3
EXPLORACIÓN
Me quedé en la cama un buen rato dándole vueltas al sueño. Había sido muy real, muy diferente a cualquiera de los que había tenido hasta entonces. A su modo, todos los sueños son únicos y descabellados, pero el que había tenido esa noche era diferente.
No tardé en aburrirme contemplando cómo la luz del día reclamaba la habitación. Me levanté de la cama, me aseé sin perder tiempo y me vestí. Encontré la casa en silencio y como Mather todavía seguía en su dormitorio, decidí salir a tomar un poco de aire fresco para despejarme y deshacerme de las intensas imágenes que todavía coleaban del sueño. Aunque tenía ganas de que Mather me contara su historia, mi anfitrión había dicho que el desayuno estaría preparado a las ocho y no quería parecer descortés o maleducado molestándolo demasiado temprano.
Me costó lo mío no hacer ruido al descorrer el enorme cerrojo que había en lo alto de la puerta de entrada. Cuando la abrí, me encontré con un enorme manto de niebla que se mantenía pegado al suelo y que daba al claro un aspecto extraño y etéreo.
Me alejé unos pasos de la casa y a me volví para mirarla de lejos. Supuse que Mather ya estaría acostumbrado a su aspecto, pero a mí me causó un gran efecto. Me abrí camino entre la bruma y me sorprendió comprobar lo espesa que era. Se arremolinaba y se apartaba a medida que yo avanzaba entre los árboles, hasta que salí junto a la orilla. La niebla era más rala sobre el agua, aunque ahogaba la superficie hasta donde me alcanzaba la vista. Según mi reloj solo eran las siete y veinte. Oteé el horizonte al otro lado del lago intentando vislumbrar el pueblo y el muelle, pero la niebla debía de ocultarlos Parque no conseguí distinguir nada más allá de las rocas, los árboles y el agua.
Al levantar la vista, me quedé como atontado, como si el paso de las nubes por el cielo me hubiera hipnotizado. Con cierto esfuerzo conseguí concentrar la atención en otro asunto y me puse a buscar rastros de la barca que había hundido el día anterior, pero no encontré nada, ni siquiera un trozo de madera cabeceando entre la niebla u olvidado en la orilla. Me pregunté donde estaría la barca de Mather. Supuse que debía de guardarla en algún sitio, tal vez en un cobertizo para botes, a buen recaudo de las tormentas y de las corrientes. Ya que todavía me sobraba tiempo antes del desayuno, decidí echar otro vistazo por los alrededores.
Regresé hasta la casa y, al darle la vuelta por la izquierda, encontré un sendero irregular que se perdía en el bosque. El aire se hacia cada vez más cálido y vi que la bruma que me envolvía los tobillos comenzaba a disiparse. Tuve el presentimiento de que el día acabaría siendo despejado y más tranquilo que el anterior y deseé haber retrasado un día el viaje desde Londres, así al menos podría devolverle un bote al capitán del puerto.
A pesar de que el sendero era bastante practicable, en alguna ocasión tuve que abrirme camino entre ramas y arbustos para poder continuar. El aire olía agradablemente a flores y el silencio reinante tenía un efecto balsámico.
La vereda zigzagueaba a través del bosque hasta que se abría en un nuevo claro, este más pequeño. A. la izquierda había una enorme pila de rocas, más allá de las cuales se disfrutaba de una vista impresionante del lago. Seguí por allí y descubrí que una agreste pendiente de tierra acababa en una pequeña cala arenosa. Casi oculto entre las ramas salientes de los árboles había un cobertizo. Era verde, pero la pintura se había desvaído y descascarillado a causa de los años de exposición al sol. Me acerqué para echarle un vistazo más de cerca.
La puerta estaba cerrada con candado. Habían construido el cobertizo —por la pinta, con bastantes prisas— con tablones de madera verticales, y a través de un pequeño espacio que había entre dos de ellos conseguí echar un vistazo al interior. Los rayos del sol que se colaban por entre las tablas me permitieron ver un plástico azul que cubría lo que me figuré que sería un bote. Llevado por un impulso, traté de abrir el candado, pero no cedió. La cerradura, a diferencia del cobertizo, estaba diseñada para resistir los embates de la naturaleza.
