No hacía una semana que eran otra vez dueños de sus armas, cuando aquellos desagradecidos empezaron a manifestarse con la misma insolencia y provocación que antes; un suceso inesperado, sin embargo, al poner en peligro la seguridad de todos, los obligó a deponer sus resentimientos privados y ocuparse sólo en salvar sus vidas. Una noche, el gobernador español (como llamo al hombre a quien salvara la vida), que era el capitán y dirigente entre ellos, se sintió intranquilo y no pudo conciliar el sueño por más que se esforzó. Según me dijo más tarde, se sentía perfectamente bien de salud, y sólo notaba que sus pensamientos se sucedían tumultuosamente, haciéndole ver su imaginación hombres que luchaban y se mataban los unos a los otros; sin embargo, seguía bien despierto y no lograba dormirse de ninguna manera. Quedó así largo rato, mas como su inquietud fuera en aumento decidió por fin levantarse.
Miró entonces hacia fuera, aunque se veía muy poco en plena noche, máxime que los árboles plantados por mí en la forma descrita en el anterior relato, y que eran muy altos y espesos, interceptaban su visión. Sólo pudo ver que era una clara noche estrellada y, como todo parecía tranquilo, volvió a acostarse.
El malestar se repitió, le era imposible dormir y tampoco quedarse en la actitud del que descansa, pues sus pensamientos se tornaban angustiosos y no podía él descubrir la causa que los motivaba.
Como al levantarse y andar había hecho algún ruido, uno de sus compañeros se despertó y preguntó quién era el que se movía. El gobernador le explicó entonces lo que le pasaba.
—¿Verdaderamente sentís eso? —dijo el otro español—. Tales señales no deben ser despreciadas, y por cierto que alguna cosa mala se está preparando en contra de nosotros. ¿Dónde están los ingleses?
—En sus chozas —repuso el gobernador— y bien tranquilos.
Parece que desde el último motín, los españoles habían decidido quedarse con la habitación principal, designando un sitio donde los tres ingleses habían tenido que instalarse lejos de los otros.
—De todas maneras —dijo el español— algo hay en esto que me inquieta, os lo digo por experiencia. Venid, salgamos a reconocer los alrededores, y si nada encontramos que justifique nuestras aprensiones os contaré un relato que os demostrará la razón de mi inquietud.
Salieron entonces para subir a lo alto de la colina, pero siendo dos y sintiéndose fuertes no tomaron las precauciones que utilizaba yo en mi soledad, colocando la escalera y retirándola luego para apoyarla en el tramo superior; por el contrario, dieron la vuelta al soto despreocupados e imprudentes, cuando los sorprendió descubrir la luz de un fuego a poca distancia del punto que habían alcanzado, así como las voces de un gran número de hombres.
Los sorprendió descubrir la luz de un fuego.
Cuantas veces había yo alcanzado a ver salvajes desembarcando en la isla, mi inmediata preocupación había sido impedirles que advirtieran la más pequeña señal de que la tierra estaba habitada. En verdad que cuando alcanzaron a descubrirlo fue a costa de una experiencia de la cual pocos se salvaron para ir con el relato a los demás, ya que nos apresuramos a desaparecer lo antes posible, y no creo que ninguno de los que alcanzaron a verme pudiera ir con la noticia, salvo aquellos tres salvajes que en nuestra última batalla consiguieron saltar a una piragua y de los cuales temía yo que fuesen con el relato y trajeran refuerzos.
No es preciso decir que apenas el gobernador y su acompañante advirtieron la presencia de aquellos hombres, retrocedieron precipitadamente dando la voz de alarma; explicaron a los compañeros lo que acababan de ver y el peligro que los acechaba, por lo cual habían de defenderse al instante; les fue, sin embargo, imposible convencerlos de que se quedaran dentro de las fortificaciones, pues todos querían salir para enterarse en persona de lo que ocurría.
Mientras duró la noche, esto fue relativamente fácil y no les faltó oportunidad de observar durante varias horas a los salvajes iluminados por tres hogueras que habían encendido a cierta distancia una de otra. Ignoraban lo que podían estar haciendo allí, y también lo que a ellos les convenía resolver; ante todo, los enemigos eran extraordinariamente numerosos, y en segundo lugar no estaban juntos, sino separados en distintos grupos y ocupando diversas partes de la costa.
Cuando lo advirtieron, los españoles cayeron presa de la consternación, sobre todo al notar que los salvajes andaban errando por la costa, ya que tarde o temprano alguno de ellos daría con la casa o cualquier otro lugar donde hubiera huellas de habitantes. Sentían gran temor por la suerte de su rebaño de cabras, cuya destrucción hubiera significado para ellos poco menos que la muerte por hambre. Lo primero que entonces se les ocurrió fue enviar, antes de que llegase el día, a dos españoles y un inglés para que condujesen el rebaño hacia el gran valle donde estaba la caverna, a fin de que si las cosas se tornaban peores pudiese ser escondido en su interior.
Luego de considerar largamente las medidas a adoptarse, y de agotar su ingenio calculando las posibilidades, se resolvieron, aprovechando la oscuridad, a pedir al anciano padre de Viernes que espiara a los salvajes y tratase de averiguar alguna cosa más, tal como el propósito que los había guiado en su desembarco y cuáles eran sus intenciones. El anciano aceptó de inmediato y después de desnudarse completamente, como era el uso entre los salvajes, partió para volver una o dos horas más tarde con el anuncio de que se había mezclado entre ellos sin ser descubierto. Traía la noticia de que había dos grupos pertenecientes a distintas naciones en guerra y que acababan de sostener una gran batalla en su país. Ambos grupos se habían adueñado de numerosos prisioneros, y la sola casualidad había dispuesto que desembarcasen casi en el mismo sitio para devorarlos y realizar los festejos del triunfo. Ahora, el saberse vecinos ahogaba toda su alegría, reemplazándola por una terrible cólera que al parecer del anciano los llevaría a lanzarse a una nueva batalla apenas viniera la luz del día, ya que estaban muy cerca los unos de los otros. Agregó que en ningún momento había advertido que los salvajes creyeran habitada la isla, y apenas acababa de pronunciar estas palabras cuando los que lo escuchaban oyeron el ruido característico de los dos pequeños ejércitos al trabarse en sangrienta lucha.
