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PRESENTACIÓN

Cuando me presentaron la Ganges Roja ocurrió algo excepcional. Me asaltó un breve aunque intensísimo dolor de cabeza. Fue como si, por un instante, un alarido inaudible resonara en mi cabeza, un alarido que intentaba hacerse oír, pero que lo único que conseguía era causar dolor. Me froté las sienes para mitigarlo y me concentre en el tanque. La Ganges Roja era sencillamente impresionante y si no la hubiera visto con mis propios ojos, me habría costado mucho creer que fuera posible que esa criatura tuviera el tamaño que tenía.

Dejó de aletear y se posó en la pared de cristal, puede que para vernos mejor. El desproporcionado cuerpo del insecto era de un color rojo intenso y brillante, un color que parecía avisar del peligro. En el abdomen se dibujaban a intervalos varios anillos anchos y negros. Incluso la larga trompa con forma de aguja era roja, lo que me hizo imaginar el aspecto que tendría después de alimentarse.

—Todo un estudio en escarlata, ¿verdad?

Mather me observaba con los brazos cruzados, disfrutando con mi reacción. Puede que al principio estuviera conmocionado, tal vez incluso atemorizado, pero no pude evitar sentir cierta admiración por la belleza única de la criatura.

—Es increíble. No sabía que un mosquito pudiera llegar, a tener ese tamaño.

El mosquito podría haber abrazado una pelota de tenis y aun habría cruzado las patas. Solo la envergadura de las alas debía de andar por los veinte centímetros de largo. Dirigí mi atención hacia la tapa del tanque con una súbita punzada de pánico.

—Creo que nunca me cansaría de mirarla —comentó Mather, claramente fascinado.

En ese momento oímos una rascada en la ventana. Me volví y vi un gato bastante sucio y de aspecto lastimoso. Tenía el pelo empapado, enmarañado y apelmazado en varios lugares y le faltaba la mitad de la oreja derecha. Estaba a punto de advertir a Mather de la presencia de la visita cuando este se adelantó.

—Es el señor Hopkins —aclaró, sin dejarse impresionar por el aspecto del animal—. La pulgosa alimaña que me amarga la existencia.

—Entonces, ¿no es suyo?

—Por supuesto que no —contestó Mather, un poco ofendido—. Nunca me relacionaría con un animal tan desagradable. —Se acercó a la ventana. Creí que iba a gritarle o que le daría un golpe al cristal, pero se limitó a detenerse ante el animal y a lanzarle una mirada fulminante—. Debió de llegar a la isla de polizón en mi bote.

El señor Hopkins permaneció en el alféizar con una expresión triste que encajaba muy bien con su aspecto general. Parecía tan contento de ver a Mather como Mather a él.

—¿Por qué lo llama señor Hopkins?

Mather apartó la vista del roñoso felino.

—Porque me recuerda a un vecino que tuve hace muchos años —contestó—. Un hombre desagradable que no hacía más que entrometerse en mis cosas. El también era un saco de pulgas desastrado.

Yo creía que el animalito tenía cierto encanto, pero teniendo en cuenta que me encantan los gatos, no era imparcial. El señor Hopkins volvió a rascar el vidrio con un pata y tuve la impresión de que me miraba directamente.

—Maldito animal —estalló mi anfitrión.

Tal vez le preocupara que el gato intentara robar el protagonismo al espectáculo.

Golpeó tres veces el cristal, pero el gato se limitó a parpadear y continuó mirándome fijamente. Una nueva punzada de dolor me traspasó la cabeza y me hizo estremecer. Volví la vista hacia el mosquito y vi que tenía la cabeza ladeada hacia la ventana. Me vino un pensamiento extraño, algo que no sé cómo describir. Era consciente de que la estrambótica situación podría haberme afectado el juicio, pero ni siquiera eso explica del todo lo que sentí. Fue como si de repente me hubiera inmiscuido en una conversación que no era capaz de comprender.

