François, el maître de La Reserve, revoloteaba alrededor de su mesa como un buitre esperando la muerte, o peor, como un maître de Nueva York esperando una propina muy generosa. Desde que había descubierto que Myron era íntimo amigo de Windsor Horne Lockwood III, François se había hecho amigo suyo del mismo modo que los perros se hacen amigos de quien les da de comer.
Como entrantes le recomendó el aperitivo de salmón en rodajas finas y el bacaladito especial del chef. Myron aceptó ambas sugerencias y lo mismo hizo el señor Crane, que hasta el momento no había dicho palabra. Luego el señor Crane pidió la sopa de cebolla e hígado, y en ese momento Myron decidió que en las próximas horas no iba a darle ningún beso. Después, Eddie pidió las colas de escargot y langosta. El chico aprendía con mucha rapidez.
—¿Me permite que le recomiende un vino, señor Bolitar? —dijo François.
—Adelante.
Ochenta y cinco pavos tirados por la borda.
El señor Crane tomó un sorbo y asintió con la cabeza en señal de aprobación. Todavía seguía sin haber sonreído ni una sola vez y sin haber intercambiado apenas ninguna gracia. Por suerte para Myron, Eddie era un buen chico. Listo y educado, era un verdadero placer charlar con él. Pero cada vez que el señor Crane se aclaraba la garganta, como en aquel preciso instante, Eddie se callaba de inmediato.
—Recuerdo cuando usted jugaba al básquet en Duke, señor Bolitar —dijo el señor Crane.
—Por favor, llámeme Myron.
—De acuerdo.
En lugar de devolverle la cortesía, Crane frunció el ceño. Las cejas eran su rasgo más prominente, pues eran increíblemente gruesas, tenían aspecto de enojo constante y no paraban de moverse sobre sus ojos. Parecían dos huroncillos que se le arrastraran por la frente.
—¿Fue el capitán del equipo de Duke? —preguntó Crane.
—Durante tres años —contestó Myron.
—¿Y ganó dos campeonatos de la NCAA?
—Los ganó mi equipo, sí.
—Le vi jugar en varias ocasiones. Era bastante bueno.
—Gracias.
Crane se inclinó hacia él mientras sus cejas se volvían aún más pobladas y le dijo:
—Si no recuerdo mal, los Celtics lo eligieron en la primera ronda.
Myron asintió en silencio.
—¿Cuánto tiempo jugó con ellos? Creo que no fue mucho.
—Me lesioné la rodilla en un partido de la pretemporada de mi primer año.
—¿Y no volvió a jugar más? —dijo Eddie. Tenía ojos jóvenes y abiertos como platos.
—Nunca más —dijo Myron sin inmutarse.
Aquella era una lección más útil que cualquier conferencia que pudiera llegar a dar. Como el funeral de un compañero de clase que hubiera muerto por conducir bebido.
—¿Y entonces qué hizo con su vida? —preguntó el señor Crane—. Después de la lesión, quiero decir.
La entrevista personal formaba parte del proceso. Sin embargo, ser ex jugador hacía que esa parte fuera un poco más dura, porque la gente tendía a pensar que eras tonto.
—Estuve haciendo rehabilitación durante mucho tiempo —dijo Myron—. Pensaba que iba a poder sobreponerme a las circunstancias, desafiar a los médicos, volver a jugar. Cuando finalmente fui capaz de enfrentarme a la realidad, comencé la carrera de Derecho.
—¿Dónde?
—En Harvard.
—Impresionante.
Myron intentó poner cara de modestia y hasta estuvo a punto de pestañear inocentemente.
—¿Publicó algún artículo sobre temas legales?
—No.
—¿Hizo algún máster?
—No.
—¿Qué hizo después de graduarse?
—Me hice agente.
El señor Crane volvió a fruncir el ceño.
—¿Cuánto tiempo tardó en terminar la carrera?
—Cinco años.
—¿Por qué tardó tanto?
—Trabajaba a la vez que estudiaba.
—¿Y qué hacía?
—Trabajaba para el gobierno.
Era una respuesta adecuada a la vez que imprecisa. Esperaba que el señor Crane no quisiera saber más.
—Ya veo.