El padre de Viernes empleó todos sus argumentos para persuadir a los nuestros de que no se mezclaran en la batalla y permanecieran ocultos. Les dijo que ésa era su única salvación, ya que los salvajes se limitarían a combatir entre ellos, terminando los sobrevivientes por embarcarse, como efectivamente ocurrió. Pero era imposible contener la curiosidad de algunos, en especial de los ingleses, cuyo deseo de presenciar la batalla les hacía olvidar toda prudencia. Cierto que emplearon algunas precauciones, tal como no ir en línea recta desde su vivienda, sino dando un rodeo por los bosques, a fin de situarse en posición ventajosa para contemplar el combate sin ser vistos por los salvajes, según ellos creían; la verdad es que los salvajes los divisaron, como se contará más adelante.
La batalla fue encarnizada, y de creer a los ingleses, uno de ellos afirmó que muchos de los salvajes eran hombres de extraordinaria valentía, indomable firmeza y mucha habilidad en el mando. La batalla duró dos horas, según sus cálculos, antes de que pudiera distinguirse un vencedor y un vencido, pero por fin el grupo que se encontraba del lado más cercano a la morada de los colonos dio señales de desconcierto, y al cabo de un rato algunos emprendieron la fuga. Esto produjo gran consternación entre los españoles, porque temían que alguno de los fugitivos se internara en el soto buscando protección y descubriera involuntariamente el lugar de su residencia, e igual cosa ocurrió con los que venían en su seguimiento. Resolvieron entonces apostarse armados detrás de la empalizada y quedar a la espera, listos para hacer una salida apenas un salvaje apareciera en el soto y matarlo inmediatamente, tratando de que ninguno pudiese volver con la noticia. Decidieron que sólo emplearían las espadas o bien la culata de los mosquetes, a fin de que las detonaciones no atrajeran a los demás.
Tal como preveían ocurrieron las cosas. Tres hombres del bando derrotado, huyeron para salvar la vida, cruzaron la ensenada directamente hacia las fortificaciones, sin tener la menor idea del lugar al cual se encaminaban, pero eligiendo el espeso bosque como un conveniente refugio. El centinela avanzado que habían puesto en observación dio la noticia a los de adentro, con el agradable agregado de que los vencedores no se preocupaban por perseguir a aquellos salvajes ni parecían molestarse en averiguar la dirección que tomaran. El gobernador español, que era hombre humanitario, no quiso entonces que se matara a los tres fugitivos, sino que envió a tres de los suyos por lo alto de la colina para que, dando un rodeo, los sorprendieran por la espalda y tomaran prisioneros a los tres salvajes, lo cual se efectuó sin inconvenientes. El resto de los vencidos huía entretanto en sus canoas, y los vencedores, después de mostrar muy pocas intenciones de perseguirlos, se reunieron y lanzaron dos veces un penetrante alarido, lo que sin duda valía como su grito de guerra. La batalla había, pues, terminado, y ese mismo día a las tres de la tarde el resto de los salvajes se embarcó en sus piraguas. Los españoles eran otra vez dueños de su isla, con la libertad perdieron todo temor y no volvieron a ver salvajes por espacio de varios años.
Luego que los combatientes se hubieron marchado, los colonos salieron de su refugio para reconocer el campo de batalla, hallando en él treinta y dos muertos. Algunos habían sido alcanzados por largas flechas y varias aparecían clavadas en los cadáveres, pero la mayoría había encontrado la muerte bajo los golpes de grandes espadas de madera, de las cuales había dieciséis o diecisiete tiradas en el campo de batalla, así como buen número de arcos y flechas. Las espadas eran sólidas y pesadas, de difícil manejo, por lo cual se puede deducir la fortaleza de los guerreros que las empleaban. La mayoría de los salvajes muertos con esas armas tenían la cabeza deshecha o, como decimos en Inglaterra, los sesos saltados, mientras muchos otros mostraban brazos y piernas rotos. Puede deducirse por ello la indescriptible furia con que combaten aquellos individuos. No hallamos uno solo que no estuviese bien muerto, pues es costumbre de los salvajes permanecer junto a su enemigo golpeándolo hasta acabar con él, o bien llevarse a todos los heridos que aún conservan un soplo de vida.
Este episodio amansó mucho a los tres malvados ingleses, y por un buen espacio de tiempo se mostraron muy tratables, manifestándose dispuestos a trabajar al igual que el resto de la comunidad; plantaban, sembraban, recogían los frutos, dando la impresión de haberse adaptado ya a su nueva existencia. Sin embargo, poco tiempo después cometieron actos que volvieron a precipitarlos en los peores conflictos.