Con la intención de aclarar un poco las ideas, me excusé y regresé a mi dormitorio en busca del dictáfono. Empezaba a creer que no había hecho el viaje en balde porque el insecto era impresionante. Estaba ansioso por sacarle unas fotos, ya me imaginaba su imagen adornando la portada de la revista. De vuelta en la habitación de Mather, me senté en el escritorio para comenzar la entrevista mientras él seguía junto a la ventana sin sacarle el ojo de encima al gato.

—Veamos, ¿dónde la encontró?

—¿Mmm…? Ah, tengo ciertos conocidos, coleccionistas diría usted, en diversos países. Un viejo amigo del Zaire me escribió hace algunos años y me contó que cada vez eran más frecuentes las noticias de gente que había visto la Gangas Roja. Habían estado circulando historias sobre ella por los alrededores de su puesto de investigación durante décadas, pero viéndose reclamado por numerosos proyectos, no había encontrado el momento de prestarles atención. Se mostraba escéptico, dudaba que pudiera existir una criatura que hubiera eludido su captura durante tanto tiempo. Tengo que admitir que durante muchos años yo también albergué mis dudas. Sin embargo, insistí en que al menos charlara con algunos de los nativos que aseguraban haberla visto. Accedió, y durante las siguientes semanas, cuando tuvo algún momento libre, hizo averiguaciones y entrevistó a varios individuos. Me escribió tiempo después y me adjuntó varios testimonios, los cuales apuntaban hacia la misma conclusión: la Ganges Roja, o algo que encajaba con su descripción, estaba vivita y coleando.

—Pero no es la única, ¿verdad? Es decir, en el caso de que realmente la hayan visto, se trata de insectos diferentes, ¿no?

—Al principio no estaba seguro, pero para mi sorpresa descubrí que empezaba a creer las leyendas que se cuentan sobre ella. Además, desde que la tengo yo, no se la ha vuelto a ver.

Mather guardó silencio unos segundos, interrumpidos únicamente por el ruido machacón del dictáfono. Incluso el señor Hopkins, que seguía en su puesto, parecía enfurruñado. Mather dio la espalda a la ventana y se apoyó en el alféizar.

—Ansiaba viajar a África, pero creo que me he acostumbrado demasiado a la vida que llevo aquí. Siempre me angustio cuando pienso en irme, así que en su lugar le supliqué a mi amigo que encontrara él la dama, costara lo que costase. Dejé claro que todos los gastos corrían de mi cuenta. Al final, él también había empezado a compartir mi emoción y ya había hecho preparativos. Una semana después, uno de sus ayudantes descubrió una cueva cerca de un río. —Hizo un gesto con la cabeza en dirección al tanque—. Ella estaba dentro junto con miles de mosquitos más pequeños, seguramente de la familia aedes aegypti. Por desgracia, el ayudante y los guías murieron cuando intentaban capturarla. Mi amigo encontró sus cuerpos en la cueva días después. Gracias a su experiencia en la captura de insectos peligrosos, consiguió hacerse con ella casi sin incidentes.

—¿Casi? —pregunté.

—Bueno, por increíble que pueda parecer, mi amigo me aseguró que la dama podía… comunicarse. —Mather se rascó la cabeza—. Ya sé que suena raro, pero en la naturaleza se dan muchos casos de difícil comprensión.

—Sí, eso es cierto —le concedí más que nada para que siguiera hablando. Ni por todo el oro del mundo estaba dispuesto a creer que los insectos hablaban.