Cuando di media vuelta y eché a andar para dar un paseo por la pequeña cala, oí un portazo; Mather debía de haberse percatado de mi ausencia y estaría buscándome.
De camino de vuelta ala casa iba pensando que, después de todo, no debía de ser tan malo vivir en la isla. Seguro que el lago estaba precioso en verano. Aceleré el paso, disfrutando de la caricia del sol de la mañana en mi cara. Cuando llegue al claro, alcance a ver que Mather desaparecía entre los árboles en dirección a la otra cala. Le seguí y lo encontré en un estado de completo desconcierto, caminando arriba y abajo por la arena, escudriñando y oteando el horizonte. Lo observé unos instantes y lo vi adentrarse unos pasos en el agua y mojarse los zapatos y los calcetines.
—Señor Mather —lo llamé, convencido de que ya era hora de poner fin a su agitación.
Se volvió y, a pesar del respingo que dio al oír mi voz, el alivio fue evidente. Una sonrisa iluminó su cara y se acercó hasta mí sin reparar en el agua que le salpicaba los pantalones.
—¡Gracias a los cielos! —exclamó con los ojos desorbitados, lo que confería mayor singularidad a su expresión—. Por un momento pensé… que se me había perdido.
—No, no. Me desperté temprano y, como no pude volverme a dormir, decidí ir a dar un paseo.
Mather no contesto enseguida, como si examinara mi expresión en busca de una prueba de algo.
—Mucho me temo que por aquí hay poco que ver. —Bajó la vista hasta sus piernas, momento en que se dio cuenta de que tenía los pies metidos en el agua—. Vaya por Dios, vaya por Dios. Míreme.
Dio unos saltitos cómicos hasta que volvió a encontrarse en la arena.
—Siento mucho haberlo preocupado —me disculpé.
—No pasa nada. ¿Hasta…? ¿Hasta dónde ha llegado?
Remontamos el banco de arena hacia los árboles mientras Mather se sacudía inútilmente los pantalones empapados.
—Solo hasta la playa al otro lado de la isla. La del cobertizo.
—Ah, el cobertizo del bote. —Había una nota de nerviosismo en su voz que me dejó desconcertado. Mi intención no había sido la de abandonar la isla y bien podría ser que a Mather le preocupara mi seguridad, pero seguía pensando que mi paseo lo había puesto más nervioso de lo normal—. Está cerrado con llave —añadió como si tal cosa.
—¿Con llave? ¿No estará preocupado por que le roben el bote? Me dio la impresión de que no suele recibir demasiadas visitas.
—No, no, ninguna. —Sonrió algo azorado—. Es que tengo tendencia a ser bastante obsesivo con la seguridad. Sé que es una tontería estando tan aislado, pero bueno, no puede evitarlo. Si el bote desapareciera…
—Claro, lo entiendo, pero no se preocupe, que no tengo intención de largarme con él.
—No, claro que no. No pretendía insinuar… Supongo que los nervios me pierden con facilidad. —Se rio—. No me haga caso, olvídelo, por favor.
Mather abrió la puerta y volvimos a entrar en la casa.
—Tome asiento mientras preparo algo de desayuno —dijo, dejando atrás las palabras al salir de la habitación.
—Muy bien, gracias —contesté, con la esperanza de que no tardáramos mucho en entrar en materia—. Espero que le vaya bien ponernos manos a la obra con la historia cuanto antes. Debería volver al trabajo tan pronto como fuera posible.
—Lo entiendo perfectamente —fue la respuesta que llegó desde la cocina— y le pido disculpas por entretenerlo. ¡Maldito tiempo! Aunque le aseguro que la historia compensa la espera. La dama le dejará sin habla.
