5. El diario de Robinson

Ahora que me toca iniciar la melancólica narración de una vida solitaria, tal como acaso nunca fuera imaginada en el mundo, quiero hacerlo desde su comienzo y proseguir ordenadamente. Según mis cálculos, había arribado en la forma narrada a tan hórrida isla un 30 de septiembre, cuando el sol en su equinoccio otoñal estaba casi sobre mi cabeza, de donde calculé que me hallaba a una latitud de nueve grados veintidós minutos norte.

Después de vivir allí diez o doce días se me ocurrió que por falta de calendarios, así como de papel y tinta, perdería la cuenta del tiempo y no sería capaz de distinguir los días de fiesta de los de trabajo. Para evitarlo hice un poste en forma de cruz, que clavé en el sitio donde por primera vez había tocado tierra, y grabé en él con mi cuchillo y en letras mayúsculas:

LLEGUÉ A ESTA PLAYA EL

30 DE SEPTIEMBRE DE 1659

Sobre los lados del poste practicaba diariamente un corte, y cada siete una marca algo mayor; el primer día del mes hacía una señal aún más grande, y en esa forma llevé mi calendario de semanas, meses, años.

Entre lo mucho que había traído del barco encallado en los viajes arriba mencionados se encontraban diversas cosas muy útiles para mí, aunque menos que las otras, por lo cual no las describí antes. En particular plumas tinta y papel, y objetos pertenecientes al capitán, piloto, artillero y carpintero, tales como tres o cuatro compases, instrumentos matemáticos, cuadrantes, anteojos de larga vista, mapas y libros de navegación, etc., todo lo cual traje a tierra sin saber si me serviría o no. Encontré también tres excelentes Biblias que vinieran de Inglaterra con mi cargamento y que yo había cuidado de llevar conmigo; algunos libros portugueses, entre ellos dos o tres libros católicos de oraciones y varios otros que conservé cuidadosamente. No debo olvidarme de señalar que teníamos a bordo un perro y dos gatos, de cuya importante historia habré de ocuparme en su justo lugar. Había traído conmigo los dos gatos, y en cuanto al perro se arrojó él mismo al agua y vino nadando a mi lado el día siguiente a mi primer viaje al barco; desde entonces estuvo conmigo y fue un fiel compañero por muchos años. No me interesaba lo que pudiera apresar para mí, ni la compañía que me hacía; hubiera solamente deseado oírle hablar, y por desgracia eso era lo imposible.

No me interesaba lo que pudiera apresar para mí.

Como antes he dicho encontré plumas, tinta y papel, e hice lo indecible por economizarlos; mientras duró la tinta pude llevar una crónica muy exacta, pero cuando se terminó me hallé imposibilitado de continuarla, ya que no pude hacer tinta a pesar de todo lo que probé. Esto vino a demostrarme que necesitaba muchas cosas fuera de las que había acumulado; así como tinta, debo citar la falta que me hacían una azada, pico y pala para roturar la tierra, y también agujas, alfileres e hilo; en cuanto al lienzo, pronto me pasé fácilmente sin él.

Tal falta de utensilios tornaba fatigosa toda tarea que emprendía, y transcurrió casi un año antes de que hubiera terminado mi empalizada y las demás obras. Las estacas, que eran tan pesadas como podía encontrar, llevaba mucho tiempo cortarlas y aguzarlas en el bosque y otro tanto moverlas hasta la explanada. A veces pasaba dos días entre cortar y trasladar uno de aquellos postes y un tercer día en hundirlo firmemente en el suelo, para lo cual me valía de una pesada maza de madera hasta que se me ocurrió emplear una de las palancas de hierro; asimismo me daba mucho trabajo asegurar aquellos postes.

Pero ¿por qué había de preocuparme el mucho tiempo que insumían estas cosas? Bien claro estaba que me sobraba tiempo, y si mis trabajos hubieran terminado antes me habría quedado sin saber qué hacer, salvo explorar la isla en busca de alimento, cosa que llevaba a cabo casi diariamente.