Habían apresado, como ya se ha dicho, a tres salvajes, hombres jóvenes y sobremanera robustos, que fueron obligados a servir como criados y se les enseñó a trabajar para la comunidad. En su condición de esclavos, aquellos tres hombres cumplían bastante bien su tarea, pero sus amos no procedieron con ellos en la forma en que yo lo había hecho antaño con Viernes, es decir, principiando por hacerles advertir con claridad que les habían salvado la vida, y luego instruirlos paulatinamente en los principios racionales de la existencia; tampoco se preocuparon de inculcarles nociones religiosas e irlos elevando a la civilización por medio de un trato amable y argumentos convincentes. Por el contrario, se limitaban a darles una ración de alimentos diaria a cambio de un trabajo equivalente que por su intensidad los embrutecía aún más. Los resultados de este trato es que jamás pudieron lograr que aquellos hombres combatieran por ellos y los acompañaran en el peligro, como lo había hecho Viernes, que me era tan fiel como la carne a los huesos.
Pero volvamos a la colonia. Ahora que todos eran buenos amigos —ya que el peligro, como he señalado más arriba, los había reconciliado— empezaron a reflexionar sobre las circunstancias en que se hallaban. Lo primero que pusieron en consideración fue el hecho de que los salvajes preferían acercarse al lado de la isla donde estaba su morada; había en cambio otros sitios más remotos y ocultos, pero que se prestaban igualmente bien para instalar la pequeña comunidad a salvo de aquellas acechanzas. ¿Por qué no mudarse, entonces, yéndose a algún sitio donde todos ellos, así como el grano y los ganados, estuvieran a salvo?
Se produjo un largo debate, al final del cual decidieron que no les convenía abandonar su presente morada, puesto que sin duda alguna vez recibirían noticias del gobernador —como me llamaban— y si en vez de venir en persona enviaba yo a algún otro, estaba claro que le daría instrucciones de buscarlos en mi antigua vivienda. El enviado, encontrando abandonado el sitio, pensaría que los colonos habrían perecido a manos de los salvajes y se marcharía, dejándolos sin auxilio alguno.
En lo que se refiere al ganado y al grano, decidieron sin embargo, trasladarlos al valle donde estaba mi caverna; la tierra se prestaba para ambas cosas y era muy extensa. Lo pensaron mucho, y por fin introdujeron una modificación en el plan, conviniendo en llevar parte del ganado y hacer plantíos en el valle de tal modo que si los salvajes destruían las existencias acumuladas en el castillo, el resto podría salvarse. Mostraron tanta prudencia y tanto tino que no se confiaron a los tres salvajes que tenían prisioneros, manteniéndolos en la ignorancia de la nueva plantación así como del ganado que allí criaban; mucho menos aún les hablaron de la caverna que en caso de apuro sería un segurísimo refugio, y al cual llevaron los dos barriles de pólvora que yo les dejara antes de embarcarme.
En suma, que se decidieron a no cambiar de habitación, pero advirtiendo que yo la había disimulado cuidadosamente con una empalizada y luego con un bosque, pues toda la seguridad y defensa del lugar estaba en que pudiera mantenerse secreto, decidieron aumentar las obras de fortificación y ocultar aún más el sitio donde vivían. A tal efecto, de la misma manera que yo había plantado árboles (o, mejor, estacas que con el tiempo llegaron a ser tales) desde la entrada de mi residencia hasta una cierta distancia, así prolongaron ese soto llenando de árboles el espacio que aún restaba libre hasta la misma orilla de la ensenada donde por primera vez había traído mis balsas; pusieron árboles incluso en la parte anegadiza donde alcanzaba la marea, para que no quedara ningún espacio adecuado a un desembarco ni el menor signo de que había habido un sitio abordable en los alrededores. Eligieron estacas de una especie que se desarrolla rápidamente y de la cual he hablado antes, cuidando que fueran mucho más gruesas y altas que las puestas por mí; como las habían plantado muy juntas y crecían de inmediato, apenas transcurrieron tres o cuatro años cuando ya ninguna mirada humana hubiese podido penetrar en la espesura del bosque. En lo que respecta a la porción puesta por mí, los árboles tenían troncos como el muslo de un hombre, y en los espacios libres plantaron otros más pequeños y en tal cantidad que aquello terminó siendo una verdadera empalizada cuyo espesor llegaba al cuarto de milla, y de todo punto impenetrable a no ser que lo hiciera un pequeño ejército dispuesto a derribar árbol por árbol; un perro hubiera tenido dificultad para pasar entre aquellos troncos, tan cerca estaban unos y otros.
No fue esto todo, porque los colonos completaron las defensas en todo el lado que miraba a la derecha y a la izquierda, llegando incluso a lo alto de la colina, no dejando otra entrada —ni siquiera para ellos— que la escalera puesta en la roca y de la que he dicho que se alzaba para colocarla en un segundo apoyo que permitía subir la cumbre; una vez que retiraban la escalera, nadie que no tuviese alas o poderes mágicos hubiera conseguido franquear la distancia que de ellos lo separaba.
Todo esto había sido muy bien ideado, y más adelante tuvieron sus autores ocasión de comprobarlo, lo que me convence aún más de que así como la prudencia está justificada por la autoridad de la Providencia, así también está dirigida por ella cuando se aplica prácticamente; si fuéramos capaces de escuchar su voz, estoy persuadido de que evitaríamos muchos de los desastres a que nuestra vida se ve expuesta a causa de nuestra negligencia. Que esto sea dicho de paso.
Y vuelvo a mi relato. Los colonos vivieron otros dos años perfectamente seguros, sin recibir nuevas visitas de los salvajes. Cierta mañana, sin embargo, tuvieron una alarma que los llenó de consternación, cuando algunos españoles que habían ido muy temprano a la costa oeste, mejor dicho, al fin de la isla —sitio al que yo por mi parte no me había acercado jamás por miedo a ser descubierto—, se sorprendieron al descubrir de improviso no menos de veinte canoas de indios que se aprestaban a desembarcar. Corrieron con toda la rapidez posible a la casa, y luego de dar la alarma a sus camaradas permanecieron al acecho todo ese día y el siguiente, saliendo sólo de noche para hacer reconocimientos. Pero por fortuna se habían equivocado al creer que los salvajes iban a desembarcar, ya que aquéllos sin duda tenían otros planes y se marcharon con rumbo desconocido.
