recordé el líquido que se había secado sobre la mesa y el suelo. ¿Sería sangre? ¿Mather habría llevado a cabo experimentos con gente para satisfacer una curiosidad siniestra y retorcida? Se me ocurrió que, de hecho, podía haber continuado los experimentos iniciados por su viejo amigo Maidon. Aunque ¿hasta qué punto me había contado la verdad? ¿Era él la parte inocente del lamentable asunto? ¿Existiría Maidon en realidad? ¿No estaría atrayendo gente a la isla para descuartizarlos y extraerles los órganos? Lo había tomado por un tipo racional, pero la historia sobre el vagabundo que Maidon había asesinado no tenía sentido. Fuera cual fuese la verdad, ¿para qué contarme nada? Tuve la impresión de que había estado jugando conmigo. Tal vez todo había sido un montaje para atraerme hasta allí. ¿Cuánto tiempo habría esperado hasta drogarme o asesinarme y llevarme a aquel sótano para convertirme en conejillo de indias de una de sus sórdidas carnicerías? Y todavía cabía la posibilidad de que tuviera un cómplice. Atraer a toda esa gente y asesinarla debía de ser una tarea titánica para realizarla sin ayuda. ¿Habría alguien más en la isla?
Tratando de aclarar las ideas, solté un bufido, que suscitó una ronroneo de curiosidad por parte de Hopkins, el cual había dado un descanso a su chapucera sesión de higiene. Lo miré. No parecía tan desastrado como la vez anterior en el alféizar de la ventana, pero estaba claro que no era un as del acicalamiento, pues tenía varios trozos de pelo apelmazado y enmarañado por el cuerpo que había dejado por imposibles. Volvió a estornudar y levantó la pata izquierda delantera para empezar a limpiarse lo que supongo que sería su axila. En ese momento deseé estar en su lugar.
Los familiares y amigos de las víctimas que se pudrían en el sótano tenían que echarlos de menos. Eso me hizo volver a pensar en Gina y en la frustrada llamada telefónica. ¿Habría avisado a la policía? Si no lo había hecho, ¿cuánto tiempo pasaría antes de que se diera cuenta de que algo iba mal? Mi padre había ido a visitar a sus hermanos a Estados Unidos, así que no se enteraría. Mi hermana Carol vivía en Gales y casi nunca estaba en casa, así que no me echaría en falta hasta el domingo, cuando no le hiciera la llamada semanal. A mis amigos no les extrañaría que no estuviera localizable durante días. A menos que Gina y los del trabajo intuyeran que pasaba algo… estaba bien jodido.
Sopesé la cuestión del sistema de selección de víctimas de Mather. Se me antojó el tipo de hombre que hace las cosas metódicamente; después de todo, disponía de mucho tiempo para planear hasta el último detalle. Debió de haberlos convencido con la promesa de enseñarles la Ganges Roja, y, una vez en la isla, aislados a dos o tres kilómetros de la civilización… ya eran suyos.
¿Y el mosquito? ¿Por qué elegiría esa criatura en particular? Además, seguro que podía atraer gente a la isla y asesinarla sin tener que mostrársela. ¿Por qué se había tomado la molestia de mostrarme el insecto y de explicarme las leyendas que lo rodeaban? No tenía sentido. Ocurriera lo que ocurriese en realidad, no era nada sencillo. Tal vez tenía un gran plan que precisaba de la presencia de la Ganges Roja. Si Mather había estado llevando a cabo sus experimentos en la isla, tal vez el mosquito tuviera algo que ver con ellos. No conseguía comprender qué relación había, pero tenía el fuerte presentimiento de que existía.
Estuve pensando en cómo llegar al pueblo. En aquellos momentos, mi prioridad era poner tanta distancia entre Mather y yo como fuera posible, aunque estaba intrigado y sabía que mi curiosidad no iba a darse por vencida. Quería escapar de allí y al mismo tiempo deseaba descubrir la verdad… hasta sus últimas consecuencias. Creo que eso es lo que significa ser periodista. Iba a meter la cabeza en la boca del lobo, pero si quería llegar al fondo de la cuestión, tendría que hacer que Mather lo confesara todo. Como mínimo necesitaría el dictáfono que, como un tonto, me había dejado en la habitación. Las palabras de Mather, junto con la fosa común del sótano del centro de investigación, serían una magnífica prueba. Sin embargo, una vez más el peligro que entrañaba la situación me hizo vacilar, de modo que decidí no poner a prueba mi suerte. Si conseguía llegar hasta el pueblo, iría en busca de la policía y les contaría todo. El secreto de Mather quedaría al descubierto y yo seguiría teniendo la oportunidad de hacerme con la exclusiva. Después de todo, ¿quién mejor que yo para escribir la historia?