Crane frunció el ceño de nuevo. Todo él se frunció. Frunció la boca, la frente y hasta las orejas.
—¿Cómo se decidió a entrar en el mundo de la representación de deportistas?
—Porque pensé que me gustaría. Y porque pensé que se me daría bien.
—Su agencia es pequeña.
—Cierto.
—No posee los contactos de las agencias más grandes.
—Cierto.
—No tiene la influencia que tienen ICM, TruPro o Advantage.
—Cierto.
—No cuenta con demasiados jugadores de tenis de alto nivel.
—Cierto.
—Entonces, dígame, señor Bolitar —dijo Crane con cara de pocos amigos—, ¿por qué razón nos va a convenir trabajar con usted?
—Soy perfecto para animar las fiestas.
El señor Crane no esbozó ninguna sonrisa, pero Eddie sí. No obstante, el chico se contuvo y reprimió la sonrisa cubriéndosela con la mano.
—¿Eso tendría que haberme hecho gracia? —preguntó Crane.
—Déjeme que le haga una pregunta, señor Crane. Usted vive en Florida, ¿verdad?
—En St. Petersburg.
—¿Cómo ha venido a Nueva York?
—En avión.
—No. Me refiero a quién le ha pagado los billetes.
Los Crane intercambiaron miradas precavidas.
—¿Ha sido TruPro quien les ha comprado los billetes, no es cierto?
El señor Crane asintió tímidamente con la cabeza.
—¿Les han ido a buscar al aeropuerto con una limusina? —continuó Myron.
El señor Crane volvió a asentir.
—Y su chaqueta, señora, ¿es nueva?
—Sí —respondió la señora Crane.
Era la primera vez que abría la boca en toda la cena.
—¿Se la ha regalado alguna de las grandes agencias?
—Sí.
—Una esposa o empleada de alguna de las grandes agencias la ha llevado a ver la ciudad, le ha enseñado los lugares de mayor interés y se la ha llevado de compras, ¿verdad?
—Sí.
—¿Qué quiere decir? —le interrumpió el señor Crane.
—Que todas esas cosas no van con mi estilo —comentó Myron.
—¿Qué cosas?
—Hacer la pelota. No se me da bien hacerles la pelota a los clientes. Y se me da fatal lo de hacerles la pelota a los padres. Eddie…
—¿Sí?
—¿Las grandes agencias te han prometido contar con alguien en todos los partidos?
Eddie asintió sin decir nada.
—Yo no voy a hacer eso —comentó Myron—. Si me necesitas, estoy disponible las veinticuatro horas del día y los siete días de la semana, pero no voy a estar presente las veinticuatro horas del día ni todos los días de la semana. Si quieres que alguien te estreche la mano en cada partido sólo porque Agassi o Chang lo hagan, ficha con una de las grandes agencias, porque lo harán mejor que yo. Y si quieres a alguien que te haga los recados o la colada, yo tampoco sirvo para eso.
Los Crane intercambiaron otra mirada entre ellos.
—Muy bien —dijo el señor Crane—. Ya he escuchado su opinión, señor Bolitar. Parece que está usted a la altura de su reputación.
—Usted me ha pedido que le hiciera una comparación entre las grandes agencias y yo.
—Efectivamente.
Myron se dirigió a Eddie y le dijo:
—Mi agencia es pequeña y sencilla. Yo me ocuparé de todas las negociaciones: ganancias de los torneos, apariciones en público, exhibiciones, patrocinios, todo. Pero no firmaré nada que tú no quieras. Nada es definitivo hasta que tú no lo mires, lo comprendas y le des el visto bueno. ¿Hasta aquí todo bien?
Eddie asintió con la cabeza.
—Tal y como ha recalcado tu padre, no tengo ningún máster, pero trabajo con alguien que lo tiene. Se llama Win Lockwood. Se le considera uno de los mejores asesores financieros del país. La teoría de Win se parece mucho a la mía: quiere que comprendas y apruebes todas las inversiones que se hagan. Insistiré en que te reúnas con él por lo menos cinco veces al año, preferiblemente más, para hacer una planificación de impuestos y finanzas sólida y a largo plazo. Quiero que sepas en todo momento dónde se invierte tu dinero. Hay demasiados deportistas a quienes les toman el pelo, hacen malas inversiones o confían en la gente equivocada y todo eso. Sin embargo, eso no pasará en mi agencia porque tú, no sólo yo, no sólo Win y no sólo tus padres, sino tú mismo, impedirás que ocurra.