—Como un viejo amigo solía decir, a la madre naturaleza le encantan las paradojas —continuó Mather—, y tenía toda la razón del mundo. Nuestra dama es un vivo testimonio. —Mather volvió a acercarse al hueco y colocó las manos sobre el cristal para ocultar el insecto—. Desde un punto de vista científico, no debería existir… No tiene razón de ser y, sin embargo, mírela, en toda su gloria y esplendor. Le he puesto nombre, uno que usted ya conoce. Al principio me pareció un poco raro ya que a duras penas se la puede considerar un animal de compañía, pero en cierto modo me sentí en la obligación de hacerlo. Primero pensé en llamarla Isis, pero poco después la dama apareció en un sueño muy real que tuve. Soñé que me hablaba y que me pedía que la llamara Nhan Diep.

—¿Como la del libro que me dejó?

—Sí, así es. No le niego que, de buenas a primeras, el sueño me afectó bastante —añadió, sonriendo—, pero luego comprendí que solo se trataba de mi mente que me estaba jugando una mala pasada. Sin embargo, el nombre me gusta y es muy apropiado.

—¿Y eso por qué?

—¿No leyó la historia?

—Toda no, me temo que anoche estaba demasiado cansado.

—Qué lástima, es un cuento precioso.

—Hace un momento ha mencionado algo sobre las leyendas…

—Sí, veamos, durante mucho tiempo —empezó, volviéndose hacia mí de modo que pude ver el monstruo rojo— la Ganges Roja ocupó una posición en el mundo natural comparable a la del yeti o el monstruo del lago Ness. —Ahogó una risita—. Hasta los numerosos testimonios del Zaire, solo existían vagas historias de personas que aseguraban haberla visto. Sin embargo, ninguna aportaba ni una prueba digna de consideración.

—Hay una cosa que querría preguntarle…

—¿Ajá?

—Sí, le estoy dando vueltas desde que mencionó el Zaire.

—Ah, sí, ahora es la República Democrática del Congo, pero algunos todavía se refieren a ella como el Zaire.

—Sí, eso ya, eso no es lo que me chocaba, es sobre el río Ganges…

—¿Sí?

—Bueno, está en la India, ¿no?

—Correcto.

Mi anfitrión se había relajado de modo considerable desde esa mañana, cuando lo había encontrado chapoteando en el agua. Tal vez el cambio estaba motivado por el tema de conversación.

—Entonces, ¿por qué se la llama Ganges Roja?

—Bien, la primera vez que se la vio —respondió Mather, volviéndose hacia el tanque—, aunque no hay pruebas de a ello, fue cerca de la ciudad de Varanasi, en la orilla occidental del Ganges, hace unos mil ochocientos años. No obstante, hay indicios de que ya existía mucho antes.

—Es decir, que la especie ya existía antes en aquel lugar, ¿no? —insistí, preguntándome a quién pretendía tomar el pelo.

—En fin, preferiría no entrar en demasiados detalles. Después de todo, estamos hablando de un mito. Las leyendas desde los albores de la humanidad y siempre se han exagerado para causar mayor efecto. Tanto si fue esta misma dama de aquí la que vieron hace mil ochocientos años atrás como si no, no por ello deja de ser un magnífico espécimen.

No insistí.

—¿Conoce más historias acerca del tema?

—Ha habido muchas presuntas apariciones por todo el mundo, casi todas durante el último milenio. Estas últimas ocasiones en que ha sido vista son las más importantes. A finales del siglo XIX la vieron en varias localidades a lo largo del Ganges, pero luego parece que permaneció oculta hasta 1931, cuando un misionero destinado en Kabalo, en el centro del Zaire, encontró el cuerpo de un niño pequeño arrastrado hasta la orilla por las aguas del río Lukuga con espantosas heridas por todo el cuerpo. El misionero aseguró que también había sido atacado, pero que, por suerte, un enorme monstruo rojo lo dejó escapar ileso. Por lo visto, el hombre era una especie de especialista en insectos y, a pesar del tamaño de la criatura, mantenía que solo podía tratarse de un mosquito. Se la siguió viendo, pero sin gran regularidad hasta hace poco.

—De acuerdo, pero ¿no podría haber más Ganges Roja ahí fuera? —pregunté.