Supuse que con lo de «la dama» se refería al mosquito, pero me pareció una calificación un tanto extraña.
—Perfecto —contesté, aunque es posible que Mather no alcanzara a oírlo.
Me sentí un poco incómodo, solo, sin saber qué hacer. Incapaz de quedarme quieto, salí del salón y crucé el pasillo hasta la cocina.
Igual que el salón, la cocina daba a la parte delantera de la casa. No era tan grande como me había imaginado, pero dado que Mather vivía solo, supuse que sería más que suficiente. La ventana daba al claro, igual que la de la otra estancia. Tal como esperaba, había un hornillo de gas, aunque también otros electrodomésticos eléctricos como una nevera, un hervidor y una tostadora. Mather estaba de espaldas a mí, absorto en sus pensamientos.
—¿Dónde tiene el generador? —le pregunté. Conseguí sobresaltarlo por segunda vez esa mañana.
Se rascó la frente y señaló con la cabeza la parte posterior de la casa.
—El anterior dueño lo hizo instalar dentro de un cobertizo insonorizado detrás de la casa. Es un modelo a gasolina bastante pequeño, pero por suerte no tengo que entrar a llenarlo demasiado a menudo. La verdad es que uso poca electricidad, pero Dios no quiera que se estropee.
—Claro, una idea espeluznante. ¿Hay alguna otra construcción en la isla? —le pregunté mientras él llenaba el hervidor de agua, lo colocaba en su soporte de plástico y lo encendía. Se volvió hacia mí con una mirada que dejaba claro que mi curiosidad le resultaba molesta—. Discúlpeme si soy un entrometido, me temo que es lo que tiene esta profesión.
Mather ahogó una risita.
—No se preocupe, tendría que habérmelo imaginado. —Abrió la panera y sacó un pan de molde en rebanadas—. No, esta es la única construcción que hay en la isla.
Me pregunté con qué regularidad iría Mather al pueblo a por provisiones. Debía de visitarlo con cierta frecuencia si consumía pan y productos frescos en vez de envasados, eso o se lo llevaban hasta la isla. Sacó cuatro finas rebanadas de pan y las puso en la tostadora.
—Le encantará la dama. Estoy ansioso por que la vea.
—Sí, yo también.
No estaba muy seguro si lo decía de corazón o no. Todavía no sabía si Mather estaba diciendo la verdad o si su historia sobre que ese mosquito era el único de su especie en el mundo no era más que una sarta de mentiras. Se separó de la tostadora y sacó varios platos del armario que había encima del fregadero.
—Esto, señor Reeves… ¿Cómo está usted de mosquitos?
—¿Disculpe?
—¿Qué sabe de ellos?
—Vaya, lo cierto es que no mucho, solo que nunca me dejan en paz cuando estoy de vacaciones. El año pasado, en Jamaica, me quité uno enorme de la pierna y lo aplasté con el pie. No me gusta matar bichos, pero es que, si no, seguro que este habría intentado picarme otra vez.
—Esta —me corrigió Mather.
—¿Perdón?
—Esta.
Lo dejó en el aire. Me quedé junto a la puerta, algo desconcertado, mientras Mather colocaba un par de bolsitas de té en una tetera marrón descolorida. A continuación, lo aclaro.
—«Esta» habría intentado picarle otra vez, no «este». Solo pican los mosquitos hembra.
—Ah. ya —dije mientras Mather cogía el hervidor y vertía el agua en la tetera—. Entonces ¿los machos no molestan a la gente?
—Bueno, se han dado casos de machos que han picado a gente… —respondió Mather al tiempo que llenaba la tetera y devolvía el hervidor a su soporte. Seguía imperturbable, pero tuve la sensación de que Mather estaba disfrutando con la pequeña lección informal—, pero son los memos. Seguramente estaban… confundidos.
—¿Confundidos? ¿Quiere decir que creían que eran chicas?
Mather me miró con cara rara, estaba claro que no apreciaba mi sentido del humor.