Empecé así a meditar seriamente sobre la condición en que me hallaba y las circunstancias a que me veía reducido, y redacté por escrito mis pensamientos, no tanto por dejarlos a mis herederos, que por lo visto serían pocos, sino para aliviar a mi espíritu de llevarlos constantemente consigo hasta la aflicción. Mi razón empezaba a dominar mis desfallecimientos, veía de consolarme lo mejor posible y a oponer el bien al mal para que mi situación no me pareciera tan desesperada en comparación a otras mucho peores. Todo eso fue escrito imparcialmente, a manera de un debe y haber, señalando los consuelos que me habían sido dados a cambio de las desgracias que sufría, en la siguiente forma:

LO MALO

LO BUENO

He sido arrojado a una isla desierta sin la menor esperanza de rescate.

Pero vivo, sin haberme ahogado como mis compañeros.

He sido excluido del resto del mundo, a solas con mi miseria.

Pero también he sido excluido de la muerte, al contrario de toda la tripulación del barco; y Él, que me salvó milagrosamente de tal muerte, puede salvarme igualmente de esta condición en que me hallo.

Vivo separado de la humanidad, solitario y desterrado de toda sociedad. No tengo ropas para cubrirme.

Pero no he muerto de hambre en un lugar desierto, privado de toda subsistencia.

No tengo ropas para cubrirme.

Pero estoy en un clima cálido donde las ropas me servirían de poco.

Carezco de toda defensa contra los animales y los hombres.

Pero me encuentro en una isla donde no he visto animales feroces que me amenacen, como los viera en la costa de África. ¿Y si hubiera naufragado allá?

No tengo a nadie con quien hablar, a nadie que me consuele.

Pero Dios envió milagrosamente el barco cerca de la costa para que pudiera sacar de él multitud de cosas necesarias que suplen mis necesidades o me permitirán hacerlo mientras viva.

Habiendo conseguido acostumbrar un poco mi espíritu a su actual condición y abandonando la costumbre de mirar el mar por si divisaba algún navío, me apliqué desde entonces a organizar mi vida y a hacerla lo más confortable posible.

He descrito ya mi vivienda, que era una tienda junto a la ladera rocosa, rodeada de un fuerte vallado de estacas y cables al que puedo llamar ahora muro porque del lado exterior le puse una base de tierra con césped que alcanzaba a dos pies de alto; más tarde —pienso que un año y medio después— agregué unas vigas y cabrias que iban de la empalizada hasta las rocas, e hice un techo con ramas de árbol y todo aquello que pudiera protegerme mejor de las lluvias, que en ciertas épocas del año caían con gran violencia.

Ya he dicho que había puesto todos mis efectos dentro de la empalizada y en la caverna. Al principio estaban tan revueltos, apilados sin orden ni cuidado, que ocupaban casi todo mi sitio, no dejándome lugar libre. Me puse entonces a agrandar la caverna, siéndome fácil porque se trataba de una roca arenosa que cedía fácilmente. Ya en aquel entonces estaba seguro de que no había fieras en la isla, y ahondando la cueva hacia la derecha hice un túnel que formaba una salida más allá de la empalizada, lo cual me permitiría salir y entrar de lo que llamaríamos la parte trasera de mi casa y a la vez depósito de efectos.

Pude luego dedicarme a fabricar aquellas cosas que más falta me hacían, como por ejemplo una mesa y una silla, sin las cuales no podría gozar de las pocas comodidades que tenía en el mundo, ya que era difícil escribir o comer agradablemente sin una mesa. Nunca había manejado una herramienta en mi vida, pero con tiempo, aplicación y perseverancia descubrí que si hubiera tenido los elementos necesarios habría podido fabricar cuanto me faltaba. Así y todo hice muchas cosas sin herramienta alguna, y otras con la sola ayuda de una azuela y un hacha, aunque con infinitas dificultades. Si, por ejemplo, necesitaba un tablón, no me quedaba otro remedio que derribar un árbol, ponerlo en un caballete y hacharlo por ambos lados hasta darle el espesor de un tablón, y lo pulía luego convenientemente con la azuela. Con este método sólo sacaba un tablón por árbol, pero como no encontraba otra manera de lograrlo me armaba de paciencia ante la enormidad de tiempo que me llevaba la sola obtención de una tabla. Cierto que mi tiempo y mi trabajo nada valían allí, y tanto me daba emplearlos de un modo que de otro.