—Los fenómenos de la naturaleza nunca son únicos, eso es cierto. Este tipo de accidentes pueden repetirse; no obstante, el instinto me dice que, por sorprendente que pueda parecer, es la única de su especie. En cuanto a su longevidad, en fin… ¿Quién sabe?

Mather parecía sincero, lo que me preocupó un poco. Como médico y hombre de ciencia, ¿cómo podía tomar ni siquiera en consideración la idea de que esa criatura pudiera vivir durante siglos? No tenía sentido. Decidí que no incluiría las afirmaciones descabelladas de Mather en el artículo, pues no harían otra cosa que comprometer la integridad de la historia. Mencionaría que es el único ejemplar vivo de su especie, pero no diría nada acerca de su supuesta longevidad. Después de todo, bastaría con una fotografía de esa cosa para llamar la atención de los lectores de la revista, no hacía falta utilizar mitos y leyendas para embellecer la historia. Tenía ganas de acabar, pero quería sacarle a Mather todo lo posible por si me pedían un artículo en profundidad. Derek era impredecible, de modo que si me pedía que escribiera un segundo artículo que se centrara en la historia del mosquito y en las leyendas que había inspirado, no estaría mal contar con la información de antemano.

—Cuénteme algo más sobre esa leyenda —le pedí.

De súbito, el señor Hopkins, que seguía sentado al otro lado de la ventana, comenzó a bufar sin apartar los ojos del mosquito. Se encogió y se retiró tanto del cristal que estuvo a punto de caerse del alféizar. Cuando aplastó las orejas contra la cabeza y enseñó los dientes, tuve la extraña sensación de que entre el gato y el insecto se estaba librando una lucha de resistencia. Volví la vista hacia el hueco de la pared y vi que la Ganges Roja se separaba del cristal y se suspendía sobre el detritus del fondo del tanque. El gato mantuvo su actitud agresiva. Estaba a punto de decirle algo a Mather, cuando el animal saltó del alféizar y desapareció entre los árboles.

—En fin, esto… ¿La leyenda?

—Sí, claro, ¿por dónde empiezo? —Mather se sentó en el borde de la cama, cruzó las piernas y levantó la vista hacia el techo para concentrarse—. Algunas tribus que viven a lo largo del río Congo creen que la Ganges Roja posee algo más a parte de una longevidad fuera de lo común. Se rumorea que es inmortal. Una de las tribus asegura que la Ganges Roja es una manifestación física del demonio.

—¿Del demonio? Lo que faltaba.

—Sí, bueno, aunque esta teoría ha suscitado muchas versiones. Algunos de los indios que aseguran haber tenido algún tipo de contacto con ella dicen que en vez de ser el demonio en sí, la Ganges Roja es un instrumento, uno de los medios del que se sirve el príncipe de las tinieblas para extender el dolor por el mundo, por eso también se valió del título de La mano del diablo, nombre por el que se la conocía hasta el año 1962, año en que el doctor John Harper la bautizó con el nombre de Ganges Roja. Harper había pasado un tiempo en la India y en África reuniendo datos para escribir un libro sobre comportamientos anómalos de los mosquitos.

Por fin tuve la sensación de que la historia no había perdido el contacto con la realidad.

—¿Tiene algún ejemplar de ese libro?

—No, lo siento —contestó, con considerable pesar—. He intentado hacerme con uno en varias ocasiones, debo de haberme puesto en contacto con todas las librerías especializadas que existen y, o bien no lo tienen, o bien no han oído hablar de él. He sentido la tentación de buscarlo en persona, pero… no puedo abandonar la isla durante mucho tiempo, la dama requiere una atención constante.

—Lástima.

—Sí, lo es.

—Ya me ocuparé de buscarlo por internet cuando vuelva. Conozco varias compañías de libros agotados en las que puedo probar.

