Después de haber transpuesto aquella gran inutilidad llamada Muralla, que me recordaba la que los romanos habían construido en el Northumberland contra los pictos, empezamos a advertir que el país se despoblaba cada vez más y que las gentes parecían concentrarse en ciudades fortificadas a fin de estar al abrigo de los merodeos y las depredaciones de los tártaros, que se lanzan a robar en grandes números y no pueden ser contenidos por las pobres gentes del campo.
Fue allí que advertimos la necesidad de mantenernos constantemente unidos, ya que divisamos muchas partidas de tártaros que nos acechaban. Sin embargo, cuando alcancé a observarlos con más detenimiento me asombré de que el Imperio chino hubiese podido alguna vez ser conquistado por aquellos despreciables individuos, mera horda de salvajes que atacan sin guardar orden alguno, ignoran toda disciplina y tácticas de guerra.
Sus caballos son animales entecos y hambrientos, sin adiestramiento alguno y que no sirven de nada; nos convencimos de ello el primer día que les vimos, cosa que ocurrió después de haber penetrado en la parte más vasta del territorio. Ocurrió que nuestro jefe de turno concedió permiso a dieciséis de los nuestros para que fuésemos de caza, como llaman ellos al hecho de apoderarse de carneros y ovejas. Merece sin embargo el nombre de caza, porque aquellos animales son los más salvajes y veloces que haya yo visto, sólo que no pueden correr mucho tiempo y el cazador está seguro de alcanzarlos apenas principia la persecución, ya que para colmo se presentan en rebaños de treinta o cuarenta y, a la manera que es natural en las ovejas, se mantienen constantemente juntos en la huida.
Mientras nos dedicábamos a esa rara cacería dimos con una partida de unos cuarenta tártaros. Ignoro si estaban también dedicados a la caza de carneros o andaban a la busca de otra clase de presa. Tan pronto nos vieron uno de ellos sopló con fuerza en una especie de cuerno que dejó escapar un sonido tan salvaje que jamás había yo escuchado nada parecido y que, dicho sea de paso, preferiría no volver a escuchar. Imaginamos que aquélla era una señal para que los otros tártaros se les reunieran, y así fue, pues en menos de diez minutos una partida de cuarenta o cincuenta hombres apareció a la distancia, mas cuando llegaron habíamos procedido ya en la forma que ha de verse. Se hallaba entre nosotros uno de los comerciantes escoceses de Moscú, y tan pronto escuchó la llamada del cuerno nos dijo que lo único que quedaba por hacer era cargar inmediatamente sobre los tártaros. Luego de reunirnos en una línea nos preguntó si estábamos resueltos, y como le contestamos afirmativamente, partimos al galope contra el enemigo. Los tártaros se habían quedado contemplándonos como verdadera horda sin orden ni disciplina; tan pronto nos vieron avanzar hacia ellos dispararon sus flechas que, por fortuna, erraron el tiro. Parece que calcularon mal la distancia aunque no la dirección, ya que las flechas cayeron un poco más adelante de donde veníamos al galope, pero disparadas con tanto acierto que si nos hubiésemos encontrado veinte yardas más adelante muchos habrían resultado heridos y acaso muertos.
Tan pronto nos vieron uno de ellos sopló con fuerza en una especie de cuerno.
Nos detuvimos al punto; y aunque gran distancia nos separaba de la partida, disparamos una descarga contra ella enviándoles balas de plomo a cambio de sus dardos, y luego nos precipitamos otra vez a la carga, sable en mano, pues así lo mandaba el valeroso escocés que nos dirigía. Aquel hombre era tan sólo un comerciante, pero se condujo con tal vigor y decisión, y se mostró a la vez tan frío y sereno, que jamás vi hombre más capacitado para ejercer el mando en tales circunstancias. Tan pronto estuvimos cerca disparamos nuestras pistolas a quemarropa y luego los atropellamos, pero ellos huyeron en la confusión más completa. Su única tentativa fue hecha sobre nuestra ala derecha, donde tres tártaros se detuvieron a combatir llamando a la vez a los otros para que volvieran; tenían una especie de cimitarra en la mano y los arcos les colgaban del hombro. Nuestro comandante, sin pedir a nadie que lo siguiera, galopó en línea recta hacia ellos, y mientras derribaba a uno del caballo con un culatazo del mosquete, mató al segundo de un pistoletazo, con lo cual el tercero salió huyendo y el combate terminó allí mismo.
Mató al segundo de un pistoletazo.
Desgraciadamente, mientras esto acontecía nuestros carneros habíanse perdido de vista. Salimos ilesos de la lucha, pero los tártaros tuvieron por lo menos cinco muertos. No sabíamos si otros estarían heridos, mas lo que vimos claramente fue que la segunda partida de tártaros se asustó tanto con el estampido de nuestras armas que no hizo la menor tentativa de cargar contra nosotros.