Entonces apareció François con los aperitivos. No dejó de sonreír mientras sus subordinados iban sirviendo los platos. Después se puso a señalar y a dar órdenes en francés con tono impaciente, como si no supieran poner el plato delante de un ser humano sin molestar.
—¿Ya está todo? —preguntó François.
—Creo que sí.
—Si puedo hacer alguna cosa para que su cena en este restaurante sea aún más placentera, no duden en pedírmelo —dijo François inclinando un poco la cabeza.
Myron se quedó mirando el salmón y dijo:
—¿No tendrías un poco de ketchup?
—¿Cómo dice? —dijo François empalideciendo.
—Era una broma, François.
—Y muy graciosa por cierto, señor Bolitar.
François desapareció de la vista. Myron, el cómico profesional, vuelve a la carga.
—¿Y qué es de la joven que nos concertó la cena? —preguntó el señor Crane—. La señorita Díaz. ¿Qué cargo tiene en la agencia?
—Esperanza es mi socia. Mi mano derecha.
—¿Qué ha estudiado?
—Actualmente está cursando Derecho en clases nocturnas. Por eso no ha podido acompañarnos esta noche. Y además, fue luchadora profesional.
Aquello suscitó el interés de Eddie.
—¿Ah, sí? ¿Cómo se llamaba?
—La Pequeña Pocahontas.
—¿La Princesa India? La Gran Mamá Jefa y ella eran las campeonas de la lucha por parejas.
—Exactamente.
—¡Madre mía! Era tremenda.
—Pues sí.
La señora Crane probó el salmón pero, por el momento, el señor Crane no había tocado siquiera la sopa de cebolla.
—Dígame —dijo el señor Crane—, ¿qué estrategia emplearía para sacarle el máximo provecho a la carrera de Eddie?
—Depende —respondió Myron—. No hay ninguna fórmula predeterminada. Ahora mismo pesan sobre su hijo dos factores opuestos. Por un lado, Eddie sólo tiene diecisiete años. Es un chaval. El tenis no debería consumirlo hasta el extremo de llegar a resultar una carga. Debería seguir divirtiéndose, tratar de hacer las cosas que hacen los chicos de diecisiete años. Y, por otro lado, es ingenuo pensar que el tenis no va a ser más que un juego para él. O que va a ser un chico «normal». Estamos hablando de dinero, de mucho dinero. Si Eddie lo hace bien, si ahora hace algunos sacrificios y trabaja con Win, podrá tener el futuro asegurado para siempre en cuanto a las finanzas se refiere. Se trata de un equilibrio muy delicado: en cuántos torneos y en cuántas exhibiciones participar, cuántas apariciones en público hacer, cuántos patrocinios…
El señor Crane asintió moviendo las cejas. Parecía estar de acuerdo con él.
Myron se dirigió entonces a Eddie.
—Al principio tienes que conseguir ganar mucho dinero, porque nunca se sabe lo que puede pasar. Yo soy la prueba viviente de ello. Pero tampoco quiero que te exprimas al máximo. A veces, lo más difícil del mundo es saber decir «no» a las grandes sumas de dinero. Pero en definitiva se trata de tu decisión, no de la mía. Se trata de tu dinero. Si quieres jugar en todos los torneos y en todos los partidos de exhibición, yo no pienso impedírtelo, aunque no vas a conseguirlo, Eddie, nadie lo consigue. Eres un buen chico. Piensas con la cabeza. Tus padres te han educado bien. Pero si tratas de forzarte demasiado, te vas a quebrar. He sido testigo de demasiados casos así.
»Quiero que ganes un montón de dinero, pero no hasta el último centavo que puedas. No quiero convertirte en una máquina de hacer dinero. Quiero que lo pases bien, que lo disfrutes, que seas consciente de la enorme suerte que tienes.
Los Crane lo escuchaban con suma atención.