—Muy amable de su parte —me lo agradeció Mather, con una leve inclinación de cabeza—. Sí, sería estupendo tenerlo en mi colección. En el libro aparece una extensa lista de los nombres con que se ha ido bautizando a la Ganges Roja a lo largo del tiempo.

—¿No me diga? ¿Sabe alguno?

—Unos cuantos: la Garra de Satán, la Muerte Escarlata, la Espada del Infierno o la Ira del Infierno son algunos, algo, se pierde con la traducción, pero puede hacerse una idea.

—¿Qué me dice de la Mujer Escarlata? —propuse, sonriendo de oreja a oreja—. ¿O la Muerte Roja?

No puede decirse que la mirada que me devolvió mi anfitrión fuera risueña.

—No, me temo que no.

Mather se quedó absorto en sus pensamientos unos momentos. He de admitir que cada vez me interesaba más la historia sobre la Ganges Roja. Mather no se había limitado a contarme la verdad en su carta, sino que además me estaba proporcionando un trasfondo lleno de intriga, aunque fuera inverosímil. Mather continuaba en silencio, de modo que estaba a punto de apretar el botón de «pausa» del dictáfono, cuando carraspeó.

—Una de las historias habla del encuentro de unos colonos blancos con la dama en algún lugar cerca del río Orange, en Sudáfrica. Durante meses les rondaron dolores de cabeza, fiebres y sueños extraños, aunque no habían tenido contacto físico con ella.

—¿Dolores de cabeza? —pregunté.

—Sí, dolores repentinos y agudos detrás de los ojos. Muy extraños.

Pensé de inmediato en la sensación aguijoneante que había experimentado hacía unos instantes, pero enseguida me burlé de lo tonto que era. La historia de Mather me había atrapado y me había dejado asustar.

—¿No podría haberse tratado de histeria colectiva? ¿De una gran coincidencia?

—Posiblemente. ¿Quién sabe? Todo el grupo estaba convencido de que podía penetrar en sus mentes y proyectar imágenes en sus cabezas. Dijeron que les atemorizó, que se volvieron paranoicos, que incluso los aterrorizó.

—¿Cómo puede un insecto hacer todo eso? Y aunque fuera capaz, ¿por qué iba a hacerlo?

—Tal vez para divertirse, ¿quién sabe? Quizá estaba poniendo a prueba sus poderes. Si un insecto es capaz de manipular la mente humana, piense en lo que podría hacer.

—Un mosquito con inteligencia —dije, sonriendo—. Eso sí que da que pensar.

—Si, imagine un insecto que pudiera pensar como un humano.

—Prefiero no hacerlo —bromeé.

—Ya. —Mather ahogó una risita—. Pero cierto que da que pensar. ¿Quiénes somos nosotros para decir lo que es posible y lo que no lo es? El tiempo suele dar la vuelta a muchas asunciones.

—Cierto. Dejemos las leyendas a un lado por el momento… ¿Cómo se alimenta?

—Ajá. —Frunció el ceño y volvió la vista hacia el tanque. Seguí su mirada y comprobé que la Ganges Roja había vuelto a ocultarse—. La Muerte Escarlata es una etiqueta idónea en lo que a su alimentación se refiere. Se atribuye el hallazgo de un gran número de cadáveres cerca del Ganges, y en numerosos lugares de África, a la obra de la amiga que aquí tenemos. —Mather cerró los ojos, quizá para ver con mayor claridad las imágenes que su mente proyectaba—. Todas las pruebas que existen sugieren que la Ganges Roja es uno de los asesinos más eficientes de la naturaleza.

Hizo una nueva pausa. No era la primera vez que ese día me sentía incómodo intentando separar el mito de la realidad, pero estaba resultando más difícil de lo que creía porque Mather insistía en mezclarlos. ¿Estaba tratando de decirme algo? ¿Estaba dando a entender que la realidad incorporaba elementos de la leyenda? Volví a mirar el tanque con algo más de respeto hacia su ocupante.