Así fabriqué en primer lugar una mesa y una silla, aprovechando los pedazos de tabla que trajera del barco. Después, cuando obtuve algunos tablones de la manera ya descrita, hice estantes de pie y medio de ancho, uno sobre otro, a lo largo de las paredes de mi cueva, que servían para poner mis herramientas, clavos y herrajes teniendo todo clasificado y puede decirse que al alcance de la mano. Clavé soportes en las paredes para colgar mis escopetas y lo que en esa forma quedara cómodo, tanto que si alguien hubiera podido ver mi cueva le hubiera parecido un depósito general de objetos necesarios. Tenía todo tan al alcance de la mano que me encantaba ver cada cosa en orden y, más que nada, descubrir que mi provisión era tan abundante.

Fue entonces cuando empecé a llevar un diario de mis tareas cotidianas. En un principio había estado demasiado ocupado, no solamente con mi trabajo sino con los confusos pensamientos que pasaban por mi mente, y mi diario hubiera aparecido lleno de cosas torpes y melancólicas. Pero habiendo superado en alguna medida ese estado de ánimo y sintiéndome seguro en mi casa, dueño de una mesa y silla y con todo lo que me rodeaba aceptablemente bueno, empecé a llevar mi diario, del cual he de dar aquí una copia —aunque a veces resulte repetición de lo ya dicho— hasta el punto en que, por falta de tinta, hube de interrumpirlo.

FRAGMENTOS DEL DIARIO

4 de noviembre.— Empecé esta mañana a reglar mis horas de trabajo, de salidas, sueño y esparcimiento. Todas las mañanas partía con mi escopeta por espacio de dos o tres horas, siempre que no lloviera; luego trabajaba hasta las once más o menos, comía, y me echaba a dormir de doce a dos por ser intolerable el calor a tales horas. A la tarde volvía a trabajar. La tarea de este día y del siguiente fue dedicada enteramente a la construcción de la mesa, sintiéndome todavía muy torpe como carpintero, aunque con el tiempo llegué a ser tan diestro como cualquier otro.

5 de noviembre.— Salí con la escopeta y mi perro, matando un gato montés. Piel muy suave, pero carne imposible de comer. Desollaba los animales que había cazado para aprovechar después las pieles. Volviendo por la playa vi toda clase de aves marinas desconocidas para mí; me sorprendieron y casi asustaron a dos o tres focas, y mientras trataba de verificar qué clase de animales eran las vi huir en el mar.

6 de noviembre.— Después del paseo matinal seguí trabajando en la mesa y la terminé, aunque no a mi gusto; muy pronto me di cuenta de cómo podía mejorarla.

7 de noviembre.— El buen tiempo parece mantenerse firme. Pasé desde el 7 hasta parte del 12 (salvo el domingo 11) trabajando en la construcción de una silla, y logré por fin darle una forma aceptable aunque no de mi gusto; varias veces la deshice a mitad de trabajo.

NOTA: Pronto descuidé la observancia del domingo, porque olvidándome de señalarlos en el poste con una marca mayor perdí la noción de los mismos.

17 de noviembre.— Empecé a excavar la roca detrás de mi tienda para tener más lugar de almacenamiento.

NOTA: Tres cosas me hacían gran falta en esta tarea: un azadón, pala y una carretilla o espuerta, de manera que desistí de mi trabajo y busqué la manera de procurarme aquellas herramientas necesarias o sus equivalentes. A manera de azadón utilicé una de las barras de hierro, que aunque muy pesadas daban buen resultado, pero subsistía la cuestión de la pala. Esto me era tan necesario que sin ella no podía seguir la excavación, aunque ignoraba cómo podría fabricar una.

