El trato que me dieron en Sallee no resultó tan duro como yo había esperado; ni siquiera me llevaron al interior del país con destino a la corte del emperador como les ocurrió a mis compañeros, sino que el capitán pirata me conservó como su parte en el botín, considerándome un esclavo joven y listo y por lo tanto apropiado para esa clase de andanzas.
Mi nuevo amo me había conducido a su casa, donde yo vivía en la esperanza de que me llevara consigo cuando volviera a embarcarse, confiando que el destino lo hiciera caer tarde o temprano prisionero de algún marino español o portugués y eso me valiera la libertad. Pronto, sin embargo, tuve que abandonar mi esperanza, porque cuando el pirata se embarcó me puso al cuidado del jardín y a cargo del resto de las tareas que son propias de los esclavos; y cuando volvió de su viaje me hizo subir a bordo para que me quedara vigilando el barco. Yo no hacía más que pensar en mi fuga y la manera de llevarla a cabo, pero no se me presentaba la más mínima ocasión y para mayor desgracia no tenía a nadie a quien participar mis intenciones y convencer de que se embarcara conmigo. Así pasaron dos años, en los que mi imaginación no descansó un momento, pero en los cuales jamás tuve oportunidad de utilizar mis ideas.
Pasados los dos años se presentó una ocasión bastante curiosa que volvió a animar en mí la esperanza de escaparme. Hacía mucho tiempo que mi amo permanecía en su casa sin alistar el barco para hacerse a la mar, según oí, por falta de dinero; dos veces a la semana, cuando el tiempo estaba bueno, acostumbraba salir de pesca en la pinaza del barco. En aquellas ocasiones me llevaba consigo, así como a un joven morisco, para que remáramos; ambos le placíamos mucho, en especial yo por mi habilidad en la pesca, tanto que terminó por enviarme algunas veces con un moro pariente suyo y el joven morisco a fin de que pescáramos para su mesa.
Mi habilidad en la pesca.
Aconteció que estando en la pinaza una mañana de mucha calma, se levantó tan espesa niebla que a media legua de la costa no podíamos verla, y remábamos sin saber en qué dirección; así pasamos todo el día y toda la noche hasta que al despuntar la mañana encontramos que habíamos salido al mar en vez de volver a tierra, de la que nos separaban por lo menos dos leguas. Con gran trabajo pudimos retornar, ya que el viento arreciaba y estuvimos en peligro, pero lo que más molestaba era el hambre.
Nuestro amo, advertido por la aventura, resolvió ser más precavido en el futuro, y disponiendo de la chalupa del buque inglés que había apresado se decidió a no salir de pesca sin llevar una brújula y algunas provisiones, ordenando al carpintero del barco —que era también un esclavo inglés— que le construyera una pequeña cabina en el centro de la chalupa, como las que tienen las falúas, con bastante espacio atrás para dirigir el timón y halar la vela mayor, y delante para que un marinero o dos pudiesen maniobrar el velamen.
Con esta chalupa salíamos frecuentemente y mi amo no me dejaba nunca en tierra porque apreciaba mi destreza en la pesca. Ocurrió que habiendo invitado a bordo, con intenciones de paseo o de pesca, a dos o tres moros distinguidos, hizo llevar provisiones en cantidad extraordinaria, ordenando que por la noche se cargara la chalupa con todo lo necesario y mandándome que alistara las tres escopetas que había a bordo con las correspondientes balas y pólvora, ya que les agradaba tanto cazar como pescar.
Hice todo lo que me había indicado y a la mañana siguiente esperaba con la chalupa perfectamente limpia, su bandera y gallardetes enarbolados y todo lo necesario para recibir a los huéspedes, cuando vino mi amo a decirme que sus amigos habían renunciado al paseo a causa de imprevistos negocios, por lo cual me mandaba que saliera con el moro y el muchacho que eran mis acompañantes habituales a pescar para la cena, ya que aquellos amigos comerían en su casa; agregó que tan pronto hubiera pescado lo bastante me apresurara a llevarlo a la casa, todo lo cual me dispuse a ejecutar.