Me levanté y me sacudí la ropa. Según mi reloj, pasaban de las diez. Mather ya debía de haber salido a buscarme, así que tenía que ponerme en marcha. Si no hacía demasiado ruido, el cobertizo del bote no estaba demasiado lejos y podría hacerme al agua antes de que Mather se diera cuenta de lo que estaba pasando.
Mientras corría por el sendero, no hacía más que darle vueltas al estado mental de Mather. A mi llegada a la isla, me había parecido un tipo la mar de amable, una persona encantadora. Tanto la forma de hablar como los temas que le interesaban jugaron en su favor y me hicieron creer que se trataba de una persona con quien alguien como yo, y seguro que mucha otra gente, se llevaría bien. Sin embargo, la soledad debía de haberse cobrado su precio y el osario que había en el pozo era buena prueba de ello. No obstante, si era inestable, si sus pensamientos eran tan sombríos, ¿por qué parecía tan normal, tan cuerdo? ¿Era más listo de lo que daba a entender? ¿Era un genio del crimen? El hecho de que pensara con racionalidad hacía de él un personaje muy inquietante. Si hubiera estado loco, habría levantado mis sospechas mucho antes. ¿Y la Ganges Roja? ¿En realidad era tan mortífera como Mather me había hecho creer? Había visto un mosquito gigantesco, pero, por lo que yo sabía, podía tratarse de un fenómeno de la naturaleza inofensivo o tal vez de una ilusión, un truco ingenioso. La extravagancia del plan volvía a desconcertarme. ¿Qué razón había para usar un cebo tan inusitado?
Alcancé la puerta y volví a trepar por ella para saltarla, sin sacar un ojo de encima a los matorrales. Mather podría haber estado vigilándome cuando dejé el claro y podría haber adivinado qué dirección tomaba. El ruido que había oído en el pozo había sido obra del señor Hopkins, pero eso no quería decir que Mather no pudiera haber estado siguiéndome.
Poco después llegué a lo alto de la pendiente que conducía a la pequeña cala y al cobertizo del bote. Sin dudarlo, bajé corriendo por la ladera hasta la caseta, levantando nubes de arena por el camino. Cegado por el pánico, intenté abrir la puerta del cobertizo de un tirón.
—Señor Reeves.
Me quedé helado. No podía volverme y enfrentarme a él. Lo único que pude hacer fue quedarme mirando la madera combada de la puerta que tenía delante mientras él se me acercaba.
—¿Qué demonios está haciendo? Si está tan desesperado por llegar a casa, solo tenía que haberlo dicho; Por cierto, iba a buscarle.
—Lo siento —contesté, sin saber qué añadir a continuación—. No sé… No sé qué me ha pasado.
Aparté las manos de la puerta y reuní fuerzas para darme la vuelta y enfrentarme a él esbozando lo que debió de parecer una sonrisa forzada.
—No se preocupe, después de todo está bastante lejos de casa. —Sonrió de oreja a oreja y levantó la vista hacia el cielo—. Me da la impresión de que está refrescando, seguro que esta tarde vuelve a llover. ¿Le apetece una taza de té antes de partir?
—Estooo… Sí…
Quise negarme, quise decirle que tenía que irme de inmediato, pero apenas conseguí articular palabra. Estaba aterrado.
Volvimos a subir la pendiente y nos dirigimos hacia el claro. El intento de escapada había sido frustrado. No sabía qué sospechaba Mather, pero preferí asumir que lo sabía todo, para curarme en salud. Tal vez hallaría el modo de huir si conseguía conservar la vida lo suficiente.
La puerta de entrada estaba abierta cuando llegamos a la casa. Oí música, aunque no recordaba haber visto equipo alguno. Entré delante de Mather para no dar la impresión de que estaba esperando que me atacara en cualquier momento. Me detuve y él me guio hasta el salón, donde me dijo que me pusiera cómodo. Para mi sorpresa, había un gramófono en una mesa, cerca de la chimenea. Nunca había visto uno de cerca, ya no digamos oírlo. Un bello aparato. La enorme bocina con forma de trompeta parecía una flor gigantesca de color ver¬de claro con un ribete verde oscuro. La caja era de color marrón claro, de madera pulida, con un cristal en el panel frontal a través del cual se veía el mecanismo del interior. Me fijé en el disco que daba vueltas en el giradiscos. Tardé unos segundos porque estaba en movimiento, pero conseguí leer el título de la pieza clásica.