18 de noviembre.— Explorando los bosques encontré un árbol de esa madera que en Brasil llaman palo de hierro por su gran dureza; si no era el mismo se le parecía mucho, tanto que con enorme trabajo y estropeando la hoja de mi hacha conseguí cortar un pedazo y traerlo a casa no sin esfuerzos porque pesaba enormemente.

La extraordinaria dureza de esta madera me obligó a perder mucho tiempo mientras poco a poco le iba dando la forma de una pala, con un mango igual al que usamos en Inglaterra; desgraciadamente, como no tenía hierro para guarnecer la extremidad más ancha, bien poco habría de durarme su filo.

Todavía me faltaba la espuerta. No sabía cómo arreglármelas para hacer una canasta careciendo de varillas de mimbre lo bastante flexibles, y no habiendo descubierto todavía su existencia en la isla. Para fabricar una carretilla encontraba la dificultad en la rueda, ya que no veía modo de construirla, sin contar que tampoco podría arreglármelas para forjar los soportes y el eje que debería sostener la rueda. Renunciando a esa idea me conformé con transportar lo que sacaba de la caverna en una especie de artesa como las que los albañiles emplean para llevar el mortero.

23 de noviembre.— Volví a mi excavación, dueño ya de herramientas suficientes para ello, y trabajé dieciocho días consecutivos, tanto como me lo permitían mis fuerzas y el tiempo disponible, en ensanchar y profundizar la caverna para que mis efectos cupieran adecuadamente.

NOTA: Durante todo este tiempo ensanché la caverna con intención de que me sirviera al mismo tiempo de almacén, cocina, comedor y bodega. Preferí seguir durmiendo en la tienda, salvo cuando en la estación de las lluvias los chaparrones eran tan fuertes que terminaban por mojarme, lo que me llevó más adelante a techar el espacio dentro de la empalizada con largas pértigas que apoyaban contra la roca, y que fui cubriendo con espadañas y grandes hojas de árboles, como un techo de paja.

10 de diciembre.— Empezaba a considerar concluida mi caverna cuando debido acaso a la excesiva anchura se produjo un hundimiento lateral, cayendo tanta piedra que llegó a atemorizarme y no sin motivo, pues si hubiera estado debajo no habría necesitado sepulturero. Este desastre me obligó a reanudar el duro trabajo, sacando fuera lo que se había desplomado y asegurando el techo para que no volara.

11 de diciembre.— De acuerdo con lo decidido coloqué dos puntales contra el techo con dos tablas cruzadas en su extremidad. Terminé la tarea al día siguiente, y agregando luego otros postes con tablones que sostuvieron el techo pude asegurarlo firmemente una semana más tarde. Como los postes habían sido dispuestos en hileras, me sirvieron para establecer distintas habitaciones en mi nueva casa.

17 de noviembre.— Desde la fecha hasta el veinte estuve fijando estanterías y poniendo clavos en los postes para colgar diversas cosas; ya empiezo a encontrar ordenada mi casa.

20 de diciembre.— Llevé al interior de la cueva todas mis cosas, y comencé a amueblarla poniendo algunos tablones a modo de aparador para las vituallas. Empiezan a faltarme tablas, pero aún alcanzaron para hacer otra mesa.

24 de diciembre.— Llovió todo el día y toda la noche, sin que pudiera salir.

25 de diciembre.— Llovió todo el día.

26 de diciembre.— Cesó la lluvia, refrescando la tierra de un modo muy agradable.

27 de diciembre.— Maté una cabra y herí a otra, alcanzando a apresarla y llevarla a casa sujeta con una cuerda. Allí le entablillé y vendé la pata rota.

NOTA: Tanto la cuidé que se mejoró, quedándole la pata igual que antes. A causa de mis cuidados se domesticó, comía del césped en torno a mi casa y no se alejaba mucho. Por primera vez pensé en la posibilidad de criar animales domésticos para que no me faltaran alimentos el día en que se concluyera la pólvora.