Esto tuvo lugar mientras viajábamos aún en territorio chino, y por eso los tártaros no se mostraban tan osados como lo fueron más adelante. Cinco días después entramos en un inmenso y desolado desierto que atravesamos en una marcha de tres días con sus noches, viéndonos obligados a llevar agua suficiente en grandes odres y acampar por las noches tal como he oído que se acostumbra en los desiertos de Arabia.
Pregunté a quién pertenecían aquellos dominios y me fue dicho que era una especie de frontera que podía ser llamada Tierra de Nadie. Formaba parte del Gran Karakatay o Gran Tartaria, región que aparecía como sometida a China, pero ésta no se preocupaba de limpiar de bandoleros aquella región que era considerada el peor desierto en el mundo entero, pese a que más tarde tuvimos que atravesar otros de mayor extensión.
Mientras cruzábamos por aquellas soledades, que confesaré me impresionaron mucho al comienzo, vimos dos o tres veces algunas pequeñas partidas de tártaros dedicados al parecer a sus propios asuntos, y que no demostraron malas intenciones para nosotros. Como el hombre que se encontró con el diablo, si nada tenían ellos que decirnos nosotros les pagamos de igual modo y los dejamos en paz.
Una vez, sin embargo, un grupo se acercó mucho a la caravana, deteniéndose luego a observarnos. No sabíamos si estaban considerando la conveniencia de atacarnos o no, por lo cual luego de desfilar cerca de ellos organizamos un grupo de cuarenta hombres para que constituyeran una retaguardia lista a todo evento, dejando que la caravana avanzara una media milla más allá. Poco después los vimos alejarse, pero sin embargo nos saludaron con cinco flechas, una de las cuales hirió malamente a un caballo al punto que nos vimos precisados a abandonar al pobre animal, quien hubiera necesitado la ayuda de un veterinario. Imaginamos que podrían dispararnos nuevas flechas con buena puntería, pero aquella vez no vimos más tártaros ni sus dardos.
Transcurrió cerca de un mes en el curso del cual nuestro viaje se efectuó por caminos no tan malos como los anteriores, aunque todavía estábamos en los dominios del Emperador de China. Casi todos los caminos pasaban por pueblos fortificados contra las incursiones de los tártaros. Al llegar a una de esas poblaciones (a dos jornadas y media de nuestra próxima etapa, la ciudad de Naun) quise comprar un camello que frecuentemente son ofrecidos en venta a lo largo de esa ruta, así como caballos, ya que muchas caravanas que atraviesan la región los tornan necesarios. La persona a quien pedí que me procurara el animal se dispuso a ir en persona a buscarlo, pero yo, como un insensato, me empeciné en ir con él. El lugar se encontraba a unas dos millas fuera del pueblo, y era allí donde al parecer mantenían los camellos y caballos protegidos por una guardia.
Nuestro viejo piloto se agregó a mí y fuimos los tres a pie, ansiando cambiar un poco nuestro modo de movernos. Llegamos al lugar que era un terreno deprimido y pantanoso, cercado con una pared de piedras amontonadas sin mortero o argamasa, y con el aspecto de un cuartel; en la entrada había una pequeña guardia de soldados chinos. Elegimos el camello, y luego de convenir el precio nos volvimos, llevando al animal el chino que había venido con nosotros, cuando he aquí que de repente aparecieron cinco tártaros a caballo. Dos de ellos se precipitaron sobre el chino y le arrebataron el camello, mientras los otros tres nos encaraban al piloto y a mí viendo que estábamos desarmados. En efecto, yo no tenía otra arma que mi espada, que muy poco podía defenderme contra tres jinetes. Alzándola, sin embargo, contuve al primero de los atacantes, que retrocedió, por cuanto son insignes cobardes, pero el segundo, atacándome de lado, me descargó tal golpe en la cabeza que no supe más hasta recobrar el sentido tiempo después, sin alcanzar a comprender qué me había pasado; el hecho es que me desplomé pesadamente en el suelo.
Dos de ellos se precipitaron sobre el chino y le arrebataron el camello.
El anciano piloto, eficiente como en todas las ocasiones, tenía una pistola en su bolsillo, cosa que ni los tártaros ni yo habíamos sospechado; bien que de haberlo sabido no nos hubiesen acometido, pues los cobardes son sólo temerarios cuando no hay peligro.