Indios que se aprestaban a desembarcar.
Fue por ese entonces cuando una nueva querella se suscitó con los tres ingleses; uno de estos, individuo extremadamente díscolo, se enfureció contra uno de los esclavos porque el infeliz no había cumplido a su gusto algo que le ordenara y no parecía bien dispuesto a escuchar sus indicaciones. Sacando una hachuela que llevaba en la cintura, aquel desalmado se precipitó sobre el desgraciado salvaje, no con la intención de corregirle, sino de asesinarlo. Uno de los españoles que presenciaba la escena vio que el hacha se descargaba con bárbara fuerza sobre la víctima, y aunque el golpe, dirigido a la cabeza, sólo lo alcanzó en un hombro, su fuerza era tal que casi le arrancó el brazo; corriendo entonces, el español se interpuso entre ambos para evitar el homicidio.
Se interpuso entre ambos.
Tan furioso estaba el malvado al ver esto, que se precipitó con el hacha sobre el español jurando que haría con él lo mismo que con el salvaje, y le tiró un golpe que el otro, prevenido, alcanzó a parar a la vez que, devolviéndolo con la pala que tenía en la mano (ya que estaban todos entregados a las faenas del plantío), derribó sin sentido a su adversario. Otro de los ingleses vino inmediatamente en ayuda de su compatriota derribando al español, en cuyo auxilio acudieron dos de sus compañeros, que fueron atacados entonces por un tercer inglés. Ninguno llevaba fusiles, y sus armas consistían en hachuelas y otras herramientas, pero el último de los ingleses tenía consigo uno de mis viejos y enmohecidos machetes con el cual alcanzó a herir a sus dos adversarios. Esta querella exaltó los ánimos de toda la comunidad, y los españoles terminaron por reunirse y tomar prisioneros a los tres ingleses. De inmediato se planteó la cuestión de qué debía hacerse con ellos. Se habían amotinado tantas veces, se mostraban tan furiosos, rebeldes y holgazanes, que no sabían ya de qué manera castigarlos por tantos crímenes, temerosos de su carácter vengativo y de lo poco que se contenían al agredir a los demás; evidentemente la vida no estaba asegurada si permanecían a su lado.
El español que hacía de gobernador les manifestó que de ser compatriotas suyos los habría hecho colgar, puesto que las leyes y los gobiernos estaban destinados a preservar la sociedad, y los tres eran lo bastante peligrosos para ser expulsados de ella. Con todo, teniendo en cuenta que se trataba de ingleses y que a la generosidad de un inglés debían ellos su libertad y su vida, trataría de ser misericordioso y los entregaría a la decisión de los otros dos ingleses que eran sus compatriotas.
Al oír esto, uno de los dos honestos ingleses se puso de pie y suplicó que el destino de los prisioneros no les fuera confiado.
—Porque —agregó— en conciencia deberíamos sentenciarlos a la horca.
Luego de estas palabras contó cómo Will Atkins, uno de los tres, les había propuesto reunirse y asesinar a todos los españoles mientras estuvieran entregados al sueño.
Cuando el gobernador español hubo oído esto, se dirigió a William Atkins.
—¡Cómo, señor Atkins! —exclamó—. ¿Es que pensabais matarnos? ¿Qué tenéis que decir a esta acusación?
El miserable villano, lejos de negar el hecho, dijo que era cierto y que trataría de llevarlo a cabo antes de que ellos lo matasen.
—Muy bien, señor Atkins —dijo entonces el español—, ¿pero qué os hemos hecho nosotros para que intentéis matarnos así? ¿Y qué ganaréis cometiendo esa atrocidad? Contestadme también: ¿qué debemos hacer para impedir que nos matéis? ¿Tendremos que adelantarnos para no ser muertos? ¿Por qué nos lleváis a tales extremos, señor Atkins? —concluyó el español muy sereno y sonriendo al hablar.
Will Atkins estaba tan rabioso al oír que el gobernador se burlaba de su proyecto, que de no haber estado sujeto por tres hombres es de creer que hubiese intentado, pese a no tener armas, asesinar al español delante de todos los otros. Tan estúpido comportamiento los obligó a que consideraran seriamente la conducta a seguir. Los dos ingleses y el español que librara al pobre salvaje eran de opinión que había que ahorcar a uno de los tres para que sirviera de ejemplo a los restantes; que se ejecutara al que por dos veces consecutivas había intentado cometer un asesinato armado de un hacha, y que en parte había logrado su fin, ya que el infeliz salvaje estaba tan malherido que no había muchas posibilidades de que se recobrara.
Sin embargo, el gobernador español se mantuvo en la negativa. Un inglés les había salvado la vida, y él no consentiría jamás en condenar a muerte a un hombre de esa nacionalidad, aunque hubiese asesinado a la mitad de ellos; agregó que incluso si él mismo sucumbiera a manos de un inglés y le quedase tiempo para articular unas palabras, sería para pedir al resto que lo perdonara.