La main du Diable interpretado por Pandemónium
Supuse que la pieza sería francesa. La música era un poco rara, como si no tuviera un arreglo o una estructura apreciable, aunque el «pandemonio» se conseguía, eso seguro. A veces parecía una discusión general, una batalla improvisada con instrumentos a modo de armas. La funda del disco estaba bastante estropeada y, cuando la luz que se colaba por la ventana se reflejó en las zonas oscuras, distinguí capas y más capas de huellas de dedos. Estaba claro que era uno de los discos preferidos de Mather, quien se excusó y salió de la habitación.
Si Mather había estado escuchando música, eso quería decir que la situación no lo angustiaba precisamente, a menos que se tratara de otra de las extravagantes peculiaridades de su carácter. Tal vez no estaba tan en peligro como había imaginado. Volví al vestíbulo sin hacer ruido e intenté prestar atención a lo que pudiera oírse por encima de la música. Nada. No podía quedarme quieto, así que avancé por el pasillo y descubrí que la puerta del dormitorio de Mather estaba abierta.
El hombre estaba colocando el panel corredizo en su sitio, delante del hueco en que ocultaba la Ganges Roja. A diferencia de la otra vez, lo hacía muy lentamente, como si no quisiera hacer ruido. Algo lo hizo volverse y dio un respingo cuando me vio en la puerta. Se llevó una mano al pecho en un gesto algo dramático y ahogó una risita.
—Por amor de Dios, me ha dado un buen susto.
—Discúlpeme, estaba…
—No pasa nada. —Volvió a mirar la pared falsa y luego se acercó a mí—. Bueno, ¿qué me dice de ese té?
—De hecho, estoy bien…
—Bueno, de todos modos vayamos al salón.
A pesar de haberlo asustado, Mather parecía bastante tranquilo, como si las cosas fueran tal como había esperado, y eso aumentó mi desasosiego. En aquellos momentos no sabía qué pensar sobre su comportamiento.
De vuelta en el salón, Mather se acercó al gramófono y levantó la aguja del disco, que ya había acabado.
—Una pieza interesante —comenté, intentando parecer tranquilo.
—Una obra maestra, en mi opinión. Pandemónium produjo muy pocas obras, pero ¡qué obras! El efecto, el modo en que estimulan la mente es sublime. Una obra inspirada.
Cogió el disco, lo mantuvo en equilibrio sobre el índice de una mano y lo deslizó con pericia en la funda. Se dirigió a uno de los pequeños armarios y guardó el disco.
—Bien, señor Reeves, póngase cómodo.
Hizo un gesto para que me sentara. Dejé la mochila y la cámara en el suelo y me hundí en el sillón. Mather ocupó su asiento habitual y cruzó las piernas con calma, como si estuviera la mar de tranquilo. Si acariciaba intenciones aviesas, lo disimulaba muy bien.
—¿Ha visto algo interesante durante su largo paseo?
Pregunta que implicaba que había estado fuera más tiempo de lo esperado.
—La verdad es que no. He visto casi toda la isla, la otra playa, el bosque, el…
—… ¿centro de investigación?
A pesar de que había decidido que no tenía sentido mentirle acerca de mi visita, pues, con el tiempo que había estado fuera, era imposible que no hubiera dado con él, me cogió por sorpresa y me inquietó el modo en que acabó mi frase.
—Ah, sí, sí que lo he visto. ¿No me había dicho que no había más construcciones en la isla? —La voz me tembló, pero recé para que no trasluciera nerviosismo.
—Para ser sinceros, se me pasó. Verá, no voy por esa parte de la isla. Le eché un vistazo cuando me mudé aquí por primera vez, pero no hay nada de interés.
—Ya veo.
Mather permanecía inmutable y casi me sonó convincente, pero seguramente ya estaba acostumbrado a tratar el asunto y se había preparado la historia y las excusas.
—Ya no está en uso —añadió Mather—. Lo cerraron hace años por falta de fondos.
—Ajá.
Tenía revuelto el estómago. «Mentiroso —pensé—. Ya lo creo que has estado allí. Sé exactamente qué has estado haciendo y voy a asegurarme de que el resto del mundo también lo sepa».
Mather me dirigió una mirada elocuente. Fue como si durante los escasos segundos que sus ojos se cruzaron con los míos, me hubiera leído el pensamiento y hubiera comprendido mis intenciones.