28, 29 y 30 de diciembre.— Fuertes calores y ninguna brisa, de modo que apenas salía al atardecer en busca de alimentos. Pasé este tiempo ordenando mis cosas.

1 de enero.— Todavía muy caluroso, por lo que salía temprano y al anochecer con la escopeta, descansando a mitad del día. Al entrar esta tarde en los valles que conducen al centro de la isla hallé gran cantidad de cabras, aunque tan asustadizas que era difícil acercarse. Se me ocurrió que acaso mi perro fuera capaz de echarlas hacia mi lado.

2 de enero.— Llevé al perro y lo solté a las cabras, pero contra lo que esperaba le hicieron frente, y él advirtió el peligro sin animarse a avanzar.

Hicieron frente al perro.

3 de enero.— Empecé el muro o empalizada, y en previsión de algún posible ataque traté de darle una extraordinaria solidez y tamaño.

NOTA: Como esto ha sido ya narrado, omito todo lo que a su respecto contiene el diario. Basta observar que la tarea me llevó desde el 3 de enero hasta el 14 de abril, y durante este tiempo construí, terminé y mejoré aquel vallado que sólo tenía sin embargo veinticuatro yardas de largo y formaba un semicírculo desde un punto de la pared rocosa hasta otro situado a ocho yardas más allá, con la entrada de la caverna en el justo medio.

En todo este tiempo trabajé intensamente a pesar de estorbármelo la lluvia muchos días y a veces semanas enteras; me perseguía la idea de que no iba a estar bien seguro hasta que concluyera la empalizada. Es difícil creer lo que me costó cada cosa, en especial cortar madera del bosque y clavarla en tierra, ya que había hecho estacas más grandes de lo que hubiera sido necesario.

Concluido el vallado, su parte exterior doblemente protegida por un terraplén de tierra con césped de bastante altura, me persuadí de que si alguien desembarcaba en la isla no se daría cuenta de que era una habitación humana; y tal cosa me fue harto útil, como lo comprobé más adelante.

Diariamente iba al bosque de caza, salvo cuando llovía, y con frecuencia realizaba algún descubrimiento ventajoso. Una vez hallé una especie de palomas silvestres que no anidaban en los árboles como la torcaz sino que formaban especie de palomares en los agujeros de las rocas. Traté de domesticar algunos pichones y lo conseguí, pero cuando fueron mayores no pude impedir que se volaran, probablemente por falta de alimento, que yo no tenía para darles; con todo, iba frecuentemente a sus nidos y me apoderaba de los pichones, cuya carne era excelente.

Una especie de palomas silvestres.

A medida que atendía mis cosas fui descubriendo todo lo que me faltaba y que a primera vista me parecía imposible de hacer o procurarme. Por ejemplo, comprendí que no podría construir un tonel con aros; tenía uno o dos barriles pequeños, como ya he dicho, pero jamás pude aprovecharlos de modelo para uno mayor, aunque pasé semanas probando. Era imposible colocar los fondos y unir las duelas con suficiente justeza para que no dejaran escapar el agua, de manera que por fin abandoné la tentativa.

En segundo término carecía de velas; la falta de luz me obligaba a acostarme apenas oscurecía, lo que allí ocurre a eso de las siete. Me acordaba del pedazo de cera con el cual hice velas durante mi aventura en África, pero ahora el único remedio a mi alcance era aprovechar la grasa de las cabras que mataba; fabriqué un platillo de arcilla que puse a cocer al sol, y agregándole un pabilo de estopa conseguí hacer una lámpara que daba una luz mucho más débil y vacilante que la de una vela.