Con tanta vehemencia insistió el gobernador que no se atrevieron a contradecirlo, y como la clemencia obtiene enseguida numerosos partidarios cuando es predicada con calor, todos terminaron por adoptar su partido. Quedaba sin embargo en pie la cuestión de impedir a aquellos villanos que pusieran su siniestro plan en ejecución, ya que tanto el gobernador como sus hombres veían necesario tomar medidas para preservar de tal peligro a la pequeña comunidad. Luego de un largo debate se decidió ante todo desarmar a los ingleses, y no permitirles usar en adelante fusiles, pólvora y balas, espadas ni arma alguna, tras lo cual se los arrojaría de la sociedad para que viviesen donde les pareciera mejor y en la forma que se les antojase. Quedó prohibido a los españoles y a ambos ingleses honestos que hablaran con los desterrados o tuviesen ningún contacto con ellos; les prohibieron acercarse a la residencia de la colonia y se les fijó el límite preciso, previniéndoles que apenas se advirtieran señales de que pretendían cometer algún desorden, tal como asolar, incendiar o cometer cualquier tropelía contra las plantaciones, el ganado o las empalizadas pertenecientes a la comunidad, serían muertos sin lástima, cazándolos como bestias salvajes dondequiera los hallaran.
El gobernador, que era hombre de nobles sentimientos, consideró la sentencia y luego, volviéndose hacia los dos ingleses que los acompañaban, les dijo:
—Escuchad, es preciso tener en cuenta que pasará mucho tiempo antes de que esos individuos puedan disponer de una cosecha propia y domesticar animales, y entretanto se morirán de hambre; necesario será, por consiguiente, proveer a su subsistencia.
Se agregó entonces a la sentencia que los tres ingleses recibirían al ser expulsados una cantidad de grano que les alcanzara unos ocho meses tanto para alimentarse como para sembrar, a cuyo término podrían recoger su primera cosecha propia; además se les entregarían ocho cabras lecheras, cuatro machos y seis cabritos, tanto para que se alimentaran de ellos como para que iniciaran un rebaño. Se les darían igualmente las herramientas necesarias para el trabajo del plantío: seis hachuelas, un hacha, una sierra y otras cosas semejantes, pero no recibirían ninguno de esos instrumentos hasta tanto no juraran solemnemente que no los emplearían para herir a los españoles ni a los ingleses. Así los arrojaron de la sociedad, condenándolos a que vivieran por su cuenta y riesgo. Se alejaron sombríos y rebeldes, sin deseos de marcharse ni de quedarse, pero como no les quedaba otro remedio que hacerlo se fueron fingiendo que les placía ir a vivir independientemente, ser dueños de su plantación y demás bienes. Al marcharse se les entregaron algunas provisiones, pero no armas.
Cuatro o cinco días más tarde estuvieron de regreso en busca de más vituallas, e informaron al gobernador del sitio donde habían decidido instalarse, construir sus chozas e iniciar una plantación. Por cierto que el lugar era excelente, en la parte más remota de la isla, mirando hacia el N.E. y muy cerca del lugar donde conseguí hacer tierra después de haber sido arrastrado mar afuera, Dios sabe hasta dónde, en mi tentativa de circunnavegar la isla.
Allí levantaron dos bonitas chozas utilizando la misma defensa que yo empleara en mi morada, es decir, protegiéndolas contra el flanco de una colina que aparecía rodeada por árboles en tres de sus lados; bastaba, pues, plantar algunos más para que las habitaciones quedaran totalmente ocultas por más que se las buscara. Querían pieles de cabra para que les sirviesen de abrigo y de lecho, y les fueron dadas. Luego que empeñaron su palabra de que en modo alguno perturbarían al resto de la colonia, o intentarían dañar sus plantaciones, les entregaron hachuelas y demás herramientas de las que podían desprenderse, así como guisantes, cebada y arroz para que sembraran; o sea, les proveyeron de todo menos de armas y municiones.
Así apartados vivieron por espacio de seis meses, y recogieron su primera cosecha, la que resultó muy escasa porque el terreno cultivado era pequeño. Aquellos hombres tenían una inmensa tarea puesto que iniciaban el plantío con todas las fatigas imaginables; asimismo cuando se pusieron a hacer tablones o cacharros, su torpeza no les permitió obtener nada de provecho. Al llegar la estación de las lluvias, como carecían de una cueva en la colina no pudieron mantener seco el grano obtenido, y se vieron en peligro de perderlo todo. Estas contrariedades los tornó más humildes, y entonces acudieron a suplicar a los españoles que los ayudasen, lo que éstos aceptaron de buen grado. En cuatro días excavaron todos un gran agujero en la ladera rocosa, con capacidad suficiente para proteger de la lluvia el grano y otros alimentos. Era, sin embargo, un pobre almacén en comparación con el mío, en especial ahora que los españoles lo habían agrandado mucho, haciendo varios compartimientos nuevos en el interior de la cueva.
Nueve meses después de los episodios narrados, una nueva locura se apoderó de aquellos tres bandidos que, sumada a sus anteriores hazañas, les trajo graves consecuencias y estuvo a un paso de ser la ruina de la colonia entera. Cansados los tres socios, por lo que parece, de la trabajosa vida que llevaban, y sin esperanzas de salir jamás de aquella situación, tuvieron la idea de emprender un viaje al continente de donde venían los salvajes e intentar apoderarse de algunos prisioneros entre los nativos que encontraran, trayéndolos consigo para tenerlos esclavos.
El proyecto no habría sido tan descabellado de terminarse ahí; pero sus autores no eran capaces de proponer o hacer nada que no contuviese maldad en sí, ya sea en la intención o en el modo de ejecutarlo; verdaderamente es de creer, si se me permite dar mi opinión, que aquellos hombres estaban malditos de Dios.
