14:55 h.

Desde su incómodo asiento frente a la consola de Terri Bonifacio, Warne observó cómo el hombre llamado Poole abría la puerta del laboratorio, asomaba la cabeza cautelosamente, miraba a uno y otro lado del pasillo, cerraba la puerta y hacía girar la llave en la cerradura. Con la gorra de mezclilla, la chaqueta de pana y el polo de cuello cisne, parecía un turista jugando a agente secreto. No era una imagen que inspirase confianza.

—Me pongo nervioso solo con verlo —comentó Warne.

Poole miró a Warne y sonrió. Sus dientes se veían muy blancos sobre el bronceado.

—Muy bien —repuso—. Estar nervioso es bueno. Hace que esté alerta. —Se apartó de la puerta y recorrió todo el laboratorio. Se fijó en las paredes y el techo. Cuando acabó su revisión, se detuvo detrás de Warne con los brazos cruzados.

Warne sacudió la cabeza. Tener un guardaespaldas le parecía ridículo. Por mucho que los malos, quienes fueran, se hubieran enterado de su presencia, ¿era posible que lo consideraran una amenaza grave? Sin duda, les preocuparían más los agentes de seguridad. Por otra parte, ¿quién era Poole? Aumentó su sensación de irrealidad. Durante las últimas horas había vivido demasiadas sorpresas, demasiados traumas.

—¿No tendría que estar allí, entre mi persona y la puerta? —Preguntó Warne—. Me refiero a que si me dispararan me serviría de escudo.

—Prefiero que nadie me dispare en mi día libre. Usted haga lo que tiene que hacer y olvídese de mí.

Warne miró un momento más el rostro impasible y luego exhaló un sonoro suspiro. Se volvió hacia Terri, que estaba sentada a su lado.

—Hacer lo que tenga que hacer. ¿Por dónde empezamos?

Terri no había dicho palabra. Había encontrado a Warne en el centro médico cuando ya se marchaba escoltado por Poole. Cuando Warne le había explicado lo sucedido en Aguas Oscuras y todo lo que le había dicho Sarah referente a lo que estaba ocurriendo en el parque, había palidecido. Ahora la mirada de sus oscuros ojos asiáticos era firme.

—Si me lo has contado todo —manifestó Terri—, a mí me parece que Sarah te ha encargado dos trabajos. Averiguar cuáles son los robots modificados y descubrir quién es el responsable.

—Dos trabajos. —Warne se balanceó en su asiento, con la mirada puesta en la pantalla del ordenador—. Y creo que están vinculados.

—¿Sí? ¿Cómo?

—Todos los ladrones, en este caso un pirata, dejan un rastro. Si conseguimos descubrir cómo se transmitieron las nuevas instrucciones a los robots, quizá podamos seguir el rastro de quién lo hizo.

—¿No sería mejor entonces hablar con Barksdale? Es en su departamento donde comenzó todo esto. Si hay alguien que dispone de las herramientas, es él.

—Eso también lo saben los malos. Seguramente han tomado sus precauciones. —Warne hizo una pausa—. El problema es que todo esto no son más que conjeturas. Carecemos de la información necesaria.

—En ese caso, dispare a la cabeza —aconsejó Poole.

Warne lo miró, intrigado.

—Dispare a la cabeza —repitió Poole, como si fuese obvio—. Fue lo primero que nos enseñó nuestro comandante. Si estás en una situación de combate, puedes escoger entre varios objetivos. ¿A quién le disparas?

Terri y Warne permanecieron en silencio.

—Al objetivo que ofrezca un disparo limpio a la cabeza —dijo Poole en respuesta a su propia pregunta.

—Su comandante —repitió Warne—. ¿Así que estuvo en las fuerzas armadas?

—Por supuesto.

Warne miró de nuevo a Terri.

—Si no hacemos caso de la parte homicida, creo que nos está diciendo que hagamos primero lo más obvio.

—Encontrar el código modificado.

—Así es. Si conseguimos determinar cómo alteraron la metarred, quizá podamos invertir el procedimiento y localizar a los robots modificados.

—Eso significa que tendremos que convertirnos en detectives.

Warne asintió.

—¿Detectives? —repitió Poole.

A Warne le dolía el hombro izquierdo, así que esta vez no se molestó en volver la cabeza. Resultaba curioso que un guardaespaldas se interesara tanto en los quehaceres de su cliente.