Mientras me ocupaba en todo esto, encontré al registrar entre mis cosas un pequeño saco que, como ya lo he dicho antes, había contenido granos para el alimento de las aves que teníamos a bordo, pero que acaso había sido llenado en el viaje anterior, cuando el navío vino de Lisboa. Lo poco que quedaba en el saco aparecía devorado por las ratas, y sólo encontré polvo y cáscaras, de manera que precisando el saco para otro uso —creo recordar que para poner pólvora en él cuando me asustó el episodio del rayo— fui a sacudir las cáscaras a un lado de la empalizada, junto a las rocas. Esto sucedía un poco antes de las grandes lluvias ya citadas, y muy pronto olvidé que había vaciado allí los restos del saco, cuando aproximadamente un mes más tarde vi surgir de la tierra unos tallos verdes que me parecieron de una planta desconocida; pero mi asombro fue inmenso al notar poco después que las plantas echaban diez o doce espigas que reconocí ser de cebada, el mismo tipo de cebada que se cultiva en Europa, sobre todo en Inglaterra.

Mi asombro fue inmenso.

Podéis imaginar cómo habré cuidado aquellas espigas, que recogí a su debido tiempo, es decir a fines de junio. Me resolví a sembrar todo el grano, confiando que con el tiempo tendría bastante para hacer pan, pero recién al cuarto año pude permitirme separar algo de la cosecha para alimentarme, y esto con mucha prudencia, como relataré luego, pues perdí casi todo lo que sembrara la primera vez, no habiendo calculado bien la época adecuada; lo hice antes de la estación de sequía, por lo cual se malogró todo o casi todo, como contaré en su debido tiempo.

Además de la cebada habían crecido allí veinte o treinta tallos de arroz que cuidé con la misma atención, pensando que de su grano podría hacer pan u otro alimento, y descubrí el modo de cocerlo sin necesidad de horno, aunque más adelante lo tuve. Pero volvamos a mi diario.

Trabajé hasta la extenuación durante esos tres o cuatro meses para terminar la empalizada, y el 14 de abril quedó cerrada, y podía entrar y salir de ella por una escalera que no dejaba huellas exteriores de que allí hubiera una habitación humana.

16 de abril.— Terminé la escalera con la cual trepaba a la empalizada, retirándola luego y dejándola del lado de adentro. Esto me aislaba totalmente y nadie podía llegar hasta mí a menos que escalara la pared.

Al día siguiente de concluir el trabajo estuve a punto de que todo se malograra y hasta me vi en peligro de muerte. Ocurrió que trabajando detrás de mi tienda, justo delante de la entrada de la cueva, me espantó de improviso algo horroroso: el material que formaba el techo de mi caverna empezó a desplomarse mientras tierra y piedras de la ladera de la colina caían sobre mí; dos de los postes que pusiera como puntales se quebraron con un ruido terrible. Me asusté mucho, pero en ese instante no tuve la visión de lo que verdaderamente sucedía, y me pareció tan sólo que el techo de la caverna se desplomaba, como ya había ocurrido parcialmente antes; temeroso de ser alcanzado corrí entonces a la escalera y pasé por encima de la empalizada, temiendo a cada instante que las rocas de la colina cayeran sobre mí aplastándome. Tan pronto pisé suelo firme me di cuenta de que se trataba de un violento terremoto; tres veces tembló la tierra con intervalo de ocho minutos, y sus sacudidas eran tales que hubiera derribado el más sólido edificio de la tierra. Vi que un trozo de roca, a una media milla de donde me hallaba, caía hacia el mar con el ruido más espantoso que haya oído en mi vida. El mar estaba también revuelto por el cataclismo, y me parece que las sacudidas eran aún más fuertes allí que en la isla.

Después de la tercera conmoción hubo un rato de calma y empecé a cobrar valor: sin embargo, no me animaba a trasponer la empalizada por miedo a ser enterrado vivo, y me senté en el suelo profundamente abatido y desconsolado, sin saber qué hacer. En ningún momento tuve el menor pensamiento religioso, salvo la común imploración: «¡Apiádate de mí, Señor!», y cuando cesó el terremoto también dejé de pronunciarla.