—Se alimenta del mismo modo que lo haría cualquier mosquito hembra, salvo que, a causa de su tamaño y de su fuerza, es capaz de beber sangre a mayor velocidad y con mayor eficiencia.

—Debe de ser muy desagradable para la persona de la que se alimente, ¿no? No creo que pueda pasar desapercibida.

—No, desde luego que no. —Mather ahogó una risita—. De hecho, le sería imposible pasar desapercibida. Como comprenderá, el proceso de alimentación causa dolor en comparación con la irritación leve que se siente cuando a uno le pica un mosquito normal y corriente. Sus parientes más pequeños inyectan un anestésico natural que evita que uno perciba su presencia, pero la Ganges Roja no. Su saliva, a diferencia de la de otros mosquitos, es muy corrosiva, y los efectos en la carne humana son catastróficos a la vez que dolorosos.

—¡]esús! —exclamé, angustiado por la idea.

—Sí, la saliva es muy potente. Empieza comiéndose de inmediato el tejido que rodea la picadura, lo que permite que la sangre fluya con mayor libertad y, por tanto, acelera el proceso de alimentación. El dolor es tan intenso que provoca la parálisis del cuerpo de la víctima en menos de un minuto. Como es de suponer, no hay constancia de que alguien haya sobrevivido a su picadura. Una vez que haya terminado de alimentarse de sangre, estará tan hinchada que se quedará junto a su víctima para descansar hasta que se encuentre en condiciones de alzar el vuelo. El cuerpo de la víctima, dependiendo de la cantidad de saliva que le haya inyectado, habrá quedado irreconocible cuando se le encuentre.

—¿Existe alguna investigación que apoye lo que me está contando o sencillamente forma parte de la leyenda?

—Bueno, me limito a repetir lo que he oído sobre ella.

—De acuerdo… ¿Cuál cree que es su origen? ¿Qué pudo ocurrir para que naciera una criatura de aspecto tan extraordinario?

—¿Quién sabe? Si tomamos la vieja leyenda como cierta, entonces nació de la sed suprema, la sed de sangre, aunque no de cualquier sangre, sino de la sangre del amado, la de Ngoc Tam.

—¿No se pinchó con una espina y dejó caer varias gotas de sangre sobre el cuerpo de su mujer?

—Exactamente.

—¿Qué ocurrió luego?

—Bueno, Tien Thai, el genio, sabía que todo serían desgracias para Ngoc Tam si se empeñaba en devolver la vida a su mujer… y tenía razón. —Mather cruzó y descruzó las piernas. Interpreté su nerviosismo como una señal de su evidente entusiasmo por el tema que tratábamos—. Poco después de que la pareja abandonara la isla del genio, llegaron a un pueblo en el que se detuvieron para aprovisionarse. Ahora bien —advirtió Mather, estirando un dedo——, mientras Tam estaba ocupado en los bulliciosos mercados de la orilla comprando provisiones, Nhan Diep se interesaba por el enorme barco mercante atracado cerca de allí y por el capitán de extravagante indumentaria. Cuando Tam regresó a la modesta balsa, Diep y el barco mercante tan solo eran unas formas desdibujadas en el horizonte.

—Vaya, pasa todos los días —comenté, sonriendo.

—Sí, pero ahí no acaba la historia —replicó Mather—. Al final, y tras una gran agonía, Tam alcanzó el barco y, a pesar de las protestas de la tripulación, subió a bordo y exigió ver a su esposa.

De súbito, el mosquito comenzó a emitir un sonoro y agudo zumbido y a revolotear por el tanque como si estuviera nervioso. Mather se dio una palmada en las rodillas y se puso en pie.

—Bueno, señor Reeves, me temo que debe de haberse cansado de nuestra atención. —Se acercó al tanque—. Será mejor que la dejemos un rato tranquila.

