Sonó el teléfono del coche de Myron.
—¿Diga?
—Hola, soy tu tía Clara. Gracias por la recomendación.
En realidad, Clara no era su tía. Tía Clara y tío Sidney eran amigos de sus padres de toda la vida. Clara había estudiado derecho con la madre de Myron. Y Myron la había escogido para representar a Roger Quincy.
—¿Cómo te va? —preguntó Myron.
—Mi cliente quería que te diera un mensaje muy importante —dijo Clara—. Ha recalcado que yo, su abogada, debía tratarlo como prioridad principal.
—¿Qué?
—El señor Quincy me ha dicho que le prometiste un autógrafo de Duane Richwood. Pues bien, le gustaría que fuera más bien una foto con el autógrafo de Duane Richwood, no sólo el autógrafo. Y una foto en color, si no es demasiado problema. Ah, y con dedicatoria, por favor. Por cierto, ¿ya te dijo que era un gran aficionado al tenis?
—Sí, tal vez me lo mencionara de pasada. Es un tipo divertido, ¿eh?
—Es una fiesta constante. Risas garantizadas. Me duelen las mejillas de tanto reír. Es como representar a Jackie Masón.
—¿Y cómo lo ves?
—¿En términos legales? Este tipo está como una cabra montesa. Pero que sea culpable de asesinato, y más importante aún, que pueda demostrarlo el fiscal, ya es harina de otro costal.
—¿Qué es lo que tienen en su contra?
—Pruebas circunstanciales que no sirven de nada. Estaba en el Open. Genial, igual que un trillón de personas más. Tiene un pasado un tanto extraño. ¿Y qué? Que yo sepa, nunca ha amenazado a nadie abiertamente. Nadie lo vio disparando un arma. Ninguna de las pruebas realizadas lo relaciona con la pistola ni con la bolsa de Feron’s agujereada por la bala. Lo que te he dicho, pruebas circunstanciales sin valor alguno.
—Si te sirve de algo, yo le creo.
—Ya —Clara no iba a decirle si le creía o no, pero daba lo mismo—. Bueno, te llamaré más tarde, encanto. Cuídate mucho.
—Tú también.
Myron colgó y llamó a Jake. Una voz brusca le respondió:
—Despacho del sheriff Courter.
—Soy yo, Jake.
—¿Qué cojones quieres ahora?
—Pero bueno, que manera más amable de saludar. Tendría que usarla yo algún día.
—Joder, eres un puto fastidio.
—¿Sabes qué? No entiendo cómo es que no te invitan a más fiestas.
Jake se sonó la nariz. Y con fuerza. Myron se imaginó que todos los gansos del estado de Nueva York habrían alzado el vuelo al oír aquello.
—Venga, dime lo que quieres antes de que tu humor cáustico me deje mortalmente herido.
—¿Todavía tienes esa copia del caso Cross?
—Sí.
—Me gustaría hablar con el encargado del caso y con el policía que le disparó a Yeller. ¿Crees que podrías conseguirlo?
—Pensaba que no había habido autopsia.
—No se hizo nada formalmente, pero el senador me dijo que alguien lo inspeccionó.
—Ya, bueno, yo conozco al policía que le disparó, Jimmy Blaine. Es un buen tipo, pero a ti no te va a decir nada.
—No es mi intención acusarle de nada.
—Menos mal.
—Sólo quiero información.
—Jimmy no querrá verte, estoy seguro. Pero de todos modos ¿para qué lo necesitas?
—Creo que existe alguna relación entre el asesinato de Valerie y el de Alexander Cross.
—¿Qué relación?
Myron le explicó lo que sabía y cuando hubo terminado, Jake le dijo:
—Yo todavía no la veo, pero ya te llamaré si puedo hacer algo.
Y colgó.
Myron tuvo suerte y encontró aparcamiento a dos manzanas del hotel. Entró en el vestíbulo como si trabajara allí y subió en ascensor hasta la tercera planta. Se detuvo ante la habitación 322 y llamó a la puerta.
—¿Quién es? —oyó preguntar a Deanna Yeller con voz alegre y cantarina.
—El botones. Alguien le envía flores —dijo Myron.
Deanna Yeller abrió la puerta de golpe y con una amplia sonrisa en el rostro. Igual que la primera vez que se habían visto. Cuando vio que no había flores y, más concretamente, cuando vio a Myron, la sonrisa se desvaneció de súbito. También como en la anterior ocasión.
—¿Está disfrutando de su estancia? —dijo Myron.
—¿Qué quiere? —dijo Deanna Yeller sin molestarse en ocultar su exasperación.
—Me cuesta creer que haya venido a la ciudad sin llamarme. Cualquier hombre menos maduro que yo se habría sentido ofendido.
—No tengo nada que contarle —dijo mientras empezaba a cerrar la puerta.
—¿A qué no sabe con quién he hablado hace muy poco?
—Me da igual.
—Con Lucinda Elright.
La señora Yeller se detuvo en seco. Myron aprovechó la confusión de Deanna para colarse por la abertura.