Pero vuelvo a mi relato sin más disgresiones. Los individuos acudieron una mañana a los españoles y solicitaron audiencia con palabras humildes. Atendidos de inmediato, manifestaron que estaban hartos de vivir en la forma que lo hacían, puesto que no eran lo bastante diestros para proveerse de las muchas cosas que necesitaban. Como carecían de ayuda, se veían condenados a morirse de hambre, por lo cual suplicaban a los españoles que les permitieran tomar una de las canoas en las cuales habían venido a la isla, así como armas y municiones adecuadas a su empresa, consistente en hacer la travesía en busca de mejor suerte, lo que entre otras cosas significaría para los demás colonos verse libres de darles provisiones continuamente.
Los españoles sintieron la alegría que es de imaginar a la idea de verse libres de aquellos hombres, pero se apresuraron con toda nobleza a señalarles la segura desgracia que los esperaba en aquellas tierras. Agregaron que ellos habían pasado por tales pruebas en los mismos lugares, que podían afirmar sin ningún espíritu de profecía que apenas llegasen allá morirían de inanición o serían asesinados, por lo cual les rogaban que reflexionasen antes de decidirse.
A esto replicaron audazmente los ingleses que lo mismo morirían de hambre quedándose en la isla, pues ni sabían ni querían trabajar, y que si en el continente perecían de inanición o asesinados no era para preocuparse puesto que no dejaban mujeres o hijos que los llorasen; en suma, insistieron en sus demandas, declarando que lo mismo se irían aunque no quisieran darles armas.
Oyendo esto, los españoles replicaron cortésmente que si estaban dispuestos a embarcarse no se irían sin contar con elementos suficientes para defender sus vidas; cierto que les era penoso entregarles armas de fuego, pues apenas contaban con suficiente número para sí mismos, pero así y todo les darían dos mosquetes, además de una pistola, un machete y dos hachuelas, lo cual parecía suficiente para la expedición.
Los ingleses aceptaron la oferta. Entonces, después que los colonos hornearon suficiente cantidad de pan para un mes y lo entregaron a los viajeros junto con carne fresca de cabra, una canasta grande de pasas, un tonel de agua dulce y un cabrito para matar durante el viaje, los tres se lanzaron a la aventura de cruzar el mar rumbo a una tierra situada por lo menos a cuarenta millas de distancia.
La canoa era muy grande, con capacidad para quince o veinte hombres, por lo cual les era bastante trabajoso pilotearla; pero como el viento soplaba a favor y la marea los ayudaba, iniciaron felizmente el viaje. Habían hecho un mástil con una larga pértiga; y cuatro grandes pieles de cabra, secas y cosidas entre sí, formaban la vela. Llenos de entusiasmo se hicieron a la mar y los españoles los despidieron con un «¡Buen viaje!», aunque cada uno de ellos estaba seguro de que no volvería a verlos jamás.
Con frecuencia comentaban los colonos entre sí, incluso con los dos honestos ingleses que los acompañaban, qué tranquila y agradable era la vida ahora que aquellos turbulentos individuos se habían marchado. Jamás cruzó por la mente de ninguno de ellos la más remota idea de que los viajeros retornaran alguna vez, cuando he aquí que veintidós días más tarde uno de los ingleses que estaba trabajando lejos en su plantío vio repentinamente a tres desconocidos que se acercaban por aquel lado llevando fusiles al hombro.
Tres desconocidos que se acercaban.
Como si se hubiera vuelto loco corrió el inglés a llevar la noticia al gobernador español, diciéndole que estaban en peligro por cuanto individuos desconocidos habían desembarcado en la isla y él ignoraba quiénes podían ser. El español reflexionó unos momentos, antes de hablar.
—¿Qué queréis decir —preguntó— con eso de que ignoráis quiénes son? Indudablemente se trata de salvajes.
—¡No, no! —dijo el inglés—. ¡Son hombres vestidos, con armas!
—Pues entonces, ¿por qué afligirse así? —repuso el gobernador—. Si no son salvajes serán amigos, pues no hay nación cristiana en la tierra que no pueda hacernos más bien que mal.
Mientras hablaban, los tres ingleses se presentaron por la parte exterior del bosque y gritaron para que los reconocieran. De inmediato cesó todo motivo de asombro, aunque los colonos no tardaron en sentirse nuevamente asombrados por otras razones, y sobre todo preocupados por no saber el motivo que había hecho regresar a aquellos individuos.
Poco después se hallaban todos reunidos, y al interrogarlos sobre la travesía y sus incidentes los tres aventureros hicieron un breve resumen de cuanto les había pasado. Contaron que después de dos días de viaje o algo menos habían llegado a vista de tierra, pero no se atrevieron a desembarcar porque los nativos estaban alborotados al divisar la canoa y se preparaban con arcos y flechas a pelear contra ellos, por lo cual costearon hacia el norte durante seis o siete horas hasta llegar a un gran canal. Comprendieron entonces que la tierra divisada desde nuestra costa no era el continente, sino una isla, y remontando el canal descubrieron otra isla hacia la derecha, rumbo al norte, y varias más al oeste. Resueltos a desembarcar en alguna parte, se decidieron temerariamente a hacerlo en una de las que se hallaban al oeste, y pronto estuvieron en la costa. Encontraron nativos sumamente bondadosos y pacíficos, que de inmediato les ofrecieron raíces alimenticias y algo de pescado seco, manifestándose muy sociables. Las mujeres pareciendo tan deseosas como los hombres de que no les faltaran vituallas suficientes, se apresuraban a traerlas desde lejos sobre su cabeza. Permanecieron cuatro días en la isla, tratando de averiguar por medio de signos qué pueblos habitaban en una y otra parte; pronto comprendieron que en todas direcciones existían terribles y salvajes tribus, que se comían a los hombres, según les explicaron los indígenas. Ellos afirmaban no comer jamás carne humana, salvo cuando capturaban prisioneros en la guerra; terminaron por confesar que en esos casos hacían un gran festín y devoraban a los prisioneros.
