3. La plantación. El naufragio

Nunca estaré bastante agradecido al generoso comportamiento del capitán. Sin aceptar nada por mi pasaje, me dio veinte ducados por una piel de leopardo y cuarenta por la de león, ordenando que todo cuanto tenía yo a bordo me fuera entregado al detalle; me compró aquellas cosas que yo quería vender, como la caja de licores, dos escopetas y lo que quedaba del pedazo de cera con el cual había fabricado muchas velas. En resumen, me encontré en posesión de unas doscientas veinte piezas de a ocho y con esta suma desembarqué en el Brasil.

No llevaba mucho tiempo allí cuando fui recomendado por el capitán a un hombre de su misma honestidad que poseía un «ingenio», como llaman ellos a una plantación y fábrica de azúcar. Allí viví cierto tiempo, en cuyo transcurso aprendí a plantar y obtener el azúcar, y reparando en la agradable vida que llevaban los colonos y con cuánta facilidad se enriquecían resolví que si obtenía permiso para radicarme entre ellos me dedicaría a las plantaciones, tratando entretanto de recobrar los fondos que había dejado en Londres. Con este fin solicité y obtuve una especie de carta de naturalización y gasté el dinero que poseía en comprar tierra inculta, trazando los planes para una plantación y establecimiento de acuerdo con la cantidad que esperaba recibir de Inglaterra.

Era mi vecino un portugués de Lisboa, hijo de padres ingleses y de apellido Wells. Como se encontraba en condiciones semejantes a las mías y su plantación era lindera, yo le llamaba vecino y llegamos a ser buenos amigos. Ambos teníamos poco capital y plantábamos para comer, más que para otra cosa; pero poco a poco empezamos a progresar, y nuestras tierras a rendir provecho. El tercer año plantamos tabaco, y a la vez despejamos un gran pedazo de tierra para plantar caña de azúcar al año siguiente. Nos faltaban brazos que nos ayudaran, y fue entonces cuando advertí el error cometido al separarme de Xury.

Me encontraba ya avanzado en la tarea de mejorar la plantación cuando mi salvador y buen amigo el capitán decidió hacerse a la vela, pues su barco había permanecido tres meses completando el cargamento y alistándose. Cuando le conté lo del pequeño capital que tenía en Londres, me dio este amistoso y sincero consejo:

—Señor inglés —porque siempre me llamaba así—, si me libráis cartas y poder en debida forma, con orden a la persona que tiene vuestro dinero en Londres para que lo transfiera a quien yo designe, en Lisboa, os lo traeré si Dios quiere a mi regreso en diversos artículos que tengan fácil salida en este país. Como todo lo humano está sujeto a desastres y cambios, os aconsejo que sólo libréis órdenes por cien libras esterlinas, que según me decís es la mitad de vuestro capital; si las cosas resultan bien podréis rescatar el resto en la misma forma, y de lo contrario os quedará siempre esa reserva.

El consejo era tan sano y amistoso que comprendí que debía seguirlo, de manera que inmediatamente escribí cartas a la dama depositaría de mis fondos y entregué un poder al capitán. Conté a la viuda del capitán inglés todas mis aventuras, la esclavitud, mi fuga y cómo había conocido al capitán portugués; le narré su generoso comportamiento y en qué circunstancias me encontraba en ese momento, agregando las instrucciones necesarias para la transferencia de los fondos. Cuando el capitán llegó a Lisboa hizo que alguno de los comerciantes ingleses allí establecidos enviaran a Londres la orden y además el entero relato de lo que me había ocurrido, de tal modo que la viuda no solamente entregó sin vacilar el dinero sino que de su propio bolsillo envió un presente al capitán portugués, como homenaje a su generoso y humano proceder.

El corresponsal en Londres invirtió mis cien libras esterlinas en artículos ingleses tal como el capitán se lo había mandado, y los remitió a Lisboa, de donde mi amigo los trajo felizmente al Brasil. Entre aquellas mercancías, y sin que yo las hubiera pedido, pues era aún demasiado inexperto en la plantación para pensar en ello, venían, por encargo del capitán, herramientas, instrumentos y utensilios necesarios para el trabajo, que me fueron de gran utilidad.

