17. Robinson vuelve al mar

Existe un proverbio frecuentemente empleado y que encuentra en la historia de mi vida su mejor verificación: «Genio y figura, hasta la sepultura». Cualquiera podría pensar que después de treinta y cinco años de aflicciones y toda clase de desdichados sucesos que pocos hombres, según pienso, habrán tenido que soportar, y luego de casi siete años de tranquilidad y gozo rodeado de las cosas más apetecibles, ya viejo y con experiencia suficiente para discriminar sobre las distintas posibilidades de una vida atemperada y elegir entre ellas la más propia para hacer a un hombre enteramente feliz, cualquiera hubiese pensado, repito, que mi propensión natural a las aventuras, cuya intensidad he descrito al referir mis primeras andanzas por el mundo, habría ya cedido terreno y que a los sesenta y un años de edad me sentiría más inclinado a permanecer en mi hogar que a lanzarme fuera de él arriesgando otra vez la vida y la fortuna.

A esto hay que agregar que la razón habitual de esta clase de riesgos ya no existía para mí, por cuanto era hombre rico y sin ninguna necesidad de buscar otros bienes. De ganar diez mil libras no hubiera sido más rico por ello, ya que tenía suficiente para mí y aquellos a quienes legaría mi fortuna, la que por otra parte iba en aumento; de manera que mi verdadera ocupación consistía en quedarme quieto y gozar plenamente de cuanto la suerte me otorgara, viendo a la vez cómo aumentaba día a día su caudal.

Todas estas consideraciones no producían efecto en mí, por lo menos en medida suficiente como para combatir la fuerte tentación que me acometía de navegar una vez más, la que se presentaba con la regularidad de un mal crónico. Lo que más me movía era el deseo de ver mi nueva plantación en la isla, así como la colonia que allí dejara; esto bullía constantemente en mi cerebro. Soñaba noche a noche con la isla, y de día me la imaginaba, y la tenía a cada instante en mis pensamientos; tanto y tan ardientemente incubó mi fantasía esa idea que hasta en sueños hablaba yo de ella.

Con frecuencia he oído decir a personas de buen sentido que toda la algazara que hacen las gentes a propósito de fantasmas y apariciones obedece simplemente a la fuerza de su imaginación y los excesos a que la fantasía puede llegar en sus mentes; agregan que no hay tales espíritus que se aparezcan, ni fantasmas, ni cosas parecidas.

Por mi parte, hasta ahora no sé lo que existe de cierto en materia de apariciones, espectros, muertos que retornan, ni si cuanto se narra en relatos de esa clase es simplemente producto de alucinaciones, mentes enfermas o caprichos imaginarios. Pero sí puedo asegurar que mi imaginación obraba con tal fuerza, sumiéndome en arrobadores éxtasis —si puedo llamarles así—, que frecuentemente me parecía estar en la isla, en mi castillo detrás de los árboles, y ver a mi viejo español, al padre de Viernes y a los marineros rebeldes que quedaran allá; incluso creía hablar con ellos, y aunque estaba bien despierto los veía tan claramente como si los tuviera delante de mí. Esto llegó a un extremo que terminó por asustarme a mí mismo.

En una oportunidad, mientras dormía, oí al español y al padre de Viernes relatarme con tal claridad la villanía de los marineros amotinados, que me dejaron pasmado. Dijeron que los ingleses habían tratado de asesinar a los españoles llegando a incendiar las provisiones que éstos habían acumulado con el propósito de matarlos por hambre. Jamás había sabido yo nada de tales cosas, y por cierto que en la realidad ninguna de ellas resultó cierta, pero mi imaginación me las mostraba con tanta claridad que en la misma hora en que las vi en sueños tuve la certeza de que eran exactas. En mi fantasía el español me presentaba sus quejas, las cuales me ocasionaron gran inquietud, por lo cual ordené se hiciera justicia, formando tribunal a los tres pícaros y condenándolos allí mismo a ser ahorcados. Lo que hubiera de cierto en todo esto se verá más adelante, porque aunque estas imágenes vinieron a mí en sueños, traídas quién sabe por qué secreta comunicación de espíritus, mucho de verdadero había en ellas.

Volvamos, sin embargo, a mi historia. En tal estado de ánimo viví algunos años sin poder gozar de la vida, sin horas gratas ni diversión placentera salvo cuando de algún modo se relacionaban con el objeto de mi preocupación. Mi esposa, que había observado la forma en que yo vivía, absorbido por esa idea fija, me dijo una noche que había llegado a convencerse de que tal vez un secreto y poderoso impulso de la Providencia pesaba sobre mí incitándome a navegar otra vez, y que pensándolo bien sólo encontraba un obstáculo para mi partida: las obligaciones que le debía a ella y a mis hijos. Agregó que, naturalmente, no podía pensar en partir conmigo, pero estaba segura de que a su muerte lo primero que haría yo sería marcharme, por lo cual viéndome a tal punto determinado en mi empresa no quería ser mi única obstrucción, de modo que si lo creía conveniente y me resolvía a partir… Al llegar aquí observó que yo consideraba muy atentamente sus palabras, mirándola a la vez con ansiedad, de manera que se turbó algo y no dijo nada más de lo que sin duda había proyectado decir. Observé, sin embargo, que estaba emocionada y que las lágrimas brillaban en sus ojos.

—Habla, pues, querida mía —dije—. ¿En verdad quieres que me vaya?

—No —repuso ella vivamente—. Estoy lejos de querer eso, pero puesto que estás decidido a viajar, y antes de constituir el único obstáculo que te detiene aquí, prefiero ir contigo. Aunque me parece una idea descabellada para un hombre de tu edad y tu situación, si estás decidido a hacerlo —continuó mientras sollozaba— yo no te dejaré un instante. Si es una orden del Cielo hay que cumplirla; de ningún modo debes oponerte a ella; y si el Cielo dispone que tu deber sea marchar, no me impedirá que el mío sea acompañarte, o de lo contrario proveerá para que no sea yo un obstáculo.