Fue entonces cuando mis contenidas ansias de libertad me asaltaron con renovada violencia al darme cuenta de que tendría a mi disposición un pequeño barco, y cuando mi amo se alejó me apresuré a proveerme, no para una partida de pesca sino para un viaje; cierto que no sabía hacia dónde iba a encaminar mi rumbo, pero ni siquiera me detuve a pensarlo; cualquier camino que me llevara lejos de allí era mi camino.
Mi primera medida fue convencer al moro de que necesitábamos embarcar con nosotros algunas provisiones para no sentir hambre durante la pesca, y aduje que no correspondía que tocáramos los alimentos que el amo había almacenado en la chalupa. A él le pareció bien y pronto vino trayendo un gran canasto de galleta o bizcochos y tres tinajas de agua. Yo sabía dónde guardaba mi amo sus licores, encerrados en una caja que, por el aspecto, era indudablemente de fabricación inglesa, sin duda botín de algún navío apresado; mientras el moro estaba en tierra llevé la caja a bordo como para hacer creer que el amo lo había ordenado así anteriormente. Llevé también un gran pedazo de cera que pesaba más de cincuenta libras, un rollo de bramante, una hachuela, una sierra y un martillo, todo lo cual nos sería muy útil más adelante, especialmente la cera para hacer velas. Equipados con todo lo necesario salimos del puerto a pescar, y los guardianes del castillo que defiende el puerto nos conocían tan bien que no nos molestaron, por lo que seguimos más de una milla fuera hasta encontrar sitio donde arriar las velas y principiar la tarea. El viento soplaba del N-NE, y por tanto no me convenía, mientras que viniendo del sur me hubiera llevado con seguridad a la costa española y a la bahía de Cádiz. Pero mi resolución estaba tomada; soplara de donde soplase yo me fugaría de aquel horrible lugar dejando el resto en manos del destino.
Estuvimos largo rato sin pescar nada, pues cuando yo sentía picar no alzaba el anzuelo, hasta que dije al moro:
—Este lugar es malo y si nos quedamos en él nuestro amo no será servido como se merece; tenemos que alejarnos más.
Sin sospechar nada, el moro asintió y se puso a tender las velas mientras yo piloteaba la chalupa hasta una legua más allá donde nos detuvimos como para pescar; entonces, dejando el timón al muchacho, me fui hasta donde estaba el moro y fingiendo inclinarme para levantar algo a sus espaldas lo tomé de las piernas y lo precipité por la borda al mar. Salió inmediatamente a la superficie porque nadaba como un pez y me suplicó lo dejara subir a bordo asegurándome que iría conmigo a cualquier parte. Nadaba tan rápidamente detrás de la chalupa que pronto la hubiera alcanzado, ya que apenas había viento, de modo que corrí a la cabina y tomando una de las escopetas le apunté diciéndole que no le deseaba ningún mal y que si desistía de subir a bordo no tiraría sobre él.
—Sabes nadar lo bastante como para llegar a tierra —agregué— y el mar está tranquilo, de modo que vuélvete ahora mismo; si insistes en subir a la chalupa te tiraré a la cabeza, porque estoy dispuesto a recuperar mi libertad.
Si insistes en subir a la chalupa te tiraré a la cabeza.
Oyendo estas palabras giró en el agua y lo vimos volverse hacia la costa, adonde no dudo habrá llegado fácilmente, pues ya he dicho lo bien que nadaba.
Hubiera preferido tener al moro a mi lado y tirar por la borda al muchacho, pero no me fiaba de aquél. Cuando se hubo alejado me volví hacia mi compañero, que se llamaba Xury y le dije:
—Xury, si me eres fiel tendrás una gran recompensa; pero si no te golpeas la cara (es decir, si no juraba por Mahoma y la barba de su padre) tendré que tirarte también al agua.
El muchacho, sonriendo con inocencia, dijo tales palabras y me hizo tales juramentos de que iría conmigo hasta el fin del mundo, que no me quedó ninguna desconfianza.
