15:25 h.

La sala VIP se parecía más a un palacio italiano que a la habitual sala con sillones y un bar que había imaginado Warne. Las intrincadas columnas de alabastro llegaban hasta el techo, pintado como un cielo azul blanco que acentuaba la ilusión óptica. Entre las columnas había fuentes barrocas. Las paredes estaban decoradas con grandes paisajes al óleo con marcos dorados. Un muy digno cuarteto de cuerda interpretaba música de cámara en un rincón.

Un grupo de media docena de guardias vigilaba la entrada desde el interior. Warne le dijo su nombre al guardia más cercano, quien —después de lanzar una inquieta mirada a Tuercas— los autorizó a pasar. Warne caminó a través de la sala con el suelo de mármol de Carrara rosa, seguido por Terri. En la retaguardia, Poole miraba en derredor sin perderse detalle.

Al fondo de la sala había una puerta que comunicaba con un pasillo más angosto, alfombrado. El guardia lo hizo pasar. Había puertas a ambos lados del pasillo, la mayoría de ella; cerradas. Warne escuchó al pasar la voz de una mujer, muy británica y muy severa, que protestaba con mucha indignación: «Llevamos aquí una hora. ¡Una hora!¡Somos invitados no prisioneros! Mi marido es un lord. No puede…».

La voz se perdió a su espalda. El guardia se detuvo delante de una puerta, llamó y esperó a que abrieran. Un hombre asomó la cabeza y con un gesto despidió al guardia, que se alejó por el pasillo.

—¿Cómo es que ha tardado tanto? —le preguntó el hombre a Warne—. Comenzábamos a preocuparnos.

Warne tardó unos segundos en recordar que el hombre de rostro bronceado y cabellos rubio ceniza era Bob Allocco, el jefe de Seguridad.

—Hicimos un alto en el camino —respondió Warne al tiempo que entraba.

La habitación era pequeña y estaba amueblada con mucho gusto. Como en todo el subterráneo de Utopía, la luz artificial intentaba aproximarse el máximo posible a la luz natural para compensar la ausencia de ventanas. En una esquina había un monitor de televisión de grandes dimensiones conectado a uno de los canales del circuito cerrado. Warne miró en derredor y su mirada se detuvo en Sarah Boatwright. La directora de operaciones estaba arrodillada junto a una silla y hablaba con el hombre sentado, de espaldas a la puerta. Al ver a Warne, Sarah se interrumpió. Se puso de pie, con los labios apretados, con una expresión que Warne desconocía.

—¿Qué ocurre? —preguntó Warne, que se le acercó rápidamente—. ¿Dónde está Georgia?

—Estás bien, gracias a Dios. No sufras por Georgia. El doctor Finch la vigila personalmente. Dice que dormirá por lo menos otra hora más. —Hizo una pausa para mirar a Allocco.

—¿Qué ocurre? —repitió Warne.

—Andrew, ¿recuerdas haberte encontrado esta mañana con un hombre llamado Norman Pepper?

—Pepper —murmuró Warne. El nombre le sonaba—. Pepper. Sí. El experto en orquídeas. Vinimos juntos en el monorraíl.

—Está muerto.

—¿Muerto? —exclamó Warne, sorprendido—. ¿Cómo?

«Probablemente un infarto —pensó—. Le sobraban por lo menos veinticinco kilos. Poco habituado a tanta excitación. ¡Qué tragedia! El tipo parecía estar contento a más no poder. Dijo que tenía hijos, es…».

—Lo mataron a golpes.

—¿Qué? —De pronto lo sacudió un escalofrío. Miró a Sarah.

—Con un objeto pesado. —La voz áspera de Allocco resonó en la habitación. Hizo un gesto hacia la silla—. Este pobre hombre lo encontró. Fue a la sala de especialistas externos para tomar una taza de chocolate y en cambio se encontró con Pepper.

El hombre de la silla se volvió. Era calvo, menudo, con un bigotillo y gafas de cristales redondos. Estaba incluso más pálido que Sarah. Warne, todavía dominado por los efectos de la sorpresa, tardó un minuto en reconocerlo. Smythe, el especialista en fuegos de artificio o algo así.

—Jesús —susurró Warne. Recordó a Pepper, que se frotaba las manos mientras cantaba las maravillas del parque—. ¿Por qué?

—Eso mismo nos preguntamos —respondió Allocco. Se apartó de Smythe, y los demás lo siguieron—. No fue un robo. Tenía el billetero en el bolsillo, pero estaba tan empapado en sangre que habríamos tardado mucho en encontrar una identificación legible. Así que cogimos la insignia que llevaba en la solapa y la pasamos por el escáner.

El jefe de Seguridad se interrumpió.

—¿Qué más? —preguntó Warne.

Allocco miró a Sarah. Warne hizo lo mismo.

—Llevaba tu insignia —le informó Sarah.

Al escalofrío lo siguió el miedo. Warne tragó saliva.