Tan afectuoso comportamiento de mi esposa disipó un poco los vapores de mi mente, y me puse a considerar mi proceder. Hice lo que estaba a mi alcance por dominar mi fantasía y con toda la calma posible empecé a discutir conmigo mismo qué razón podía guiarme, después de una vida de sesenta años llena de desastres y sufrimientos, llegada, no obstante, a un final tan feliz y próspero, para lanzarme otra vez a nuevos azares y verme envuelto en aventuras solamente apropiadas para la juventud y la pobreza.

Junto con esos pensamientos consideré mi situación: tenía una esposa y tres niños; poseía cuanto el mundo podía darme sin necesidad de correr riesgos para conseguirlo; empezaba a declinar en mi vejez, edad más apropiada para pensar en disponer de mis bienes que en acrecentarlos. En cuanto a lo que mi esposa dijera acerca de un impulso proveniente del Cielo y mi deber de obedecerlo, no tenía ninguna noción clara acerca del mismo. De manera que luego de muchas meditaciones parecidas empecé a luchar contra los poderes de mi imaginación teniendo a la cordura por arma contra ella, como pienso que debe hacer todo individuo en análogas circunstancias. Buscando el método más efectivo y seguro me decidí a ocuparme en otras cosas, dedicarme a negocios y tareas que me alejaran definitivamente de tales fantasías, habiendo advertido que cuando estaba sin hacer nada aquellas ideas volvían con más fuerza aprovechando mi inacción.

A tal propósito adquirí una pequeña granja en el condado de Bedford, donde decidí afincarme. Tenía una casa no muy grande pero cómoda, y las tierras que la rodeaban me parecieron aptas para hacer en ellas grandes mejoras; todo esto se adaptaba mucho a mis inclinaciones, ya que me agradaba cultivar las restantes faenas rurales. Finalmente, como se trataba de una zona interior del país, me hallaba a salvo de encontrar marineros y barcos que me recordaran de inmediato los lugares más remotos de la tierra.

En suma, que nos instalamos en la granja; compré arados, rastrillos, una carreta, un carro, caballos, vacas y ovejas, y poniéndome al trabajo con toda dedicación llegué a convertirme seis meses más tarde en un simple hacendado rural. Mis pensamientos estaban absorbidos por la tarea de dirigir a mi servidumbre, cultivar los terrenos, cercar, plantar y demás; llegué a gozar de la más agradable vida que la naturaleza haya podido darnos, y que parecía señalada para un hombre acostumbrado a toda clase de infortunios.

Cultivaba mi propia tierra, no tenía arrendamiento que pagar y ninguna obligación me afligía. Lo que sembraba era para mí, y las mejoras serían para mi familia; abandonado ya todo pensamiento de aventuras, no sentía pesar sobre mí la menor preocupación. Llegué a decirme que por fin estaba gozando de esa medianía que tan encarecidamente me recomendara mi padre, y que llevaba una existencia casi celestial, algo como lo que describe el poeta a propósito de la vida de campo:

Cultivaba mi propia tierra.

A salvo de los vicios, a salvo de los daños.

Ancianidad sin males, juventud sin engaños.

Pero en medio de toda esta dicha un imprevisto y duro golpe de la Providencia volvió a desquiciar mi vida bruscamente, no sólo reabriendo en mí una llaga incurable, sino arrastrándome por sus consecuencias a una profunda recaída en mi temperamento errante, tan arraigada estaba en mi sangre esta tendencia que no tardó en dominarme con una fuerza tan irresistible que nada hubiera podido oponerse a ella. Ese golpe fue la pérdida de mi esposa.

Era ella el apoyo, el puntal de todas mis actividades, el centro de mis empresas, la fuerza que, por su prudencia, había podido reducirme a las felices dimensiones de mi actual vida, alejándome de extravagantes o insensatos proyectos que bullían en mi mente como ya he contado, y haciendo más por guiar mi errante disposición que todas las lágrimas de una madre, los avisos de un padre, los consejos de un amigo o mi propia capacidad de reflexión. Yo me sentía feliz al ceder ante sus lágrimas y sentirme conmovido por sus instancias, de manera que su muerte me dejó desolado y confundido en lo más hondo del ser.

Apenas hubo ella partido de este mundo, todo me pareció incongruente en torno mío. No sabía qué hacer ni qué dejar de hacer. Mis pensamientos volvían en torbellino a la vieja idea; mi mente se trastornaba con los caprichos de remotas aventuras; todos los gratos, inocentes placeres de mi granja y mi jardín, el ganado y la familia, que me absorbían antes por entero, dejaron de tener significado a mis ojos y perdieron su sabor; eran como música para un sordo o alimento para quien carece de paladar. Me resolví finalmente a abandonar la granja, volver a Londres, y pocos meses más tarde había hecho ambas cosas.

Cuando estuve en Londres no me sentí más tranquilo. No hallaba gusto en la ciudad, ni nada interesante que hacer en ella, salvo vagar como un desocupado del cual pudiera decirse que resultaba perfectamente inútil en la Creación y de cuya vida o muerte nada importaba a la sociedad. De todas las maneras de vivir, para mí, que había estado siempre en actividad incesante, ésta era la más odiosa, y con frecuencia me repetía: «La holgazanería es la escoria de la vida». ¡Cuánto más aprovechado me parecía mi tiempo en la época en que necesitaba veintiséis días para construir una mesa de pino!

Principiaba el año 1693 cuando mi sobrino, del que ya he dicho que se había educado en la marina y hecho capitán de un barco, volvió a casa después de un corto viaje a Bilbao, el primero que hacía. Apenas llegado me comunicó que algunos comerciantes de su relación le habían propuesto un viaje por cuenta suya a las Indias Orientales y a la China, en carácter de comercio privado.

—Ahora bien, tío —agregó—, si queréis haceros a la mar conmigo, me comprometo a llevaros a vuestra antigua morada en la isla, ya que tenemos que hacer escala en Brasil.