Mientras estuvimos al alcance de la mirada del moro, que seguía nadando, mantuve la chalupa al pairo inclinándola más bien a barlovento para que me creyera encaminado hacia la boca del estrecho. Pero tan pronto como oscureció cambié el rumbo y puse proa al sudeste, ligeramente hacia el este para no perder de vista la costa; con buen viento y el mar en calma navegamos tanto que a las tres de la tarde del día siguiente, cuando calculé la posición, deduje que habíamos recorrido no menos de ciento cincuenta millas al sur de Sallee, mucho más allá de los dominios del emperador de Marruecos y probablemente de todo otro imperio, ya que en la costa no se veía a nadie.
Pero era tal el miedo que me inspiraban los moros y desconfiaba tanto de caer en sus manos que no quise detenerme para bajar a tierra, ni siquiera anclar, sino que aprovechando el buen viento seguimos navegando por espacio de cinco días; entonces el viento cambió al cuadrante sur y como yo sabía que aquello perjudicaba igualmente a todo buque perseguidor, me aventuré a acercarme a la costa y anclamos en la desembocadura de un riacho tan desconocido como la latitud, el país y los habitantes. Por cierto que prefería no ver a nadie, siendo única razón del desembarco la necesidad de agua dulce. Llegamos por la tarde al riacho, decidiendo nadar de noche hasta la costa y explorar los alrededores, pero así que oscureció empezamos a oír tan horribles rugidos, ladridos y aullidos de los animales salvajes que el pobre Xury se moría de miedo y me rogó que no bajase a tierra hasta que viniera el día.
Yo estaba tan asustado como el pobre muchacho, pero nuestro espanto creció cuando oímos a uno de aquellos enormes animales que venía nadando hacia la chalupa. No alcanzábamos a verlo, pero comprendíamos por sus resoplidos que debía ser un animal enorme y furioso. Xury sostenía que se trataba de un león —lo que acaso era cierto— y me rogaba que levantáramos anclas y huyéramos.
—No, Xury —le dije—. Podemos soltar el cable con la boya y dejarnos llevar hacia el mar; los animales no osarán nadar tanta distancia.
Apenas había dicho esto cuando vi al monstruo (fuera lo que fuese) a dos remos de distancia de la chalupa. Venciendo mi sorpresa tomé una de las escopetas de la cabina y tiré sobre él, viéndolo girar de inmediato en el agua y volverse hacia la costa.
Seria imposible describir los horribles sonidos, el aullar y rugir que se elevó en la costa y desde muy adentro del país como un eco a mi disparo, ruido que probablemente aquellas bestias oían por vez primera. Aquello me convenció de que sería insensato desembarcar de noche, pero también durante el día. Caer en manos de salvajes era tan desastroso como caer en las garras de tigres y leones; ambas cosas nos parecían igualmente funestas.
Sea lo que fuese, necesitábamos obtener agua de alguna manera, puesto que no teníamos ni una pinta. Pero ¿cómo? Fue entonces que Xury me rogó que lo dejara desembarcar con una de las tinajas para buscar y traerme agua. Le pregunté por qué quería ir él en vez de quedarse esperándome en la chalupa. La respuesta del muchacho me hizo quererlo profundamente desde ese momento.
—Si hombres salvajes venir —dijo— ellos comerme a mí, vos salvaros.
—Muy bien, Xury —le contesté—, entonces iremos los dos y si vienen los salvajes los mataremos para que no nos coman.
Le di un pedazo de galleta y un trago del licor que saqué de la caja ya mencionada, y tras de acercar la chalupa todo lo posible a la costa desembarcamos sin otra defensa que nuestros brazos y dos tinajas para el agua.