—¿Mi insignia? —repitió, atontado—. ¿Cómo es posible? —Pero, incluso antes de acabar, recordó el pequeño incidente en el monorraíl. Pepper había hecho caer los pequeños sobres blancos al suelo, los había recogido, le había dado el suyo—. Cambiamos las insignias cuando veníamos. Es la única explicación. La insignia que perdí en Aguas Oscuras era la de Pepper.

Sarah se le acercó.

—Lo sé —dijo—. Es terrible, es algo terrible.

«Algo terrible…». En este momento de máxima tensión, Warne no podía borrar de su mente la imagen de Norman Pepper. «Podría haber sido yo. Podría haber sido yo».

—¿Qué piensan hacer al respecto? —preguntó Poole.

—La única cosa que podemos hacer. Dejar el cuerpo donde está, cerrar la sala. Avisar a la policía. —Sarah intercambió una mirada con Allocco—. En cuanto se pueda.

Llamaron a la puerta. Allocco la abrió, y entró una joven con un tazón de té, que le entregó a Sarah. La directora de operaciones le dio las gracias y se la ofreció a Smythe, que declinó la invitación con un leve movimiento de cabeza.

—Por supuesto, usted comprenderá que tendrá que quedarse aquí mientras dure todo esto —le dijo Allocco a Warne—. Si lo prefiere, puede quedarse con su hija en el centro médico. Hemos asegurado los dos lugares.

Warne, todavía con el pensamiento puesto en Pepper, no le entendió.

—¿Qué quiere decir?

—Ya sabíamos que lo buscaban. Ahora sabemos que lo quieren matar.

El miedo hizo que Warne tuviese la sensación de que los miembros le pesaban.

—¿Por qué? ¿Por qué me quieren ver muerto? No tiene sentido.

—Sí que lo tiene —manifestó Terri, y todas las miradas se centraron en ella. La muchacha se sonrojó, como si se hubiese sorprendido de escuchar su propia voz. Tomó aliento y añadió con una expresión decidida—: Demuestra que estás en lo cierto. Me refiero al troyano en la metarred.

—Me he perdido —dijo Allocco.

—El doctor Warne no tenía que venir aquí hasta la próxima semana. Estos tipos, quienes sean, no pudieron prever que adelantaría la visita. Si intentan matarlo es porque saben que puede hacerles daño.

—Tiene razón —señaló Poole, desde la máquina de café donde se estaba sirviendo una taza.

Allocco lo miró con una expresión furibunda y luego murmuró algo ininteligible.

—Creo que tiene su lógica —declaró Warne. Miró a Sarah—. No puedo quedarme aquí. Tengo algo que hacer.

—¿Cómo qué? —preguntó Allocco, con un tono sarcástico—. ¿Ir a alguna de las montañas rusas, ver alguno de los espectáculos?

—Creo que he encontrado algo. Algo importante.

Sarah permaneció en silencio. Esperó sin desviar la mirada de su antiguo amante.

Warne prosiguió, sin hacer caso de la sequedad en la boca.

—Si no me equivoco, he localizado el puerto que están utilizando estos tipos.

—¿Puerto? —repitió Allocco—. ¿De qué habla?

—Ya sabe, el puerto. El nodo físico por donde se han colado en el sistema de Utopía.

—¿Usted lo entiende? —le preguntó el jefe de Seguridad a la directora.

—¿Cómo lo sabes? —dijo Sarah, sin hacer caso de Allocco.

—Esa es la razón por la que tardé en llegar, Sarah. He encontrado un troyano en la metarred. Transmite información desde el ordenador de Terri hasta la red de Utopía. Conseguí reconstruir una parte de una dirección interna, no mucho pero lo suficiente para tener un punto de partida. Luego fuimos a la administración de la red y enviamos un rastreador por la red, para ver si encontrábamos alguna anomalía, cualquier cosa que pudiera indicar si había un intruso. —Se interrumpió—. Escucha, ya te lo explicaré más tarde. La cuestión es que encontramos un router no autorizado, que escucha por un puerto que está en… —Miró a Terri—. ¿Cómo se llama ese lugar?

—El Núcleo.

—Puede que no sea nada. Lo más probable es que sea un interruptor mal configurado. Pero si el aparato lo colocaron estas personas, deberíamos ir a verlo, descubrir qué hace.

—A ver si lo entiendo —dijo Allocco—. Acabamos de decirle que esos tipos quieren matarlo. Ha muerto una persona que confundieron con usted, y ahora quiere salir para ir a buscarlos.

—No pienso ir a buscarlos. Solo intento rastrear una pieza de hardware. —Warne miró a todos los demás antes de dirigirse a Sarah—. Tú me pediste ayuda. No me entiendas mal. Estoy muerto de miedo, hasta tal punto que no puedo estarme aquí mano sobre mano. Al menos fuera seré un blanco móvil.

—El router, o lo que sea —intervino Allocco—, ¿puede ser el responsable del caos de nuestra red de cámaras de vigilancia?

—Es más que probable.

—¿Usted qué opina? —le preguntó Allocco a Sarah.