Los ingleses quisieron saber cuál era la última vez que una fiesta semejante había tenido lugar, y les dijeron que dos lunas antes, señalando la luna y luego mostrando dos dedos; que su gran rey había tomado doscientos prisioneros, los cuales eran engordados actualmente para la próxima fiesta. Como los ingleses se mostraran deseosos de ver a aquellos prisioneros, los indígenas interpretaron mal sus signos y creyeron que deseaban algunos para llevárselos en la canoa y devorarlos más adelante. Se apresuraron entonces a complacerlos, señalando primero hacia el poniente y luego al este, lo que quería decir que a la mañana siguiente, cuando saliera el sol, les traerían varios prisioneros. En efecto, aparecieron por la mañana con cinco mujeres y once hombres, regalándolos a los ingleses para que se los llevasen en la canoa, tal como nosotros llevaríamos igual número de vacas y bueyes a un puerto para avituallar a un navío.
Por muy embrutecidos y perversos que aquellos hombres fuesen en su vida ordinaria, a la vista de eso sintieron que se le revolvía el estómago y no supieron qué hacer.
Rehusar a los prisioneros hubiera sido la peor ofensa a los corteses salvajes que así los agasajaban, pero a la vez no sabían qué conducta adoptar. Luego de discutirlo entre ellos un rato, decidieron aceptar los prisioneros, y en compensación obsequiaron a los salvajes una hachuela, una vieja llave y un cuchillo, así como seis o siete balas que les llamaron mucho la atención aunque no podían comprender su objeto. Entonces, luego de atar las manos a la espalda de los desdichados prisioneros, los indígenas los arrastraron a la canoa de los ingleses.
Tan pronto se hubo terminado esto los tres hombres se vieron en la necesidad de hacerse a la mar, ya que de lo contrario los dadores de tan generoso presente se hubiesen extrañado de que los viajeros no se dedicaran enseguida a comerse alguna de las víctimas, o bien, en retribución de atenciones, mataran a dos o tres e invitasen a los donantes a participar del festín.
Luego de marcharse de la isla, con todas las demostraciones de afecto y gratitud que pueden prodigarse dos grupos que no entienden una sola palabra de cuantas se dicen mutuamente, los ingleses volvieron al mar con su canoa y se encaminaron directamente hacia la primera isla donde pusieron en libertad a ocho de sus prisioneros, ya que el total era excesivo para lo que ellos deseaban.
Durante el viaje de regreso trataron de comunicarse de alguna manera con sus prisioneros, pero fue imposible hacerles comprender nada; cuanto les decían o les ofrecían era interpretado de inmediato como una señal de que iban a ser devorados. Los ingleses los desataron, pero los infelices se pusieron a gritar lastimeramente, en especial las mujeres, pues les parecía sentir ya el cuchillo en la garganta; el gesto de sus amos era para ellos clara señal de que su fin se avecinaba.
Lo mismo ocurría si les daban de comer, ya que pensaban que los ingleses temían verlos adelgazar demasiado y que no sirvieran para el banquete; si detenían sus miradas por un momento en uno de ellos, el resto deducía que estaban analizando si se hallaba en condiciones de ser devorado. Incluso después que el viaje hubo concluido y aquellos salvajes recibieron buen trato en la isla, todavía esperaban constantemente ser víctimas del apetito de sus nuevos amos y servirles de almuerzo o cena.
Cuando los tres aventureros terminaron el relato de su increíble aventura, los españoles les preguntaron dónde estaba su nueva familia. Al responderles que los habían encerrado momentáneamente en una de las chozas, y que venían a pedir algunos alimentos para ellos, todos los colonos tanto españoles como ingleses, y contando también al padre de Viernes, resolvieron ir allá para ver a los nuevos habitantes de la isla.
Al entrar en la choza encontraron a los nativos sentados y con las manos ligadas, pues los ingleses habían adoptado esa precaución al desembarcar, para impedir que se apoderaran de la canoa en una tentativa por recobrar la libertad. Allí estaban, repito, sentados y completamente desnudos. Había tres hombres, fuertes y bien plantados, de excelentes proporciones que contarían de treinta a treinta y cinco años, y cinco mujeres, de las que dos tendrían entre treinta y cuarenta años, otras dos no pasaban de veinticinco y la última, una alta y hermosa doncella, contaría dieciséis o diecisiete. Las mujeres eran de muy buena presencia, tanto en formas como en facciones, salvo el color de la piel; dos de ellas, si hubiesen sido blancas, habrían pasado por muy hermosas mujeres aun en Londres, ya que sus figuras eran graciosas y tenían actitudes en extremo modestas, sobre todo cuando más tarde se les enseñó a andar vestidas y engalanadas, bien que lo que ellas llamaban galas apenas si merece tal nombre; pero se hablará más adelante de esto.
Lo primero que hicieron los españoles fue enviar al padre de Viernes a que viera si entre aquellos salvajes había algún conocido suyo y si le era posible entender su idioma. El anciano los examinó detenidamente, pero todos ellos le resultaron desconocidos, y tampoco consiguieron entender una sola palabra de cuanto les dijo, ni siquiera sus signos, salvo una de las mujeres.
Eso bastó para que se alcanzara el fin perseguido, haciendo saber a los salvajes que los hombres en cuyas manos habían caído eran cristianos que aborrecían la sola idea de comer carne humana, y que podían tener la seguridad de que estaban a salvo de todo peligro. Tan pronto como comprendieron aquello dieron señales de profundo regocijo, manifestándolo de la manera más extravagante y variada que pueda imaginarse, sobre todo porque había indígenas pertenecientes a distintos pueblos.