Me desconcertaba su interés en contarme el resto de la historia de Nhan Diep y, al mismo tiempo, me picaba la curiosidad saber por qué era tan relevante. Sin embargo, todavía quedaban preguntas más importantes por formular.

—En cuanto a que se alimenta de personas… —apunté—, es solo una suposición, ¿verdad? Es decir, usted no se lo ha visto hacer nunca, ¿no?

—Pues claro que no —contestó, sin darse la vuelta—. Si lo hubiera hecho, seguramente no estaría vivo para contarlo.

Guardó silencio durante una eternidad, hasta que chascó la lengua y volvió a correr el panel para ocultar el hueco. El panel hizo un «clic» al encajar en su sitio.

—Duerme la mayor parte del día. Verá, aunque la alimento con regularidad, no ingiere ni de lejos la cantidad de comida que a ella le gustaría. En la selva se daba un festín de sangre al día como mínimo a costa de un gran mamífero, pero aquí del único sitio de donde saca sangre es de los pájaros y parece que con eso tiene bastante. Le doy uno cada pocos días.

—También come hojas y cosas así, ¿no? ¿No ha dicho antes que las hembras solo se alimentan de sangre cuando necesitan reproducirse?

Mather no respondió enseguida. Miró por la ventana como si acabara de ver los nubarrones que empezaban a congregarse en el exterior.

—Por las proteínas, sí.

No parecía demasiado concentrado en la cuestión. Eso o estaba decidiendo si contestar o no.

—Así que no hay necesidad de alimentarla con sangre, ¿no? Es decir, si de verdad es la única de su especie y es el único mosquito de ese tamaño, no es muy probable que tenga huevos que fertilizar.

—Correcto —convino Mather, volviéndose hacia mí y asintiendo con un gesto de cabeza—. No hay necesidad, pero se pone muy nerviosa si no ingiere sangre de vez en cuando. Es como si le hubiera cogido el gusto…

—Vaya, pues alimentarla debe de ser peligroso. Yo no me atrevería a abrir el tanque.

—No, bueno, digamos que la dama y yo… hemos llegado a un acuerdo.

Algo en el tono de su voz me dijo que no estaba demasiado dispuesto a entrar en más detalles.

—¿Cómo lo hace?

Estudié a Mather mientras miraba por la ventana, meditando la respuesta y tamborileando los dedos sobre una pierna.

—Bueno, digamos que utilizo cierta persuasión y me armo de mucha paciencia.

Ahogó una risita. Aunque la respuesta había sido casi tan evasiva como la anterior, decidí no insistir en el tema; era evidente que Mather no quería inventarse nada.

—En fin, creo que deberíamos dejar que se relajara un poco, ¿qué le parece?

—Sí, por supuesto. Ya tengo bastante material y haré un poco de investigación en la oficina para completar la historia. Esto, iría muy bien si pudiera sacarle unas fotos antes de irme.

—No —repuso Mather, con cierta brusquedad—. Lo siento, discúlpeme, me temo que no puedo permitir que la fotografíe. Verá, un artículo es una cosa. Sus lectores pueden elegir entre creerlo o no, pero las fotografías podrían acarrear serias consecuencias. Lo último que deseo es que un perturbado encuentre la isla y trate de hacerse con ella.

—Entiendo —contesté, esperando que no notara demasiado mi desilusión.

Había estado pensando en las fotos durante toda la entrevista. Eran cruciales, la historia se resentiría sin ellas. No deseaba contrariar a Mather, pero tampoco quería volver a la oficina solo con palabras.

—¿Está seguro de que ni siquiera puedo sacarle un par de fotos? No me gustaría tener que descartar esta historia, pero dudo que mi editor autorice su publicación si no va acompañada de una prueba gráfica. Además, podría omitir la ubicación de la isla.

—Lo cierto es que tenía la esperanza de que lo hiciera de todas maneras, señor Reeves —contestó, fulminándome con la mirada.

—De acuerdo, bien, no hay ningún problema.