—Y… ¿entró a echar un vistazo?
—No. —Maldición, había respondido demasiado deprisa. Mather me miró con expresión interrogante y una ceja enarcada—. No, no entré —insistí al cabo de un momento—. No parecía muy seguro, pero sí que me di una vuelta por el exterior.
—Muy bien. —Mather tomó un sorbo de té y miró por la ventana con aire despreocupado y una débil sonrisa en el rostro—. Verá, pensándolo bien… podría ser que encontrara interesante lo que hay allí dentro.
—¿No me diga? —Intenté parecer sorprendido—. ¿Y por qué?
—Bueno, por lo visto se habían llevado a cabo experimentos interesantes antes de que lo cerraran.
«¡Sí y se hicieron muchos más después de que lo hubieras cerrado!».
—… ¿marina?
—¿Perdón? —Le había prestado demasiada atención a mis pensamientos y no había oído su pregunta.
Mather sonrió, parecía que mi comportamiento le divertía.
—Le preguntaba si le interesa la fauna marina.
—Ah, bueno, no en particular, aunque he escrito varios artículos sobre peces para la revista, nada importante.
—Ya veo. Bueno, creo que el centro le resultará fascinante —aseguró, poniéndose en pie—. ¿Por qué no nos acercamos un momento ahora antes de ir al pueblo? Solo serán unos minutos.
Lo miré con una débil sonrisa en los labios, tratando de pensar algo deprisa. Podría haber dicho que no. Podría haber dicho que tenía ganas de volver a casa, que tenía mucho trabajo que hacer, pero ¿y entonces? ¿Decidiría Mather que no le quedaba otra opción que asesinarme allí mismo?
—Sí, de acuerdo —contesté, casi sin pensar.
Tenía que decir algo y, de todos modos, no creo que hubiera tenido las agallas para negarme. Si Mather estaba jugando conmigo, no me quedaba otra opción que jugar con él. Mi vida dependía de ello.
—Supongo que no pierdo nada —añadí, fingiendo otra falsa sonrisa.
—Magnífico, no tardaremos mucho.
Me pregunté si se estaría divirtiendo. Se dirigió a la cocina mientras yo trataba desesperadamente de pensar en un modo de anticiparme a sus movimientos. Su plan debía de ser o bien matarme, o bien ponerme fuera de combate, dependía del fin que me tuviera reservado. Si quería adelantarme a él, tendría que actuar antes de llegar al centro. ¿Qué podía hacer? ¿Golpearlo en la cabeza con un leño? ¿Empujarlo al lago? Además, tampoco sabía si reuniría arrestos suficientes para hacerlo.
Mather volvió a la habitación con un impermeable azul y me levanté.
—Bien, ¿vamos? —preguntó Mather.
Dio una palmada y avanzó hasta la puerta de la casa. Recogí la mochila y lo seguí.
—Un momento.
Recordé el dictáfono y lo recogí del brazo del sillón. Cuando volví a reunirme con Mather, este sonreía divertido.
—No vaya a olvidárselo —dijo, saliendo.
—No vaya a ser —contesté, siguiéndolo.
Cuando crucé el umbral, oí una voz extraña.
«Guárdate la espalda».
Me pareció la voz de una mujer, aunque estaba como distorsionada, como si fuera una mala transmisión de radio. Miré a Mather, que, paciente, me esperaba junto al camino, sin mostrar señal alguna de haber oído nada. Empezó a mirarme con expresión interrogante, preguntándose, no me cabe duda, por qué vacilaba.
«¡No le des la espalda!».
Esta vez la había oído con mayor claridad y fuerza. Tuve la impresión de tenerla dentro de la cabeza, aunque no parecía un pensamiento, sino como si alguien o algo estuviera comunicándose conmigo. Mather estaba a punto de entrar en acción, tal vez sospechando que me traía algo entre manos, pero me adelanté a él.
—Disculpe —me excusé, acercándome—, por un momento pensé que se había puesto a llover.
Gracias a Dios el cielo estaba encapotado, lo que respaldaba mi excusa. Mather levantó la vista.
—Mmm… Sí, tendremos que ir con cuidado, aunque no creo que se vaya a poner tan feo como ayer.
Dicho esto, Mather dio media vuelta y avanzó por el camino. Vacilé unos segundos, como si esperara un nuevo aviso. Quien fuera o lo que fuera que me hubiera hablado, se había quedado mudo, así que seguí los pasos de Mather entre los árboles. Al menos era él el que me daba la espalda y no al revés.