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Myron fue corriendo hasta su coche.

Duane ganaba por dos sets a uno e iba 4-2 en el cuarto. Dos juegos más y ganaría el US Open, pero aquello era algo que a Myron ya no le parecía nada excepcional. Ahora Myron ya sabía lo que había pasado. Sabía lo que les había pasado a Alexander Cross, a Curtis Yeller, a Errol Swade, a Valerie Simpson y tal vez incluso también a Pavel Menansi.

Descolgó el teléfono del coche y empezó a hacer llamadas. La segunda que hizo fue a casa de Esperanza y le contestó ella misma.

—Estoy con Lucy —dijo.

Esperanza llevaba dos meses saliendo con ella. Parecían ir en serio. Claro que unos meses antes también iba en serio con un tal Max. Primero con Max y ahora con Lucy. Una detrás del otro.

—¿Tienes la agenda de citas? —le preguntó Myron.

—Hay copia en mi ordenador.

—El último día que Valerie estuvo en el despacho, ¿con quién hablé antes que con ella?

—Espera un segundo —Esperanza tecleó en el ordenador y luego dijo—: con Duane.

—Gracias. —Era justo lo que pensaba.

—¿No estás en el partido?

—No.

—¿Dónde estás?

—En el coche.

—¿Estás con Win?

—No.

—¿Y la bruja?

—Estoy solo.

—Pues pasa por aquí a recogerme. Lucy se va a ir ya de todas formas.

—No.

Myron colgó el teléfono y encendió la radio. Duane iba ganando ya por 5-2. Sólo le quedaba un juego. Marcó el número de la residencia de la forense Amanda West y después llamó a Jimmy Blaine. Todo encajaba a la perfección. Sintió un escalofrío por la espalda.

Cuando llamó a Lucinda Elright, le temblaba la mano. La vieja profesora cogió el teléfono tras el primer timbrazo.

—¿Podría hablar con usted hoy mismo? —le preguntó Myron.

—Sí, por supuesto.

—Estaré allí en un par de horas.

—No me moveré de aquí —dijo Lucinda. No le hizo ninguna pregunta ni le pidió ninguna explicación. Sólo dijo—: Adiós.

Duane ganó el último set por 6-2. Acababa de llegar a la final del Open de Estados Unidos, pero el pospartido duró poco por varias razones. En primer lugar, la final femenina iba a jugarse justo después de la impresionante victoria de Duane. Y en segundo lugar, el vistoso campeón había salido corriendo a los vestuarios sin conceder ninguna entrevista. Los locutores estaban sorprendidos.

Myron, en cambio, no.

Llegó al apartamento de Lucinda Elright antes de dos horas y se quedó allí menos de cinco minutos, pero con aquella visita Myron terminó de confirmar lo que necesitaba saber. Ya no le quedaba ninguna duda. Cogió el libro y volvió al coche. Media hora más tarde aparcó en la entrada de la casa. Esta vez, le abrieron la puerta sin una sonrisa. Pero eso tampoco le sorprendió.

—Ya sé lo que le ocurrió a Errol Swade —dijo Myron—. Está muerto.

Deanna Yeller pestañeó y dijo:

—Ya se lo dije la primera vez que vino.

—Sí —dijo Myron—, pero lo que no me dijo es que fue usted quien lo mató.