—Señor Reeves, si al final no puede publicar el artículo porque no le acompañan fotografías, lo entenderé —aseguró, mirando al suelo—, pero le ruego que usted también entienda que no voy a cambiar de opinión al respecto.

—Lo entiendo, se lo aseguro.

—Perfecto —dijo, animándose—. Entonces vayamos al salón y hablemos sobre el artículo.

Me condujo fuera de la habitación. Eché un último vistazo a la pared de paneles, lamentándome por la oportunidad que había perdido de obtener una imagen de una criatura tan fuera de lo común.

Eran algo más de las ocho y media y Mather estaba preparando más té. Le pregunté si podría ser café, pero pareció molestarle, así que cambié de opinión. Qué lástima, porque no me habría venido nada mal un reconstituyente como la cafeína, todavía sufría las consecuencias de haber estado sumergido en aguas heladas.

Mather miraba los leños de la chimenea como si contemplara un incendio. Fuera, unas nubes opresivas estrechaban su cerco alrededor del sol. Tomé unos tragos de té imaginándome que era café. Mather me miraba, con los ojos muy abiertos, como si esperara que yo dijera algo para romper el silencio.

—El artículo… —empecé, sin intención de terminar la frase.

—Ah, sí. Como le iba diciendo, preferiría que no revelara ningún detalle que me comprometiera.

—¿Como cuál?

—Pues como el nombre de la isla, el del lago o el del pueblo. También me gustaría permanecer en el anonimato.

El té me hizo un extraño borboteo en el estómago.

—¿En el anonimato?

—Eso es.

Sonrió, aunque algo forzadamente.

—Bien, como ya le he dicho antes, no hay ningún problema que ciertas cosas sigan siendo confidenciales. Le agradezco mucho la información que me ha proporcionado y estoy seguro de que será una gran historia, aunque no estaría de más ofrecer los nombres reales.

—Claro, créame que le entiendo, señor Reeves, y me hago cargo, pero se trata de un caso muy delicado, como no me cabe duda de que ya se ha dado cuenta, y he de tomar las debidas precauciones, si no, no cumpliría mi cometido como guardián de la dama. —Se puso en pie con la taza en la mano y miró por la ventana. Los rayos del sol que se abrían paso entre las nubes le acariciaron el rostro—. Eso está mucho mejor, ¿no cree?

Mather apuró la taza y la dejó en la bandeja. Me tranquilizó verlo animado de nuevo. Por unos momentos se había mostrado algo avinagrado. El extraño hombrecillo que vivía solo en la isla con un mosquito gigantesco por única compañía me había despertado la curiosidad, así que decidí escarbar un poco para conocer algo más sobre su vida.

—Dijo que estudió en el hospital Charing Cross.

—Sí, correcto —afirmó, tomando asiento.

—Debió de ser una experiencia interesante.

Tal vez sería más complaciente si yo demostraba algo de interés en su vida. Estaba decidido a fotografiar la Ganges Roja, aunque tuviera que colarme en el dormitorio para conseguirlo. Estoy seguro de que otros habrían dejado correr el asunto, pero sabía que, si quería llegar a ser alguien en el periodismo, tenía que asumir riesgos. Quizá se me presentara la oportunidad si me quedaba lo suficiente en la isla.

—En realidad acabé viniéndome a vivir aquí por algo que ocurrió estando allí —confesó Mather. Se rascó la barbilla y se quedó con la mirada perdida—. A pesar de todos mis esfuerzos por olvidar la experiencia, al final me vi obligado a abandonar Londres y a buscar la tranquila soledad del lago de la Languidez.

Mather miró la bandeja y luego mi taza, dando a entender que quería recogerlas. Mi té todavía estaba caliente y, aunque tampoco es que me reconfortara demasiado, no tenía prisa alguna en acabármelo. Mather volvió a tomar asiento en el sillón y alzó la vista al recordar la enigmática historia.