Viéndome caer desvanecido, el anciano se precipitó furiosamente sobre el bandolero que me había golpeado, y aferrándole el brazo con una mano, hizo tal presión que lo obligó a inclinarse hacia él, disparándole entonces un pistoletazo en la cabeza que le dejó muerto en el acto. Volviéndose al tártaro que nos había detenido, y antes de que pudiera reaccionar de su estupor y atacarlo, le soltó un terrible mandoble con una cimitarra que llevaba siempre consigo, y aunque no acertó a darle asestó un tajo en la cabeza de su caballo, cortándole de raíz una oreja así como un gran trozo de carne. El pobre animal, enloquecido por la herida, se desbocó inmediatamente, aunque su jinete estaba firme en la silla, lanzándose al galope con tal rapidez que el piloto no pudo herir por segunda vez. A cierta distancia, luego de levantarse sobre las patas traseras, el caballo terminó por despedir de su montura al tártaro y caer sobre él.
En este intervalo, el pobre chino, que había perdido el camello y carecía de armas, vino corriendo hacia nosotros. Viendo entonces al tártaro caído y al caballo que lo aplastaba, corrió hacia él y quitándole una tosca arma que aquél llevaba a la cintura, especie de hacha aunque en realidad no merecía tal nombre, la alzó sobre su enemigo hendiéndole el cráneo de un golpe. Entretanto nuestro piloto se las entendía con el tercer tártaro: al ver que no se escapaba como había esperado, pero que tampoco venía a provocar lucha sino que permanecía inmóvil y como a la espera, el anciano hizo lo mismo, pero apresurándose entretanto a cargar otra vez su pistola. No bien el tártaro advirtió su movimiento, ya fuera porque se asustó pensando que se trataba de otra arma cargada o por otra cosa, el hecho es que huyó desalado dejando al piloto, mi campeón como me complací en llamarle más tarde, dueño del campo y victorioso.
Para entonces yo estaba volviendo en mí. Mi primera idea al despertar fue que había estado durmiendo apaciblemente, pero luego me pregunté qué había ocurrido y por qué estaba tirado en el suelo. Ya recobrados los sentidos, sentí agudo dolor aunque no alcanzaba todavía a localizarlo. Me llevé la mano a la cabeza y la retiré ensangrentada, sintiendo que el dolor crecía; entonces, casi instantáneamente, recobré la memoria y supe todo lo que había acontecido.
Salté sobre mis pies buscando la espada, pero ya no había enemigos a la vista. Encontré un tártaro muerto y su caballo muy quieto a su lado, y mirando más lejos alcancé a ver mi campeón y salvador, quien luego de inspeccionar la labor del chino, retornaba con su cimitarra en la mano. Viéndome de pie, el anciano vino corriendo y me abrazó con inexplicable alegría porque había temido que yo hubiera muerto. Al ver la sangre, pensó que estaba herido, pero pronto comprendimos que no era gran cosa, sino lo que habitualmente se llama la cabeza rota. Ni siquiera más tarde me sentí demasiado dolorido por el golpe o el lugar donde lo recibiera, y en dos o tres días estuve perfectamente bien.
No obtuvimos gran provecho de aquella victoria, pues al fin y al cabo perdimos un camello. Lo más notable fue, sin embargo, que al retornar al pueblo el hombre quiso recibir el valor del camello. Yo me negué a pagárselo y fue necesario comparecer ante el juez chino del lugar, lo que en Inglaterra llamaríamos acudir al juez de paz. Para ser justo con él debo admitir que se condujo con gran prudencia e imparcialidad, pues luego de escuchar a ambas partes preguntó gravemente al chino que había ido conmigo a comprar el camello si era mi sirviente.
—No soy sirviente —repuso él—, pero acompañé al extranjero.
—¿A pedido de quién?
—A pedido del extranjero.
—Entonces —sentenció el juez—, tú eras el sirviente del extranjero en ese momento, y si el camello fue entregado al sirviente fue por tanto entregado al amo, quien debe pagar por él.
Confieso que la cosa estaba clara y que no cabía decir una palabra en contra. Admirando tan justa manera de reaccionar, así como la imparcialidad del juicio, pagué con buena voluntad el camello y mandé a buscar otro. Observad que he dicho mandé. No fui en persona a elegir otro animal; me bastaba con lo sucedido.
La ciudad de Naun está en la frontera del imperio chino. La llaman una ciudad fortificada, y en cuanto a las necesidades de aquellas tierras lo es ciertamente, ya que puedo afirmar sin temor que todos los tártaros de Karakatay —algunos millones según creo— la atacarían en vano con sus arcos y flechas. Pero en cuanto a su solidez en el caso de ser sitiada con cañones, provocaría la risa de aquellos que entienden de la materia. Nos encontrábamos, como ya he dicho, a unas dos jornadas de aquella ciudad cuando nos alcanzaron los mensajeros enviados ex profeso a todos los puntos del camino para advertir a los viajeros y sus caravanas que se detuvieran a esperar una escolta que se les enviaría, ya que un ejército de tártaros que alcanzaba el insólito número de diez mil hombres acababa de ser visto por aquellos lados, a unas treinta millas más allá de la ciudad.