Mientras permanecí allí reparé en que el cielo se encapotaba como si fuera a llover. Pronto comenzaron ráfagas cada vez más violentas, y media hora más tarde se desencadenaba un terrible huracán. El océano estaba cubierto de espumas, rompía con violencia en la playa, eran arrancados los árboles de raíz y aquella horrorosa tormenta duró casi tres horas antes de calmar, y sobrevino una profunda tranquilidad tras la cual principió a llover copiosamente.

Me vi obligado a volver a la cueva, aunque lleno de temor porque me parecía que iba a desplomarse sobre mí. La lluvia era tan violenta que para evitar que la acumulación del agua dentro de mi fortificación concluyera por inundar la cueva, tuve que hacer un agujero en la muralla como vía de escape. Me quedé allí cobrando más coraje a medida que pasaba el tiempo y los temblores no se repetían. Buscando reanimar mis ánimos, que por cierto lo necesitaban mucho, fui a mi pequeño almacén y bebí un poco de ron, cosa que hacía siempre con mucha prudencia, sabedor de que no podría reemplazarlo cuando se concluyera.

Llovió toda esa noche y gran parte del día siguiente, de modo que no pude salir, pero sintiéndome ya repuesto medité lo que me convendría hacer, llegando a la conclusión de que si la isla estaba sujeta a tales terremotos no me convenía vivir en una caverna; era mejor levantar mi choza en un sitio abierto que circundaría con una empalizada como lo hiciera aquí, para asegurarme contra bestias o seres humanos; porque si osaba quedarme en la cueva terminaría por morir enterrado vivo.

Me resolví, pues, a mover mi tienda del sitio en que estaba, justamente debajo de la escarpada ladera de la colina, ya que indudablemente sería sepultado al producirse un nuevo terremoto. Pasé los días siguientes —19 y 20 de abril— en estudiar dónde y cómo mudaría mi habitación.

El miedo de ser aplastado por un alud no me dejaba dormir tranquilo, pero menos aún quería hacerlo en sitio descubierto y sin la protección de la empalizada. Cuando miraba en torno y veía cuán ordenadas estaban mis cosas, lo bien ocultas y a salvo que se encontraban, me dolía mucho la idea de abandonar el sitio.

Se me ocurrió entonces que me llevaría mucho tiempo la nueva instalación, y que mientras tanto era mejor correr el riesgo de seguir viviendo allí hasta que hubiera encontrado un lugar apropiado y puesto en condiciones de defensa para mudarme a él. Ya resuelto, decidí que empezaría con toda la rapidez posible a levantar una empalizada circular en el sitio elegido, haciéndola con estacas y cables como la primera, y que una vez concluida pondría dentro mi tienda; pero entretanto decidí arriesgarme a permanecer en mi primera morada. Esto sucedía el veintiuno.

22 de abril.— A la mañana siguiente me dispuse a poner en práctica mis decisiones, pero el gran problema lo constituían las herramientas. Tenía tres grandes hachas, abundancia de hachuelas (que habíamos llevado en cantidad para el intercambio con los negros), pero de tanto cortar madera dura estaban llenas de muescas y sin filo. Tenía una piedra de afilar, pero no era posible hacerla dar vueltas al mismo tiempo que aplicaba las hojas; este problema me ocupó tanto tiempo como a un hombre de estado resolver una difícil situación política o a un juez la vida o muerte de un hombre. Por fin armé la rueda con un cable que la pusiera en movimiento con el impulso del pie, dejándome ambas manos libres.

NOTA: Jamás había visto mecanismo igual en Inglaterra, o por lo menos no había observado su funcionamiento, aunque más tarde vine a saber que allí era muy común. Aparte de eso, el gran tamaño y peso de la piedra dificultaba mi tarea, de modo que perfeccionar la máquina me llevó una semana de trabajo.

28 y 29 de abril.— Pasé estos días afilando mis herramientas y tuve la alegría de que la máquina funcionara muy bien.

Afilando mis herramientas.

30 de abril.— Cuando revisé mi provisión de pan, me di cuenta de que había disminuido considerablemente, por lo que me limité a comer solo una galleta al día, cosa que me provocó mucho pesar.