La mujer que hacía de intérprete fue inducida a preguntarles en segundo término si se hallaban dispuestos a trabajar como criados de los hombres que venían de salvarles la vida. Al oír y entender la pregunta, todos se pusieron a danzar, y luego se precipitaron a recoger diversos objetos que había en el suelo y los pusieron sobre sus hombros, en señal de que estaban resueltos a trabajar para sus amos.
Luego de discutirlo un poco, los cinco ingleses tomaron cada uno una mujer por esposa, y de esa manera principió para ellos una nueva forma de vida, mientras los españoles y el padre de Viernes seguían habitando en mi castillo, que agrandaron sobremanera en el interior. Los tres sirvientes apresados durante la batalla de los salvajes permanecían con ellos, y entre todos formaban como la capital de la colonia, proveyendo al resto de alimentos y acudiendo en su ayuda con todo cuanto tenían a su alcance para sacarlos de apuros.
Lo extraordinario de este episodio es el hecho de que individuos tan díscolos, tan poco dispuestos a contemporizar, estuvieran completamente de acuerdo en lo que se refiere a las mujeres, y que dos de ellos no pretendieran quedarse con una de las nativas, siendo que había dos o tres que eran incomparablemente más agraciadas que las restantes. Eligieron sin embargo, el mejor procedimiento para evitar luchas, pues luego de encerrar a las cinco mujeres en una choza, se reunieron en la otra y tiraron suertes para decidir quién elegiría el primero.
Tiraron suertes entre ellos.
Aquel a quien la suerte designó fue a la choza donde esperaban las pobres y desvalidas mujeres y eligió la de su preferencia, siendo de notarse que a pesar de la ventaja en el sorteo se decidió por la más fea y de más edad del conjunto, lo que le valió no pocas bromas de sus compañeros y hasta de los españoles. Pero el hombre había pensado sensatamente, considerando que lo que principalmente se esperaba de aquellas mujeres era dedicación y trabajo y estuvo acertado porque aquélla fue la mejor de las cinco.
Cuando las infelices se vieron colocadas en línea y elegidas una por una, el terror volvió a dominarlas y creyeron firmemente que al fin serían devoradas. El primero de los marineros ingleses eligió y quiso sacar a una de la tienda, pero las otras iniciaron un clamoreo desgarrador, aferrándose convulsivamente a la que era separada de ellas y despidiéndose con tales demostraciones de desesperación que hubiera ablandado el más duro corazón de la tierra. Fue imposible a los ingleses convencerlas de que en modo alguno iban a asesinarlas, hasta que buscando al padre de Viernes, le hicieron explicar a las mujeres que la única intención que tenían al elegir en esa forma era la de que se convirtiesen en sus esposas.
Cuando, después de esas palabras tranquilizadoras, el espanto de las mujeres se calmó un poco, los ingleses ayudados por los españoles se pusieron a construir nuevas chozas para que cada pareja tuviese su casa, ya que las existentes estaban llenas con las herramientas, efectos y provisiones. Los tres bribones ocuparon un sitio más apartado, y los dos honestos más cerca, pero todos en el lado norte de la isla, de manera que continuaron separados como antes. Mi isla quedó por lo tanto poblada en tres sitios distintos, como si dijéramos que tres ciudades habían sido fundadas en ella.
Es digno de hacer notar aquí que, como ocurre con frecuencia en el mundo (cuando los sabios fines de Dios se muestran de una manera para nosotros incomprensibles), los dos ingleses honestos tenían las esposas de menos méritos mientras los tres malvados, que valían menos que la soga para ahorcarlos, incapaces de hacer nada y mucho menos de reformarse o ser útiles a los demás, habían tenido la suerte de que les tocaran tres esposas inteligentes, industriosas y activas. No quiero decir con esto que las otras fuesen malas en cuanto a su carácter o costumbres, ya que todas se mostraban sumisas, humildes y llenas de mansedumbre, sino solamente que no podían compararse a las restantes en cuanto a inteligencia, habilidad y pulcritud.
Otra observación merece hacerse aquí en homenaje a la aplicación y en reproche a la desidia y la negligencia. Cuando llegué yo a la isla y pude ver las mejoras practicadas, así como las plantaciones de las pequeñas colonias, observé que los dos ingleses habían sobrepasado en mucho a los otros tres. Cierto que ambos grupos tenían sembrado suficiente grano para proveer con holgura a sus necesidades ya que, como mi experiencia y las leyes de la naturaleza parecen demostrarlo, no había razón para plantar mayor cantidad de la necesaria; sin embargo, las diferencias que se observaban en los sembrados, en las empalizadas y muchos otros detalles, eran visibles de inmediato.
Las esposas de los tres ingleses eran muy listas y hacendosas en sus casas; habían aprendido el modo de cocinar tal como se los enseñara uno de ellos que había sido ayudante de cocinero a bordo, y eran capaces de aderezar muy bien la comida para sus esposos, en tanto que las otras dos no consiguieron nunca aprender ese arte, por lo cual el esposo que sabía de cocina se ocupaba de la tarea. En cuanto a los tres ingleses, no hacían otra cosa que vagabundear, buscando huevos de tortuga, pescando y cazando; en una palabra, todo menos trabajar, por lo cual carecían de muchas cosas. Los dos más tesoneros vivían bien y con holgura, mientras los holgazanes lo hacían con grandes dificultades y miserablemente. Así ha de suceder, según creo, en cualquier parte del mundo.