Muy malas noticias eran aquéllas para nosotros, pero significaban un atinado proceder por parte del gobernador y nos alegramos mucho sabiendo que seríamos protegidos por una guardia. Dos días más tarde, en efecto, recibimos doscientos soldados enviados desde una guarnición china situada a nuestra izquierda, y luego otros trescientos provenientes de Naun. Protegidos por ellos avanzamos sin temor, precedidos por los soldados de Naum, con una retaguardia constituida por los doscientos hombres de la guarnición y nosotros formando las alas a fin de que la caravana estuviese rodeada por todas partes. Dispuestos a la batalla, nos sentíamos capaces de pelear contra los diez mil tártaros mongoles si les daba por enfrentarnos, pero cuando aparecieron al día siguiente vimos que las cosas eran muy distintas.
Era de mañana temprano cuando, al salir de un pueblecito muy bien situado llamado Changu, tuvimos que vadear un río. Si los tártaros hubieran sabido algo de táctica, hubiesen podido atacarnos entonces con ventaja, aprovechando el momento en que la caravana había cruzado el río y la retaguardia estaba aún en la otra orilla; sin embargo, no vimos huellas de ellos.
Tres horas más tarde, entrando en un desierto de unas quince millas o más de extensión, vimos repentinamente la nube de polvo que levantaban nuestros enemigos aproximándose a galope tendido y espoleando sus cabalgaduras.
Los chinos que formaban la vanguardia, y que tan jactanciosos se habían mostrado el día anterior, empezaron a vacilar y mirar con frecuencia hacia atrás, lo que en un soldado constituye invariablemente signo de que se apresta a emprender la fuga. El anciano piloto era de mi parecer, y viéndome cerca declaró:
—Señor inglés, es necesario dar ánimo a esos soldados o serán los causantes de nuestra ruina. Estoy seguro de que si los tártaros cargan sobre nosotros, no esperarán a recibir el choque.
—Pienso como vos —repuse—, ¿pero qué podemos hacer?
—¿Hacer? Todo está en enviar a cincuenta de los nuestros a que flanqueen cada ala e infundan coraje. Si se sienten acompañados por hombres valerosos pelearán bien, pero de lo contrario darán enseguida la espalda al enemigo.
Galopé hacia donde estaba nuestro jefe y le transmití lo que acababa de ocurrírsenos; como le pareciera bien, cincuenta de los nuestros se colocaron sobre el ala derecha y otros tantos en la izquierda, mientras el resto constituía una línea de reserva. Así avanzamos, dejando a los otros doscientos chinos que constituyeran un segundo ejército destinado a proteger los camellos. Si era necesario, cien de aquellos hombres acudirían a reforzar nuestra reserva de cincuenta hombres.
Los tártaros avanzaron en hordas innumerables, cuyo número no podría dar aunque era por lo menos de diez mil. Una patrulla avanzó en reconocimiento de nuestras líneas y atravesó el terreno frente a nosotros. Al advertir que estaban a distancia de tiro, nuestro jefe ordenó que las dos alas avanzaran con suma rapidez y les hicieran una descarga cruzada, lo cual se efectuó de inmediato. Se alejaron entonces a todo galope, probablemente para informar a los otros de la recepción que acababa de serles brindada; y no me cabe duda de que ese saludo les enfrió notablemente la sangre, pues el ejército hizo alto como para deliberar, y dando después media vuelta abandonó su designio y no supimos más de él. Es de imaginar la alegría que nos causó semejante retirada, ya que nos habíamos sentido muy poco seguros de nuestras probabilidades contra un número tan abrumador de enemigos.
Dos días después arribamos a la ciudad de Naun o Naum. Agradecimos al gobernador el cuidado que había tenido de nosotros e hicimos una colecta por valor de unas cien coronas que repartimos entre los soldados que nos habían escoltado, quedándonos todo un día en el lugar. Se trataba de una guarnición donde se concentraban novecientos hombres y la razón de tal defensa era que antaño las fronteras moscovitas se encontraban mucho más cercanas al fuerte que en la actualidad. Parece que los rusos abandonaron más tarde aquellos territorios en una extensión de doscientas millas al oeste de Naun por considerarlos desolados e impropios para los cultivos, fuera de que su alejamiento los tornaba difíciles de defender; conviene decir aquí que aún nos hallábamos a más de dos mil millas de la Moscovia propiamente dicha.