No me atrevía a perder de vista la chalupa por miedo a que los salvajes salieran del río en canoas y la abordaran; entretanto el muchacho había visto un terreno bajo a una milla aproximadamente y corrido hacia él, hasta que de improviso lo vi volver a toda carrera. Pensé que algún salvaje lo perseguía o que había tenido miedo de las fieras, por lo que fui en su ayuda, pero cuando estuvo más cerca vi que traía algo colgando del hombro, un animal que acababa de cazar parecido a una liebre, pero de patas más largas y distinto color. Nos alegramos mucho y su carne nos pareció excelente, aunque la mayor alegría de Xury fue hacerme saber que había encontrado agua potable y ningún salvaje en los alrededores.
Poco después, descubrimos que no teníamos que pasar tanto trabajo para buscar agua, porque un poco más arriba del estuario en el que estábamos, había un pequeño torrente del que manaba agua fresca cuando bajaba la marea. Así, pues, llenamos nuestras tinajas, nos dimos un banquete con la liebre que habíamos cazado y nos preparamos para seguir nuestro camino, sin llegar a ver huellas de criaturas humanas en aquella parte de la región.
Llenamos nuestras tinajas.
Yo había navegado por aquellas costas y sabía que las islas Canarias así como las de Cabo Verde no podían estar muy distantes. Me faltaban sin embargo instrumentos para calcular la latitud; no recordaba con precisión la de las islas, de manera que no sabía si continuar en una u otra dirección para encontrarlas; salvo esto, hubiera sido muy simple tocar tierra en ellas. Mi esperanza estaba en seguir la línea de la costa hasta las regiones donde comercian los ingleses, y dar con alguno de sus barcos mercantes que nos rescatara de nuestras desdichas.
Una o dos veces me pareció ver el Pico de Tenerife, la cresta culminante de las montañas de Tenerife en las Canarias, y por dos veces intenté llegar a las islas, pero los vientos contrarios me lo impidieron, así como un mar demasiado agitado para nuestro barquichuelo; entonces me resigné a proseguir el viaje sin perder de vista la costa.
Muchas veces nos vimos obligados a desembarcar en procura de agua dulce, y recuerdo una ocasión en que anclamos muy temprano al pie de un promontorio bastante alto, esperando que la marea nos llevara aún más adentro. Xury, que tenía mejor vista que yo, me llamó de pronto para decirme que haríamos mejor en levar anclas cuanto antes.
—Mirad allá —agregó— ese horrible monstruo que duerme en la ladera de la colina.
Seguí la dirección que me apuntaba y vi ciertamente al monstruo: un enorme león tendido sobre la playa y protegiéndose del sol por una proyección rocosa de la colina.
—Xury —dije al muchacho—, irás a la tierra y lo matarás.
Me miró aterrado.
—¿Yo matarlo? ¡Él comerme de un boca! —exclamó, queriendo significar un bocado.
No le dije más nada, pero indicándole que se quedara quieto tomé la escopeta más grande, cuyo calibre era casi el de un mosquete, y la cargué con suficiente pólvora y dos pedazos de plomo; metiendo dos balas en otra escopeta, puse en la tercera cinco plomos pequeños. Apunté lo mejor posible con la primera arma, buscando darle en la cabeza pero, como dormía con una pata tapándole parcialmente la nariz, los plomos le alcanzaron la rodilla y le rompieron el hueso. Se levantó gruñendo, pero al sentir la pata rota volvió a caer para enderezarse luego sobre tres patas y exhalar el más horroroso rugido que haya escuchado en mi vida. Me sorprendía no haberle acertado en la cabeza, por lo cual le apunté con la segunda escopeta y, aunque se movía de un lado a otro, tuve el placer de verlo desplomarse ya sin rugir, pero todavía luchando en su agonía. Xury, que había recobrado los ánimos, me pidió que lo dejara desembarcar y cuando se lo consentí saltó al agua, con una escopeta en la mano y nadando con la otra hasta llegar junto al león, y apoyándole el caño en la oreja le disparó el tiro de gracia.
Todo ello nos había divertido un buen rato, pero sin darnos alimentos, tanto que empecé a lamentar haber desperdiciado aquella pólvora y balas en un animal que de nada nos servía. Xury quería conservar algo de él y cuando vino a bordo me pidió permiso para llevar el hacha a tierra.
