Casi con la misma rapidez con la que se había llenado con los ayes de los heridos, volvió a reinar el silencio y la tranquilidad en el centro médico. Excepto por un puñado de pequeños grupos delante de los cubículos, los restantes visitantes habían abandonado el centro. Solo un par había decidido dar por acabada la visita y se habían ido después de manifestar a viva voz que emprenderían acciones legales. Todos los demás habían aceptado los vales de comida y las fichas para el casino y ya estaban otra vez en el parque.
Sarah Boatwright los observó marcharse con sentimientos dispares. Por mucho que detestase los pleitos —una aversión compartida por todos los empleados de Utopía— lamentaba que no hubieran sido muchos más los que habían decidido marcharse del parque. Verlos ir de nuevo hacia los Mundos era como ver a los soldados heridos que volvían al campo de batalla sin saberlo.
Caminó por el pasillo brillantemente iluminado de la sala de recuperación. Saludó a varias enfermeras cuando se cruzó con ellas. Se detuvo un momento para conversar con uno de los guardias. Después continuó hasta llegar al cubículo de Georgia Warne. El doctor Finch le había comunicado que solo tenía algunos morados y las consecuencias del susto, y que el sedante la haría dormir por lo menos una hora más.
Sarah se sentó al pie de la cama. Georgia dormía plácidamente, los cabellos sobre la frente, los labios entreabiertos. La dura prueba por la que había pasado en Aguas Oscuras había quedado temporalmente sepultada en el olvido.
Oyó el rumor de las voces de las enfermeras en su puesto de control. Había tantas cosas que debería estar haciendo: informar de los últimos hechos a Chuck Emory en Nueva York; hablar con los supervisores para mantener la ficción de que todo funcionaba normalmente… Sin embargo, todo eso le parecía inútil. Ahora todo dependía de John Doe. Era él quien llevaba la voz cantante. Se reclinó en la silla, dispuesta a relajarse, pero sus músculos se resistieron.
Miró de nuevo a Georgia, el morado en la mejilla, la manera como las delgadas manos sujetaban la manta de algodón. No dejaba de ser curioso que por propia voluntad hubiese ido junto al lecho del primer gran fracaso de su vida.
Cuando se había ido a vivir con Andrew Warne, estaba decidida a ganarse a Georgia, a conseguir que la aceptase. Sarah sabía que cualquier problema se podía resolver con tesón y buena voluntad. En cambio, cuanto más lo intentaba, más se resistía Georgia.
Por supuesto, si debía ser sincera consigo misma, sabía que Georgia no era la única responsable. Ella había aparecido en la escena cuando la muerte de Charlotte Warne aún estaba fresca en el recuerdo de la niña, y Georgia se había mostrado muy posesiva con su padre. También era posible que Georgia hubiese adivinado, por algún instinto infantil, que Sarah nunca podría ser una madre a tiempo completo. Ella misma comprendía ahora que tal compromiso habría sido imposible. Sencillamente su carrera estaba por encima de todo lo demás. Después de todo, ¿no había aceptado el puesto en Utopía sin vacilar ni un segundo? Aún recordaba la expresión en el rostro de Andrew cuando se lo había dicho: él había estado absolutamente seguro de que iría con él a Chapel Hill, que lo ayudaría a poner en marcha su empresa de nuevas tecnologías. Pero la oportunidad de dirigir algo como Utopía era una de esas oportunidades únicas en la vida. Nada habría podido impedirle aceptar el trabajo.
«Dirigir algo como Utopía…».
Se movió inquieta en la silla. El orden era un factor crítico para Sarah; la engrandecía. Utopía era el paradigma del orden, un sistema cerrado complejo absolutamente estructurado. John Doe era el elemento que había introducido el desorden, el caos.
Se inclinó hacia delante y apoyó la barbilla en las manos.
—¿Qué debo hacer, Georgia? —preguntó—. Por lo visto, es la primera vez que no sé qué hacer.
La única respuesta fue un leve movimiento de la adolescente dormida, un suave suspiro.
De pronto, Sarah deseó que Fred Barksdale estuviese allí. En cualquier otro momento habría rechazado el deseo por considerarlo algo sentimental o una muestra de debilidad. Ahora no. Freddy sabría exactamente qué decir para ayudarla a salir de este trance.
Cuando había llegado a Utopía, nada podía estar más alejado de su mente que una relación sentimental, y la última persona de la que hubiera creído que podría enamorarse era Fred Barksdale. Siempre le habían gustado los hombres como Warne: Carismáticos de una manera un tanto austera, un poco arrogantes, sin miedo a demostrar su brillantez. Freddy era todo lo contrario. Por supuesto, su brillantez era indiscutible; la manera como había encarado los increíbles desafíos informáticos de un lugar como Utopía y la creación de la infraestructura digital era un logro notable. Pero era demasiado perfecto: sus aristocráticos modales británicos, su aspecto de galán de cine, su erudición literaria eran casi un cliché del hombre ideal.