Siguiendo el viaje, cruzamos varios grandes ríos y dos horrorosos desiertos, uno de los cuales insumió dieciséis días de viaje, mereciendo como he dicho que se llamara la Tierra de Nadie. El 13 de abril llegamos por fin a las fronteras del dominio moscovita. Creo que la primera ciudad, pueblo o fortaleza —como quiera llamársele— perteneciente al Zar de Moscovia era el llamado Argunsk, en la orilla izquierda del río Argun.
No pude menos de manifestar la profunda satisfacción que me causaba haber llegado por fin a un país de cristianos o, por lo menos, a un país gobernado por cristianos. Cierto que en mi opinión apenas merecen los moscovitas tal denominación, aunque pretendan serlo y a su manera se muestren sumamente devotos.
Saludé entonces al bravo comerciante escocés de quien he hablado más arriba y tomándole la mano exclamé:
—¡Bendito sea el Señor! ¡Por fin estamos otra vez entre cristianos!
Sonriéndose, me contestó:
—No os regocijéis tan pronto, compatriota. Estos moscovitas son una rara especie de cristianos. Ya veréis que aparte del nombre, pasarán varios meses de viaje sin que descubráis el espíritu del cristianismo en esta tierra.
—De todas maneras —observé—, mejor es eso que el paganismo y la adoración de demonios.
—Os diré —declaró mi compañero—, que exceptuando a los soldados rusos de las guarniciones, así como algunos habitantes de las ciudades que encontraremos de paso, todo el resto del país en una extensión superior a mil millas en redondo está poblado por los más ignorantes y peores paganos imaginables.
Y así era, efectivamente.
Seguimos avanzando más allá del río Argun en cómodas jornadas, y tuvimos oportunidad de mostrarnos agradecidos al Zar de Moscovia por el cuidado puesto en levantar ciudades e instalar guarniciones en todos los lugares posibles, desde los cuales los soldados mantienen la vigilancia a semejanza de los fortines puestos antaño por los romanos en los remotos rincones de su imperio —incluso algunos en Gran Bretaña para seguridad del comercio y el alojamiento de los viajeros—. Así empecé a advertir lo que me habían prevenido; a cualquier sitio que llegásemos, bien que en los pueblos y las guarniciones tanto el gobernador como los soldados eran rusos y cristianos, el resto de los habitantes profesaba el paganismo, hacía sacrificios a los ídolos y adoraba al sol, la luna y las estrellas, o a todos los astros del cielo. Pienso que de todos los paganos que me haya sido dado conocer éstos eran los más bárbaros, sólo que no comían carne humana como los salvajes americanos.
Algunas muestras de esa barbarie pudimos encontrar en el territorio situado entre Argunsk —donde penetramos en los dominios moscovitas— y una ciudad a la vez rusa y tártara llamada Nertchinsk, territorio en el que hay grandes desiertos y bosques que nos llevaron veinte días hasta recorrerlos. En un pueblo cercano a la segunda ciudad nombrada sentí curiosidad por averiguar la manera de vivir de aquellas gentes, que es por cierto la más brutal e insoportable que pueda imaginarse. Parece que aquel día iban a celebrar un sacrificio; encontramos, puesto sobre un tronco de árbol, el más horrible ídolo concebible. Era de madera, tan espantoso como el diablo, o por lo menos como llegamos a imaginarnos su fealdad. Tenía una cabeza que apenas se asemejaba a la forma humana; orejas iguales a cuernos de macho cabrío; ojos del tamaño de las monedas que llamamos coronas; una nariz curvada como un cuerno retorcido y la boca, abierta en forma de cuadrilátero a la manera de un león, con horribles dientes curvos como el pico de los loros. Aparecía vestido con las ropas más inmundas que imaginarse pueda; tenía una especie de chaqueta de piel de oveja con la lana hacia afuera, y en la cabeza un gran gorro tártaro del cual salían dos cuernos. Medía ocho pies de alto y no tenía pies o piernas, así como ninguna proporción comparable a un cuerpo humano.
Este espantapájaros había sido emplazado en las afueras del villorrio, y cuando me acerqué había cerca de él dieciséis o diecisiete individuos que no sé si eran hombres o mujeres, porque no hacen distinción en sus ropas ni en sus cabellos; yacían tirados de boca contra el suelo, en torno al monstruoso ídolo, y no vi que ninguno hiciera el más mínimo movimiento, como si fuesen pedazos de madera igual que su ídolo. Hasta llegué a pensarlo seriamente, pero al acercarme un poco más se enderezaron de pronto lanzando una especie de aullido semejante al de una jauría de mastines, tras lo cual se alejaron como si los ofendiera que los hubiésemos molestado. Poco más allá del ídolo, y en la puerta de una especie de choza o tienda hecha con pieles de oveja y de cabra, vimos a tres carniceros, o lo que nos parecieron tales. Cuando nos acercamos algo más notamos que tenían largos cuchillos en las manos y en el centro de la tienda alcanzamos a distinguir tres ovejas degolladas así como un novillo. Parece que tales eran los sacrificios que hacían al horroroso ídolo, y aquellos tres hombres eran sus sacerdotes.
