Myron subió al Ford Taurus y condujo rumbo al este. Durante varios kilómetros no se cruzó con ningún coche. No veía más que árboles, montones de árboles. Ah, el campo. No era muy amante del campo. No iba nunca a cazar, pescar ni nada de eso. El hecho de estar solo en el bosque le hacía pensar siempre en Ned Beatty en Defensa, aquella película de 1972. Myron necesitaba estar con gente. Necesitaba movimiento. Necesitaba ruido. El ruido de la ciudad, no el ruido de una violación salvaje en el bosque.
Ahora ya sabía muchas más cosas sobre las muertes de Alexander Cross y de Curtis Yeller que veinticuatro horas antes, pero seguía sin saber si todo aquello tenía que ver con la muerte de Valerie Simpson. Y eso era lo que quería averiguar. Investigar el asesinato de un chico de dieciséis años podría ser interesante, pero no servía de nada. A quien quería descubrir era al asesino de Valerie Simpson. Quería encontrar a la persona que había decidido acabar con una vida tan corta y tortuosa. Podría decirse que se trataba de reparar una injusticia, podría llamársele complejo de héroe salvador. Podía llamársele caballerosidad. Daba igual. Para Myron, todo se resumía en una cosa: Valerie no se merecía una muerte como aquélla.
La carretera seguía desierta. La velocidad difuminaba la vegetación a ambos lados del camino hasta convertirla en sendos muros verdes. Empezó a hacer un repaso mental de cuanto había descubierto. Jimmy Blaine y su compañero habían encontrado a Errol Swade y Curtis Yeller. Los habían perseguido. Dejando de lado la cuestión de si fue un disparo legítimo o no, Jimmy Blaine disparó contra Curtis Yeller. Una de las balas probablemente le acertara en las costillas, pero el factor clave es que alguien más le había disparado en la cabeza a corta distancia con una pistola de calibre diferente. O sea, que no era policía.
¿Quién había disparado a Curtis Yeller?
La respuesta a la pregunta parecía bastante evidente. Los hombres del senador Cross; sus matones, el servicio de seguridad o quienquiera que fuera llevaban armas de fuego. Tanto Amanda West como Jimmy Blaine le habían confirmado aquel hecho. Era evidente que habrían podido hacerlo. Y tampoco cabía duda de que tenían motivos suficientes. El hecho de que Cross le hubiera mentido o no era lo de menos. Sea como fuera, al senador le habría interesado que Curtis Yeller y Errol Swade acabaran muertos. Los sospechosos vivos podían hablar. Los sospechosos vivos podían contar quién tomaba drogas. Los sospechosos vivos podían refutar la afirmación de que Alexander Cross había muerto como un héroe. Por el contrario, los muertos no podían contar nada. Y lo más importante de todo: los muertos no pueden molestar a los especialistas en crear historias falsas.
Respecto a Errol Swade, el misterioso fugitivo, lo más seguro era que lo hubiesen matado, probablemente en el tiroteo que oyó Jimmy Blaine. Los hombres del senador podrían haber escondido el cuerpo y haberlo hecho desaparecer más tarde. No era del todo seguro, pero era lo más probable. Errol Swade tenía demasiados antecedentes en su contra. No era ningún genio. Medía un metro noventa y cinco. Y Myron sabía por propia experiencia que era muy complicado esconderse cuando se es tan alto. Las posibilidades de que Errol lograra eludir la captura de la policía durante tanto tiempo, por no hablar del ejército de la mafia, eran, tal y como suele decirse, estadísticamente insignificantes.
El sol ya estaba empezando a ocultarse. Los rayos de luz incidían directamente en los ojos de Myron; se colaban justo por debajo de la visera del coche. Myron entrecerró los ojos y redujo la velocidad. Luego volvió a pensar en lo ocurrido tras los disparos contra Yeller. De algún modo, Curtis Yeller acabó en brazos de su madre y, de algún modo, alguien la había hecho callar. Bien con dinero o bien con la amenaza de represalias; aunque probablemente fuera una combinación de ambas cosas, alguien había convencido a Deanna Yeller de que mantuviera la boca cerrada.