Todo ello nos había divertido.
—¿Para qué la quieres, Xury? —pregunté.
—Yo cortarle cabeza —me contestó. Pero aunque hizo lo posible no pudo cortársela y se conformó con una pata que trajo a bordo y que era monstruosamente grande. Entonces se me ocurrió que la piel del león podía sernos de alguna utilidad y resolvimos desollarlo. Xury fue mucho más hábil que yo en esta tarea que me resultaba muy difícil. Trabajamos el día entero, pero al fin le sacamos la piel y la pusimos sobre el techo de la cabina, donde el sol la secó en un par de días, tras de lo cual me sirvió para dormir sobre ella.
Nuevamente embarcados, seguimos hacia el sur sin interrupción durante diez o doce días, tratando de ahorrar las provisiones que disminuían rápidamente y bajando a tierra sólo cuando la sed nos obligaba. Mi intención era llegar hasta el río Gambia o Senegal —es decir, a la altura de Cabo Verde— donde confiaba encontrar algún barco europeo; de no tener esa suerte ignoraba qué iba a ser de mí, ya fuera buscando las islas o pereciendo a mano de los negros. Sabía que todos los barcos que navegan de Europa a la costa de Guinea, Brasil o las Indias Orientales, tocan en el Cabo o en aquellas islas; en una palabra, depositaba mi entera suerte en el hecho de encontrar un barco y de lo contrario sólo podía esperar la muerte.
Mientras trataba de poner en práctica esa intención, y en el transcurso de aquellos diez días, empecé a notar que la tierra estaba habitada; en dos o tres lugares vimos en las playas gentes que nos miraban pasar, advertimos que eran negros y que estaban completamente desnudos. Me inclinaba yo a trabar relación con ellos, pero Xury era mi mejor consejero y repetía:
—No, no ir, no ir.
Acerqué sin embargo la chalupa a distancia suficiente para hablar, pero los negros echaron enseguida a correr por la playa. Noté que no llevaban armas, salvo uno que tenía una especie de largo bastón que Xury dijo ser una lanza que aquellos salvajes arrojan con gran puntería y a larga distancia. Me mantuve, pues, alejado, pero traté de entenderme con ellos por signos haciendo aquellas señales que se refieren al acto de comer. Me contestaron a su modo que anclara la chalupa y que me darían alimentos, y mientras yo arriaba la vela y quedaba a la espera, dos de ellos fueron tierra adentro, de donde regresaron a la media hora trayendo consigo dos grandes pedazos de carne seca y grano como el que produce su país.
Aunque no teníamos idea de lo que podían ser tales alimentos los aceptamos de inmediato, pero el problema estaba en cómo recibirlos, pues ni yo me animaba a desembarcar ni ellos a llegarse hasta la chalupa; pronto vi, sin embargo, que habían encontrado un procedimiento satisfactorio para ambos, ya que dejaron la carne y los granos en la playa, se alejaron a gran distancia y me dieron tiempo de ir a buscarlos, tras lo cual volvieron a acercarse.
Teníamos, pues, provisiones y agua, y separándonos de aquellos cordiales negros seguimos navegando otros once días aproximadamente sin volver a arrimar a la costa, hasta que un día vi una tierra que penetraba profundamente en el mar a una distancia de cuatro o cinco leguas de donde estábamos; como el día era sereno, dimos una gran bordada para llegar a ella, y por fin, cuando doblamos la punta a unas dos leguas de la costa, distinguimos con toda claridad tierras al otro lado, mirando hacia el mar. Supuse que la tierra más próxima era Cabo Verde y la otra las islas que llevan su mismo nombre. Desgraciadamente estaban a una enorme distancia y no me decidía a lanzarme en su dirección por miedo a que una borrasca me sorprendiera a mitad de camino y sin poder llegar a una ni otra.
En este dilema me fui a la cabina a pensarlo mejor, dejando a Xury en el timón, cuando repentinamente le oí gritar:
—¡Señor, señor, un barco con vela!