En cuanto al grupo de individuos prosternados, se trataba de los que habían ofrecido el sacrificio y al llegar nosotros estaban entregados a sus plegarias al ídolo.
Confieso que me sentí más indignado al ver tanta estupidez y advertir la torpe adoración de aquel espantajo que todo cuanto viera antes en mi vida; cabalgando entonces hacia la imagen de aquel monstruo o como se quiera llamarle partí en dos pedazos con mi espada el bonete que tenía en la cabeza, de tal modo que le quedó colgando de los cuernos. Uno de los hombres que venía conmigo aferró entonces la chaqueta de piel de oveja que cubría al ídolo y se la arrancó a tirones en el mismo instante en que un horrible clamoreo se difundía por todo el villorrio y por lo menos trescientos habitantes se precipitaban en nuestra dirección; nos apresuramos, pues, a ponernos a salvo, observando que muchos estaban armados de arco y flechas, pero con toda la intención de hacerles una nueva visita.
Nuestra caravana permaneció tres días en el pueblo, que estaba a cuatro millas del lugar, a fin de proveerse de algunos caballos que nos hacían falta, ya que el mal estado de los caminos y el cruce de los desiertos habían estropeado muchas cabalgaduras. Me quedaba suficiente tiempo para poner en ejecución mis designios y comuniqué mi proyecto al comerciante escocés de cuyo coraje tenía testimonio suficiente como he narrado más arriba. Le dije lo que había visto y la indignación que me causaba pensar que la naturaleza humana pudiera llegar a semejante grado de degeneración. Afirmé que estaba resuelto, siempre que encontrase a cuatro o cinco hombres bien armados dispuestos a secundarme, a volver para destruir aquel vil y abominable ídolo, demostrando así a las gentes que ni siquiera tenía poder para defenderse a sí mismo y mucho menos merecía que lo adorasen, le elevaran plegarias y le rindiesen homenajes y sacrificios.
Al oírme, mi interlocutor se echó a reír.
—Vuestro celo es excelente —me dijo—, ¿pero qué os proponéis con esa expedición?
—¡Qué me propongo! —exclamé—. ¡Pues vindicar el honor de Dios que es insultado por esa diabólica adoración!
—¿Y cómo podéis vindicar el honor de Dios si esa gente no llega a darse cuenta de la intención que os ha movido, salvo que pudierais hablarles y convencerles? Aun así os atacarán y os batirán, porque os aseguro que son gentes resueltas, especialmente cuando del culto de sus dioses se trata.
—¿No podemos llevar a cabo mi proyecto durante la noche —pregunté— y dejarles por escrito las razones que nos han guiado, redactadas en su propio idioma?
—¡Por escrito! —exclamó el escocés—. ¡Pero si no hay un solo hombre en cinco naciones de las suyas que sea capaz de entender una carta ni leer una línea en cualquier lenguaje y menos en el suyo!
—¡Maldita ignorancia! —exclamé—. Y sin embargo, señor, me siento resuelto a ejecutar mi plan. Tal vez el instinto o la naturaleza los lleve a deducir de lo sucedido su propia ignorancia y la brutalidad en que están sumidos al adorar tan horrible ídolo.
—Considerad esto, señor —me dijo entonces mi interlocutor—. Si vuestro celo os mueve en tal forma llevad a ejecución vuestro designio, pero es mi deber advertiros que esos pueblos o naciones se encuentran bajo el dominio del Zar de Moscovia y reducidos por la fuerza; si hacéis semejante cosa con ellos, hay diez probabilidades contra una de que acudan al gobernador de Nertchinsk y luego de quejarse exigirán satisfacción; si él se niega a darla, las mismas probabilidades existen de que se produzca una revuelta que conduzca a una nueva guerra contra todos los tártaros de estas regiones.
Admito que sus palabras me obligaron a pensar más serenamente la cosa, pero una y otra vez volvía a tocar la misma cuerda y durante todo el día me sentí deseoso de llevar a la práctica mi proyecto. Hacia la noche, el comerciante escocés me encontró accidentalmente mientras paseábamos por el pueblo, y pidió hablar conmigo.
—Mucho me temo —dijo— haberos disuadido de vuestra idea, y eso me ha preocupado todo el día, ya que aborrezco los ídolos y la idolatría tanto como vos.
—En verdad —repuse— que me habéis contenido algo en mis ansias de llevar a cabo esa idea, pero no del todo, pues sigo creyendo que intentaré la aventura antes de que salgamos del pueblo, aunque más tarde me entreguen a ellos para aplacar su rabia.