Claro que aquel posible panorama tenía sus fallos. Por ejemplo, el dinero. El hijo de Deanna Yeller había muerto hacía seis años, pero el primer gran ingreso en su cuenta se había producido hacía apenas cinco meses. ¿Qué sentido tenía aquel retraso? Podría haber estado esperando el momento adecuado para ingresarlo y, mientras tanto, habría tenido el dinero escondido debajo de un colchón o algo así, pero aquello parecía no encajar del todo. Por otro lado, si el dinero era reciente, las preguntas se volvían más concretas: ¿por qué habría recibido la señora Yeller aquella suma de dinero tan de repente? ¿Por qué habían asesinado a Valerie Simpson tan de repente? ¿Y qué tenía que ver Pavel en todo aquello?
Eran buenas preguntas. Myron todavía no conocía las respuestas, pero de todas formas eran buenas preguntas. Quizá Ned Tunwell supiera algo útil.
De súbito, algo llamó la atención de Myron. Levantó la mirada y vio un coche en el retrovisor que cada vez se acercaba más. Era un coche grande y negro con parabrisas oscuro que no dejaba ver el interior. Y la matrícula era de Nueva York.
El coche negro se situó a su derecha, desapareció del retrovisor interno y reapareció en el del asiento del acompañante. Myron lo observó con detenimiento. El coche negro aceleró un poco y, al colocarse junto al suyo, Myron vio que se trataba de una limusina grande. Una Lincoln Continental. Era extralarga. Las ventanillas laterales también tenían cristales oscuros que ocultaban el interior. Era como estar mirando a alguien que llevara puestas gafas de sol de aviador gigantes. Myron podía verse a sí mismo reflejado en los cristales. Sonrió y saludó con la mano; su reflejo le devolvió la sonrisa y el saludo, igual que si de un demonio bien educado se tratara.
La limusina se puso a la altura del coche de Myron y el cristal del conductor empezó a bajar. Myron casi esperaba ver a un viejecito sacar la cabeza por la ventanilla y preguntarle cómo llegar a Grey Poupon, así que, cuál no sería su sorpresa cuando, en vez de eso, vio aparecer una pistola.
Sin previo aviso, la pistola disparó dos veces e impactó en los neumáticos delantero y trasero del lado derecho del coche de Myron. El coche dio un giro brusco y Myron se esforzó por recuperar el control, pero el coche se salió de la carretera. En el último segundo, Myron giró el volante con fuerza y logró esquivar un árbol. Luego, el Ford Taurus se detuvo con un golpe seco.
De la limusina salieron dos hombres que se dirigieron inmediatamente hacia él. Los dos iban vestidos con traje azul. Uno de ellos llevaba además una gorra de los Yankees. Traje de negocios y gorra de béisbol, una combinación muy interesante. Además, los dos llevaban pistola. Sus rostros tenían expresión severa y atenta. Myron sintió que se le aceleraba el pulso y el corazón se le salía por la boca. Estaba desarmado. No le gustaba llevar pistola, no por razones morales, sino porque eran grandes e incómodas y porque casi nunca había utilizado ninguna. Win se lo había advertido, pero ¿quién iba a hacerle caso a Win en un tema como ése? Lo cierto es que Myron había actuado con suma imprudencia. Estaba molestando a gente poderosa y debería haber estado mejor preparado. Por lo menos debería haber guardado un arma en la guantera.
Sin embargo, ya era un poco tarde para sermonearse a sí mismo. Además de que cabía la posibilidad de que no pudiera volver a hacerlo nunca más.
Los dos hombres se acercaron. Al no saber qué otra cosa hacer, Myron se agachó para apartarse de su vista y empezó a marcar un número en el teléfono del coche.
—Saca el culo del coche —le espetó uno de los hombres.
—Dad un paso más y os mato a los dos aquí mismo —dijo Myron tirándose un farol.
Se hizo el silencio.
Myron marcó el número a toda prisa y pulsó el botón de llamada. En ese preciso instante, oyó un ruido como el de una ramita al romperse y luego interferencias en el teléfono. El matón que llevaba la gorra de los Yankees le acababa de partir la antena del coche. Aquello no pintaba nada bien. Myron se mantuvo agachado. Abrió la guantera y metió la mano en su interior, pero no encontró más que mapas y los papeles del coche. Repasó el suelo desesperadamente en busca de cualquier tipo de arma, pero lo único que encontró fue el encendedor de cigarrillos del coche y algo le dijo que no iba a serle demasiado útil contra dos matones armados. Mapas, papeles y un encendedor. A menos que se transformara de repente en MacGyver, estaba en graves problemas.