Ninguna demostración de que existe una vida futura y un mundo invisible puede ser más profunda que la concurrencia de causas secundarias con las ideas que nos formamos y mantenemos en el secreto de nuestra mente, sin hacerlas saber a nadie en el mundo.

Mi sobrino ignoraba por completo hasta qué punto la enfermedad de las aventuras había vuelto a apoderarse de mí, y a la vez yo ignoraba lo que él proyectaba proponerme; esa misma mañana, rato antes de que viniese a verme, acababa de debatir una vez más la cuestión y de resolver, luego de pesar todas las circunstancias, que me iría a Lisboa para consultar al viejo capitán portugués. Si de esta consulta surgía algo razonable y posible, embarcaría rumbo a mi isla para averiguar qué había sido de las gentes que en ella dejara. Mucho me había complacido la idea de poblar aquellas tierras llevando colonos, obteniendo un derecho de posesión, y muchas otras cosas, cuando a mitad de mis proyectos apareció mi sobrino, como he contado, con la intención de llevarme en su travesía a las Indias Orientales.

Apenas hubo hablado lo miré fijamente por un momento.

—¿Qué poder diabólico —le pregunté— te ha enviado con tan maligno mensaje?

Se sobresaltó mucho, pero dándose cuenta de inmediato que yo no estaba disgustado con su propuesta, recobróse al punto.

—Confío en que no sea un maligno proyecto, tío —respondió—. Me atrevo a decir que os complacerá volver a visitar vuestra colonia, donde una vez reinasteis con más acierto que muchos de vuestros colegas, los monarcas de este mundo.

En suma, la proposición coincidía tan exactamente con mis deseos y los impulsos a los cuales vivía sometido, que pocos momentos después le dije que si concertaba el viaje con sus amigos comerciantes yo lo acompañaría, pero que no podía prometer ir más allá de la isla.

—¡Cómo, tío! —exclamó—. ¿Es que acaso queréis quedaros otra vez allá?

—¿Por qué? —repuse—. ¿Acaso no puedes recogerme a tu vuelta?

Me explicó que sin duda los comerciantes que fletaban el buque no le permitirían que volviese por aquella ruta con un navío cargado con ricas mercancías, ya que el viaje demoraría por lo menos un mes más, y tal vez tres o cuatro.

—Aparte de eso, tío —concluyó—, suponiendo que yo naufragara y no pudiese llegar en vuestra busca, quedaríais reducido a la condición de antaño.

Todo esto era razonable, pero pronto encontramos un remedio que consistía en llevar a bordo un balandro desarmado cuyas piezas, una vez desembarcadas en la isla y con ayuda de carpinteros que contrataríamos ex profeso, permitirían armarlo y disponerlo para navegar en pocos días.

No tardé mucho en decidirme porque la insistencia de mi sobrino se sumaba irresistiblemente a mi propia inclinación, de manera que nada podría haberme detenido ya. Fallecida mi esposa, no tenía a nadie tan próximo a mí que tuviera autoridad para aconsejarme esto o aquello, salvo mi anciana amiga la viuda, que hizo cuanto pudo para convencerme de que mi edad y mi situación debían apartarme de los innecesarios riesgos de un largo viaje; pero en especial, trató de mostrarme mis obligaciones para con mis pequeños hijos. Pero de nada sirvió todo esto, ya que le dije francamente que había algo tan extraño en los impulsos que sentía de viajar otra vez, que resistirme a ellos y quedarme en mi hogar sería casi atentar contra la Providencia. Después de esto cesó en sus tentativas y se puso de mi parte, no solamente en la tarea de preparar el viaje, sino prometiéndome ocuparse de los asuntos de mi familia durante mi ausencia, así como de la educación de mis hijos.

De nada sirvió todo esto.

Hice entonces testamento, disponiendo de tal manera la entrega de mis bienes a mis hijos y confiando su administración en tales manos que me sentí absolutamente seguro de que nada malo podría ocurrirles sucediera lo que sucediese en mi viaje. En cuanto a su educación la confié a la viuda, con una renta suficiente para atender a sus necesidades, lo cual ella merecía sobradamente, pues nunca madre alguna se preocupó más de la crianza de sus hijos o supo encaminarlos mejor; y como alcanzó a vivir hasta mi vuelta al hogar, tuve también vida suficiente para darle las gracias por todo.

Mi sobrino estaba listo para iniciar el viaje a principios de enero de 1695. Viernes y yo embarcamos en los Downs el día ocho, llevando con nosotros —aparte del balandro mencionado— un considerable cargamento de cosas necesarias en mi colonia, que pensaba desembarcar allí en caso de encontrarla en condiciones desventajosas.

Ante todo llevé conmigo varios sirvientes que me proponía establecer como colonos o, por lo menos, hacer trabajar por cuenta mía mientras durara mi permanencia en la isla, dejándolos luego en tierra o no, según su voluntad. En especial contraté dos carpinteros, un herrero y un diestro e ingenioso muchacho que era tonelero de profesión, pero que entendía mucho de mecánica, que era capaz de hacer ruedas, molinos de mano para el trigo, y muy hábil en alfarería, así como buen tornero. Era hombre diestro para fabricar cualquier cosa con barro o con madera, de manera que le llamábamos Juan Sabelotodo.

Junto con ellos llevé a un sastre, que al comienzo proyectaba ir como pasajero hasta las Indias Orientales, pero más tarde consintió en quedarse en nuestra nueva plantación y fue un hombre excelente y utilísimo en toda clase de cosas aparte de su profesión. En fin, como ya he dicho antes, necesitábanse hombres diestros en todas las tareas.