—¡Oh, no! —exclamó él—. ¡Dios no quiera que seáis jamás entregado a semejante caterva de monstruos! Pero no lo harán, ciertamente, porque equivaldría a que os asesinaran.
—¿De veras? ¿Y qué haría esa gente conmigo?
—¿Qué haría? —dijo él—. Os contaré cómo trataron a un pobre ruso que también les reprochó como vos su idolatría y a quien apresaron después de herir de un flechazo, impidiéndole que escapara. Luego de desnudarlo y amarrarlo fuertemente, lo subieron a lo alto de su ídolo, lo rodearon y se pusieron a disparar sobre él tantas flechas como podía contener su cuerpo. Más tarde lo quemaron, sin sacarle antes las flechas, a manera de sacrificio al ídolo.
—¿Era ese mismo ídolo?
—Sí, el mismo.
—Pues bien —dije yo—, voy a relataros una historia.
Le conté lo ocurrido a nuestros hombres de Madagascar, y cómo incendiaron y saquearon una aldea indígena, asesinando a hombres, mujeres y niños por la muerte de uno de ellos. Cuando hube terminado la narración, opiné que la misma cosa debía hacerse con ese villorrio.
Escuchó mi relato atentamente, pero al oírme decir que lo mismo merecían los de ese poblado, respondió:
—Os equivocáis grandemente, porque lo que os he dicho no sucedió aquí sino a casi cien millas de este lugar. Sin embargo, se trataba del mismo ídolo, ya que lo llevan en procesión de pueblo en pueblo.
—Perfectamente —dije—. Entonces hay que castigar al ídolo y creedme que lo haré si alcanzo a vivir esta noche.
Al verme tan resuelto, terminó por aprobar mi plan y me rogó que no fuese solo, ofreciéndose a acompañarme con otro de sus compatriotas, individuo enérgico y valeroso.
—Es un hombre —agregó— tan notable por su celo religioso como el mejor que podríais imaginar para que os secunde en contra de esas demoníacas adoraciones paganas.
Me presentó a su camarada, un escocés llamado capitán Richardson, a quien hice el fiel relato de todo cuanto había presenciado y también de lo que intentaba poner en práctica. El capitán me dijo que iría conmigo, aunque le costara la vida, y por fin decidimos hacer la expedición los tres solos. Yo lo había propuesto antes a mi socio, pero se rehusó diciéndome que estaba dispuesto a acompañarme hasta el fin cuando se tratara de defender mi vida, pero que esa aventura estaba fuera de su línea de conducta. Por lo tanto, nos resolvimos a ir solos, llevando también a mi criado, y poner mi designio en práctica esa noche a las doce, con todo el secreto necesario.
Más tarde, sin embargo, después de reflexionarlo mejor, decidimos aplazar la empresa hasta la noche siguiente, ya que la caravana volvería a ponerse en marcha por la mañana y suponíamos que el gobernador, sabiéndonos lejos y fuera del alcance de su poder, no se animaría a entregarnos para satisfacción de las gentes. El comerciante escocés, que se mostraba ahora tan resuelto en el proyecto como en su ejecución, me trajo ropas a la usanza tártara, hechas de piel de oveja, con un gorro, arco y flechas, mientras obtenía iguales atavíos para él y su compañero, a fin de que nadie pudiera deducir por nuestro aspecto a qué nacionalidad pertenecíamos.
Pasamos la primera noche haciendo una mezcla con algunas sustancias combustibles, aguardiente, pólvora y otros ingredientes. Habiéndonos provisto de cierta cantidad de brea en un recipiente, una hora después del anochecer salimos rumbo al lugar convenido.
Llegamos al sitio a eso de las once de la noche, notando que las gentes no parecían en lo más mínimo inquietas por la seguridad de su ídolo. Era una noche nublada, aunque la luna alcanzaba a verter suficiente luz para mostrarnos el emplazamiento del ídolo, en el mismo sitio y forma en que lo viéramos la primera vez. Todos parecían haberse ido a dormir, pero en la gran choza o tienda donde viéramos a los tres sacerdotes que confundimos con carniceros observamos que había luz y al acercarnos más escuchamos voces como de unas cinco o seis personas que dialogaban.
Si procedíamos a aplicar nuestra pez griega al ídolo para incendiarlo, los moradores de la choza saldrían inmediatamente a fin de salvar la imagen de su destrucción. ¿Cuál sería entonces nuestra actitud? Pensamos al principio transportar al ídolo más lejos para incendiarlo con seguridad: pero al tratar de levantarlo encontramos que pesaba demasiado y nos quedamos llenos de perplejidad. El segundo escocés era de opinión que incendiáramos la choza y cuando sus moradores se lanzaran fuera los golpeáramos hasta privarlos del conocimiento. Yo me manifesté contrario a dicho plan, pues me repugnaba la idea de matar alguno pudiendo evitarlo.