—Bueno, no del todo. Simplemente cometieron un error, ocurre a veces. —Daba la impresión de que le contrariaba la dirección que había tomado la conversación—. Verá, los machos se alimentan de plantas. Las hembras también, pero necesitan ingerir sangre porque la proteína que esta contiene ayuda a producir huevos.
—Ya veo, de modo que antes está relacionado con la supervivencia que con la alimentación.
—Eso es. La ingesta de sangre se limita únicamente a facilitar la reproducción.
—Entonces espachurré a una dama, qué grosero por mi parte.
—Ya lo creo. —Colocó tazas y platos en una bandeja enorme—. ¿Le importaría echarme una mano?
—Por supuesto.
Mather también colocó en la bandeja un plato gigantesco de tostadas, mantequilla y jamón y un par de servilletas.
—Yo llevó lo demás —dijo.
—De acuerdo.
Di media vuelta y salí de la cocina. Llevé la bandeja al salón y la dejé en la mesita que había junto al sillón. Mather no tardó en entrar con el té. Hasta ese momento no me había dado cuenta del hambre que tenía, así que me senté en uno de los sillones y me dispuse a llenar el estomago.
Los pájaros seguían cantando en sus árboles cuando me comía la tostada, que empujaba de vez en cuando con un trago de té. De nuevo me asaltaba la sensación de que tal vez estaba perdiendo el tiempo. Tenía ganas de acabar lo que había ido a hacer a la isla y regresar a Londres. Después de todo, tenía que volver al trabajo y no es que Mather estuviera desviviéndose exactamente por acelerar mi partida. Sin embargo, decidí esperar un poco más antes de decir algo que pudiera sonar descortés. Me recosté en el sillón con el té y esperé a que Mather retomara la conversación. El hombre tenía a menudo esa mirada perdida tan común entre mis profesores de universidad. Supongo que Mather, igual que ellos, creía que una lección podía, o mejor, debía pensarse por adelantado cuanto fuera posible en vez de lanzarse a ella sin preparación previa. No continuó hasta que acabó de desayunar.
—Verá, señor Reeves, el mosquito macho no tiene gran interés para los entomólogos —me explicó, pasándose la lengua por los dientes—, apenas es algo más que un zángano. Una vez que la fecundación ha tenido lugar, ya no pinta nada, ya puede hacer lo que le venga en gana hasta que muere, la que en verdad importa es la hembra.
—Entiendo.
—Ella es la que nos penetra. La que nos viola, si lo prefiere. —Sonrió abiertamente.
—Ajá, hábleme de la malaria —le pedí, tratando de encaminar a Mather hacia el tema que me había llevado allí y así centrarnos en la razón de mi visita.
—¿De la malaria? —Tomó un trago de té, mirándome con curiosidad.
—Si. ¿Cómo la transmite un mosquito? Para empezar: ¿Dónde la contrae el mosquito?
Mather desvió la vista hacia la izquierda, hacia la ventana. Partió un trocito de su segunda tostada y se lo llevó a la boca. Estaba claro que estaba saboreando la quizá rara oportunidad de educar a otra persona en uno de sus temas preferidos.
—Mucha gente asume equivocadamente que el mosquito trajo la malaria al mundo —dijo, sin dejar de masticar— y que se dedicó a propagarla de humano en humano como si fuera una aguja voladora envenenada.
Un avión paso sobre nuestras cabezas e interrumpió momentáneamente el discurso de mi anfitrión. Tal vez el aislamiento de la isla ya había hecho mella en mí, pues percibí el estruendo del avión como un lazo tranquilizador con el mundo exterior. Mather esperó a que cesara el ruido.
—Verá, el mosquito es un vector de la enfermedad, es decir, no la crea, solo la transmite. Tras ingerir la sangre de una persona infectada, alzará el vuelo e incubará, sin saberlo, el parásito de la malaria hasta que se alimente de otro humano, momento en que transmite la enfermedad a la corriente sanguínea, donde se multiplica y desde donde ataca. Mire, los mosquitos no nacen con la malaria, tienen que alimentarse de alguien que ya esté infectado. Lo mismo ocurre con la fiebre amarilla, el dengue o el virus de la fiebre del Nilo. El mosquito es muy competente a la hora de transmitir enfermedades a pesar de que ignora lo que hace.