Mi cargamento, hasta donde lo recuerdo con exactitud, ya que no he conservado detalle en particular, consistía en suficiente cantidad de géneros y algunas piezas de telas inglesas livianas, para que los españoles que yo esperaba hallar allá pudieran hacerse ropas. Embarqué cantidad aproximada para que les durase unos siete años, y aparte de eso creo recordar que llevaba prendas de vestir tales como guantes, sombreros, zapatos, medias y otras cosas, que en total sumaban un valor de doscientas libras, incluyendo algunas camas con sus colchones y menaje doméstico, en especial vajilla de cocina, cacharros, ollas, peltre, calderos de cobre y cerca de cien libras más en ferretería, clavos, toda clase de herramientas, goznes, anzuelos, cerrojos y cuanto pensé que pudiera ser necesario.

Embarqué asimismo un centenar de armas como mosquetes y fusiles, aparte de pistolas, considerable cantidad de balas de todos los tamaños y dos cañones de bronce; por lo mismo que ignoraba cuánto tiempo tendría que pasar allá y a qué extremos podía verme reducido, llevé conmigo cien barriles de pólvora, espadas, machetes y hierros de picas y alabardas, de modo que en resumen teníamos a bordo un gran depósito conteniendo toda clase de cosas. Hice que mi sobrino instalara, aparte de los necesarios al buque, dos pequeños cañones de alcázar a fin de dejarlos en la isla si se presentara motivo; con todo ello estábamos en condiciones de montar un fuerte y defendernos contra toda clase de enemigos. Desde un principio pensé que necesitaríamos aquello y aún más si esperábamos mantenernos en posesión de la isla, como se verá a lo largo de este relato.

Vientos contrarios nos llevaron primero hacia el norte, y nos vimos precisados a refugiarnos en Galway, Irlanda, donde nos quedamos veintidós días. Como compensación por esta contrariedad encontramos que las provisiones eran allí extremadamente baratas y que abundaban muchísimo, de modo que mientras permanecimos en la rada no tocamos para nada las vituallas de a bordo y hasta las acrecentamos; compré allí varios cerdos, así como dos vacas y terneros, lo que confiaba en llevar vivos a mi isla si teníamos buen viaje; sin embargo, las circunstancias nos obligaron a disponer de ellos en otra forma.

El 5 de febrero salimos de Irlanda y durante varios días tuvimos buen viento. En la noche del 20 de febrero, según creo recordar, el segundo que estaba de guardia entró en la toldilla y nos dijo que acababa de ver un resplandor como de fuego, oyendo también el disparo de un cañón. Mientras nos narraba esto un grumete entró a decirnos que el contramaestre había oído otro disparo. Salimos corriendo al alcázar donde por un rato no oímos nada, pero minutos más tarde vimos una gran luz y comprendimos que había un terrible incendio a la distancia. A la media hora de navegar en aquella dirección, y como el viento nos impulsaba con fuerza aunque no excesivamente, descubrimos claramente que un gran navío se había incendiado en medio del mar.

La vista de este desastre me conmovió profundamente, pese a que desconocía a los tripulantes de aquel barco. Recordé sin embargo mis antiguas aventuras, en qué triste condición fuera recogido del mar por el capitán portugués, y cuán peores podrían ser aún las desdichas de aquellas pobres gentes del navío a no encontrarse tan cerca el nuestro para auxiliarlas. Ordené de inmediato que se dispararan cinco cañonazos, uno después de otro, para tratar de avisarles que acudíamos en su auxilio y a fin de que se decidieran a embarcarse en la chalupa del navío; es preciso advertir que, en la oscuridad de la noche, aunque veíamos muy bien el navío incendiado, nosotros permanecíamos invisibles a su vista.

Estuvimos un tiempo a la espera, manteniéndonos a igual distancia del barco y esperando la luz del día, cuando de improviso y para nuestro espanto —pese a que era de imaginarse que ello ocurriría— el buque voló en pedazos y pocos minutos más tarde el fuego se había extinguido. Triste espectáculo fue aquél, y en especial afligente por la suerte de los desdichados tripulantes que, según imaginamos, debían haber perecido todos o encontrarse en la peor de las situaciones, en medio del océano y a bordo de la chalupa; tan oscuro estaba que no alcanzábamos a ver nada. Traté sin embargo, de encaminarlos hacia nosotros si era posible, mandando encender luces en distintas partes del buque, y permanecimos toda la noche con linternas y disparando cañonazos a fin de que supieran que había socorro cercano para ellos.

El buque voló en pedazos.

Con ayuda de los anteojos descubrimos a eso de las ocho de la mañana las chalupas del buque hundido; había dos de ellas, repletas de gente y casi zozobrando por el excesivo peso. El viento estaba en contra, pero remaban incesantemente en nuestra dirección, haciendo todo lo posible para que los viéramos.

De inmediato enarbolamos el pabellón para tranquilizarlos, y pusimos una bandera a modo de señal para que se acercaran a nuestro barco, a la vez que desplegábamos más velas a fin de ir a su encuentro. Media hora más tarde estábamos a su lado y pronto tuvimos a todos a bordo, no menos de sesenta y cuatro hombres, mujeres y niños, pues entre ellos se contaba buen número de pasajeros.

A través de su relato supimos que se trataba de un navío mercante francés de trescientas toneladas, que volvía a su patria procedente de Quebec, en el río del Canadá[3]. El capitán nos hizo un detallado relato de la catástrofe de su navío, explicando cómo el incendio se inició en la antecámara por una negligencia del piloto; al comienzo habían creído dominar el fuego, después de los primeros gritos de socorro, cuando descubrieron que algunas chispas habían pegado fuego a otras partes del navío donde no era fácil llegar para sofocar los incendios; desde allí, deslizándose por entre el maderamen y tomando incremento en la parte inferior del puente y luego en la bodega, terminó por imponerse a todos los desesperados esfuerzos que se intentaron para dominarlo.

Sólo les quedaba refugiarse en los botes, los que afortunadamente eran bastante grandes; tenían una lancha, una chalupa y un pequeño esquife que les sirvió solamente para embarcar en él algo de agua dulce y provisiones, una vez que se hubieron puesto a salvo del fuego. Pocas esperanzas tenían sin embargo de salvar la vida, abandonados en aquellos botes a tan enorme distancia de tierra; se consolaban pensando que por lo menos habían escapado de las llamas y que acaso algún navío anduviera por esas aguas y alcanzara a verlos. Tenían velas, remos y una brújula, y se disponían a poner rumbo nuevamente a Terranova, ya que el viento soplaba favorablemente.