—¿Quién ha dicho? —dijo Deanna al recuperarse de la impresión.
—Lucinda Elright, una de las profesoras de su hijo.
—No recuerdo a ninguna de sus profesoras.
—Uy, pues ella si que se acuerda de usted. Y me ha dicho que usted fue una madre maravillosa para Curtis.
—¿Y?
—También me ha dicho que Curtis era muy buen alumno, uno de los mejores que había tenido. Me ha dicho que le esperaba un futuro brillante. Y que nunca se metía en problemas.
—¿Qué quiere decirme con todo esto? —dijo Deanna Yeller poniéndose la mano en la cadera.
—Su hijo no tenía antecedentes. Tenía un expediente escolar impecable, ni un solo castigo o nota de atención. Era uno de los mejores alumnos de su clase, posiblemente el mejor. Usted vivía pendiente de él. Fue una madre excelente y crio a un chico excelente.
Deanna Yeller apartó la mirada. Podría haber estado mirando por la ventana, de no ser porque las persianas estaban bajadas. El televisor encendido emitía un suave murmullo. En ese preciso instante pasaban un anuncio de camionetas en el que salía un actor de teleseries. Un actor de teleseries anunciando camionetas, ¿a qué lumbrera se le habría ocurrido semejante combinación?
—Todo esto no es de su incumbencia —dijo Deanna Yeller con un susurro.
—¿Quería usted a su hijo, señora Yeller?
—¿Qué?
—¿Quería usted a su hijo?
—Fuera de aquí. Ahora mismo.
—Si de verdad lo quería, ayúdeme a descubrir qué fue de él.
—No me venga con ésas —dijo la señora Yeller lanzándole una mirada asesina—. A usted no le importa lo de mi hijo. Usted lo único que quiere es descubrir quién mató a aquella chica blanca.
—Tal vez. Pero la muerte de Valerie y la de su hijo están relacionadas. Por eso necesito su ayuda.
Deanna Yeller negó con la cabeza y añadió:
—Usted no está bien del oído, ¿verdad? Ya se lo dije el otro día: Curtis está muerto. Y eso no va a cambiar.
—Su hijo no era de los que se dedicaban a robar a la gente. No era de los que llevaban pistola o amenazaban a la policía con un arma. Ese no era el chico que crio usted.
—Me da igual. Está muerto. No puedo hacer que vuelva.
—¿Qué había ido a hacer aquella noche en el club de tenis?
—No lo sé.
—¿De dónde sacó usted de repente tanto dinero?
¡Bum! Deanna Yeller le miró a los ojos, sorprendida. Erala típica táctica de cambiar de tema para llamar la atención del interrogado. Siempre funcionaba.
—¿Cómo ha dicho?
—Pagó en efectivo su casa de Cherry Hills —dijo Myron— hace cuatro meses. Y la cuenta bancaria de Nueva Jersey, los ingresos en efectivo en cuestión de medio año. ¿De dónde ha salido todo ese dinero, señora Yeller?
La cara de Deanna Yeller mostraba expresión furiosa, pero de pronto se suavizó y se transformó en extraña sonrisa.
—A lo mejor lo he robado —dijo Deanna—, como mi hijo. ¿Me va a denunciar?
—A lo mejor le están pagando.
—¿Pagando? ¿Para qué?
—Dígamelo usted.
—No. Yo no tengo por qué decirle nada. Fuera de aquí.
—¿Por qué ha venido a Nueva York?
—Para hacer turismo. Márchese ya.
—¿Y para ver a Duane Richwood?
Doble ¡bum! Se quedó tiesa.
—¿Cómo?
—Duane Richwood. El hombre que estuvo en su habitación anoche.
Deanna Yeller se quedó mirándolo.
—¿Nos siguió?
—No. Sólo le seguí a él.
—¿Pero qué clase de persona es usted? —dijo Deanna, cada vez más aterrorizada—. ¿Es que disfruta siguiendo a la gente y cosas así? ¿Investigando sus cuentas bancarias? ¿Espiándolas como un voyeur? —Deanna abrió la puerta—. ¿Es que no tiene ni rastro de vergüenza?
La discusión estaba poniéndose peligrosamente tensa.
—Estoy tratando de encontrar a un asesino —contestó Myron, aunque incluso a sus oídos, lo que acababa de decirle pareció poco convincente—. Y quizá sea la persona que mató a su hijo.
—Y no le importa a quién pueda molestar con tal de hacerlo, ¿no?
—Eso no es cierto.
—Si de verdad quiere hacer algo por mí, olvídese de todo este asunto.
—¿Qué ha querido decir con eso?
—Curtis está muerto —dijo Deanna Yeller negando con la cabeza—. Y Valerie Simpson también. Errol… —se calló antes de terminar la frase y luego añadió—: Ya es suficiente.
—¿Qué es lo que ya es suficiente? ¿Qué iba a decir sobre Errol?
Deanna Yeller no respondió, siguió negando con la cabeza y finalmente dijo:
—Déjelo estar, señor Bolitar. Por el bien de todos. Déjelo estar.