—Entonces tenemos suerte de seguir aquí —comenté.
—Mmm… —Mather lo meditó unos segundos—. Bueno, tal vez. Ha de tener presente que existen muchos factores que afectan a según qué especies y a según qué enfermedades. Si hubiera, pongamos, mil veces más mosquitos en el mundo de los que hay en este momento, estarían demasiado ocupados atacándose unos a otros por motivos territoriales para preocuparse por nosotros. Si no se aniquilaran entre ellos, acabarían erradicando las enfermedades que transmiten al abarcar más de la cuenta. Tal vez cuanto más se propaga una enfermedad, menos potente es y más resistentes nos volvemos nosotros. No obstante —ahogó una risita—, mucho me temo que todo son conjeturas. No soy un experto en enfermedades tropicales, solo me dedico a exponer teorías, aunque todo en la naturaleza tiene un límite. Si uno tiene en cuenta la infinitud del tiempo, fácil es deducir que nada es eterno. Si una enfermedad ampliara su radio de acción, existe la posibilidad de que la raza humana se volviera inmune a ella y que, con el tiempo, los síntomas fueran menos críticos. Sin embargo, no estamos hablando de un resfriado común; la malaria, como muchas otras enfermedades, es muy agresiva y es muy poco probable que jamás consigamos ser inmunes a ella. —Se detuvo a meditar lo que acababa de decir—. Es un tema apasionante, estoy seguro de que alguien ya habrá escrito un libro acerca de él.
A pesar de que no era ni mucho menos tan interesante como la historia por la que me encontraba en la isla, cabía la posibilidad de que pudiera utilizar parte de lo que Mather había dicho como base para un artículo que podría completar con información extraída de internet. Derek me había dicho que volviera con algo, así que quizá pudiera sustituirlo por un buen artículo sobre mosquitos y las teorías sobre estos. Por una vez, algo racional que diera que pensar no le iría nada mal a la revista.
—Discúlpeme un momento —se excusó Mather, dejando la taza en la bandeja y poniéndose en pie—. No tardaré ni un segundo. ¿Ha terminado?
Hizo un gesto señalando mi taza de té. La apuré y se la di.
—Gracias. El té no me apasiona, pero este estaba muy bueno.
—Gracias.
Recogió la bandeja y salió de la habitación. Oí que la dejaba en la cocina y que abría el grifo. Minutos después, oí unas pisadas en el pasillo y lo que supuse que sería la puerta del baño cerrándose.
Eché otro vistazo al salón durante la ausencia de Mather. Ahora que la luz del día tenía permiso de entrada, la estancia parecía más grande. Me acerqué ala pila de libros, apelotonados en los estantes que había frente a la ventana. Algunos eran muy viejos y muchas de las tapas estaban encuadernadas en un material grueso y repujado, en algunos casos con inscripciones y dibujos. Daba la impresión de que varios volúmenes se estaban cayendo a trozos pues les asomaban algunas paginas. Escogí uno de esos tomos para examinarlo más de cerca, con cuidado de no estropearlo aún más, y me di cuenta de que no se estaba cayendo a trozos sino que las paginas que sobresalían de entre las demás en realidad pertenecían a otros libros. Por lo visto, Mather las utilizaba como marcadores. Por qué hacía una cosa así era todo un misterio, a memos que las páginas hubiesen sido arrancadas de un libro que de todos modos iba a tirar. Sin embargo, a juzgar por la cantidad de libros que tenía, era difícil creer que Mather pudiera ser tan descuidado.