Cuando llegó el cargamento creí que mi fortuna estaba hecha, tanto me maravilló aquello. Mi servicial amigo el capitán había empleado las cinco libras que le regalara la viuda en contratar por seis años un criado que él mismo me trajo, y no quiso aceptar la menor retribución salvo una pequeña cantidad de tabaco que, por ser de mi plantación, logré al fin que aceptara.

No todo concluyó allí: las mercancías inglesas tales como paños, tejidos y bayetas eran sumamente solicitadas en el país, de modo que pronto las vendí con tal ganancia que puede asegurarse que cuadripliqué el valor de mi primer cargamento, dejando pronto atrás a mi pobre vecino en el progreso de la plantación; lo primero que hice fue comprar un esclavo negro y obtener los servicios de otro criado europeo, fuera del que el capitán me había traído de Lisboa.

Compré un esclavo negro.

¡Cuántas veces la excesiva prosperidad es el más seguro medio de precipitarnos en la mayor desgracia! Así ocurrió conmigo. Al año siguiente la plantación me dio gran cosecha y recogí cincuenta fardos de tabaco fuera de la cantidad destinada a cambiar a los vecinos por otros productos. Cada rollo pesaba más de cien libras, y luego de prepararlos convenientemente los dejé en depósito hasta que volviera el convoy de Lisboa. Entretanto, próspero en negocios y riqueza, empecé a dejarme llevar por proyectos y ambiciones superiores a mis medios, fantasías que terminan por ser la ruina de los comerciantes más expertos.

Podéis imaginar que llevando casi cuatro años en el Brasil y dirigiendo una floreciente plantación, no sólo había aprendido el idioma sino que sostenía relaciones con los demás plantadores y los comerciantes de San Salvador, que era nuestro puerto. En diversas ocasiones les había narrado mis dos viajes a la costa de Guinea, la forma de comerciar con los negros y qué fácil es conseguir no solamente oro en polvo, granos, colmillos de elefante, sino también negros para el servicio de las plantaciones, a cambio de insignificancias como cuentas de vidrio, cuchillos, tijeras, hachuelas, pedazos de cristal y otras chucherías.

Escuchaban mis narraciones con gran atención, que se acrecentaba más cuando mencionaba yo la forma de comprar negros, ya que en aquel entonces la trata de esclavos no sólo estaba muy restringida sino que existía un monopolio a cargo de los «asientos» o permisos de los reyes de España y Portugal, lo cual hacía que los negros fueran escasos y exageradamente caros.

Ocurrió que después de haber estado en compañía de algunos comerciantes y plantadores de mi relación hablando de aquellas cosas con mucho detenimiento, vinieron a verme a la mañana siguiente tres de ellos para decirme que habían reflexionado mucho sobre lo que yo les contara y qué tenían una proposición que hacerme, siempre que les guardara el secreto. Me confiaron que estaban dispuestos a fletar un buque a Guinea, ya que teniendo plantaciones al igual que yo, nada les preocupaba tanto como la falta de brazos, pero que como no podían procurárselos, ya que estaba prohibida la venta pública de esclavos negros, intentaban realizar un viaje secreto en busca de ellos, traerlos a tierra sin despertar sospechas y repartirlos entre sus plantaciones. En una palabra, se trataba de saber si aceptaría ir como encomendero en el barco para dirigir la compra de negros, a cambio de lo cual me ofrecían igual participación que la de ellos en el reparto de los esclavos sin contribuir en nada a los gastos del flete.

Preciso es confesar que aquélla hubiera sido una excelente proposición para cualquiera que no estuviese ya radicado con una plantación próspera a cuidar, crecientes ganancias y un buen capital. Para mí, ya establecido y sin otra tarea que continuar tres o cuatro años más lo que había iniciado, agregando a ellos las cien libras que debían enviarme de Londres; para mí, que en ese momento y con aquella adición poseía no menos de tres o cuatro mil libras esterlinas, en camino a aumentar todavía, el solo pensar en aquel viaje representaba las más descabellada idea que un hombre en tales circunstancias pudiera concebir.

Pero yo había nacido para ser causa de mi propia desgracia y no pude resistir aquella oferta, como no había logrado impedir mis primeros planes aventureros a pesar de los consejos de mi padre. Les dije que partiría sin vacilar siempre que se encargasen de velar por mi plantación mientras durara mi ausencia y cumplieran mi voluntad en todo si me ocurría una desgracia. Se comprometieron formalmente y lo rubricaron por escrito, tras lo cual hice testamento declarando mi legatario universal al capitán portugués que me había salvado la vida, y dejándole la mitad de mis bienes con la condición expresa de que enviaría la otra mitad a Inglaterra.