En medio de sus deliberaciones, cuando todos se sentían desesperados y prontos a la peor angustia, el capitán nos refirió con lágrimas en los ojos su maravillosa sorpresa al escuchar el sonido de un cañonazo, y luego otros cuatro, tal como yo había ordenado tirar durante la noche. Esto animó sus corazones, llevándoles la seguridad que justamente había deseado yo que recibieran, es decir, que un navío estaba en las inmediaciones listo para acudir en su socorro.

Me sería imposible pintar aquí la diversidad de ademanes y gestos, los raptos de júbilo y la variedad de expresiones por las cuales aquellas pobres gentes así salvadas trataban de demostrarnos su alegría. Es fácil describir la pena y el miedo: suspiros, lágrimas, quejidos y unos pocos movimientos de las manos y la cabeza constituyen toda su variedad; pero un exceso de alegría, un arrebato de júbilo contiene en sí la posibilidad de mil extravagancias distintas. Algunos lloraban, otros se retorcían y desgarraban a sí mismos como si se encontraran en la peor agonía o aflicción; unos parecían enfurecidos o abiertamente lunáticos mientras otros corrían por el barco pisando con todas sus fuerzas o se retorcían las manos; los había que bailaban o cantaban, algunos riendo y muchos más llorando; no faltaban los que parecían alelados, incapaces de articular una palabra; vi a varios enfermos, vomitando o desmayándose; y por fin, unos pocos hacían el signo de la cruz y daban gracias al Señor.

No quisiera ser injusto con ninguno de ellos. Sin duda hubo muchos otros que poco más tarde se sintieron también reconocidos por su salvación, pero en ese primer momento sus pasiones eran demasiado fuertes y no podían dominarlas suficientemente; parecían más bien lanzados al éxtasis o a una especie de delirio, y muy pocos mostraban una alegría más serena y compuesta.

Tal vez contribuía a tan excesivas manifestaciones la nacionalidad de aquellos pasajeros; ya se sabe que los franceses poseen un carácter más voluble, apasionado y vivo, y que su ánimo es más ligero que el de otros pueblos. No sé bastante filosofía para determinar la causa de esta diferencia, pero nada de cuanto había visto hasta ahora podía compararse a aquello. Recordaba los arrebatos del pobre Viernes, mi fiel salvaje, cuando al llegar a la canoa halló en su interior a su padre, así como los transportes del capitán y sus dos compañeros cuando los libré de los villanos que iban a abandonarlos en la isla; sin duda sus arrebatos se habían asemejado a éstos, pero no resistían comparación posible, y nunca más vi transportes semejantes, ni en Viernes ni en nadie bajo ninguna circunstancia.

Reparé asimismo que todas aquellas extravagancias no se mostraban del modo ya descrito en distintas personas, sino que la variedad entera se manifestaba sucesivamente y en pocos minutos en cualquiera de ellos. Un hombre que veíamos de improviso como atontado, dando una impresión de absoluta inconsciencia y atonía, se lanzaba al minuto siguiente a bailar y gritar como un bufón, para pasar momentos más tarde a desgarrar sus ropas o arrancarse los cabellos, pisoteando los jirones como un endemoniado; luego de eso rompía a llorar, luego palidecía de improviso y se desmayaba; por cierto que de no haberlo ayudado en tal trance pocos minutos más tarde hubiera muerto. Y esto no sucedía solamente con uno o dos, ni siquiera diez o veinte, sino con la gran mayoría de ellos, y si no estoy muy equivocado nuestro cirujano tuvo que sangrar a más de treinta.

Entre los rescatados se contaban dos sacerdotes, uno de ellos ya anciano y el otro muy joven; lo extraordinario es que de los dos fue el anciano el que se condujo peor. El más joven demostró un gran dominio de sus pasiones, dando ejemplo de una mente controlada con firmeza. Apenas subido a bordo se dejó caer de rodillas, prosternándose en señal de gratitud por su liberación, y fue entonces que cometí la imprudencia desdichada de turbarlo en su éxtasis creyendo que estaba a punto de desvanecerse. Al verme acudir a él me habló serenamente, dándome las gracias y diciéndome que iba a agradecer al Señor por haberlos librado; me pidió que lo dejase solo por un momento, agregando que una vez que hubiera cumplido con su Hacedor acudiría a mí para darme también las gracias.

Lamenté profundamente haberlo interrumpido de ese modo, y no sólo lo dejé aparte sino que mandé a los demás que no se acercaran. Durante tres minutos o más continuó en la misma postura, y luego se levantó y vino a mí tal como lo había prometido. Con la misma calma de antes, pero profundamente conmovido y llenos los ojos de lágrimas, me agradeció que hubiera sido el instrumento divino que salvara de la muerte a él y a esas desdichadas criaturas.

Tras eso, el joven sacerdote se dedicó a calmar a sus compatriotas, esforzándose por volverlos a la realidad; trató de persuadirlos, de convencerlos por medio de razonamientos y súplicas, haciendo todo cuanto estaba a su alcance para que recobraran el uso de la razón; logró buen éxito con muchos, aunque otros estuvieron durante bastante tiempo más allá de todo dominio de sí mismos.

No he podido menos de hacer estas descripciones que acaso sean útiles a aquellos a cuyas manos vayan, enseñándoles a dominarse en todos los excesos de sus pasiones; pues si un exceso de júbilo puede arrastrar a los hombres hasta tal punto más allá de la razón, ¿cuáles no serán las extravagancias del odio, la cólera y la irritación? En aquella oportunidad vi motivo suficiente para mantener una constante vigilancia sobre todos nuestros impulsos, tanto los derivados de la alegría y la satisfacción como los causados por la angustia o el resentimiento.