Escuchó pasos a su alrededor. Myron buscó desesperadamente una respuesta pero no se le ocurría nada. Luego se abrió la puerta de la limusina y oyó a alguien soltar una palabrota como «¡mierda!». Y a continuación un profundo suspiro.
—Bolitar, no he venido hasta aquí para que me vengas con putos jueguecitos.
Aquella voz hizo estremecer a Myron y sintió que algo le apretaba el pecho. El acento era de Nueva York. Y más concretamente de Bensonhurst. Era Frank Ache.
Aquello no pintaba nada bien.
—Sal del puto coche de una puta vez, cabrón. No he venido a matarte.
—Tus hombres acaban de disparar a mis neumáticos —dijo Myron alzando la voz.
—Sí, y si te hubiera querido matar ya te habrían volado la puta cabeza.
Myron pensó en ello durante un segundo y luego dijo:
—Pues tienes razón —dijo Myron.
—¿Sí? Pues a ver qué te parece esto: tengo dos rifles AK en el asiento de atrás. Si te quisiera matar, podría decirles a Billy y a Tony que dejaran hecha un colador esta mierda que tú llamas coche.
—Ahí también llevas razón —dijo Myron.
—Pues entonces sal del puto coche, caraculo —le espetó Ache—. Que no dispongo de todo el día, joder.
La verdad es que Myron no tenía otra alternativa. Abrió la puerta del coche y se puso en pie. Frank Ache volvió a meterse en el asiento trasero de su limusina. Billy y Tony pusieron mala cara.
—Ven aquí —le gritó Ache.
Myron se acercó a la limusina, pero Billy y Tony le salieron al paso.
—Entréganos la pistola —le dijo el tipo que llevaba la gorra de los Yankees.
—¿Eres Billy o Tony? —le preguntó Myron.
—La pistola. Ahora.
Myron le miró la gorra entrecerrando los ojos y le dijo:
—Un momento, ya entiendo. Es por los trasplantes, ¿no?
—¿Qué?
—Lo de combinar la gorra de béisbol con el traje. La gorra es para taparte los trasplantes de pelo.
Los dos tipos intercambiaron miradas. «Bingo», pensó Myron.
—Muy bien, caraculo —dijo el tipo de la gorra—. La pistola.
«Caraculo», la palabra preferida de la semana en el ambiente mafioso.
—No me lo has pedido por favor.
—Joder, Billy, que no tiene ninguna. Te está entreteniendo.
Billy frunció aún más el ceño. Myron sonrió, levantó las palmas hacia arriba y se encogió de hombros.
Tony le abrió la puerta y Myron se sentó en el asiento trasero. Ellos se sentaron delante. Frank Ache pulsó un botón y entre los asientos delanteros y traseros comenzó a elevarse un separador. La limusina tenía bar y televisor con vídeo. La tapicería y la decoración del interior del coche eran de color rojo, rojo sangre, más bien. Teniendo en cuenta el historial de Frank, tal vez le ayudara a ahorrar en cuestión de limpiezas.
—Bonito buga, Frank —dijo Myron.
Frank llevaba su atuendo habitual, es decir, un chándal de velour dos tallas menos que la suya. El que llevaba ese día era verde con ribetes amarillos. Tenía la cremallera bajada hasta medio cuerpo, como esos tipos de las discotecas de los setenta. Y un barrigón lo bastante abultado para confundirlo con un embarazo de trillizos. Y, además, era calvo. Frank se quedó mirando a Myron durante unos segundos y luego le dijo:
—¿Lo pasas bien dándome por culo, Bolitar?
Myron parpadeó un poco y contestó:
—Uy, Frank, es una idea muy tentadora.
—Estás como una puta cabra, ¿lo sabías? ¿Por qué estás siempre tratando de darme por culo, eh?
—Oye, que fuiste tú quien envió a unos matones a violar a mi novia.
—¿Y qué? —dijo Frank señalando con el dedo al pecho de Myron—. ¿Es que acaso no te lo esperabas? ¿Acaso no te lo ganaste?
Myron no contestó. No serviría de nada hablar de Jessica con aquel tipo. Por imposible que pueda parecer, uno no podía dejar que aquello pasara al plano personal. Tenías que separarlo, dejar de pensar en Frank como el hombre que había intentado hacerle daño al amor de tu vida. Pensar tales cosas había sido en el mejor de los casos preocupante y, en el peor, un suicidio.