En resumen, tomé todas las medidas para salvaguardar mis propiedades y la plantación. Si hubiera sido capaz de emplear sólo la mitad de esa prudencia en velar por mis verdaderos intereses y meditar serenamente lo que debía o no debía hacer, jamás habría renunciado a una situación tan próspera dejando todo al azar de las circunstancias y lanzándome a un viaje por mar con lo mucho que tiene de azaroso, para no mencionar las razones que yo tenía para prever especiales catástrofes. Pero cediendo a mis impulsos obedecí ciegamente los dictados del capricho y no los de la razón. Cuando estuvo alistado el barco, el cargamento a bordo y todo perfectamente dispuesto por mis socios, me embarqué en un día aciago, el primero de septiembre de 1659, justamente al cumplirse el octavo aniversario de mi abandono del hogar de mi padre en Hull, cuando me rebelé a su autoridad para hacer el tonto a mis expensas.

Nuestro barco era de unas ciento veinte toneladas, tenía seis cañones y catorce hombres fuera del capitán, su asistente y yo. No llevábamos gran cargamento fuera de las baratijas necesarias para el intercambio con los negros, tales como cuentas de vidrio, trozos de cristal, conchas y diversas chucherías, en especial pequeños espejos, cuchillos, tijeras y hachuelas.

Nos hicimos a la vela el mismo día en que embarqué, costeando hacia el norte para luego rumbear al África cuando estuviéramos a los diez o doce grados de latitud norte, que era el camino seguido en aquellos tiempos. A los doce días cruzamos la línea y nos encontrábamos, según la última observación que alcanzamos a hacer, a unos siete grados veintidós minutos norte cuando un violento tornado o huracán nos privó completamente de referencias. Empezó a soplar del sudeste, luego del noroeste, hasta fijarse en el cuadrante noreste, de donde nos azotó con tal furia que por espacio de doce días no pudimos hacer otra cosa que dejarnos llevar a la deriva y, arrastrados por su violencia, ser impulsados hacia donde el destino y la fuerza del viento lo quisieran. Sería ocioso decir que en aquellos momentos cada uno de nosotros esperaba ser devorado por el mar, y que nadie guardaba la menor esperanza de salvar su vida.

Fuera de la furia de la borrasca, tuvimos la desgracia de que uno de los hombres muriera de calenturas y que otro, juntamente con el muchacho asistente, fuera arrebatado por el mar. Hacia el duodécimo día el tiempo mejoró un poco y el capitán pudo hacer una precaria observación, según la cual nos encontrábamos sobre la costa de Guinea o bien sobre la del norte de Brasil, más allá de las bocas del Amazonas y cerca del Orinoco, llamado también Río Grande. Consultó conmigo qué camino deberíamos tomar, puesto que el buque estaba averiado y navegaba difícilmente, por lo cual creía conveniente ganar lo antes posible la costa del Brasil.

Me negué de plano a esta sugestión, y mirando juntos los mapas de la costa americana descubrimos que no existía región habitada donde pudiéramos hallar socorro hasta entrar en el círculo de las islas Caribes, y por lo tanto pusimos proa hacia las Barbados para alcanzarlas desde alta mar y evitarnos así la entrada de la bahía o Golfo de México; confiábamos en llegar a ellas en unos quince días, ya que de ninguna manera podíamos proseguir viaje a la costa africana sin las reparaciones que el barco necesitaba.

Mirando juntos los mapas.

Decidido esto cambiamos el rumbo y tomamos el de O-NO, tratando de alcanzar alguna de las islas inglesas donde nos auxiliarían; pero nuestro viaje estaba predestinado a ser distinto, pues una segunda tormenta cayó sobre nosotros arrastrándonos hacia el oeste y tan lejos de toda ruta comercial que aun logrando salvarnos de la furia del océano estábamos más próximos a ser devorados por salvajes que volver alguna vez a nuestro país.

Mientras padecíamos angustiados la furia de los vientos, oímos de mañana gritar «¡Tierra!» a uno de los marineros. No habíamos acabado de salir de las cabinas para tratar de distinguir a qué regiones habíamos arribado cuando el barco encalló en las arenas y de inmediato el oleaje empezó a azotarlo con tal furia que tuvimos la impresión de que pereceríamos allí mismo y nos refugiamos en los camarotes para guarecernos del agua y las espumas.