El pobre muchacho estaba mortalmente asustado, temiendo que se tratara de algún navío enviado por el moro para perseguirnos y sin pensar que ya estábamos demasiado lejos de su alcance. Salté de la cabina y conocí de inmediato que el barco era portugués y que se dirigía sin duda a Guinea en procura de negros. Con todo, observando la ruta que seguía, me convencí de que el barco iba a otra parte y no mostraba intenciones de acercarse a tierra, por lo que saqué la chalupa mar afuera, resuelto a hablar con aquellos marinos si estaba a mi alcance.
Soltando todo el trapo que teníamos, vine a descubrir que no sólo era imposible acercarnos al navío sino que éste se alejaría antes de que me fuera posible hacerle señal alguna; pero mientras yo, después de haber intentado todo lo imaginable, empezaba a desesperar, parece que ellos alcanzaron a ver la chalupa con ayuda de su anteojo descubriendo que se trataba de un bote europeo, por lo cual imaginaron que un barco había naufragado y se apresuraron a arriar velamen para que yo pudiera ganar terreno. Esto me llenó de alegría y, como conservaba la bandera de mi antiguo amo, la enarbolé en señal de socorro y disparé un tiro de escopeta, cosas ambas que observaron desde el barco, pues más tarde me dijeron que habían visto el humo aunque no les llegó el ruido del disparo. Tales señales los determinaron a detener el barco y esperarme; tres horas después subía yo a bordo.
Me hicieron muchas preguntas que no entendí, hablándome en portugués, español y francés, hasta que un marinero natural de Escocia se dirigió a mí y pude explicarle que era inglés y cómo me había fugado de los moros en Sallee, siendo de inmediato muy bien recibido a bordo con todos mis efectos.
Es fácil de comprender la inmensa alegría que tuve al considerarme librado de tan desdichada situación; de inmediato ofrecí cuanto tenía al capitán como compensación por mi rescate, pero él no quiso aceptar nada y me dijo generosamente que todo lo mío me sería devuelto cuando llegásemos al Brasil.
—Al salvar vuestra vida —me aseguró— he procedido tal como quisiera ser tratado yo mismo si alguna vez me encontrara en las mismas circunstancias. Además si os llevara a un lugar tan lejano de vuestra patria y os privara de lo que es vuestro, sería como condenaros a perecer de hambre y quitaros así la misma vida que acabo de salvar. No, no, señor inglés, os llevaré allá sin recibir nada, y lo que poseéis os servirá para vivir en el Brasil y pagar el pasaje de retorno.
Pronto comprendí que sus actos se ajustaban celosamente a sus promesas; ordenó a los marineros que nadie tocara lo mío, lo puso bajo su propia responsabilidad y mandó hacer un inventario que me entregó, donde se incluían hasta las tres tinajas de barro.
Cuando vio mi chalupa, que era excelente, quiso comprármela para incorporarla a su barco y me preguntó en cuánto estimaba yo su valor. Le contesté que había sido tan generoso conmigo que no me correspondía fijar el precio sino que lo dejaba en sus manos. Me propuso entonces librarme una letra pagadera en el Brasil por valor de ochenta piezas de a ocho, y que si al llegar allí alguien ofrecía más por la chalupa él compensaría la diferencia. Me ofreció también sesenta piezas de a ocho por Xury, pero me desagradaba recibirlas, no porque me preocupara la suerte del muchacho junto al capitán sino porque me dolía vender la libertad de quien tan fielmente me ayudara a lograr la mía. Cuando dije esto al capitán me contestó que era muy justo, pero que para tranquilizarme se comprometía a firmar una obligación por la cual Xury sería libre al cabo de diez años siempre que se hiciera cristiano. Satisfecho con esto, y más cuando el mismo Xury me manifestó su conformidad, se lo cedí.
Tuvimos buen viaje al Brasil y a los veintidós días llegamos a la bahía de Todos los Santos. Nuevamente me había salvado de la más miserable situación en que puede verse un hombre, y otra vez debía enfrentar el problema de mi futuro destino.