—Ya te lo avisé —prosiguió Frank—. Incluso envié a Aaron para dejarte claro que la cosa iba en serio. ¿Sabes lo que me cuesta Aaron por día?
—Ahora ya no mucho.
—Jo, jo, qué gracioso —le espetó Frank sin reírse—. Intenté ser razonable contigo. Dejé que te quedaras con el hijo de los Crane. ¿Y cómo me lo agradeces? Metiendo tus putas narices en mis asuntos.
—Estoy intentando encontrar a un asesino —comentó Myron.
—¿Y a mí qué cojones me importa? ¿Quieres jugar a ser el puto Batman de los huevos? Pues muy bien, pero hazlo sin que eso me cueste a mí ni un centavo. Porque cuando me cuestas dinero, cruzas la línea. Y Pavel significaba dinero para mí.
—Pavel también se metía en la cama con menores de edad.
—Oye, lo que la gente haga en la intimidad de su dormitorio a mí no me concierne —dijo Frank alzando las manos.
—O sea que eres un progre, ¿no, Frank? ¿Ahora votas a los demócratas?
—Mira, caraculo, ¿quieres que te diga que sabía lo de Pavel? Pues muy bien, lo sabía. Sabía que Pavel se follaba a niñas pequeñas. ¿Y qué? Yo trabajo a diario con tipos que hacen que a su lado Pavel Menansi parezca la Madre Teresa de Calcuta. En mi trabajo no puedo permitirme ser tan puntilloso. Yo no me hago más que una pregunta: ¿me da dinero ese tipo? Si la respuesta es sí, pues no hay más que hablar. Esa es la norma que sigo. Y Pavel me daba dinero. Fin de la historia.
Myron no dijo nada y esperó a que Frank Ache fuera al grano, deseando con toda su alma que no se tratara de pegarle un balazo en el cráneo.
Frank sacó un paquete de chicles de la marca Dentyne y se metió uno en la boca.
—Pero no he venido aquí para ponerme a filosofar contigo. El hecho es que Pavel está muerto. Y por lo tanto no me da más dinero, así que mi norma ya no se aplica. ¿Me sigues?
—Sí.
—No soy más que un hombre de negocios. Pavel ya no me puede dar dinero. Y eso quiere decir que tú y yo ya no tenemos por qué pelearnos. O sea que puedes seguir viviendo. Matándote no ganaría nada, ¿me entiendes?
Myron asintió con la cabeza y dijo:
—¿Te vas a poner tierno conmigo, Frank?
Frank se inclinó hacia Myron. Tenía los ojos pequeños y muy negros.
—No, caraculo, no me voy a poner tierno. Pero la próxima vez no voy a andarme con gilipolleces. Y entonces no te va a servir de nada esconder a tu novia. La encontraré. O si no me cargaré a otra persona, como tu madre, tu padre, tus amigos… a quién sea, hasta a tu barbero.
—Se llama Pierre. Y prefiere que lo llamen «experto en belleza capilar».
—¿Estás de guasa conmigo? —dijo Frank mirándole directamente a los ojos.
—Acabas de amenazar a mis padres —dijo Myron—. ¿Qué se supone que debería decir?
Frank asintió con la cabeza lentamente varias veces, se recostó en el asiento y dijo:
—Hemos terminado. De momento —pulsó un botón y el separador volvió a bajar.
—¿Sí, señor Ache? —preguntó Billy.
—Llama a una grúa para que se lleve el coche de Bolitar.
—Sí, señor Ache.
—Saca el puto culo de mi coche —le dijo a Myron.
—¿No me vas a dar un abrazo antes?
—Fuera.
—¿Puedo hacerte una pregunta muy breve?
—¿Qué?
—¿Hiciste matar a Valerie para proteger a Pavel?
—Fuera —dijo Frank esbozando una sonrisa de hurón—, o usaré tus pelotas como tentempié.
—Está bien, gracias. Ha sido un placer charlar contigo, Frank, ya nos llamaremos algún día.
Myron abrió la puerta y salió de la limusina.
Frank se deslizó sobre el asiento hasta sacar la cabeza por la puerta y dijo:
—Dile a Win que hemos hablado, ¿de acuerdo?
—¿Por qué?
—No es cosa tuya. Limítate a decírselo. ¿Queda claro?
—Clarísimo, clarísimo —dijo Myron.
Frank cerró la puerta y la limusina se alejó por la carretera.