No es fácil para uno que jamás se ha visto en tal situación concebir la angustia que sentíamos en esas circunstancias. Ignorábamos dónde habíamos encallado, si era el continente o una isla, si habitada o desierta; y como el viento seguía azotando, bien que con menos fuerza que al comienzo, no nos cabía duda de que el barco iba a destrozarse en contados minutos a menos que un milagro calmara la tempestad. Nos mirábamos unos a otros esperando la muerte a cada instante, y tratábamos de prepararnos para la otra vida, ya que comprendíamos que poco nos quedaba por hacer en ésta. Algo nos consolaba que el navío hubiera resistido hasta ese instante, y el capitán sostenía que el viento estaba amainando un poco; pero aunque fuera así, el buque encallaba profundamente en las arenas y parecía demasiado hundido para pensar en sacarlo de su posición, de manera que seguíamos en terrible peligro y sólo nos quedaba tratar de salvar la vida de cualquier manera. Había un bote en la popa antes de que estallara la borrasca, pero se destrozó al chocar incesantemente contra el timón y luego de partirse fue arrebatado por las olas, de manera que no contábamos con él; quedaba otro bote a bordo, ¿pero podríamos echarlo al agua? Sin embargo, no había nada que discutir, pues estábamos seguros de que el barco iba a partirse en pedazos de un momento a otro, y ya algunos aseguraban que estaba destrozado.

En esta confusión, el piloto se decidió a asegurar el bote y con ayuda de la tripulación consiguió hacerlo pasar sobre la borda; inmediatamente embarcamos, once en total, y nos confiamos a la merced de Dios en aquel mar embravecido, que, aunque había amainado el viento, seguía encrespándose horrorosamente.

Al punto comprendimos que estábamos perdidos; el oleaje era tan alto que el bote no podía resistirlo y no pasaría mucho antes de ahogarnos. Otra vez confiamos nuestras almas a la Providencia, y como el viento nos arrastraba hacia la costa nos apresuramos a nuestra destrucción con nuestras propias manos, remando con toda la fuerza posible hacia tierra.

Nos apresuramos a nuestra destrucción con nuestras propias manos.

¿Cómo era la costa? ¿Rocosa o arenosa, abrupta o de suave pendiente? No lo sabíamos; nuestra única sombra de esperanza era la de ir a parar a un golfo o bahía, quizá las bocas de un río donde nuestro bote, a cubierto por el sotavento de la tierra, encontrara aguas tranquilas. Pero nada de esto parecía probable y mientras nos acercábamos a la costa la encontrábamos aún más espantosa que el mismo mar.

Después de remar, o mejor, de dejarnos llevar, aproximadamente una legua y media, una gigantesca ola, como rugiente montaña líquida, se precipitó súbitamente sobre nosotros, dándonos la impresión de que era el «coup de gráce». Nos cayó con tal violencia que el bote se dio vuelta en un instante, y separándonos de él como de nosotros mismos, sin darnos tiempo a decir: «¡Mi Dios!», nos engulló a todos.

No podría describir el estado de ánimo que tenía cuando me sentí hundir en las aguas, porque aunque sabía nadar muy bien no conseguía librarme de la fuerza de las olas y ascender a respirar, hasta que después de arrastrarme interminablemente en dirección a la playa, la ola rompió allí y al retroceder me dejó en tierra firme, medio muerto por el agua que había tragado. Me quedaban suficiente aliento y presencia de ánimo como para advertir que estaba más cerca de la playa de lo que había supuesto, y enderezándome traté de correr hacia ella con toda la velocidad posible antes de que otra ola me arrebatara. Pero de inmediato supe que aquello era imposible porque vi crecer el mar a mis espaldas como una montaña y con la furia de un enemigo que me superaba infinitamente en fuerzas. Mi salvación estaba en retener el aliento y sostenerme a flote todo lo posible, tratando en esa forma de nadar hacia la playa; pero me aterraba pensar que acaso el oleaje, después de sumirme profundamente en el mar, no me devolvería a la costa en su retorno.