Durante el primer día nos desconcertaron un poco los arrebatos de nuestros nuevos huéspedes, pero cuando se hubieran retirado a los alojamientos que les preparamos con toda la comodidad que el buque permitía, y hubieran dormido profundamente, encontramos al otro día que eran ya personas muy distintas.

Ninguna de las amabilidades y finezas por las cuales pudieran expresarnos su reconocimiento faltó entonces. Ya es sabido que los franceses son naturalmente aptos para destacarse en materia de cortesía. El capitán y uno de los sacerdotes vinieron a hablar conmigo y mi sobrino el capitán, queriendo consultarnos sobre lo que decidiríamos acerca de ellos. Principiaron por manifestarnos que les habíamos salvado la vida y que todo cuanto tenían era insignificante para retribuir nuestras bondades. El capitán manifestó que habían conseguido salvar algún dinero y objetos de valor en las chalupas, arrebatándolos a último momento de las llamas, y que si aceptábamos esos bienes estaban autorizados a ofrecérnoslos en nombre de todos. Su único deseo era ser llevados a tierra en algún punto de nuestro itinerario desde donde, a ser posible, pudieran lograr medios para retornar a Francia.

Mi sobrino fue de opinión de aceptar en primera instancia el dinero y decidir luego el destino de aquellas gentes, pero yo lo disuadí en esta parte, pues sabía bien lo que significaba ser dejado en tierra y en país extraño. Si el capitán portugués que me recogió en el mar hubiera hecho eso conmigo, aceptando todo cuanto yo tenía por pago de mi salvación, hubiese muerto más tarde de hambre o vivido en el Brasil como un esclavo, al igual que antes en Berbería, con la única diferencia de no pertenecer a un mahometano; por cierto que un portugués no es mejor amo que un turco, y a veces mucho peor.

Dije por lo tanto al capitán francés que si los habíamos librado de su afligente situación, habíamos cumplido solamente con nuestro deber de semejantes, haciendo lo que hubiésemos esperado a nuestro turno de encontrarnos en una situación como la suya; no dudábamos por otra parte que de haberse cambiado los papeles ellos hubiesen obrado del mismo modo con nosotros, y que nuestra intención había sido la de salvarlos y no someterlos a un saqueo; por lo tanto no estaba dispuesto a permitir que la menor cosa les fuera quitada a bordo. En cuanto a dejarlos en tierra, admití que para nosotros constituía una gran dificultad ya que nuestro navío estaba destinado a las Indias Orientales; mi sobrino el capitán no podía obrar de modo distinto del dispuesto por los que fletaban el navío, con los cuales estaba comprometido por contrato a seguir viaje a Brasil. Todo cuanto podíamos hacer era mantenernos en el rumbo de aquellos navíos que retornaran a la patria viniendo de las Indias Occidentales y obtener para ellos pasaje con destino a Inglaterra o Francia.

La primera parte de esta propuesta era tan amable y generosa que mis interlocutores se manifestaron profundamente agradecidos, pero cuando oyeron el resto cayeron en una gran consternación, en especial los pasajeros que advertían que los llevaríamos a las Indias Orientales; me suplicaron entonces que, en vista de que ya habíamos sido llevados hacia el oeste antes de nuestro encuentro, por lo menos mantuviéramos el rumbo hasta llegar a los bancos de Terranova, donde era posible dar con algún navío o balandro que se prestara a embarcarlos de regreso a Canadá, de donde procedían. Pensé que la súplica era harto razonable, y por lo tanto accedí a ella con toda buena voluntad, reparando en que llevar semejante número de personas a las Indias Orientales sería no sólo intolerable desgracia para los desdichados, sino que además nuestro viaje resultaría una ruina por el consumo obligado de todas las provisiones. Preferí entonces considerar lo ocurrido no como una violación del contrato sino un accidente imprevisto que nos ponía en situación de proceder como se ha dicho, de lo cual nadie era en lo más mínimo culpable. Las leyes de Dios y de la Naturaleza hubieran prohibido que negásemos acceso a bordo a chalupas llenas de gente en tan horrible situación, y la naturaleza de lo sucedido, tanto desde el punto de vista de los náufragos como de nuestra conveniencia, nos obligaba a desembarcarlos en un sitio u otro para su total liberación. Consentí, pues, que hiciéramos rumbo a Terranova, si el tiempo y el viento lo permitían; de lo contrario los llevaría a la Martinica, en las Indias Occidentales.

Una semana más tarde alcanzamos los bancos de Terranova; para abreviar mi relato diré que transbordamos a todos nuestros franceses a un navío que ellos contrataron a fin de que los llevase primero a tierra y más tarde a Francia, si conseguían suficientes provisiones para avituallarse en el viaje. Cuando digo que todos los franceses desembarcaron debo señalar que el joven sacerdote de quien ya he hablado, sabedor de que íbamos rumbo a las Indias Orientales, sintió deseos de hacer con nosotros el viaje y desembarcar en la costa de Coromandel, cosa a la que accedí de inmediato porque aquel hombre me parecía admirable; y no me equivocaba, según pude comprobarlo más adelante. Otros cuatro franceses, marineros, entraron al servicio de nuestro navío y fueron excelentes y muy útiles.

Desde allí hicimos rumbo directamente hacia las Indias Occidentales, siguiendo una dirección S. y S.E. durante veinte días, en los que encontramos con frecuencia calma chicha, hasta que al fin dimos con otra ocasión para que nuestro sentido humanitario pudiera ejercitarse, en circunstancias casi tan deplorables como las que termino de narrar.