—Pues bien —dijo entonces el comerciante escocés—, ésta es mi idea: trataremos de tomarlos prisioneros, atarles fuertemente las manos a la espalda y obligarlos a que presencien la destrucción de su ídolo.
Por fortuna, teníamos suficiente bramante o cuerda fina con la cual habíamos atado nuestras materias incendiarias, de manera que nos dispusimos a atacar a aquellos hombres con el menor ruido posible. Golpeamos la puerta y las cosas ocurrieron a gusto nuestro, pues uno de los sacerdotes acudió a abrir. Nos apoderamos de él al punto tapándole la boca y le atamos las manos a la espalda arrastrándolo hasta donde se hallaba el ídolo y allí procedimos a amordazarlo para que no pudiese exhalar el menor quejido, atándole los pies y abandonándolo en el suelo.
Dos de nosotros permanecimos en la puerta esperando que otro saliera a averiguar qué había pasado, pero como transcurría el tiempo y nuestro tercer compañero había vuelto a reunirse con nosotros, otra vez llamamos suavemente a la puerta. Dos de ellos salieron juntos e hicimos la misma cosa a sus expensas, viéndonos sin embargo obligados a llevarlos entre los tres para dejarlos amordazados junto al ídolo; cuando volvimos encontramos a dos hombres a la puerta y un tercero entre ellos, pero más adentro. Sujetamos a los dos primeros, atándoles rápidamente, mas el tercero alcanzó a echarse atrás y exhalar un grito, al tiempo que el comerciante escocés entraba tras él y encendiendo una composición que habíamos hecho y que servía para producir un espeso humo maloliente, la arrojó dentro de la choza. Entretanto, el otro escocés y mi criado, encargándose de los dos prisioneros ya bien atados, los llevaban en dirección al ídolo y los dejaban allí para que se maravillaran de que su dios no acudiera a salvarlos; de inmediato los nuestros se nos reunieron en la choza.
La mixtura que arrojáramos había llenado la choza con tanto humo que sus ocupantes estaban ya medio sofocados; tiramos entonces al interior un saquito de cuero cuyo contenido se inflamó como una vela haciéndonos ver a cuatro personas, dos hombres y dos mujeres, que por lo visto habían estado celebrando alguno de sus diabólicos sacrificios. Tan aterrados quedaron que parecían muertos, quietos en el suelo y temblando como azogados, incapaces de hablar a causa del humo que los ahogaba.
Los apresamos sin dificultad, atándolos igual que a los restantes y sin el menor ruido. Debo agregar que antes de eso los habíamos sacado de la choza, pues apenas podíamos resistir la sofocación del humo. Hecho esto los llevamos al sitio donde estaba el ídolo y nos pusimos a trabajar en la imagen. Ante todo la untamos, ropas incluidas, con pez y otra sustancia que habíamos traído y que era una mezcla de sebo y azufre. Luego de rellenar los ojos, oídos y boca del ídolo con buena cantidad de pólvora, envolvimos finalmente el gorro o bonete con una gran porción de pez griega. Reuniendo enseguida todas las sustancias combustibles que nos quedaban, miramos en derredor en busca de otros elementos para formar una hoguera, hasta que mi criado recordó haber visto en la choza un haz de forraje seco, no recuerdo si paja o juncos. En compañía de uno de los escoceses fueron a buscarlo, volviendo con grandes brazadas que dispusimos a cierta distancia. Entonces, después de desatar los pies a los prisioneros y quitarles las mordazas, los trajimos cerca de su ídolo y le pegamos fuego.
Transcurrió un cuarto de hora hasta que la pólvora de los ojos, boca y orejas hizo explosión, deformando todo rasgo de la imagen y dejando al ídolo convertido en un humeante tronco de madera. Acercamos entonces el forraje seco para que terminara de consumirlo, y pensamos emprender la retirada, pero el comerciante escocés nos detuvo diciéndonos:
—No, debemos quedarnos; de lo contrario esos pobres infelices, en su desesperación, se arrojarán a la hoguera para quemarse junto con su ídolo.
Permanecimos, pues, montando guardia hasta que sólo hubo cenizas, y luego nos marchamos dejando en libertad a aquellas gentes.
Por la mañana nos incorporamos a nuestros compañeros, que estaban muy ocupados ultimando los preparativos para la jornada, y nadie hubiese podido sospechar que habíamos pasado la noche en otro lugar que nuestros lechos, donde es de imaginarse que se quedan los viajeros cuyas fuerzas serán empleadas en la jornada diurna.