La ola que me cayó encima me hundió veinte o treinta pies en su seno, y otra vez me sentí arrastrado con una salvaje violencia y velocidad hacia la tierra, pero contuve la respiración y traté de nadar hacia adelante con todas mis fuerzas. Me parecía que iba a estallar por falta de aire, cuando me sentí levantado y de pronto tuve la cabeza y las manos fuera del agua; aunque esto solamente duró un segundo, me permitió recobrar el aliento y nuevo valor. Otra vez me tapó el agua, pero no tanto como para hacerme perder las energías, y cuando advertí que estaba en la playa y que la ola iba a volver, luché por sostenerme hacia adelante y toqué tierra con los pies. Me estuve quieto un momento para recobrar la respiración y mientras el agua se retiraba eché a correr con toda la velocidad posible hacia la costa. Pero ni esto me libró de la furia del mar y por dos veces consecutivas volví a ser arrebatado y devuelto otra vez a la playa, que era sumamente suave.

La segunda vez estuvo a punto de serme fatal porque el oleaje, después de llevarme mar adentro, me proyectó con violencia contra una roca y tal fue la fuerza del golpe que me privó de los sentidos, dejándome indefenso contra su furia. El golpe me había magullado el pecho y el costado, privándome por completo de la respiración; estoy seguro de que si el mar hubiera vuelto inmediatamente habría perecido ahogado. Pero recuperé los sentidos un momento antes del retorno de la ola, y viendo que otra vez iba a ser arrastrado por ella me aferré con todas mis fuerzas a la roca, luchando por contener el aliento hasta que el agua retrocediera. Las olas ya no eran tan altas como antes, por la proximidad de la costa, y pude por lo tanto resistir el embate hasta que cesó, y entonces eché a correr hacia tierra con tal fortuna que la siguiente ola, aunque me alcanzó, ya no pudo arrancarme de donde estaba y en una segunda carrera me libré totalmente de su rabia, encaramándome sobre los acantilados hasta desplomarme sobre la hierba, libre de todo peligro y a salvo del mar.

Había llegado a tierra firme.

Cuando comprendí con claridad el riesgo del que acababa de salvarme, elevé mis ojos a Dios y le agradecí que hubiera perdonado una vida que segundos antes no conservaba la menor esperanza. Me paseaba por la playa alzando no sólo las manos sino todo mi ser en acción de gracias por mi rescate, haciendo mil ademanes que no podría describir y reflexionando sobre mis camaradas que se habían ahogado, siendo yo el único que había conseguido pisar tierra; nunca volví a verlos, ni siquiera encontré señales de ellos, salvo tres sombreros, una gorra y dos zapatos de distinto par.

Zapatos de distinto par.

Fijé los ojos en el barco encallado, al que la distancia y la furia del mar apenas me permitían divisar, y me maravillé.

—¡Oh, Señor! —prorrumpí—. ¿Cómo he podido llegar a tierra?

Después de alegrar mi espíritu con el lado feliz de mi aventura, empecé a reconocer el lugar en torno mío para averiguar qué clase de sitio era y cuáles medidas debía tomar. Mas pronto cesó mi contento al comprender que de nada me servía la salvación. Estaba empapado, sin ropa que cambiarme y nada para comer y beber; la perspectiva más probable era la de morir de hambre o ser devorado por animales feroces. Lo que más me afligía era no tener armas con que matar un animal para alimentarme o como defensa contra cualquier bestia que quisiera hacerlo a costa mía. En una palabra, sólo tenía un cuchillo, una pipa y un poco de tabaco en una cajita. Al comprender la miseria en que me encontraba sentí crecer en mí tal desesperación que eché a correr como un loco. La noche se acercaba y en mi angustia me pregunté si en aquel país habría bestias salvajes, sabiendo de sobra que aquellas eligen las tinieblas para acechar sus presas. Todo lo que se me ocurrió fue treparme a un frondoso árbol, especie de abeto pero con espinas, y allí me propuse estarme la noche entera y decidir, a la mañana siguiente, cuál sería mi muerte; porque ya no veía esperanza alguna de seguir viviendo.

Anduve primero en busca de agua dulce, que con gran alegría encontré a un octavo de milla aproximadamente; después de beber y mascar un poco de tabaco para adormecer el hambre, trepé a mi árbol, tratando de hallar una posición de la cual no me cayera si el sueño me vencía. Había cortado un sólido garrote para defenderme, y era tal mi extenuación que pronto quedé dormido con un sueño profundo y tranquilo como no creo que nadie haya podido disfrutar en semejantes circunstancias.

Pronto quedé dormido.