Se trataba de un barco de Bristol que debía volver a la patria desde las Barbadas, pero que había sido arrebatado por un furioso huracán de la rada de las islas cuando le faltaban todavía unos días para estar en condiciones de hacerse a la mar; al producirse la catástrofe, el capitán y el segundo se encontraban en tierra, de manera que los tripulantes, además de estar atemorizados, carecían de hombres capaces de dirigir la maniobra de retorno al puerto. Llevaban ya nueve semanas en alta mar, y apenas concluido el primer huracán fueron arrebatados por una nueva y furiosa borrasca que los arrastró hacia el oeste sin que pudieran tener idea alguna del rumbo que llevaban, y en el transcurso de la cual perdieron sus mástiles. Lo peor de todo era que estaban ya medio muertos de hambre por falta de vituallas, aparte de las constantes fatigas sufridas. No tenían galleta ni carne y llevaban once días sin probar ni una onza de esos alimentos. Su único alivio era que todavía les quedaba agua, así como medio barril de harina; también tenían azúcar, pero las frutas en jarabe y los dulces se les habían terminado hacía mucho; disponían aún de siete barriles de ron.

Viajaban a bordo un jovencito, con su madre y una criada, que habían tomado pasaje en el navío y creyendo infortunadamente que estaba pronto para zarpar acudieron a embarcarse justamente la noche antes de que se desatara el huracán. Careciendo de provisiones propias, rápidamente consumidas, aquellos tres infelices se encontraban en una situación aún peor que la del resto, pues los marineros, reducidos a tan extrema necesidad, no habían tenido compasión alguna con los pasajeros, y apenas puedo describir el grado de inanición en que se hallaban.

Quizá no hubiera llegado a saberlo, con todo, si la curiosidad no me hubiera impulsado a trasladarme a bordo aprovechando el buen tiempo y la calma del mar. El segundo piloto, que comandaba el barco en la emergencia y había pasado a bordo del nuestro, me dijo que quedaban tres pasajeros en la cámara de popa, los cuales se encontraban en una deplorable condición.

—Hasta creo que deben haber muerto —agregó— porque hace más de dos días que no los oímos, y yo no me atrevía a llamarlos, pues en nada podía aliviar su desgracia.

De inmediato tratamos de brindarles todo el socorro de que disponíamos; convencí a mi sobrino de que debíamos darles todas las provisiones que pudieran necesitar, aunque más tarde tuviéramos que poner rumbo a Virginia o a otro punto de la costa americana para avituallarnos a nuestro turno; pero no hubo necesidad de llegar a eso.

Aquellos hombres enfrentaban ahora un nuevo peligro, y era el de comer demasiado de una vez, pese a las pequeñas porciones que les dábamos. El segundo, o capitán del barco, había acudido a nuestro navío con seis de sus hombres, pero aquellos desdichados parecían más bien esqueletos y estaban tan débiles que apenas podían mover los remos. También el segundo se sentía enfermo y medio muerto de hambre, y supimos que no había reservado raciones aparte de las de sus hombres, compartiendo lo que había de igual a igual.

Había acudido a nuestro navío con seis de sus hombres.

Le aconsejé que comiera poco, luego de hacerle traer alimentos, pero apenas había tomado dos o tres bocados cuando se sintió terriblemente mal; dejó entonces de comer, mientras nuestro cirujano mezclaba algo en una ración de caldo, asegurando que ello le serviría de alimento y purgante al mismo tiempo; apenas lo hubo bebido se sintió mejor. No olvidaba yo entretanto a los demás hombres; ordené que se les diera de comer y los desdichados devoraron más que comieron, ya que el hambre era tal que habían perdido el control de sí mismos y parecían como rabiosos; por cierto que dos se excedieron tanto que estuvieron a punto de morir a la mañana siguiente.

Todo el tiempo que el segundo empleó en relatarnos los tristes acontecimientos ocurridos en su barco, no dejé de pensar en lo que me había dicho sobre aquellos infelices pasajeros encerrados en el camarote de popa, es decir, una madre con su hijo y una sirvienta; el segundo afirmaba no haberlos oído desde hacía dos o tres días, y en cierto modo confesó que habían olvidado por completo a sus pasajeros, absorbidos en las propias tribulaciones. De ahí deduje que en realidad no les habían dado ningún alimento, y que probablemente habrían muerto ya de hambre, por lo cual solamente encontraría sus cadáveres en la cabina.

Mientras tuvimos al segundo —a quien llamábamos capitán— a bordo con sus hombres para que se alimentaran, no olvidamos al resto de la desfalleciente tripulación que había quedado en el otro barco, tanto que ordené enviar mi propia lancha tripulada por mi segundo y doce hombres que llevarían un saco de galleta, a más de cuatro o cinco trozos de carne para hervir. Nuestro cirujano encargó especialmente que la carne fuese hervida sin darla antes a nadie, y que se montara guardia en la cocina para impedir que aquellos infelices se apoderaran de ella para comerla cruda o antes de que estuviese en su punto; dijo asimismo que a cada hombre debía dársele cada vez una porción muy pequeña, y en esa forma consiguió salvar a los marineros, que de otra manera hubieran perecido a causa de lo mismo que se les ofrecía para recobrar las fuerzas.

Ordené al segundo que fuera a la cabina de popa para averiguar en qué estado se encontraban los pasajeros, por si quedaba todavía la posibilidad de prestarles auxilio y ofrecerles ayuda de todo género; el cirujano le entregó una olla del mismo caldo que había hecho tomar al segundo que estaba en nuestro barco, y que según su parecer debía restablecerlos gradualmente. Con todo no me sentí satisfecho, y sintiendo, como he dicho más arriba, un gran deseo de ver por mí mismo el escenario de aquel drama, y seguro de que en persona tendría una impresión mucho más nítida que la que pudiera lograr por relatos de mis hombres, llamé al capitán del otro barco y después de un rato nos fuimos en su bote.

Encontré a los infelices marineros frenéticos en su ansia por comer la carne antes de que estuviera bien hervida, pero mi segundo había cumplido las órdenes y encontré una sólida guardia a la entrada de la cocina. El hombre, que allí estaba después de emplear la persuasión hasta el cansancio, había tenido que emplear la fuerza para alejar a la tripulación. Sin embargo se le ocurrió remojar algunos bizcochos en el caldo de la carne, haciendo unas sopas que repartió a los hombres para que confortaran poco a poco su estómago, mientras les decía que les daba pequeñas porciones para su propio bien.