—Buscaremos en el sistema, atentos a cualquier indicio que puedan haber dejado los malos.

Terri señaló el carro con las piezas de los robots afectados.

—Podríamos comenzar con esos. Hacer un diagnóstico, descargar sus últimas operaciones.

—Buena idea —Warne se volvió en la silla para mirar el montón de cables y chips del cerebro del robot que, hasta unas pocas horas atrás, había sido la estrella de los vendedores de helados en Calisto—. ¿Sabes?, no he dejado de pensar en Currante.

—¿Qué pasa con él?

—No deja de ser extraño. Es obvio que lo reprogramaron para que se volviera loco, que atacara. Pero ¿por qué se disparó en aquel momento? A mí me parece que fue prematuro. Me refiero a que el tal John Doe aún no había aparecido en escena.

—¿Advertiste alguna cosa fuera de lo normal antes de que ocurriera? —preguntó Terri, al cabo de unos segundos.

Warne sacudió la cabeza.

—Currante se comportó de la misma manera que en las pruebas. Preparó un batido para Georgia. Después le hice el pedido especial que me identificaba como su creador.

—¿Un pedido especial?

—Una clave secreta de acceso. Nada importante. Un batido doble de chocolate y pistachos con nata montada. Cuando lo oye, se activa un proceso especial. Me llama Kemo Sabe y prepara el pedido. Pero, inmediatamente después de servirme el batido, se volvió loco. Comenzó a destrozar el local. Conseguí apretar el interruptor de desconexión antes de que llegara a destrozarlo todo o herir a alguien. Excepto a mí. —Se masajeó la muñeca con una expresión triste.

—Vaya. Una clave secreta. —Terri lo miró—. Estoy segura de que el pirata no sabía de su existencia. Ni siquiera yo lo sabía. ¿Has pensado en la posibilidad de que al activar el código secreto también activaras el código maligno? Que lo pusieras en marcha antes de tiempo.

Warne la miró con una expresión de sorpresa.

—No, ni siquiera se me había ocurrido. Estoy seguro de que eso fue lo que pasó. Te felicito, Terri, eso es pensar con claridad.

—Tonterías. Estoy segura de que se lo dices a todas —replicó la joven, aunque fue incapaz de disimular el rubor que apareció en sus mejillas.

—Ya lo verificaremos más tarde. Currante y los otros no son más que robots individuales. Creo que lo mejor será empezar por la metarred. —Warne apoyó las manos en el teclado—. En la reunión de esta mañana, Barksdale comentó que la red interna de Utopía era un sistema sellado, sin ningún contacto con el exterior. ¿Eso es correcto?

—Sí.

—Por lo tanto, cualquier modificación tuvo que ser hecha desde el interior. Eso significa que podemos descartar los pasos habituales de los piratas externos. Podemos presuponer que tuvieron un acceso privilegiado. ¿Correcto?

Terri asintió una vez más.

—En consecuencia, podemos ir directamente a los pasos finales que daría cualquier pirata. ¿Archiváis los listados de los directorios?

—Todas las semanas.

—Por favor, ¿podrías buscar los correspondientes a los últimos seis meses?

—Por supuesto. —Terri empujó la silla y rodó hasta una mesa donde había una pila de papeles.

Poole aprovechó para acercarse y mirar la pantalla.

—¿Qué está haciendo? —preguntó.

—Disparo a la cabeza —contestó Warne.

El guardaespaldas enarcó las gruesas cejas, y Warne le señaló el terminal de la metarred.

—Alguien ha estado trasteando con este ordenador. Lo utilizaron para descargar unas órdenes erróneas a los robots del parque. El caso es que Utopía es un entorno blindado. Un pirata no puede colarse sin más y empezar a teclear, por más que lo haga desde dentro. Necesita utilizar un troyano de alguna clase.

—Una sabia precaución en estos tiempos. ¿Con estrías o normal?

—No me refiero a un profiláctico. Un caballo de Troya. Es un software que se oculta dentro de otro programa y hace el trabajo sucio en secreto. —Warne se encogió de hombros—. Por supuesto, es solo una posibilidad, aunque parece la más probable. Así que ahora vamos a ver sí encontramos alguna intromisión en los últimos meses.