—Ésa es mi filosofía, Eddie, por si te puede interesar. Con las grandes compañías quizá ganes más dinero. Eso no te lo voy a negar. Pero a la larga, con una carrera duradera y sólida, y con una buena planificación, creo que estarás mejor y tendrás más dinero con MB Representante Deportivo.
—¿Hay alguna otra cosa que desee saber? —dijo Myron mirando al señor Crane.
El señor Crane sorbió su copa de vino, observó el color y volvió a dejarla sobre la mesa. Luego hizo bailar de nuevo las cejas y dijo:
—Nos han recomendado mucho su agencia, señor Bolitar. O mejor dicho, se la han recomendado a Eddie.
—¿Ah, sí? —dijo Myron—. ¿Quién?
Eddie apartó la mirada y la señora Crane le puso la mano sobre el brazo. Fue el señor Crane quien le dio la respuesta.
—Valerie Simpson.
Myron se quedó boquiabierto.
—¿Valerie les recomendó mi agencia?
—Creía que le iría bien a Eddie.
—¿Eso dijo?
—Sí.
Myron se volvió hacia Eddie. No estaba llorando, pero parecía que estuviese a punto de hacerlo.
—¿Y qué más te dijo, Eddie?
—Me dijo que era usted un tipo honesto —añadió tras encogerse de hombros—. Que iba a tratarme bien.
—¿Cómo conociste a Valerie?
—Se conocieron en Florida, en el campamento de Pavel —respondió el señor Crane—. Valerie tenía dieciséis años y Eddie nueve. Ella se ocupó de él.
—Eran buenos amigos —añadió la señora Crane—. Qué tragedia.
—¿Te dijo alguna cosa más, Eddie?
El chico volvió a encogerse de hombros y al final alzó la vista. Myron le miró a los ojos y le aguantó la mirada.
—Es muy importante —dijo Myron.
—Me dijo que no me enganchara con TruPro —contestó Eddie.
—¿Por qué?
—No lo sé.
—Según mi teoría —añadió el señor Crane—, los culpaba de su declive.
—¿Y tú qué opinas, Eddie? —le preguntó Myron.
El chico volvió a encogerse de hombros y dijo:
—Podría ser, no sé.
—Pero no crees que pueda ser.
Eddie no contestó.
—Creo que es mejor que cambiemos de tema —dijo la señora Crane—. El asesinato de Valerie ha afectado bastante a Eddie.
La conversación volvió a derivar poco a poco a los negocios, pero Eddie estaba más callado. De vez en cuando abría la boca para decir algo y la volvía a cerrar al instante. Cuando finalmente se levantaron de la mesa para marcharse, Eddie se acercó a Myron y le susurró:
—¿Por qué quiere saber tantas cosas de Valerie?
Myron decidió decirle la verdad:
—Porque estoy intentando descubrir quién la asesinó.
Eddie puso los ojos como platos. Miró hacia atrás y vio que sus padres estaban ocupados en despedirse de François. El maître le besó la mano a la señora Crane.
—Creo que tú podrías ayudarme —dijo Myron.
—¿Yo? —dijo Eddie—. Yo no sé nada.
—Era tu amiga. La conocías bien.
—Eddie…
Era el señor Crane.
—Tengo que irme, señor Bolitar. Gracias por todo —dijo Eddie.
—Sí, muchas gracias —añadió el señor Crane—. Todavía tenemos que hablar con varias agencias, pero estaremos en contacto.
Cuando se hubieron marchado, apareció François con la cuenta.
—Su corbata le sienta muy bien, señor Bolitar.
Aquel hombre sabía cómo hacer la pelota.
—Deberías ser representante, François.
—Gracias, señor.
Myron le dio la tarjeta Visa y esperó. Encendió el móvil y vio que tenía un mensaje de Win. Lo llamó.
—¿Dónde estás? —preguntó.
—En la calle Veintiséis, cerca de la Octava Avenida —comentó Win—. En el Cadillac había dos caballeros, y conste que utilizo ese término en el más amplio de los sentidos. Te han seguido hasta La Reserve, se han quedado esperando un rato y hace media hora se han marchado y han entrado en un local de dudosa reputación.
—¿De dudosa reputación?
—Se llama La Almeja Alegre. Con eso te lo digo todo, ¿no?
—No los pierdas de vista. Voy para allá.