Entonces, una noche, dos meses atrás, se encontraron casualmente en una de las mesas de ruleta del casino de Luz de Gas. Había sido poco antes de que la oficina central decidiera que no sería bien visto que los ejecutivos visitaran los casinos. Barksdale había perdido un poco más de lo que esperaba y sin embargo la había deleitado con unas cuantas frases de Falstaff sobre los peligros del juego. Habían acabado tomando una copa en Moriarty’s. A la semana siguiente habían cenado en el mejor restaurante francés de Las Vegas. Fred había sido toda una revelación. Había dedicado veinte minutos a discutir la carta de vinos con el escanciador. No había sido una muestra de afectación o un afán de aparentar; le interesaba de verdad, y había quedado claro que sabía mucho más del châteuux Saint-Emilion que el camarero. Había pasado gran parte de la cena dedicado a responder a las preguntas de Sarah sobre los vinos de Burdeos, y le había hablado de añadas y denominaciones de origen.
Sarah conocía demasiado a los hombres que se sentían en la necesidad de mostrarse tan fuertes como ella, ir de machos, actuar como dueños del cotarro. Hasta entonces no se había dado cuenta de lo mucho que deseaba ser tratada sencillamente como una mujer: que la invitaran a cenar a un restaurante de lujo, que le dijeran que era bonita, que admiraran su inteligencia, que la educaran en la buena vida, quizá que la pusieran en un pedestal de vez en cuando. En realidad solo habían pasado tres semanas desde que una soleada mañana de sábado, al despertarse, había comprendido que sus sentimientos por Fred Barksdale eran mucho más profundos de lo que había imaginado.
Exhaló un suspiro y se irguió en la silla. Utopía y Freddy eran en ese momento las dos cosas más importantes de su vida. De hecho, las únicas cosas. Tenía que protegerlas a cualquier precio.
Sarah se levantó, se acercó a la cabecera de la cama y recuperó el control de sus emociones. Tendría que abandonar el centro médico en cuestión de minutos para hacer acto de presencia en unos cuantos lugares escogidos. Después buscaría a Bob Allocco para hablar del control de daños…
Oyó que alguien golpeaba suavemente con los nudillos en el tabique del cubículo. Se entreabrió la cortina y Fred Barksdale asomó la cabeza. La mirada de sus llorosos ojos azules se clavó primero en la cama y después en el rostro de la directora de operaciones.
—¡Sarah! —exclamó. Luego, tras mirar rápidamente a la niña dormida, hizo una mueca y bajó la voz—. Hola, me dijeron que te encontraría aquí.
Por un momento, a Sarah le costó hablar. La sorpresa de su presencia, después de lo que acababa de pasar por su mente, le produjo una inesperado estallido emocional. Se acercó a su amante.
—Fred. Oh, Freddy. Me siento destrozada por dentro.
Barksdale le sujetó las manos.
—¿Por qué? ¿De qué se trata?
—He cometido un terrible error. Dejé que mi cólera contra John Doe me nublara el juicio. Chris Green, lo sucedido en Aguas Oscuras, todo es culpa mía.
—¿Cómo puedes decir eso, Sarah? Aquí el único responsable es John Doe. Cúlpalo a él, no a ti. Además, el plan fue de Allocco. Tú solo lo aprobaste.
—Cosa que me hace responsable. —Sacudió la cabeza, poco dispuesta a dejarse consolar—. ¿Recuerdas lo que dijiste en el área de espera del Viaje Galáctico? Afirmaste que el plan era peligroso. Irresponsable. Que nuestra primera responsabilidad era con los visitantes. En mi afán por detener a Doe, cometí el error de olvidarlo.
Barksdale la dejó hablar sin interrumpirla.
—No dejo de pensar en la manera como entró en mi despacho, como me habló. No puedo explicarlo. Fue como si me conociera de antaño, como si supiera lo que yo quería oír, lo que era importante para mí. Me refiero a mí como persona. Sé que suena extraño, pero me habló como si solo deseara lo mejor para mí, mientras me clavaba la puñalada. Lo más curioso de todo fue que yo quería creerle. —Exhaló un suspiro—. Dios, ¿quién es este tipo? ¿Por qué nos escogió a nosotros para torturarnos?
Barksdale no respondió. Parecía alelado.
—Freddy… —Sarah se asombró al ver lo mucho que él parecía sentir su angustia. Barksdale la miró—. ¿No hay nada de Shakespeare que pueda resultar oportuno para esta ocasión? —preguntó con una sonrisa forzada—. ¿Algo reconfortante?
Barksdale permaneció en silencio durante unos segundos más. Luego salió de su ensimismamiento.
—¿Algo de, digamos, Los dos «terroristas» de Verona? —Le devolvió la sonrisa con otra muy débil—. La verdad es que no se me ocurre nada adecuado, excepto quizá un título: «Bien está lo que bien acaba».
Parecía estar dominado por un profundo conflicto interior.