Terri volvió con un montón de hojas amarillentas.

—Me pareció que preferirías el papel —dijo—. Es baja tecnología, pero más fiable.

—Vale. —Warne escribió una serie de órdenes, y en la pantalla apareció una ventana con un listado—. Vamos a comparar los viejos listados con el estado actual de la metarred. Comenzaremos por los más recientes y buscaremos hacia atrás.

Los dos guardaron silencio mientras comenzaban la búsqueda. Poole los observó durante unos segundos y después hizo otro recorrido por el laboratorio. Tuercas, que no se había apartado de Warne, seguía atentamente los movimientos del hombre, y se movía unos centímetros atrás y adelante sobre sus ruedas. En el fondo, la ronca voz de Axel Rose luchaba por imponerse a los frenéticos acordes de la guitarra de Slash.

—Supongo que no podré convencerte de que lo apagues —comentó Warne, que señaló el reproductor de CD.

—Me ayuda a pensar. —Terri soltó una risita.

—¿Qué pasa?

—Solo estaba pensando en un batido doble de chocolate y pistachos con nata montada. Suena absolutamente repulsivo.

—Mira quién habla. Una mujer que unta pasta de gambas en trozos de fruta verde. —Hizo una pausa y después miró a Terri—. Es curioso.

—¿Qué?

—Hemos estado hablando por teléfono todas las semanas, desde hace casi un año, y siempre creí que, con un apellido como Bonifacio, eras italiana.

—Vaya. Te imaginabas a Sofía Loren inclinada sobre la pantalla de la metarred con una blusa muy escotada. En cambio, te has encontrado conmigo, la amistosa nativa de una isla del Pacífico. ¿Desilusionado?

—No, qué va. —Warne sacudió la cabeza—. En absoluto.

Quizá fue por el claro tono de sinceridad en su voz. La amplia sonrisa que provocó este comentario no tenía el más mínimo rastro de la irónica picardía habitual en las sonrisas de Terri.

—Atentos —dijo Poole. Se acercó a la puerta y la abrió—. Voy a recorrer el pasillo. No dejen entrar a nadie.

Warne observó la marcha del guardaespaldas. Terri se encargó de cerrar con llave y volvió a su silla. Warne y Terri se miraron.

—¿Crees que es un infiltrado? —preguntó la muchacha, con un tono grave.

—No lo sé. Cualquier cosa es posible. Según Sarah, tú también estás entre los sospechosos.

—Es lógico.

—Sí, pero el instinto me dice que Poole no es uno de los malos.

—Se a lo que te refieres. Además, ¿qué terrorista se vestiría de esa manera?

Warne se concentró de nuevo en la lectura de las órdenes. Al cabo de un minuto, exhaló un suspiro y dejó la hoja sobre la mesa.

—¿Qué pasa? —preguntó Terri, y apoyó una mano sobre el hombro de Warne.

—¿Alguna vez te ha preocupado algo que sabes muy bien que es una locura y después resulta que es verdad? Es lo que pasa ahora. Sabía que buscar a Georgia era una estupidez. Las probabilidades de que le sucediera algo eran minúsculas. Sin embargo, ocurrió. Ahora no puedo quitarme la sensación de miedo. —Hizo una pausa—. ¿Tiene sentido?

Terri lo miró a los ojos. Después apartó la mano del hombro de Warne y miró las hojas impresas.

—Cuando era una niña en Filipinas —comenzó—, mis padres me enviaron interna a una escuela religiosa. Fue terrible, algo sacado de Oliver Twist. Yo era la menor, y la más pequeña, y todas se metían conmigo. No quería dejarme avasallar, así que me defendía. Pero resultó que siempre era a mí a la que castigaban. Las monjas usaban palmetas. Algunas veces pasaban horas antes de que pudiera sentarme. —Sacudió la cabeza al recordarlo—. Así y todo, era algo que podía soportar. Lo que no soportaba era el confesionario. Lo detestaba. Odiaba aquel pequeño lugar oscuro. Estaba segura de que algún día me encerrarían allí y nadie iría a buscarme. No sé por qué me preocupaba tanto. Solo sabía que, si pasaba alguna vez, me moriría. Me asustaba tanto que un día me negué a ir. Nunca había sucedido que una alumna se negara a confesarse, como castigo, la madre superiora me encerró en un armario, un lugar muy pequeño, sin luz.