El volumen que tenía en las manos era un libro de texto de anatomía titulado Proporción corporal, del reverendo C. N. Tantica. No cabía duda de que Mather había dedicado cierto tiempo a su estudio, pues había muchas páginas de otro libro, más pequeño a juzgar por la diferencia de tamaño de las hojas, intercaladas a intervalos regulares. Abrí el libro por una de las hojas que servían de marcador y encontré un dibujo de un hígado humano. Eché un vistazo a otras páginas igualmente señaladas y encontré más representaciones de distintos órganos. Mather había estudiado el libro a conciencia en algún momento, seguramente durante sus días de estudiante de Medicina. Parecía bastante cuidado, casi no tenía polvo, a diferencia de muchos de los otros títulos.
Al darme la vuelta reparé en otra de las siluetas enmarcadas de Mather que colgaba a la izquierda de la ventana. No sé como no la había visto antes, porque era impresionante. La noche anterior se había ocultado entre las sombras, pero en esos momentos, a la luz del día, era difícil pasarla por alto. A juzgar por la larga trompa que se extendía a partir de la cabeza, se trataba de un mosquito del tamaño de un pájaro pequeño. Debajo de la imagen delicadamente trabajada se leía lo siguiente con letra clara y elegante:
Ganges Roja
(Tamaño real)
—Grande, ¿verdad? —comentó Mather desde la puerta. Di un respingo.
—Sí… Ya lo creo que sí. —Me costó apartar la vista de la imagen—. Aunque en realidad no es tan grande, ¿verdad?
—Sí, por supuesto que sí, y si me sigue, se lo demostraré.
Dio media vuelta y se dirigió hacia el pasillo. Con cierta inquietud, aunque esperanzado de ver por fin algo interesante, lo seguí.
El dormitorio de Mather era más grande de lo que me había imaginado. Las paredes estaban forradas con paneles de madera muy bien pulida y barnizada, que iban del suelo al techo. Incluso el suelo era de madera barnizada a conjunto con las paredes. Colocadas con gran mimo a lo largo de los paneles, había más delicadas y elaboradas siluetas de insectos: dos mosquitos, otra mariposa, un avispón, lo que parecía una mantis religiosa y otra cosa que no supe identificar. A la derecha de la pequeña cama, debajo de la única ventana de la habitación, había un bello buró. En general, la habitación de Mather estaba recogida, la disposición era casi minimalista.
Mather se acercó a la pared de la derecha y puso las manos sobre un largo panel horizontal que dividía la pared en dos y que descorrió hacia la izquierda. La sección derecha del panel se deslizó y dejó a la vista un compartimiento enorme detrás de la pared ocupado por un tanque de cristal. La tapa era de metal, tal vez de latón, y tenía grabados delicados remolinos, igual que las tiras de las esquinas, colocadas, tal vez, para afianzar la tapa. Los paneles de cristal estaban amarillentos, de modo que supuse que el tanque llevaba siendo utilizado algún tiempo. En ese momento caí en la cuenta de que hasta entonces había asumido que el insecto estaba muerto. Sin embargo, por lo visto no era así, y que Mather guardara la criatura en su habitación me dejó algo preocupado.
—No tema —intentó tranquilizarme el hombre, dando unos suaves golpecitos a la pared de cristal del tanque—. Duerme durante el día, así que a veces hay que espabilarla un poco.
Esperó unos segundos, pero no ocurrió nada. Examiné las hojas, las hierbas y los palitos que llenaban casi un tercio del tanque con la esperanza de distinguir algún movimiento. Imperturbable a pesar de la incomparecencia del objeto en exposición, Mather tamborileó los dedos ligeramente contra el cristal y dio un paso atrás con expresión satisfecha. En ese momento oí un zumbido procedente del interior de la cárcel de cristal. Estaba preparado para encajar cualquier decepción. Sin embargo, para mi sorpresa y espanto, un mosquito mucho más grande de lo que debería ser se apartó de la parte inferior de la tapa, donde había estado escondido, se dejó caer y dio media vuelta en el aire donde se mantuvo flotando delante de nuestros rostros.