—Sarah —añadió súbitamente—, ¿qué te parece si nos alejamos de todo esto, si dejamos todo atrás?
—Lo haremos —respondió Sarah—. Cuando todo esto se acabe, tú y yo nos iremos a algún lugar donde no tengan teléfonos, donde nadie lleve zapatos. Buscaremos alguna playa solitaria y la reclamaremos como propia. Una semana, quizá dos. ¿De acuerdo?
—No —comenzó Barksdale—. No es a eso a lo que me refería. Yo… —se interrumpió—. ¿Lo dices de verdad, Sarah?
—Por supuesto.
—¿No importa lo que ocurra?
Ver la angustia de Barksdale le devolvió parte de su fortaleza.
—No pasará nada. Sobreviviremos a esto. Te lo prometo.
—Ruego con toda mi alma para que tengas razón —manifestó Barksdale en una voz tan baja que ella casi no lo oyó.
Pasó el momento emotivo. Sarah miró de nuevo la cama.
—Es la hija de Warne, ¿no? —preguntó Barksdale—. ¿Qué tal está?
—Solo tiene algunas magulladuras.
Barksdale asintió. Sarah levantó una mano para acariciarle el rostro y después lo besó.
—De una manera u otra, esto no tardará en acabarse —dijo Sarah—. Será mejor que te prepares.
—Por supuesto. —Barksdale sostuvo su mirada durante un momento y luego se volvió hacia la cortina.
—Recuerda mi promesa —dijo Sarah.
Barksdale titubeó. Después asintió sin volverse y salió del cubículo.
Sarah escuchó cómo se desvanecía el ruido de sus pisadas. Arregló la manta de Georgia, acarició la frente de la niña y se volvió dispuesta a marcharse. En aquel momento se entreabrió la cortina y una enfermera asomó la cabeza.
—Señorita Boatwright, el señor Allocco está al teléfono en la mesa de entradas. Dice que es importante.
—Muy bien —respondió; pero, cuando seguía a la enfermera, oyó el suave zumbido de la radio en el bolsillo. Se detuvo en el acto, sin salir del cubículo, y sacó la radio del bolsillo—. Sarah Boatwright.
—Sarah. —La voz de John Doe era casi dulce, de nuevo amable.
—Sí.
—Espero que la lección no le haya resultado muy dolorosa.
—Hay quienes no estarían de acuerdo.
—En realidad la intención era que resultase mucho más dura de lo que fue. Considérelo como un golpe de suerte. —Se escuchó una risa seca—. Sin embargo, la suerte no se volvería a repetir.
Sarah permaneció en silencio.
—No pretendo que sea una amenaza. Solo quiero que sea muy consciente de las consecuencias de nuevas acciones irresponsables.
Sarah continuó a la escucha.
—¿Estaría dispuesta a pagar la penitencia por su traición? —preguntó John Doe con la misma voz tranquila.
—¿A qué se refiere?
—Una compensación por todos los problemas causados por su comité de bienvenida. Sería un paso considerable para restablecer nuestras buenas relaciones. ¿Qué le parece si me da a Andrew Warne? Ha resultado ser una persona muy esquiva.
Sarah apretó con fuerza la radio, pero no respondió.
—No, ya veo que no. Es usted una mujer encantadora, Sarah, pero comienzo a aburrirme. Le daré una oportunidad más para que entregue el Crisol.
—Adelante.
—La entrega tendrá lugar en la sala de los espejos holográficos, a las cuatro en punto.
Sarah miró su reloj: eran las tres y cuarto.
—Se ocupará de que en la sala no haya visitantes ni empleados a partir de las cuatro menos diez. ¿Me sigue?
—Sí.
—Ah, una cosa más, Sarah. He estado pensado. Todo ese asunto en extremo desagradable del Viaje Galáctico fue idea suya, ¿verdad?
Sarah prefirió no responder.
—Así que esta vez usted me entregará el disco en persona. Considero que es lo más aconsejable, a la vista de la buena relación entre nosotros.
Silencio.
—¿Ha quedado claro?
—Sí.
—Entre en la sala como haría cualquier visitante. La estaré esperando. Solo usted. Estoy seguro de que no es necesario advertirle sobre la presencia de otras personas no deseadas.
Sarah esperó con la radio apretada contra la mejilla.
—No es necesario, ¿verdad?
—No.
—Ya lo sabía. Permítame que me despida con un último comentario. En El alma del hombre bajo el Socialismo, Oscar Wilde dijo que cualquier obra de arte creada con el propósito de obtener un beneficio es malsana. Hasta cierto punto, no estoy de acuerdo. Verá, he convertido a Utopía en mi obra de arte. Tengo la intención de obtener un beneficio, y será un beneficio considerable. Pero sí que será malsano para cualquiera que intente cruzarse en mi camino. Algunas veces el arte puede ser terrible en su belleza, Sarah. Por favor, téngalo presente.
Sarah se forzó a respirar.
—Espero con ansia volver a encontrarnos.