Warne vio cómo el cuerpo de Terri se ponía rígido al recordar la experiencia.

—¿Qué pasó?

—Me derrumbe. Perdí el conocimiento. No recuerdo nada, ni siquiera cuánto tiempo estuve allí. Me desperté en la enfermería del convento. —Se estremeció—. Solo tenía nueve años, pero estaba convencida de que había muerto en aquel armario. Al día siguiente, me escapé. Desde entonces, tengo claustrofobia. Ni siquiera tolero las atracciones del parque que pasan por lugares oscuros. —Terri lo miro—. Lo que quiero decir es que sé cómo te sientes. Incluso tus temores más descabellados pueden convertirse en realidad.

El silencio que siguió a estas palabras fue roto por la llamada de Poole desde la puerta. Terri fue a abrirle.

—Continuemos con lo nuestro —dijo al volver.

Era un trabajo aburrido: elegir un archivo de la pantalla, anotar la fecha y el tamaño, y después compararlo con la copia impresa, para ver si había alguna discrepancia, cualquier cambio en el tamaño o la fecha de acceso que indicara una intervención externa. Warne acabó un listado, un segundo y comenzó el tercero. «Es como buscar una aguja en un pajar —pensó—. Creo…». De pronto se detuvo.

—Esto es extraño. —Señaló la hoja—. Echa un vistazo.

Señalaba un archivo denominado /bin/spool/upd_display.exec.

—No lo conozco —dijo Terri—. ¿Qué hace?

—Es una rutina para restaurar la pantalla antes de la descarga matutina a los robots.

—Parece bastante inofensiva.

—No piensas como un pirata. ¿Esconderías tu código en un archivo que diga gusano_infec_reformat, o en algo simple e insignificante? —Apoyó el dedo en el papel—. Lo importante es que éste es un archivo de mantenimiento, parte de las rutinas básicas. No hay ninguna razón para que esté alterado. Pero mira el tamaño del archivo.

—Setenta y nueve mil bytes —leyó Terri.

—Mira el mismo archivo tal como está ahora en la metarred. —Warne señaló el listado en la pantalla.

Terri silbó.

—Doscientos treinta y un mil bytes.

Warne comenzó a buscar en las otras hojas.

—Mira, el tamaño del archivo es el mismo hasta… —Pasó otra página—. Hasta hace un mes.

Se miraron el uno al otro.

—¿Qué pasa? —preguntó Poole.

Warne no le hizo caso. Fue recorriendo el listado rápidamente y comparó los archivos tal como eran un mes antes con los que aparecían ahora en la pantalla. Excepto por una serie de archivos temporales, no había ningún cambio.

—Es éste —murmuró.

—¿Alguna posibilidad de error?

—No.

—Es un archivo binario.

—Pues ya me lo explicarás.

Terri puso los ojos en blanco.

—¿Qué pasa? —insistió Poole.

Warne dejó las hojas a un lado y se pasó las manos por la cara.

—Alguien modificó una de las rutinas básicas. Es tres veces más grande de lo que debería ser. La han transformado en un troyano ejecutable. Cada vez que la metarred funciona, este archivo hace cosas que no sabemos. Si queremos descubrir qué hace, tendremos que invertir la ingeniería.

—¿Invertir la ingeniería?

—Desmontarla. Llegar al nivel de las instrucciones de la máquina para intentar descubrir qué hace. No es nada divertido.

—Además lleva tiempo —precisó Terri.

—Me juego lo que quieras a que esto trastornó a los robots. Si conseguimos descubrir qué hace, quizá podamos reparar los daños. —Warne se apartó del terminal—. ¿Alguna razón para que no lo hagamos?

—Solo la obvia —afirmó Poole.

Ambos se volvieron para mirarlo.

—Adelante —dijo Warne—. Venga, ilumínenos.

—Los tipos dijeron que nada de interferencias, ¿no? Pues a mí esto me suena a interferencia. No se pondrán muy contentos.

Warne sostuvo la plácida mirada del guardaespaldas y luego se volvió hacia Terri. La joven lo miraba con una expresión de duda.

—Solo si nos descubren —replicó Warne—, y no lo harán. A menos que sean mejores informáticos que terroristas. Ahora, vamos a trabajar —añadió, y apoyó las manos en el teclado.