Encontré a los infelices marineros frenéticos.

Pero el infortunio de los pasajeros del camarote era de distinta naturaleza y harto peor que el de los marineros. Desde un comienzo la tripulación había tenido tan pocas provisiones que la ración dada a los pasajeros fue muy pequeña y cesó totalmente pocos días más tarde, tanto que en los últimos seis o siete días nada habían tenido que comer y en los días anteriores apenas una mínima cantidad. La desdichada madre, que según decían los hombres, era una mujer de excelente cuna y llena de sensatez, trató de reservar las raciones para su hijo hasta que al fin había cedido al desfallecimiento natural; cuando mi segundo entró en el camarote estaba sentada en el suelo, entre dos sillas que allí aparecían atadas, con la espalda apoyada en el tabique y la cabeza hundida entre los hombros, con todo el aspecto de un cadáver, aunque no había muerto todavía. Mi segundo hizo todo lo posible por reanimarla y darle fuerzas, tratando de que bebiera algo de caldo con ayuda de una cuchara. Abrió los labios y levantó una mano, intentando expresar algo, lo que no consiguió, mas al entender lo que el segundo le decía hizo débiles señales queriendo significar que ya era demasiado tarde para ella, pero señalaba a la vez en dirección a su hijo como recomendándoles que se preocuparan solamente por él.

El segundo, profundamente emocionado ante esa prueba de cariño, insistió en hacerle beber algo de caldo, y según creía alcanzó a tragar dos o tres cucharadas, aunque dudo si tenía la seguridad de ello; de todas maneras el auxilio resultó tardío, y la madre murió aquella misma noche.

El muchacho, salvado a costa de la vida de su amante madre, no parecía tan desfalleciente, pero sin embargo estaba tendido en el lecho del camarote con todo el aire de un moribundo. Tenía en la mano un pedazo de guante, cuyo resto había devorado. Tan joven, y con más vigor que su madre, bastó que el segundo le hiciera tragar algo de líquido para que de inmediato principiara a revivir; sin embargo, cuando momentos después le dieron a beber otras dos o tres cucharadas de caldo, se sintió muy mal y las devolvió sin tolerarlas.

La infeliz doncella llamó entonces la atención del segundo. Yacía tendida en el suelo casi al lado de su cama y daba la impresión de alguien que ha sufrido un ataque de apoplejía y lucha por conservar su vida. Tenía las piernas contraídas, y con una mano aferraba fuertemente el marco de una silla, de tal modo que no fue fácil desprenderla de allí. El otro brazo formaba un arco sobre su cabeza y tenía los pies apretados contra una mesa. En una palabra, yacía como alguien que ha sufrido la agonía postrera; y sin embargo aún estaba viva.

La desdichada criatura no solamente se hallaba reducida a la peor inanición y llena de terror a la idea de la muerte, sino que supimos más tarde por los marineros que su corazón quedó desgarrado a la vista de los sufrimientos de su ama, a la que había visto moribunda durante los últimos dos o tres días, y a la que amaba tiernamente.

No sabíamos qué hacer con aquella pobre muchacha, ya que cuando nuestro cirujano, hombre de gran conocimiento y experiencia, la hubo salvado poco a poco de la muerte, encontró que su razón había cedido paso a un estado vecino a la locura, el que se prolongó por un tiempo considerable, como se verá más tarde.

El que lea estas memorias habrá de tener en consideración que las visitas en alta mar de un buque a otro no se parecen en nada a las que pueden hacerse en tierra firme, donde los visitantes suelen quedarse a veces por una semana o quince días en un mismo sitio. Nuestra tarea consistía en socorrer a los tripulantes de aquel navío pero no quedarnos a su lado, y aunque ellos se mostraron deseosos de seguir nuestro rumbo durante algunos días, no podíamos retardar nuestro viaje esperando a un barco que carecía de mástiles. El capitán nos rogó, sin embargo, que los ayudáramos a levantar un mastelero en un improvisado palo de trinquete. Ocupados en esta tarea permanecimos tres o cuatro días, entregando a aquellos hombres cinco barriles de carne salada, uno de tocino, dos sacos de galleta y una cantidad adecuada de guisantes, harina y otras cosas que podíamos cederles. Aceptamos en cambio tres barriles de azúcar, algo de ron y algunas piezas de a ocho, y nos separamos de ellos llevando a bordo al jovencito, la sirvienta y todos sus efectos.

El muchacho, que contaba unos diecisiete años, era bien parecido, de una excelente educación, modesto y juicioso. Estaba abrumado por la pérdida de su madre, y según supimos había perdido a su padre unos meses antes en las Barbadas. Pidió al cirujano que lo atendía que intercediese ante mí para recibirlo en mi barco porque, según decía, aquellos crueles marinos habían asesinado a su madre. Tenía razón, ya que con su egoísmo habían ocasionado la muerte de la viuda, pues reservándole solamente una pequeña ración hubiesen conseguido mantenerla viva hasta la llegada de socorro. Desgraciadamente el hambre no conoce amigos ni parientes, ignora la justicia y el derecho, y es tan incapaz de remordimientos como de compasión.

El cirujano le advirtió lo prolongado de nuestro viaje, y cómo la travesía iba a alejarlo de sus amigos y tal vez sumirlo en desgracias tan grandes como aquella de la cual acabábamos de rescatarlo, es decir, morirse de hambre en algún lugar del mundo. Pero respondió que lo tenía sin cuidado el sitio adonde lo lleváramos con tal de sentirse apartado de esa odiosa tripulación en cuya compañía había tenido que vivir. Agregó que el capitán (se refería a mí, pues nada sabía de mi sobrino) le había salvado la vida, y él estaba seguro que en nada iba a perjudicarlo; en cuanto a la doncella, suponiendo que volviera a recobrar la razón, se sentiría harto satisfecha de que la llevásemos a bordo de nuestro navío.