Epílogo

Astinus, comendador de la Orden de los Estetas, se permitió un breve amago de sonrisa mientras supervisaba la labor de sus escribas y, luego, retomó su severidad habitual.

Poco antes, Olven, Eban y Marya habían terminado el manuscrito y lo habían cortado en rectángulos uniformes que habían unido formando un libro. Dio una palmadita al volumen, situado encima del escritorio de su celda personal antes de felicitar a sus escribas, que entonces eran dos, en lugar de tres.

—Habéis hecho un buen trabajo. A partir de ahora ya no sois aprendices, sino ayudantes de escriba. Bienvenidos.

Eban exhaló un suspiro de alivio.

—¿Dónde está Olven? —quiso saben en cambio, Marya.

Astinus no respondió por el momento. En silencio, se bajó del taburete y fue a dejar el ejemplar sobre Hederick en el carrito que había junto a la puerta. Al finalizar el día, un ayudante lo incluiría en los registros de la biblioteca y le asignaría un lugar en sus abarrotadas estanterías.

—Olven decidió que prefería una vida fuera, en el mundo —explicó Astinus al volver—. Sostuvimos una larga conversación. Lo mortificaban las limitaciones que encontró aquí y llegó a la conclusión de que no sería feliz si no hacía otra cosa que dejar constancia de la historia. En estos momentos se dirige, según creo, a Solace.

En la cara pecosa de Eban se evidenció el desconcierto, pero la de Marya se iluminó con una sonrisa.

—¿Y tú, Marya? —le preguntó con dulzura Astinus—. ¿Quieres quedarte aquí?

—Sí. Por el momento —puntualizó—. Tengo cosas que aprender primero, antes de emprender mi propio camino. Quizás acabe siguiendo los pasos de Olven.

Eban los miró alternativamente, perplejo. El historiador y la mujer se comprendieron, sin embargo, perfectamente, sin necesidad de más explicaciones.