—Andrew, quiero que me escuches atentamente. Estas personas no vacilan en matar para conseguir sus objetivos. —La voz de Sarah era muy firme; Warne se preguntó cómo podía mantenerse entera sometida a semejante presión—. John Doe me dijo que habíamos tenido mucha suerte con la explosión ocurrida en Aguas Oscuras. Han matado a un inocente convencidos de que eras tú. ¿Comprendes lo que te digo?

«Me estás diciendo que Georgia ya perdió a su madre. Necesitas mi ayuda. Pero no quieres ser la única responsable de mi sacrificio».

—Sí —respondió en voz alta.

—¿Pues entonces qué?

—Si alguien tiene que hacer esto, más vale que sea yo.

Allocco exhaló un sonoro suspiro.

—En ese caso, mandaré que lo acompañe un grupo de mis hombres.

Warne sacudió la cabeza.

—No. Preferiría que los enviara a vigilar a mi hija.

—Bien —afirmó Poole, que continuaba junto a la máquina de café—. Un destacamento de guardias llamaría mucho la atención. Éste es un trabajo que requiere un equipo pequeño.

—¿Le he pedido su opinión? —replicó Allocco, con una furia mal contenida.

—Es obvio que esos tipos están muy bien preparados —prosiguió Poole, como si no lo hubiese oído—. También es de suponer que están bien armados. Si ven un grupo de guardias, en formación alrededor de un único civil… —Se encogió de hombros y bebió un sorbo de café—. Solo necesitarían una granada de mano de baja presión. Yo me inclinaría por la M433A1 de doble efecto: cuarenta y cinco granos de composición A5, con un fusible detonador. Arrojas una en el grupo, y ¡bum! Le estropeas el día.

Allocco frunció entrecejo.

—Éste es un trabajo de reconocimiento —continuó Poole—. Se necesita un equipo pequeño. Busque al hombre adecuado para que haga de carabina.

—El hombre adecuado —repitió Allocco, con voz desabrida—. ¿Quién podría serlo?

Poole sonrió recatadamente y se tocó la visera de la gorra.

—¿Usted confía en este tipo? —le preguntó Allocco a Warne, con un tono incrédulo.

—Al menos sabemos que no es un topo. Es un visitante, no un empleado de Utopía. Un elemento al azar.

—Al azar, usted lo ha dicho. —Allocco se llevó a Sarah y Warne a un aparte.

—¿Cómo sabe que no es uno de ellos?

—Porque si hubiese querido matarme, ya estaría muerto. —Warne titubeó—. Escuche, no soy un héroe. Pero soy el más capacitado para comprobar esa cosa.

Allocco pensó durante un momento. Luego bajó las manos y se apartó.

—Quiero que se lleve a mi hombre, Ralph Peccam —dijo—. Es mi mejor técnico de vídeo y digno de toda confianza. También es el único en mi departamento que sabe lo que está pasando. Si ese aparato está interfiriendo con las transmisiones, quiero que lo vea.

Warne asintió.

—Llamaré a Fred Barksdale —manifestó Sarah—, para que también envíe a un técnico de la red para que te acompañe.

—De acuerdo. No, espera un momento. Tardaría demasiado. Terri conoce la red a fondo. —Se volvió hacia la joven—. ¿Quieres venir?

Terri se encogió de hombros.

—Probablemente será más seguro que quedarme en el laboratorio.

Warne vio cómo Sarah los miraba. Luego se quitó el distintivo turquesa de la solapa y lo enganchó en la solapa de Warne.

—Es un distintivo de gerencia. Nadie te detendrá ni te hará preguntas mientras lo lleves.

Se apartó de Warne para volverse hacia el hombre sentado en la silla.

—Señor Smythe, usted podría descansar aquí. Acuéstese, si cree que se sentirá mejor. ¿Qué le parece?

El hombre asintió.

Warne miró al robot que tenía a su lado.

—Tuercas, quedar —ordenó con voz severa. El robot volvió las cámaras hacia él, como sí le rogase que anulara la orden, cuando vio que Warne no decía nada, emitió un sonido de protesta y retrocedió lentamente hasta situarse en un rincón.

—Tengo que entregarle el segundo disco a John Doe a las cuatro de la tarde, en la sala de los espejos holográficos —le dijo Sarah a Warne—. Después me quedaré con Georgia en el centro médico hasta que tú regreses. Ten cuidado, no hagas nada que pueda provocar una represalia. Infórmame de lo que hayas encontrado, y si hay algo que podamos hacer…

—Espera un segundo —la interrumpió Warne—. ¿Tú tienes que entregar el disco?

—Lo dejó muy claro. Para asegurarse de que esta vez no le tendiéramos ninguna trampa.

—Jesús. —Warne hizo una pausa. Después, impulsivamente, le dio un abrazo—. Ten cuidado.

—Tú también. —Sarah le dio un beso en la mejilla y se apartó.

Warne vio por encima del hombro de Sarah cómo Terri los miraba con mucha atención.