16:32 h.

John Doe caminó por el pasillo sin pensar en el humo, el agua, la confusión, ni los cadáveres destrozados en el interior del camión. Su paso era inseguro, pero mantenía bien sujeto el transmisor. Las sirenas de las alarmas de todo tipo sonaban por todas partes, pero no las oía: la explosión de la tercera bengala le había roto los tímpanos. No prestó ni la más mínima atención a la sangre y los restos humanos que tenía en la chaqueta y en los pantalones, porque no eran suyos.

Un guardia apareció a la carrera. Al ver a Doe, le gritó:

—¿Qué demonios ha pasado? ¿Está herido?

La respuesta de Doe fue levantar el arma y disparar. Tenía sangre y quemaduras en los ojos, pero aún era capaz de ver el semicírculo de luz al final del pasillo de acceso. No estaba muy lejos.

Apareció un segundo guardia, y tampoco esta vez vaciló John Doe. Efectuó un certero disparo sin siquiera detenerse. Pasó por el puesto de vigilancia —ahora desierto— y solo tuvo que dar unos pocos pasos más para salir al aparcamiento. La sombra de la cúpula cubría la mayor parte de la zona, pero así y todo la luz era casi demasiado intensa para sus ojos malheridos. Avanzó a trompicones, mientras la sangre le goteaba de las orejas. Algunos de los empleados, que habían acudido corriendo desde los muelles de carga al oír las explosiones, se detuvieron y lo miraron, atónitos. Doe siguió caminando, sin hacerles caso. Un par de coches circulaban por el aparcamiento, unas vagas sombras para él, pero a Doe solo le interesaba llegar al coche que había escoltado al camión blindado y que lo sacaría de este lugar, de la terrible catástrofe que estaba a punto de abatirse sobre el parque. ¿Cuál era aquella frase de Vishnu citada en el Bhagavad Gita? «Me convertiré en la muerte, el destructor de mundos». Al menos, así la recordaba; no tenía la mente clara como de costumbre.

Había perdido el dinero, por supuesto, pero tenía los discos; eran una compensación muy generosa. Distinguió la inmensa curva que trazaba la sombra de la cúpula en el suelo. Apretó con fuerza el transmisor. Cuando llegara a ese punto, se volvería. Allí tendría el ángulo adecuado para enviar la señal.

Con los puños apretados para protegerse las palmas, Andrew Warne consiguió trepar por encima del capó del camión y pasar al otro lado. Ignoraba qué podía hacer; solo sabía que debía impedir que John Doe transmitiera la señal.

El proyector holográfico portátil que Peccam y él habían colocado para detener el camión estaba ahora tumbado como consecuencia de las ondas expansivas de las explosiones. Así y todo continuaba proyectando una imagen de Warne contra el techo: los brazos cruzados, las piernas separadas. Apretó el paso y se encontró en mitad del pasillo con un guardia muerto de un disparo en el pecho, y un poco más allá un segundo. Escuchó detrás un griterío, gente que corría. Pasó junto al puesto de guardia y salió al aparcamiento.

Se detuvo por un instante y miró en derredor, buscando a John Doe. Para su gran horror lo vio directamente delante, a un centenar de metros, justo en la línea de sombra proyectada por la cúpula de Utopía.

Vio cómo levantaba un brazo con un movimiento lento y preciso.

—¡No! —gritó Warne y echó a correr en línea recta.

Pero, incluso mientras corría, vio el transmisor apuntando al cielo, distinguió la sonrisa sádica en el rostro de John Doe y comprendió que era demasiado tarde.

Entonces, como por arte de magia, la cabeza de John Doe estalló en una nube de sangre y sesos.

El cuerpo se desplomó hacia atrás; el transmisor cayó al suelo. Solo entonces Warne oyó el estampido. Resonó por todo el aparcamiento, por encima del estruendo de las sirenas, y continuó rebotando entre las paredes del cañón.

Warne corrió hasta el transmisor y comenzó a darle taconazos hasta reducirlo a fragmentos. Luego se volvió para mirar hacia lo alto del inmenso muro trasero de Utopía. Allá arriba, casi en el borde; se recortaba una silueta contra la sombra de la cúpula, una figura con una gorra y una chaqueta de pana y apoyada en un fusil. La figura levantó un brazo en un débil saludo para Warne. Después se sentó bruscamente y el fusil desapareció de la vista.

Warne también se sentó en el cemento, que, a pesar de la sombra, aún retenía parte del calor de todo el día. Un poco más allá, yacía el cuerpo de John Doe con la cabeza deshecha.

Miró en derredor, abrazado a las rodillas, y vio vagamente un coche último modelo con una luz ámbar en el techo, que salía del aparcamiento y encaraba el camino de servicio que llevaba a la carretera 95. Warne no le hizo caso. Tenía la mirada fija en un punto más lejano: en la línea roja del horizonte, donde una hilera de abultadas sombras se acercaban por encima de una banda de nubes. Le pareció oír un tronar, como el batir de unas alas gigantescas. Llegaba la caballería.